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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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Chile despertó, es momento de que despierte el periodismo

Por mucho tiempo, los medios tradicionales del país no cumplieron su deber de buscar la verdad sin sesgos. Pero las protestas sociales los han obligado a mejorar su cobertura y recuperar una confianza en el periodismo que parecía perdida.

 

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Desde que estalló la revuelta popular en Chile en octubre, las paredes de las ciudades del país se llenaron de mensajes contra los poderosos: al inicio, la furia se centraba en el presidente, Sebastián Piñera, y su entonces ministro del Interior, Andrés Chadwick. Después, la ira de las paredes fue contra la policía y las fuerzas armadas, contra los bancos y la Iglesia católica.

A medida que la protesta popular crecía, surgió un nuevo culpable: los medios de comunicación. “Apaga la tele”, “Periodismo traidor”, “Medios cómplices”, “La prensa miente”.

En las carreras de periodismo de la capital de Chile, los profesores nos pasábamos las fotos de estos grafitis y carteles con una mezcla de deleite y preocupación. Por fin, los televidentes y lectores de diarios se daban cuenta de lo que los académicos veíamos hacía tiempo: los medios no estaban reflejando las verdaderas preocupaciones, los miedos y las aspiraciones frustradas de dos generaciones de chilenos. Chile se enriquecía; la clase media se endeudaba; la baja, se empobrecía, y los medios se desentendían.

Por mucho tiempo, los medios tradicionales no cumplieron su deber primordial de buscar la verdad sin sesgos. Pero las manifestaciones, que han sacado a millones de chilenos a las calles a exigir más igualdad, los están obligando a mejorar su cobertura para recuperar una confianza en el periodismo que parecía perdida. Si, como gritan las paredes y las pancartas, “Chile despertó”, todo indica que los medios también han despertado.

 

 

Este despertar mediático, sin embargo, no basta. Hay un nuevo Chile que los medios tradicionales deben comprometerse a incorporar. Es hora de hacerlo.

Las encuestas de opinión de los últimos años reflejaban una ineludible merma en la credibilidad de periódicos y televisoras. Al preguntar en octubre por las fuentes de mayor credibilidad para los chilenos, el Termómetro Social del Núcleo Milenio en Desarrollo Social y la Universidad de Chile encontraron que la mayoría otorga un puntaje máximo de 7 sobre 7 a los amigos y familiares y un 6 a las redes sociales y la radio. Los diarios apenas obtuvieron un 4,2 y la televisión, un 3,6.

En la segunda semana de protestas, cuando más de un millón de manifestantes llenó la Plaza Italia (rebautizada como Plaza de la Dignidad), los centros de estudiantes de periodismo de buena parte de las universidades de Chile sacaron un comunicado revelador: denunciaban “la mediatización de la televisión abierta (Canal 13, TVN, Mega y Chilevisión) en su rol de criminalizar la protesta, recurriendo a la censura, priorizando fuentes gubernamentales y tergiversando información al mostrar solo la violencia en las calles, pero no las violaciones a los derechos humanos cometidas por fuerzas especiales de carabineros y militares”.

Los medios tradicionales del país parecían haber declarado la misma guerra sin cuartel a los manifestantes que anunció el presidente Piñera en su primer mensaje televisado, cuando dijo que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”.

Las críticas arreciaban e incluso en la calle. Al ser entrevistados sobre las protestas, muchos respondían que era necesario hacer cambios o cuestionaban la desmesurada represión policial.

Organizaciones internacionales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han denunciado la violencia estatal contra las manifestaciones y medios internacionales y algunos sitios digitales de periodismo independiente —como Interferencia, El Desconcierto o el Centro de Investigación Periodística (CIPER)—, reportearon la represión policial que culminó en más de 300 manifestantes que sufrieron heridas visuales y más de veinte muertos. Solo así, los medios tradicionales empezaron a ponerse a tono con lo que se estaba viviendo en la calle.

Pero hubo consecuencias. Uno de los primeros canales de televisión en contar la otra cara de la crisis fue CNN Chile. Y lo pagó caro: dos importantes anunciantes nacionales (Agrosúper y Juan Sutil) les quitaron su patrocinio. Este caso reveló uno de los grandes problemas de nuestro ecosistema mediático: los medios están más pensados para los anunciantes que para el público.

Los medios se encontraron en una encrucijada. ¿Por qué camino optar? ¿Las demandas genuinas de la mayoría de la población o la sobrevivencia publicitaria?

A finales de noviembre, la cobertura informativa local mejoró: comenzaron a incluir sistemáticamente las voces de las víctimas, de los médicos y abogados que los asisten y de organizaciones de derechos humanos, que presentaron reportes muy críticos con el gobierno chileno y el uso excesivo de la fuerza estatal. La voz de los no escuchados comenzó a aparecer junto a las fuentes usuales y ya se ven a los medios nacionales en los cabildos y en las marchas.

En los carteles y pintadas de las últimas manifestaciones ya no aparecen tantas críticas a los medios. Al verse representados, los manifestantes parecen haber recuperado algo de confianza en cómo “su” periodismo está contando la realidad.

Hay mucho que mejorar aún. En la discusión por las causas de la protesta y sobre todo en el debate por la nueva constitución que gran parte de la población ha reclamado, los medios tradicionales todavía se atrincheran en las fuentes de costumbre: políticos, académicos y opinadores profesionales, que en su mayoría son hombres blancos y mayores: los tertulianos de siempre que ni previeron ni alertaron del desastre que propició este estallido social.

En un reciente artículo en CIPER, la experta en periodismo político Ximena Orchard revela que las voces habituales en la prensa hegemónica, no han variado desde el retorno de la democracia, en la década de los noventa.

El periodismo y sus medios más grandes e influyentes se quedaron en el pasado. Este es un nuevo Chile y han surgido voces más diversas y complejas. En cada barrio, en muchos colegios y universidades, en el campo y en la ciudad se están formando cabildos para discutir las políticas nacionales en pacíficos y acalorados debates. Las mujeres de la cultura, los artistas, los indígenas y los pensionados están uniendo sus reclamos al repertorio del descontento en el país “más estable de América Latina”.

Aún así, al periodismo chileno le espera mucho trabajo y muchos cambios si quiere estar a la altura de una sociedad que busca escapar del sopor y la rutina del pasado. Los medios tradicionales y los nuevos también deben ser faros: indagar en las causas profundas de la revuelta y transformar sus hallazgos en explicaciones para la comprensión y la acción informada.

 

(Artículo publicado en The New York Times el jueves 12 de diciembre de 2019)

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12 de diciembre de 2019
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Ernesto Picco: gran cronista y perfilador de Santiago del Estero

El 10 de noviembre de este 2019, en mi primera visita a la provincia argentina de Santiago del Estero, presenté Crónicas de tierra y asfalto junto con su autor, el prolífico y muy talentoso Ernesto Picco. Hace unos meses, cuando me pidieron escribir el prólogo de este libro, no sabía nada de Picco, ni de la hermosa Editorial de la Universidad Nacional de Santiago (EDUNSE) y su gente luminosa, y lo poco que sabía de esta provincia del interior profundo de mi país era por las chacareras, la nostalgia de los que partieron, la siesta de quienes se quedaron, y el hecho de que su histórica capital es la primera ciudad de lo que ahora es Argentina. Sin ser experto ni mucho menos, ahora ese otro Santiago (vivo y respiro en la capital chilena) ya está en mis recuerdos y en mi corazón. En gran parte por este libro y la cercanía con su autor. Este es el texto de mi prólogo para este erudito y emotivo canto de amor de un cronista a su tierra.

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Decía Borges – los argentinos sabemos secretamente que todo lo que merece ser dicho ha sido dicho ya por Borges – que en el Corán no hay camellos. Y no hay camellos porque aquellas ásperas tribus de los desiertos de Arabia no tenían ni la conciencia ni la necesidad de poblar los paisajes de su libro sagrado de aquello que los foráneos consideraban “típico” de sus desiertos y roquedales.

El paisaje estaba asumido, implícito. Las tormentas de arena se escuchan por detrás y por debajo de las órdenes imperiosas de Alá y los sueños de los rapsodas sobre un paraíso lleno de agua, leche y miel. No hay camellos porque no hacen falta.

Por eso mismo es que el otro día, mientras chateaba con Ernesto Picco y le contaba lo mucho que me gustó este libro suyo, se me ocurrió comentarle que en su Santiago del Estero no hay chacareras. Las chacareras santiagueñas son lo que los pajueranos, sobre todo los porteños, pensamos que se canta y se baila y se escucha siempre allí, después de la impostergable siesta y antes de las infaltables empanadas.

Esa es una de las muchas razones por las que pienso que este libro es tan profundamente santiagueño: porque no intenta serlo, no juega a serlo.  Es un ramillete de perfiles que dan cada uno en su blanco porque apuntan en distintas direcciones y están contados con estructuras y estilos diversos, y entre todos trazan un mapa de una provincia única y por lo tanto representativa de lo más argentino, lo más latinoamericano, lo universal. Cuanto más local, más compartible.

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Hay en el libro de Picco, por ejemplo, mucho de política, de política local. Es inusual encontrarse con un libro que ahonda en las rencillas internas, los odios y filias de la clase dirigente de un sitio remoto y sentirse inmediatamente interpelado.

El patriarca taimado Carlos Juárez y su séquito obsecuente, el arribista que pasó de gestionar las sórdidas noches provincianas a la nueva política, los dirigentes sindicales que combinan astucia con desgarro, el intelectual rebelde de una familia trágica de revolucionarios, un valiente defensor de presos políticos. El autor los entrevista – a ellos o a sus amigos o enemigos próximos –, los sigue y los observa, los investiga, los humaniza. Es la historia contada desde adentro, y por eso mismo un modelo para contar otras provincias, otros ámbitos.

Los males del pasado y del presente toman cuerpo y vuelan. Este libro no es un manifiesto ni un alegato, pero da voz a los sin voz. A la enfermedad olvidada porque afecta a los pobres, el Mal de Chagas-Mazza. A la música de la que no se ocupan los eruditos, la guaracha, porque la escuchan los pobres. A la épica de una lucha agraria de la que no se ocupan los medios nacionales, porque se pelea lejos y la sufren los pobres.

Destilan estas historias un amor por el terruño, un conocimiento profundo de lo propio, que se me hacen cercanas y relevantes, pese a que yo nunca estuve en Santiago, y son otros los Santiagos que me habitan en mis recuerdos.

Estos son mis Santiagos: una visita breve y lejana al calor húmedo del paisaje y de la gente de Santiago de Cuba; caminar y ser feliz en otra vidas en las piedras milenarias de Santiago de Compostela en lluvia y sentir la aspereza del botafumeiro en su Catedral; vivir y crecer y encontrarme ahora en Santiago de Chile.

Pero al adentrarme en las mesuradas páginas de este libro, me escapo de los santiaguinos y los santiagueros y los compostelanos; y me vuelvo un poco santiagueño.

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Contribuye a la espesura del texto y la emoción del encuentro el torrencial de datos, libros y reflexiones de la rica introducción que se abre tras este prólogo.

Ernesto Picco, además de cronista original y audaz, es un erudito de su tierra y de las formas en que fue contada. Los lectores se encontrarán, antes de recorrer los rostros de estos santiagueños ilustres, o representativos, o injustamente postergados, o esperpénticos o hilarantes, con un estudio de las maneras en que la provincia fue recorrida por contadores de historias reales, desde Pablo Lascano y Orestes Di Lullo hasta Julio Carreras y Ramón Carrillo.

Y al analizar las crónicas que cuentan su provincia, el periodista devenido investigador brinda pautas para definir los géneros de la crónica y el perfil. La mirada propia, la investigación exhaustiva, el estilo literario, la estructura narrativa.

Así, al lanzarse a entrar en su propia lista de cronistas de la ciudad y el monte, Picco ya trazó el camino de los que lo precedieron. Sus crónicas miran al pasado, a los héroes y las luchas que el poder procura que olvidemos, y a las formas en que el presente está modificando los tópicos y prejuicios sobre lo provinciano y sobre su provincia.

Y también innova en la forma: cada texto late y fluye con estructura propia, desde comienzos que a veces pintan una cara, se congelan en un gesto, trituran un paisaje, aventuran una suposición o un concepto que los lectores descubrirán y confirmarán después, al viajar con él.    

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Hacia el final de su introducción, Picco cita al maestro de los cronistas de viajes de la Argentina actual, Martín Caparrós. “Hago largos viajes porque quiero aprender a mirar para contar algún día la crónica más difícil de todas, que es la de la manzana de mi casa”, dijo Caparrós en una entrevista. Es una variante del viejo verso de T. S. Eliot, de viajar para aprender a volver a casa, y a mirar lo familiar como si fuera nuevo y extraño.

“¿Quiénes son, en Santiago, los que han escrito sobre las manzanas de su casa? ¿Hay allí una herencia para la crónica santiagueña?”, se pregunta el autor.

Si fuera un porteño quien la enunciara, por ejemplo el mismo Caparrós, pensaríamos que peca de falsa modestia. Pero como el libro entero rebosa de dudas y tanteos, podemos suponer que no esconde una respuesta oculta. Por eso, como prologuista lo postulo yo acá: es Ernesto Picco quien se alza sobre sus antecesores y pinta un cuadro de su Santiago a la altura de las mejores crónicas latinoamericanas de lo que va de este siglo XXI.

Y son crónicas en forma de perfiles, es retratar un lugar sin que se vean los paisajes, ni camellos ni chacareras ni cansinas siestas con mate bajo el ombú. Son mujeres y hombres de la tierra los que al vivir pintan el paisaje.

Es como si los Santucho, Juárez, Lescano, Posse o Chazarreta, al caminar su tierra en sus afanes y conquistas trazaran sin buscarlo un mapa del territorio. Un mapa que Picco encuentra y comparte aquí.  

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Crónicas de tierra y asfalto me recuerda un ambicioso proyecto emprendido durante casi todo el siglo XX por el más grande de los literatos de no ficción de la Península Ibérica, el catalán Josep Pla.

Entre los más de cuarenta tomos de sus obras completas, Pla emprendió durante décadas, de los veinte a los sesenta del siglo pasado, el pintar su tierra retratando en historias, entrevistas, recorridos y meditaciones a los grandes hombres de su Cataluña soñada. Los artistas exitosos, como Salvador Dalí, Pau Casals o Antoni Gaudí, o los fracasados, como Isidre Nonell, o los luchadores y líderes, como el fundador del POUM trotskista Andreu Nin, asesinado y desaparecido por los estalinistas.

Estos hombres son la tierra, la identidad, el paisaje de Cataluña para Pla. Los llamó, en su precioso idioma natal, Homenots, que son algo así como hombretones, que es más coloquial que grandes hombres y menos familiar que el nombre con el que se lo tradujo al castellano, Grandes tipos.

Son “homenots” los santiagueños de Ernesto Picco. Ninguno es perfecto, pocos son admirables, todos tienen taras y defectos y hasta crueldades. Pero son grandes a su manera, porque destacaron y salieron del rebaño, construyeron un “nosotros” local en la mayoría de los casos sin proponérselo, al tratar de emprender caminos individuales o luchas colectivas. Estos rostros, la mayoría ajados por el tiempo y el calor de los mediodías y la ventisca de las noches del noreste, trazan los rumbos de la provincia y permiten atisbarle un futuro.

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Hoy, mientras escribo estas líneas, Ernesto Picco está muy lejos de su tierra. Está en el terreno de mis propios recuerdos y pesadillas. En las Islas Malvinas.

Su talento y su perseverancia y el brillo de promesa de su prosa le hicieron ganar la codiciada Beca Jacobs de Periodismo de Viajes de la Fundación García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano. Con el fondo de esta beca, está en una tierra extraña, pero donde también lucharon y murieron santiagueños quienes, como yo, fueron enviados a luchar en una guerra doblemente cruel en 1982.

Como veterano de Malvinas y escritor de crónicas de las islas, tengo muchísimas ganas de leer las crónicas malvineras de este santiagueño trotamundos.

En este libro, los lectores descubrirán fácilmente por qué. Quien ha aprendido tan bien a describir su casa desde estos personajes fascinantes y entrañables, puede lanzarse a los confines del Atlántico Sur, a descubrir las heridas y remiendos de una lejana guerra ajena. Sé que también podrá descorrer ese manto de neblina y hacer propio lo extraño y traernos en palabras justas la comprensión de lo inaudito.  

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16 de noviembre de 2019
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Chile lacrimógeno

Cuando despertó, el gas lacrimógeno todavía estaba ahí.

Dentro de su nariz, en su garganta, en sus pulmones, en su memoria reciente de no poder ver y toser sin pausa tratando de respirar. Y en la memoria de los años setenta y ochenta, cuando este cronista, como muchos chilenos y argentinos de su edad, vivieron lo que nunca pensábamos que volveríamos a ver: Estado de Excepción, Toque de Queda, ejército en las calles, imágenes de soldados y policías disparando al pueblo desarmado, denuncias de torturas y abusos sexuales en comisarías, 16 muertes hasta ahora, centenares de personas heridas, miles de detenciones.

Esta mañana del miércoles 23 de octubre de 2019, mientras teclea para entender qué está pasando en el país al que vino ilusionado hace tres años, este cronista argentino sigue tosiendo y restregándose los ojos frente a esta pantalla.

El gas todavía pica.

Así funciona el gas lacrimógeno que los Carabineros de Chile arrojan a la multitud, en su gran mayoría jóvenes que bailan y cantan en paz. Es una nube blancuzca, a veces rojiza, que primero se mete por la nariz y causa un agudo escozor ácido. Como meterse mostaza por la nariz. Después, se mete por la boca, paraliza la lengua y entra por la garganta. En el caso de este cronista, el picor en los ojos que provoca las lágrimas que le dan nombre al gas es lo siguiente. Un dolor fuerte debajo de los párpados, como si los ojos se quisieran hundir en sus cuencas, un dolor que se prolonga a los huesos encima de los ojos.

En lo que yo vi en estos días, la mayoría de las y los jóvenes que salen en las pantallas de la televisión chilena, como malhechores cubiertos de trapos y pañuelos, se están cubriendo de los gases lacrimógenos.

Pero pese a su nombre, el principal efecto de esta sustancia, que el Estado chileno nunca dejó de usar desde la dictadura de Pinochet, no es provocar lágrimas. Provoca rabia, indignación, ganas de volver a salir a la calle.

Lo dicen los carteles: Chile despertó. No tenemos miedo. No son 30 pesos, son 30 años.

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#NoTenemosMiedo

No, no son los 30 pesos que subió el boleto del metro; son los 30 años de abusos de una democracia vigilada y de una constitución atenazante que redactaron los sirvientes del dictador en plena dictadura y que ningún gobierno democrático pudo, supo o se atrevió a cambiar.

Cuatro vecinos y varios de sus hijos e hijas de uno de los edificios con ventana a Plaza Italia compraron el lienzo de diez metros donde pintaron las palabras: No tenemos miedo. Ya lo cantaban en manifestaciones por los derechos de los negros y contra la guerra de Vietnam en EEUU en los sesenta. Lo colgaron de su ventana. Después, estudiantes lo colgaron en el centro de la estatua, de la cabeza de la estatua del General Manuel Jesús Baquedano. Así salió en incontables medios internacionales. No tenemos miedo

Lo que estos días hace llorar a Chile, que salió en masa a protestar desde el viernes en cada ciudad y pueblo, no es el gas lacrimógeno. Es el no poder llegar a fin de mes en un país donde el PIB per cápita subió, pero su beneficio quedó concentrado en las mismas manos de siempre. El 1 por ciento de arriba se reparte en gerencias, casos de corrupción y ministerios, mientras el 30 por ciento de abajo se endeuda hasta la desesperación.

La mayoría de quienes salen a la calle no están fuera del sistema: están dentro, trabajan y estudian, pero lo que ganan es una afrenta y lo que gastan, un escupitajo.

A veces hace falta un último insulto para mirarse al espejo y entender finalmente que se están burlando de uno. El ministro de Economía Juan Andrés Fontaine, ante las primeras protestas hace diez días por el alza en el precio del transporte público, que lo hace más caro que en muchos países de Europa, llamó a que los chilenos y chilenas se levantaran más temprano para tomar el metro antes de las 7. Esa fue la gota que rebalsó el vaso.

Las lágrimas no son por el gas, son por el abuso y la ofensa de décadas, por la promesa incumplida de la democracia recobrada en 1990. Los mejores periodistas, escritores, académicos y artistas de Chile están contando lo que pasa de forma potente y sintética. Los leo con admiración y gratitud. Este es un país donde, mientras el presidente decide no ver lo esencial y se enrosca en su propia guerra contra las cacerolas y las pancartas, muchos están pensando en qué pasa, por qué y cómo salir de esto.  

Así lo explicaba a los lectores de España y Latinoamérica a comienzo de las protestas la corresponsal de El País, la reconocida periodista chilena Rocío Montes:

“Aparentemente Chile era un oasis dentro de una América Latina convulsionada, como dijo hace unas semanas el presidente Sebastián Piñera. Pero entre jueves y viernes explotó una especie de olla de presión con violentas protestas sociales que este sábado tienen la capital bajo control militar, como no sucedía desde la dictadura. Las movilizaciones se originaron por el alza del precio del pasaje del metro, pero parece existir cierta coincidencia en que lo de la tarifa del boleto se trata apenas de la expresión de un descontento mayor de la sociedad chilena. La acción del Ejército apoyado por los carabineros no ha logrado aplacar la protesta en diferentes zonas de Santiago de Chile, donde este sábado se han seguido produciendo enfrentamientos, ataques incendiarios y saqueos en el comercio. Las manifestaciones comienzan a irradiarse a otras regiones del país, lo que obligó al Gobierno a decretar un toque de queda.”

Su reportaje se llama La olla de presión revienta en el oasis chileno.

El mismo sábado 19, la eximia novelista, dramaturga y actriz Nona Fernández en el diario La Tercera, partía su reflexión desde lo que vivió en la primera noche de las protestas:

 “Camino desde Morandé, en el centro de Santiago, hasta mi casa en Ñuñoa. Horas de caminata. Veo jóvenes con la cara pintada como el Joker que gritan que este es un mejor remate para el gran chiste. Pienso cuál es ese gran chiste. ¿El alza del pasaje del transporte público? ¿Las posteriores declaraciones del ministro a propósito? ¿Las pensiones de nuestros jubilados? ¿El estado de nuestra educación pública? ¿De nuestra salud pública? ¿Nuestra agua que no nos pertenece? ¿La ridícula concentración de los privilegios para un grupo minoritario? ¿La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario? ¿La constitución ilegítima que nos rige? ¿Nuestra pseudodemocracia? Las posibilidades son infinitas, y mientras veo que se acerca un camión lanza-aguas, mi cuerpo, instintivamente, con una sabiduría escondida en él por años, corre, se esconde, se cubre la cara, y logra sortear la situación una vez más. Igual que ayer. Igual que anteayer. ¿Cuántos años llevo escondiéndome del agua sucia de un guanaco? ¿Cuántos seguiré haciéndolo?”

Su crónica se titula El gran chiste.

El lunes 21 el agudo analista y fundador del semanario satírico y de investigación The Clinic, Patricio Fernández, ponía todo esto en contexto en la revista digital argentina Anfibia:  

“En el caso chileno, es indudable que el aumento del precio en el transporte público es sólo el detonante de una molestia mayor. Desde la recuperación de la democracia en 1990 hasta avanzada la década del 2000, el país multiplicó en varias veces su ingreso per cápita y fueron muchísimos los que abandonaron la pobreza para ascender a una clase media que al mismo tiempo accedía a bienes con los que sus padres ni siquiera habían soñado y asumía compromisos de gastos, derivados de su nuevo estatus, que cualquier traspié ponía en peligro. El crecimiento económico permitió a la naciente democracia ignorar la destrucción de las seguridades sociales llevada a cabo por la dictadura. Muchísimos hicieron del crédito un modo de vida. Y todo funcionó bien, hasta que la economía perdió el ritmo y esa autosuficiencia que nos llevó a creernos ‘los jaguares de América Latina’ mostró sus fragilidades.”

Su análisis lleva por título No es una guerra, es el fin de un ciclo.

El martes 22 a la tarde, se publicó un documento firmado por más de un centenar de académicos de la Universidad Alberto Hurtado, donde trabajo. Son profesores e investigadores de derecho, de economía, de educación, de psicología, de ciencias sociales y periodismo:

“En el país ha estallado un conflicto social agudo, que nos recuerda que vivimos en un delicado equilibrio social y político que debemos abordar entre todos y todas con seriedad y responsabilidad. Rechazamos que este conflicto se afronte con estados de emergencia y toques de queda que inhiben el diálogo y la tranquilidad social.”

En similares términos se expresan profesores de otras universidades, estudiantes, gremios, asociaciones de periodistas, que deploran el sensacionalismo de la televisión, y el Colegio Médico, que denuncia que el número de muertes y heridos es mayor al informado por el gobierno, junto con una carencia alarmante de recursos en la salud pública, que lleva años.

Cada una de estas noches, en medio del toque de queda y del paso ominoso de los tanques verdes del ejército por las calles de Santiago, con el olor del gas lacrimógeno en la garganta, el país asiste atónito a discursos cada vez más confusos del presidente Sebastián Piñera.

Primero, dijo que estábamos en guerra contra un enemigo poderoso, para ser inmediatamente desmentido por el general del ejército con uniforme de combate que él mismo puso a cargo de la seguridad.  

La noche del martes citó al poeta uruguayo Mario Benedetti para ampararse en su desconcierto: “Cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”.

 

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Inmediatamente la Fundación Mario Benedetti le respondió airada. Esta mañana consulté a la presidenta del directorio de la fundación, Hortensia Campanella. “Sin darse cuenta, al usar esa frase, Piñera está descontextualizando una cita que hace Mario de un grafiti que vio en un muro de Quito, según cuenta en Perplejidades de fin de Siglo,” me respondió la representante de los derechos del autor de La tregua.

“En todo caso me deja perpleja, y es una cruel ironía, que justo ahora el presidente de Chile nombre a un autor que siempre estuvo ligado al sufrimiento y dignidad del pueblo chileno”. 

Ahora Piñera llama al diálogo, pero sigue culpando de la situación a criminales organizados, que sin embargo no tienen líderes visibles. Los partidos de oposición, incluso el Frente Amplio que surgió de las protestas ciudadanas de 2006 y 2011, no moviliza a los que ahora mismo, al mediodía del miércoles 23, vuelven a tomar masivamente Plaza Italia y muchas plazas del país.

Danzan, cantan, saltan, tocan pitos y cornetas y tambores y cacerolas. Ya no lloran por los gases lacrimógenos que volverán esta tarde, cuando se vuelva a acercar el toque de queda. Y ya quieren dejar de llorar por vivir en un país sin salud pública, sin educación pública de calidad, con jubilaciones de hambre, donde todo está privatizado desde los tiempos de la dictadura. Quienes se manifestan son una mezcla de jóvenes que no ven futuro en este sistema abusivo y jubilados que no pueden pagar sus remedios porque les obligaron a poner sus ahorros en fondos de pensión que les pagan 200 dólares mensuales en un país donde muy difícilmente encuentren un alquiler por ese precio.

Otro de los carteles más viralizados es el de una joven que sale a la calle, con su cartón escrito a mano, que dice que su abuela murió por no poder pagar una operación privada.

Chile despertó. ¿Qué viene ahora? No está claro, pero no se volverá al sueño del oasis de Latinoamérica, ni a las lágrimas de bajar la cabeza y viajar en metros atestados, pagando un pasaje mayor que el del metro de Madrid para ganar un sueldo como el de Paraguay.

Mientras siguen sin parar los cánticos y los cacerolazos desde su ventana en Plaza Italia, ya escuece menos el gas de anoche. Todo está en veremos, pero esta semana hay un país en el sur de América que dijo basta.

 Crónica publicada en la revista digital Escrituracrónica.com y en el diario Perfil de Argentina. 

 

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28 de octubre de 2019
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Marcela Aguilar: Cronista de la crónica

 A fines de setiembre, Marcela Aguilar, flamante decana de Periodismo y Letras de la Universidad Diego Portales de Chile y profunda conocedora del periodismo narrativo en América Latina, presentó La era de la crónica, una versión breve, ágil, erudita y cautivadora de su reciente tesis doctoral.  Es un recorrido por la historia de la crónica, las investigaciones de los estudiosos de esta especialidad cada vez más analizada del periodismo, y una presentación de los principales temas y motivos de la literatura universal tal como los aplican los cronistas actuales. Este es mi prólogo para su libro, que publicó la Editorial de la Universidad Católica.

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En 1967, el exquisito musicólogo, compositor y pedagogo inglés Deryck Cooke culminó su monumental estudio del ciclo de cuatro óperas El anillo del nibelungo, de Richard Wagner, con la edición de un doble disco long-play que los aficionados al mundo de dioses, gigantes, enanos, anillos de poder y amores excesivos de Wagner atesoran con gratitud. Cooke presenta, explica, analiza, desmenuza, compara, concluye, aventura, descubre ideas y conceptos detrás de las líneas argumentales y musicales, y entona rapsodias líricas sobre el vasto universo artístico de la llamada Tetralogía wagneriana.

La grabación no ha dejado de estar en catálogo, y ahora resurge en CDs, online y en versiones que combinan sus palabras por escrito o leídas con pulcra pasión y dicción melodiosa por él mismo (Cooke fue durante casi toda su vida un divulgador de la música clásica en las ondas de la BBC), acompañadas por fragmentos sonoros sacados de la canónica versión de la obra dirigida por el maestro húngaro Georg Solti o por partituras para los melómanos con educación musical.

En su original, revolucionario estudio, Deryck Cooke explica el Anillo a partir de más de un centenar de temas, variaciones de melodías, ritmos, armonías presentadas por el sonido reconocible de uno o más instrumentos. Lo que Wagner mismo llamó sus “leitmotiv”, motivos musicales que representan a los personajes, relaciones entre ellos, sentimientos, lugares, símbolos, valores, hasta ideas filosóficas. La música no acompaña: cuenta la historia.

Hay un tema para el anillo labrado con el oro del Rín, que otorga poder pero también provoca la envidia, el odio y la tragedia; otro para el fresno del mundo, en el que el dios Wotan coloca la espada mágica que solo un valiente sin miedo podrá sacar, con la que el hijo del dios luchará hasta la muerte y con la que su nieto Sigfried recobrará el anillo, a diez horas del comienzo de la saga y a siete horas de su conclusión catastrófica.

Pero también hay tres temas musicales para Siegfried: para su amor, para su enojo, para su confusión al perder al amor de su vidas; una melodía para su amada Brunhilda dormida rodeada de fuego sagrado; otra para su descubrimiento del amor de Sigfried y uno más para su furor ante lo que cree la traición de su amado. La redención, la perdición, la repulsión y el arrebato sexual tienen su melodía y su instrumentación. El despertar del mundo de los dioses tiene una armonía lenta y misteriosa en las tubas, su triunfo con la inauguración de la morada sagrada Walhalla, un glorioso crepitar de trompetas y timbales, y su caída y destrucción, un aquelarre de cuerdas alborotadas.

El maestro Cooke ordena y facilita la comprensión de esta historia compleja: Wagner crea un universo igual de maravilloso y horripilante que este de nosotros, en lucha permanente entre el amor y el odio, la generosidad y la codicia, el heroísmo y la cobardía, la renuncia a querer y ser querido a cambio del poder y el dinero, y el sacrificio supremo por el ser amado. Y al final, la destrucción de un mundo condenado a perecer por su incapacidad de gobernar sus pasiones y sus sentimientos más abyectos.

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¿Por qué comienzo con esta historia de un musicólogo apasionado y un compositor excesivo y genial para presentar un libro de crónica latinoamericana?

Porque al internarme en el rico bosque de colores, luces y sombras, aromas, cantos de pájaros y plantas medicinales que conforman este bello y sabio libro de Marcela Aguilar, al buscar un camino para entenderlo, me vino a la cabeza de forma extraña pero potente, no buscada, la comparación con una pasión íntima por una música que me fascina y a la vez me llena de perplejidad.

Así me siento respeto del periodismo narrativo, o literario, o escritura de no ficción, o crónica. Y así quisiera presentar a la erudita apasionada, rigurosa y original, analítica, crítica y profética autora de este libro necesario y bello.

Marcela es periodista, es narradora, es cronista. Formó parte de legendarias redacciones con grandes maestros del oficio y se sumergió en el barro de la realidad para contar el Chile post dictadura, el reino del “en la medida de lo posible”, cuando todo era difícil y todo era soñado. Fue editora de revistas y de libros. De hecho, tuve la fortuna y alegría de tenerla como editora de la segunda versión de mi libro Periodismo narrativo y de uno de los capítulos de su profética antología de crónicas y entrevistas Domadores de historias.

También es maestra, docente enamorada de la enseñanza del periodismo, líder de un proyecto potente en la Universidad Finis Terrae. También allí la tuve como directora y organizadora de talleres, buscando siempre un peldaño más para que suban sus alumnos. Esa es la tarea del buen profesor, poner las manos juntas para que se eleven y se alejen de uno, ayudarles a encontrar su propio camino. Me consta que los que tuvieron a Marcela de profesora, y ahora como directora de la Escuela de Comunicación, la recuerdan con cariño y siguen aprovechando sus enseñanzas.

Y no sólo eso. Disfruté viéndola en acción como juzgadora de trabajos de colegas, como jurado del Premio de Excelencia que otorga la universidad donde trabajo, la Alberto Hurtado. Vuelca allí su sentido de la justicia y la equidad, reconociendo el trabajo duro, la originalidad, la generosidad de sus colegas, pero también aportando a los otros jurados conocimientos sobre los géneros que juzgamos en otras partes del mundo, y contexto histórico y cultural sobre cada uno de los temas, sea el homicidio del comunero mapuche Camilo Catrillanca, el recuerdo del asesinato de Víctor Jara, casos de corrupción, de amor y desesperación de una pareja de ancianos que cumplen un pacto suicida, o la mirada rigurosa hacia la corrupción política y policial o la empatía y comprensión hacia la fragilidad humana. Ser parte de un jurado con Marcela Aguilar es presenciar una lección de humildad y erudición.

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Y en medio de sus muchísimas tareas, la tesis de doctorado en la universidad más prestigiosa del país, aplaudida con un Cum Laude, con jurado internacional, que ahora llega al público en este libro que destila décadas de conocimiento sobre periodismo, literatura, ciencias sociales y la transmisión del saber en las universidades.

Para no dilatar más la espera, explicaré la relación que veo entre este libro y el proyecto de Deryck Cooke. Como hacía el musicólogo con la monumental obra de Wagner, también Marcela Aguilar distingue los motivos, los temas, las grandes historias y paisajes y personajes que un puñado de autoras y autores de crónica contemporánea tratan en sus obras narrativas.

Y por añadidura, presenta y analiza la “música”, el estilo, las estructuras y tics y felicidades de vocabulario de escritores del pasado mítico, como los cronistas de Indias Antonio Pigafetta y Bartolomé de las Casas, poetas modernistas devenidos reporteros como José Martí y Rubén Darío, clásicos de la crónica como Gabriel García Márquez y Elena Poniatowska y maestros actuales como Josefina Licitra, Alberto Fuguet o Gabriela Wiener.

El capítulo central de esta obra, el más original y logrado para mí, es el que presenta los temas y brinda ejemplos sobre cómo la crónica actual trata a cada uno.

Amazonas y heroínas; Añoranza de países lejanos; Arcadia y el salvaje noble; Bajada al infierno; Bandido justo, rebelde; Bufón sabio; Codicia, avaricia; sed de oro, avidez de dinero; Decadente, decadencia, el descontento, el melancólico; Emigrante, emigración, ídolo lejano recuperado; Ermitaño, estrafalario; Tiranía y tiranicidio, traidor; Vida deseada y maldita en una isla.

Estos son los temas. Los miro y sonrío. Todos estos personajes, estos lugares y estos motivos están en El anillo del nibelungo de Richard Wagner. Y en El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien. Y en Harry Potter de J. K. Rowling. Y en Juego de tronos de George R. R. Martin y los guionistas de la serie de HBO. Son los temas de las sagas medievales, de los textos sagrados como la Biblia, la Torá, el Corán, el Popol Vuh o el Bhagavad Gita, de las tragedias griegas y de las obras de Shakespeare. Por eso están en los diccionarios de temas y de argumentos de la literatura universal de Elizabeth Frenzel, que Aguilar usa como guía para sus motivos en las crónicas latinoamericanas.

Todos estos autores, para el ojo avizor y avezado de Aguilar, se enfrascan en estos temas desde dos posiciones narrativas: desde adentro, el camino de la “fenomenología cultural”, o desde afuera, la ruta del “realismo etnográfico”.

  ¿Quién le canta a amazonas, heroínas, bandidos y rebeldes? Cristian Alarcón. ¿Quién añora países lejanos? Leila Guerriero. ¿Quién busca una arcadia perdida? Martín Caparrós. ¿Quién baja al infierno y también le ríe las gracias al sabio bufón? Alberto Salcedo Ramos. ¿Quién provoca y señala la codicia y la sed de riquezas de los congéneres? Juan Pablo Meneses. ¿Quién retrata a genios ermitaños y estrafalarios? Julio Villanueva Chang. ¿Quién desnuda los grandes crímenes y pequeñas miserias de los tiranos y sus secuaces? Juan Cristóbal Peña. ¿Quién busca la verdad en la isla maldita de la memoria y el desierto de la inhumanidad? Marcela Turati.

 

 

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Este buceo que parte de la gran tradición literaria de occidente para llegar a los contadores de aquí y ahora tiene para mí aliento borgeano. Yo creo (esto es solo en parte una broma) que como hacía Borges en sus mejores cuentos, Marcela Aguilar se inventó a la supuesta teórica Elizabeth Frenzel y su sospechosa colección de posibles argumentos y temas. ¿Y si La era de la crónica, el libro que usted, señora lectora, señor lector, tiene entre manos fuera en realidad un exquisito juego de espejos y laberintos a la manera del inimitable Jorge Luis?

En uno de los momentos más lúcidos e iluminadores del libro, Aguilar llama la atención sobre dos temas que faltan, que la actual crónica latinoamericana no mira, o sobre los que apenas trata de puntillas. Son el amor romántico y el amor al conocimiento. Las relaciones de pareja y amistad y la ciencia y la tecnología. El nuevo periodismo norteamericano y la literatura de no ficción europea sí tratan estos temas. En la obra de Emmanuel Carrére y de Svetlana Alexiévich hay amor, mucho amor. En la obra periodística de Gabriel García Márquez no. Sus novelas están llenas de enamorados; en su periodismo la política le gana la batalla a la libido.

Y el llamado “nuevo Nuevo Periodismo” de Estados Unidos está lleno de científicos, investigadores, amantes del saber, pioneros de la era digital, empresarios de la nueva economía, como había en las letras latinoamericanas hace un siglo, cuando se creía en la épica del conocimiento. Hoy apenas una gran crónica, El rastro de los huesos, de Leila Guerriero, tiene a un puñado de antropólogos forenses como héroes y agonistas. En la mayoría de las crónicas, señala Aguilar, hay poco amor y mucho pecado capital.

Después de trazar un mapa de temas, estilos y posiciones narrativas, la autora se lanza a analizar a los analizadores. Vuelca su mirada a los estudiosos de la crónica. Allí combate con originalidad y valentía el proclamado “excepcionalismo” de estos supuestos Nuevos Cronistas de Indias. Como ella demuestran, ni son tan distintos de sus congéneres de Europa y Norteamérica ni representan un quiebre o un cisma con el periodismo de las generaciones anteriores.

Al final, esta cronista de la crónica logra una obra que perdurará en el tiempo. Porque, como le sucedió a Deryck Cooke en su encuentro con la obra de Wagner y de Mahler, a Marcela Aguilar el mundo ancho y profundo de los cronistas le hizo encontrar en la obra de los demás su tema, su argumento, su motivo.

Buscando como lectora a los más creativos cronistas de su época, se encuentra como escritora y sale ahora al encuentro de sus lectores. Tengo la fortuna de haber sido uno de los primeros.

 

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17 de octubre de 2019
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Jorge Herralde: la voz del editor

 

La legendaria editorial Anagrama cumple medio siglo. Entrevisté a su creador y cerebro Jorge Herralde hace un par de años para Buensalvaje, una creativa y voluntariosa revista literaria de Costa Rica que desapareció antes de su publicación. Lo rescato aquí, porque creo que su historia no ha perdido vigencia y su premisa sigue siendo una buena idea. A pedido del editor Alberto Calvo, le pedí a Herralde que eligiera un libro o autor por cada década de su editorial. En algunos casos las respuestas reafirmaron mis suposiciones; en otros, fueron muy sorprendentes.

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“En otoño de 1967, después de algunas tentativas, decidí emprender una editorial, de vocación primordialmente política, antifranquista y heterodoxa”, cuenta Jorge Herralde en su segundo libro de memorias de escritores, editores y amigos, Por orden alfabético.

“Primero pensé en llamarla Crítica, un nombre algo ‘sobredeterminado’, pero surgieron problemas ya que el nombre estaba registrado. Una tarde, en la Agencia Literaria Carmen Balcells, empecé a curiosear en unas estanterías dedicadas a una de las editoriales representadas, Feltrinelli. Entre los títulos de ‘Materiali’, la colección por antonomasia de la neovanguardia, había uno que me atrapó al instante, Senso e anagrama, de Renato Barilli, amore a prima vista.”

Y ese fue el momento en que tomó la decisión. “La editorial se llamaría Anagrama. La misma tarde había quedado en casa de Joaquín Jordá, que estaba con nuestro común amigo Terenci Moix, enfant terrible de la literatura catalana. Fueron los primeros en saberlo y les gustó mucho. Terenci empezó a dar brincos: ‘¡Anagrama! ¡Es una palabra mágica!’”

En esta anécdota - y en cómo la cuenta Jorge Herralde- se condensa lo esencial del personaje: el gran editor hecho con partes variables de erudición (que no pedantería: cuando pone expresiones en italiano y en francés, éstas nunca molestan), de entusiasmo juvenil, de dejarse guiar por las intuiciones, de gozar y aprender de los amigos, de mezclar libros y vida como si no pudieran ser cosas distintas.

Desde el comienzo Herralde fue Anagrama y la editorial fue el retrato exquisito, profundo y divertido, de su editor.

Desde entonces ha publicado más de tres mil libros. En su preciso catálogo de 2014, son 3.349, pero en los años que siguieron se han sumado algunos más. En su primer año completo, 1969, publicó quince libros. Ahora son un promedio de setenta y cinco por año.

“¿Ha leído todo lo que ha publicado?”, le pregunto.

“Casi todo. Confieso que me salté alguna de las 25 novelas de Patricia Highsmith, algunos libros técnicos de los setenta… pero he leído prácticamente todo lo que publicamos y muchísimo más”.

En una tarde plomiza y suspendida en la Barcelona otoñal, me acerqué a los cuarteles de Anagrama para entrevistar a Herralde. A diferencia de las oficinas centrales de otras editoriales, en Anagrama lo primero que recibe al visitante es un amplio piso con escritorios para los 18 trabajadores, al fondo un ventanal y en el piso y en las paredes, miles de libros apilados. Es un lugar de trabajo, pero no es una fábrica: es un gran taller artesanal.

Durante una hora y media, le pedí a Herralde que me contara el recorrido de su editorial centrándose en unos pocos de los miles de libros editados. Le pedí que fuera uno por década. En algunas décadas, el editor pudo mencionar un autor solo, ya que no un libro. Pero en otros, sentía que la injusticia era demasiado grande y tuvo que agregar otro. ¡O dos más!

Aquí va un destilado cuidadoso de sus palabras. En momentos donde siento que mi pregunta es necesaria para que se entienda, o cuando se produce un intercambio interesante, meto mi voz. En casi todo lo demás, señoras y señores, los dejo con la voz del Editor.  

1.      Comienzos heroicos

Sí, se tenía que llamar Crítica porque empezó cuando el ensayo político, heterodoxo y de izquierdas era muy importante. Era lo que más nos motivaba. Era el gran rechazo, y el sueño de dar material para que los lectores tuvieran buenos libros, concisos. En la primera época salieron los Cuadernos Anagrama,  de ochenta a cien páginas, que valían entre treinta y cuarenta pesetas de la época. Eran libritos de Trotsky, Rosa Luxemburgo, Mao, los situacionistas franceses…Eran libros breves pero no de divulgación sino de altísimo nivel teórico y otros excelentes que en torno a un tema reuníamos textos de varias revistas con un título genérico.

El opúsculo situacionista que quiero mencionar es Sobre la miseria en el medio estudiantil. El germen de las ideas antiautoritarias del mayo francés salía de este opúsculo. Era de un colectivo, el que más recuerdo como autor es Mustafá Kayat. Un símbolo del proyecto de los Cuadernos Anagrama. 

En esa época se vendía y se leía poco. La gran revolución de la educación universitaria generalizada en España comienza en los ochenta. En los sesenta, cuando vendían 3.000 ejemplares de un libro, las editoriales de la época descorchaban botellas de cava.

2.      …y la censura

Hasta después de la muerte de Franco, lo más excitante era la lucha contra la censura, intentar que fuera posible la lectura de tanto libro prohibido – tuvimos secuestros, procesos – lo estimulante y divertido era la lucha, si me permites cierta frivolidad.

El procedimiento habitual era enviar los libros al Ministerio de Información y Turismo antes de publicarlos. En unas semanas contestaban y en muchos casos “desaprobaban” la publicación. Traducido: la prohibían. En el 68 envié los textos y me prohibieron todo lo que fuera sobre Mayo Francés, Revolución Cubana, China… por no hablar de la Guerra Civil y ha historia reciente de España. Como vi que estaban mutilando salvajemente el incipiente proyecto editorial, utilicé otra vía que se usaba muy poco. Era posible pero peligrosa: el hecho consumado. Enviar el libro ya hecho y esperar un día para cada 50 páginas y empezar la distribución. Si querían secuestrarlo, como hicieron en ocho o diez casos, pero eso ya salía en la prensa y ellos querían dar una imagen más amable y civilizada, y así se colaron títulos que habían sido “desaconsejados” a otras editoriales. Algunos igual los secuestraban, claramente con afán punitivo económico contra la editorial.

Recuerdo uno sobre los Tupamaros de Uruguay. Era un reportaje periodístico que daba voz al jefe de los tupamaros pero también al embajador americano, a militares… No solo lo secuestraron sino que a mí me enviaron al Tribunal de Orden Público y yo estuve un año en libertad condicional. Después me benefició uno de los indultos generales.

Desde entonces ya enviaba todo impreso, esperaba unos días y en ocho o nueve casos bloquearon el libro e impidieron la publicación. Pero gracias a eso, en nuestro catálogo hay cantidad asombrosa, apabullante de libros izquierdistas: por esa lista nadie diría que vivíamos en una dictadura. Pero pasaban cosas. Una vez me llamó el jefe de la censura y me dijo: “¿Usted qué pretende con esto?” Era un libro de Isaac Deutscher, el gran historiador trotskista inglés, otro de Noam Chomsky, Sobre política y lingüística, que era una entrevista en la New Left Review, más otro texto sobre Vietnam… me propusieron que los sustituyera por otros… y me dijeron verbalmente que a partir de entonces todos los libros de esa colección, los Cuadernos Anagrama, debía enviarlos previamente al Ministerio. Pero después del verano, dijéramos que “me olvidé”.

Para mí, fundar Anagrama era una manera de combinar mi entusiasmo por la buena literatura y mi pulsión antifranquista, política. Fueron años muy estimulantes, ricos, algunos cayeron por el camino pero salimos adelante.

3.      Los sesenta: Hans Magnus Eszenberger

Me preparé disciplinadamente la lista, pero me queda muy chica. Para los sesenta, por el autor, el libro y el valor simbólico de la colección Argumentos, elijo Detalles, de Hans Magnus Enzensberger. Un título falsamente modesto, buenísimo porque habla de la manipulación de la industria cultural, del libro de bolsillo… nosotros lo publicamos en el 69 pero es del 62, profético, de una inteligencia deslumbrante. Yo lo había leído en francés. Cuando empecé a preparar la editorial en otoño del 67 fui a visitar a algunos de los editores que admiraba, entre ellos Carlos Barral, y tuve una sesión en su despacho en “la casa de los sabios”.

Me sugirió un par de libros que no me acabaron de convencer, pero me dijo: “Me harías un gran favor si publicaras este libro de Enzensberger porque resulta que un gran filósofo que traducía del alemán se enamoró de este libro, lo contratamos hace cuatro años y no ha entregado una cuartilla. Yo lo había leído en francés, y otro suyo Política y delito, y dije: por supuesto. Se lo di a un traductor más tenaz. Así empezamos.

Enzensberger tiene 23 títulos hasta la fecha en Anagrama, habla perfectamente el español y fue jurado en alguno de nuestros premios de ensayo.

4.      Los setenta: Charles Bukowski

En 1976 comencé una serie forajida y salvaje con Bukowski y Copi, el dibujante de La Mujer sentada, que era un gran escritor. Bukowski, el autor fundamental de Contraseñas, se convirtió en un sorprendente long-seller desde entonces. Los abuelos los pasan a los padres y los padres a los hijos, tanto en España como en América Latina. Los empecé a leer en un vuelo de San Francisco a Barcelona, me dejaron completamente enganchado y hemos publicado 18 títulos, prácticamente todos sus cuentos y novelas. Parece fácil de leer, de traducir o de imitar, pero es falso. Ha habido tantos escritores que pensaron que “hacer un Bukowski” es fácil y no lo es. En absoluto.

Empecé con Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones, y casi al momento, Escritos de un viejo indecente y La máquina de follar. Salieron los tres en muy pocos meses en 1978. Esos primeros tenían portadas de un diseño deliberadamente feísta, agresivo, violento. Expresaba la agresión al lector burgués desde el diseño y el título.

Le comento: Tal vez esos jóvenes burgueses querían secretamente ser agredidos…

Me responde: O soñaban con formar parte de los agresores…

 

5.      Los ochenta: Patricia Highsmigh, John Kennedy Toole y la Biblioteca Navokov

A principios de la década comienza la colección Panorama de narrativas. En el 81 comienza a publicarse Patricia Highsmith sobre todo con Extraños en un tren y El talento de Mr. Ripley, se convierte en un fenómeno, pasa del gueto de la literatura de quiosco a la gran literatura porque se publicó en esta colección donde ya estaban Samuel Becket, Joseph Roth, Jane Bowles, literatura de primerísima calidad… el gesto editorial era decir “Patricia Highsmith no desmerece un ápice en esta compañía”.

Y además, como publicamos ocho libros suyos en dos años, iniciamos esa invasión, lo que el viejo Lara (José Manuel Lara, el fundador de Planeta) llamaba “la peste amarilla” (por el color de las portadas). En las librerías, la mancha era cada vez más visible. Muy poco después, salió La conjura de los necios de John Kennedy Toole, que se convierte en un longseller infinito. Un libro divertidísimo, tronchante, con una historia muy triste detrás, porque el autor se suicidó sin haber logrado su publicación… Es del 82, se reedita continuamente.

Y no podía faltar, saltándome otra vez la disciplina, la Biblioteca Nabokov en esta década. Su obra estaba desperdigada en varias editoriales, en España, en América Latina, y se podía encontrar pero había que iniciar una negociación directa con Vera Navokov, la viuda. Yo había ido comprando los derechos de todos los libros de una forma muy sigilosa, para que no adivinaran mis intenciones… eran libros que estaban descatalogados, inencontrables… y solo tuve dos escollos, pero descomunales. Uno era Lolita. ¿Cómo vas a hacer una biblioteca Navokov sin Lolita? Lo había publicado mi amigo Juan Grijalbo, y llegamos a un pacto: estaba en edición de bolsillo, y yo le cedía El desfile del amor de Sergio Pitol, que ganó nuestro premio, para América Latina y él me cedió los de Lolita en edición más cara.

El otro era Ada o el ardor. Lo había publicado Mario Lacruz en Argos Vergara  y lo quería llevar a su nueva editorial, pero finalmente Vera Navokov, con quien ya llevábamos como 15 contratos, nos lo cedió. Empezó esta biblioteca de la que estoy muy orgulloso: 17 títulos. Casi todo. Pero fuera de Lolita y Ada, este esfuerzo, a menudo con nuevas traducciones, el resto, como el fantástico Pálido fuego, seguía con su temible condición de “escritor para escritores”. Vamos reeditando cada tanto, pero piano piano...

6.      Los noventa: Los detectives salvajes

En los noventa, haciéndome trizas el corazón por los descartados, me ceñí a una obra tan refulgente como Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Empecé a publicarlo con una novela corta, una pequeña obra maestra, un libro de cuentos: era prácticamente desconocido. Tuvo muy buena crítica entre los que sabían. Luego reunimos todos sus cuentos en la colección Otra vuelta de tuerca, que era un doble homenaje: al libro de Henry James y al traductor Pepe Bianco, que le puso “otra” a TheTurn of theScrew. Bianco mejoró brillantemente el título.

En el 96 Estrella distante, en el 97 Llamadas telefónicas, en el 98 Los detectives salvajes, que ganó nuestro premio, ganó el Rómulo Gallegos, y quedó ya instalado. Sus libros, que fuimos sus agentes hasta su muerte, fueron vendidos a las mejores editoriales del mundo. Sus sucesivos agentes, Carmen Balcells y Wyle, siguieron por esa vía. En Estados Unidos repartimos los libros chicos entre la editorial selecta y estupenda New Directions y los grandes en Strauss, Starr and Giraux, que tenía enorme prestigio y un gran músculo empresarial.

Desde Cien años de soledad ningún autor en lengua española había tenido tal acogida en Estados Unidos. Se produjo un fenómeno que luego se ha repetido en cierta manera con el noruego Karl Ove Knausgaard: fue adorado por sus colegas. A Bolaño, sobre todo los autores de 50 años para abajo. Veías los rankings anuales de preferidos de otros autores y te asombrabas. Un autor en principio tan alejado de Bolaño como KazuoIshiguro, los dos libros que eligió en una encuesta fueron Los detectives salvajes y 2666. Fue muy respetado por la crítica, seguido por los lectores, pero creo que el rasgo diferencial fue una especie de icono para los escritores, sobre todo los más jóvenes.

¿Por qué?, inquiero.

Es una pregunta de difícil respuesta. En Los detectives salvajes había por una parte en cierta manera la del viaje, la libertad sin ataduras. Era un Kerouac: Arturo Belano y Ulises Lima podrían ser como Kerouac y Cassady en el Sur. También estaba emparentado con el viaje de Huckleberry Finn.

¿Más que soñar con escribir como Bolaño, soñaban con ser Bolaño?

Sí, se convirtió en un mito como persona. Aderezado por leyendas verdaderas o falsas….

Es curioso… tomando su comparación con García Márquez, los escritores jóvenes tal vez soñaban con escribir como García Márquez pero no ser él. En cambio, Bolaño…

… haciendo un poco de literatura, y agregándole su muerte prematura, fue una especie de James Dean de las letras.

7.      Nuevo siglo y Ricardo Piglia

En el 2000, mi candidato es Piglia. Empecé a editarlo aquí – lo publicaba Planeta en Buenos Aires pero en España nadie – pero después ya tuvimos los derechos para América Latina. Para Planeta era demasiado literario, intelectual, poco marketable. Esto propició que viniera a Anagrama y empezamos con gran pasión en el 2000: Formas breves y Plata quemada. Después Crítica y ficción, todos los nuevos libros hasta ahora y recuperamos sus novelas y ensayos anteriores.

Para mí Formas breves fue un deslumbramiento y en realidad, la inteligencia de la crítica literaria, su fluidez y pasión como una novela, la forma de concatenar y relacionar con una agudeza fabulosa… esto fue una suerte de anticipo de Los diarios de Emilio Renzi. Ahora que vengo de recoger en su nombre el Premio Formentor, y leí dos textos: uno de sus comentarios sobre otros escritores (Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Borges, Gombrowicz...) y después fragmentos de los diarios, que son deslumbrantes.

8.      Esta década: Rafael Chirbes y Karl Ove Knausgard

En esta década voy a mencionar también a dos. Uno es Rafael Chirbes, un escritor a contramano, muy bien tratado por la crítica española, pero ajeno a cualquier circuito de poder literario. Se dio la paradoja que no fue hasta Crematorio que ganó el Premio de la Crítica. Es la novela profética del pinchazo de la burbuja. Publicado en el 2007, un año antes de la crisis y el destrozo de todo orden, paro, corrupción instalada, destrucción del paisaje, la aberración total que él vio antes que nadie. En 2013 publicó En la orilla, la constatación del desastre.

Ni él ni sus lectores lo consideraban un escritor del presente. Era cultísimo: publicó sobre La Celestina un ensayo admirable, sobre Galdós, y también escribió sobre sus contemporáneos como Juan Marsé y los más jóvenes como Andrés Barba y Marta Sanz. Tengo la alegría que muchos de estos jóvenes sean de los nuevos autores de Anagrama. Sus lectores vieron que en Chirbes había mucha crítica pero estaba alejado del panfleto maniqueo: era también alta literatura. 

En el Frankfurter Allgemeine Zeitung dijeron que ojalá en Alemania hubiera habido un escritor que hablara sobre su reunificación como lo hace Chirbes sobre el presente y el pasado reciente en España. No es un escritor solo contestatario, solo cronista de la crisis, realista, sino mucho más: un lector muy bueno, gran lector de Proust, Dos Passos, Thomas Mann…

Todos estos que te he mencionado desde Enszberger muestran esta vocación de política de autor. Es lo que buscamos con los que empiezan muy bien. A veces las esperanzas se frustran, pero muchos los seguimos publicando por años.

El último de esta década es Karl Ove Knausgard. Leí en Frankfurt una sinopsis en inglés de su proyecto, Mi lucha, y vi que era algo nuevo. Era la época en las que se publicaban cincuenta novelas policíacas nórdicas en España. Este era un proyecto más anagramático. Publicamos el primero, La muerte del padre. Tuvo buenas críticas pero ventas sosegadas, no era muy conocido. Pero para el segundo, Un hombre enamorado, ya había despegado en Estados Unidos. Con tantos escritores diciendo que era su ídolo se vendió mucho mejor.

9.      Ingleses, italianos, franceses…

Con esta lista siento que me he comido mucho. Entre otras cosas, el British DreamTeam: Martin Amis, Julian Barnes, IanMcEwan, HanifKureishi, KazuoIshiguro, como las figuras más fulgurantes, pero en la siguiente generación gente valiosísima como Irvine Welsh, Nick Hornby, Jonathan Coe. La carrera de estos se ha desarrollado íntegramente en Anagrama.

También italianos, empezando con El oficio de vivir de Cesare Pavese, un libro fundamental. Después Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi, El Danubio de Claudio Magris…

Y el mayor contingente: el francés. El primer año, de los 15 títulos, ocho eran franceses. Luego, muchos y muy buenos, sobre todo en los tiempos políticos del ensayo, desde Sartre. En los cinco o seis últimos años se ha consagrado una nueva generación que descolló por su gran calidad literario. Autores que están ahora entre los 70 y los 55 años, el “senior” sería Patrick Modiano, a quien publicamos desde mucho antes de que le dieran el Nobel. Luego Michel Houellebecq, Emmanuel Carrère, que empezó con novela y ahora en grandes obras de no ficción, como El adversario, Limónov y El reino.

Mi favorito es Jean Echenoz, a quien vengo publicando desde hace más de 20 años sin mucho éxito comercial. Pero me encanta. En los últimos años hizo una trilogía de novelas basadas en biografías, sobre el compositor Maurice Ravel, el físico Tesla, un inventor a quien robaron las patentes (Relámpagos), y sobre todo sobre el atleta checo Zapotec (Correr) y tuvo muchos más lectores. Después de tantos años, se ha acabado la travesía del desierto para Echenoz. Su último libro es de cuentos misceláneos, algo muy difícil de vender. Pero los une una escritura flexible, sedosa, con un humor inesperado.

10.  La crónica, Kapuscinski y compañía

¿Y cómo olvidar el Nuevo Periodismo? Tom Wolfe y el Nuevo Periodismo, Hunter Thompson, Truman Capote, Norman Mailer… Esa colección Crónicas, que empezó con Cabeza de turco, de Günter Wallraff…

Pero el autor principal de la colección Crónicas es Ryszard Kapuscinski. Cuando lo empezamos a publicar con mucho prestigio y ventas insignificantes en el 87. El Emperador, que es casi mi libro favorito. Al sexto libro, Ébano, pasó de vender 2.000 a vender 60.000. No tengo una explicación. Tocó una tecla inesperada.

Este gran periodista terminó siendo la excepción a una triste regla: el género de crónicas gusta mucho pero viaja poco. Viajan ellos, pero sus libros no. En su caso, de pronto tuvo un éxito descomunal, y la gente se preguntaba qué más podía leer del autor de Ébano y teníamos cinco libros esperando. Ahora es uno de los autores fundamentales para nosotros, por su escritura y sus ventas.

 

Libros que surgen en la charla, en orden de aparición

(Todos publicados por Anagrama, salvo el segundo, que dio nombre a la editorial, y Cien años de soledad)

 

Jorge Herralde: Por orden alfabético

Renato Barilli: Senso e anagrama

Hans Magnus Enzensberger: Detalles, Política y delito

VV.AA.: Sobre la miseria en el medio estudiantil

Chomsky: Sobre política y lingüística

Charles Bukowski: Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones, y casi al momento, Escritos de un viejo indecente y La máquina de follar

Copi: El baile de las locas

Patricia Highsmith: Extraños en un tren, El talento de Mr. Ripley,

John Kennedy Toole: La conjura de los necios

Vladimir Navokov: Lolita, Ada o el ardor, Pálido fuego

Sergio Pitol: El desfile del amor

Henry James: Otra vuelta de tuerca

Roberto Bolaño: Estrella distante, Llamadas telefónicas, Los detectives salvajes, 2666

Karl Ove Knausgaard: Mi lucha I La muerte del padre y II Un hombre enamorado

Jack Kerouac: En el camino

Gabriel García Márquez: Cien años de soledad

Ricardo Piglia: Formas breves, Plata quemada, Crítica y Ficción, Los diarios de Emilio Renzi.

Rafael Chirbes: Crematorio, En la orilla.

Cesare Pavese: El oficio de vivir

Antonio Tabucchi: Sostiene Pereira

Claudio Magris: El Danubio

Emmanuel Carrère: El adversario, Limónov, El reino

Jean Echenoz: Ravel, Relámpagos, Correr

Günter Wallraff: Cabeza de Turco

Ryszard Kapuscinski: Ébano

 

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3 de abril de 2019
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Idomeneo en Madrid: La primera obra maestra de Mozart ilumina dramas actuales y eternos

 

Muchas veces me pregunto por qué me sigue maravillando, emocionando, enriqueciendo ver óperas. Y todas las respuestas me vienen a la mente cuando veo, como acabo de ver, cómo el gran director de escena canadiense Robert Carsen logra emocionar y hacer pensar a un público actual con el drama Idomeneo, considerada por muchos como la primera obra maestra de un Mozart de 25 años ya en total dominio de su genio musical y dramático. 

Idomeneo está basada en un drama francés de la ilustración: el rey de Creta así llamado, al volver triunfante de la guerra de Troya, sufre una terrible tormenta en el mar y promete al dios Neptuno que sacrificará al primer humano que se le cruce si lo salva. Lo encuentra en la playa su propio hijo Idamante, y al tratar salvarlo y no cumplir su promesa, pone al reino entero en peligro.

Finalmente, al ver que el valiente Idamante acepta el sacrificio por amor al padre, Neptuno perdona a éste pero le ordena abdicar. Lo sucederá Idamante junto con Ilia, su amada, la hija del derrocado rey de Troya. 

Yo había visto cuatro versiones de Idomeneo, incluida una pulcra y oscura, de chapoteo sobre el agua, en Barcelona, y otra muy lujosa en el Met de Nueva York, con Plácido Domingo en su único papel mozartiano. Pero esta fue de lejos la que más me gustó. En la puesta en escena de Carsen, la historia se me reveló con un mensaje nuevo y un significado para el presente, mientras se mantenía siempre fiel al nudo y el sentido del original.

Al final del segundo de los tres actos, cuando el rey de Creta piensa que ha logrado escapar de su promesa a Neptuno de cometer parricidio, una terrible tormenta se desata en el mar y un monstruo espantoso se eleva ante el estupor de los cretenses. Estamos en el momento crucial de una puesta en escena ambientada en la Creta de hoy: los troyanos que huyen de la destrucción son sirios refugiados apretujados detrás de una valla en la arena, y en un inmenso lienzo se proyectan los humores del cielo al compás de la celestial música de Mozart.

Entonces Idomeneo, en traje militar y fusil en mano, se acerca al proscenio y una luz potente lo ilumina de abajo. Sobre el cielo se proyecta su sombra amenazante. El pueblo tiembla ante el monstruo… que no es otro que la sombra de su gobernante. 

La noche estuvo llena de momentos mágicos, iluminadores como este. En ninguna otra he visto con tanta claridad la lucha por el corazón del heredero de Creta entre las princesas de los bandos rivales en la guerra, como una continuación de la contienda. Ilia, hija de Príamo de Troya contra Electra, hija del caudillo griego Agamenón. Gana la que perdió la guerra, gana la paz, y en la escena final, el coro y más de cien actores vestidos de uniforme se van desvistiendo al son de una marcha, y quedan como moradores de una ciudad actual. Acabó el horror.

El tenor dramático Eric Cutler interpretó al protagonista con potencia y garbo, como un héroe torturado por su conciencia, un líder vencido por su debilidad. Su fuerza actoral y su enorme estatura ayudaron a que su silueta y su sombra dotaran de fuerza visual al espectáculo.  El tenor lírico David Portillo dotó de emoción y delicadeza a su Idamante, con preciso control de la línea mozarteana. La soprano Annet Fritsh (Ilia) y la  mezzo Eleonora Buratto (Elettra) fueron duras contendientes por la mano del heredero: cada una de ellas mereció una fuerte ovación en sus arias clave; de hecho, la famosa aria de la locura y la muerte de Electra, al saberse vencida, fue el momento más dramático de la noche.

Yo había visto y oído a la Orquesta del Teatro Real la noche anterior, acompañando un bello recital del barítono galés Bryn Terfel, que fue del dios Wotan de Wagner a El violinista en el tejado. Bajo la batuta de un director promedio, los instrumentistas me habían sonado cansados, monótonos.

Un día más tarde, la manera en que estos mismos músicos pusieron fuego, precisión punzante, dulzura de pluma y alegría en las notas tristes me hizo ver la enorme calidad y la conexión con sus músicos del eminente director británico Ivor Bolton, que es el titular de esta orquesta. Sus movimientos eléctricos desde el podio provocaban chispas arriba y abajo del escenario. ¡Qué precioso Idomeneo!

 

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6 de marzo de 2019
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Marion Kaufmann: Un libro sabio y bello; y un debut literario a los 92

 

“Empecé a mirar y tuve la suerte de encontrar mujeres interesantes y activas de más de ochenta años, que tenían un rasgo en común: la curiosidad por saber qué pasa a su alrededor, cómo son las personas con las que hablan, qué libros nuevos fueron publicados últimamente o qué películas vale la pena ver”, dice Marion Kaufmann en el prólogo de su Nosotras, las de 80 para arriba (MTEdiciones).

“La curiosidad nos impulsa a salir de la rutina”.

Admiro desde la infancia a mi colega, a mi querida tía Marion. A ella le da algo de pudor y vergüenza que lo diga, pero para mí siempre fue un ejemplo de búsqueda de libertad, de sinceridad y precisión en las palabras, en esa mezcla - tan rara de encontrar - de profundidad y levedad en el modo y en las ideas.

El otro día escuché una entrevista que le hizo un canal de televisión por la publicación de su libro, y  ahí estaba todo lo que yo recordaba y lo que le extraño al vivir lejos: a la pregunta de si vivía en el pasado, ahora que tiene 93 años contestaba que claro que no, que vivía en el presente y el futuro. Que la mantiene viva y activa la permanente curiosidad, que lee, viaja, observa, pregunta, se asombra. Que la vejez no es ni mejor ni peor que otras edades, es solo un desafío al que hay que acostumbrarse y vivir de la mejor manera posible, como cualquier otra edad.

En ningún momento cuestionaba las preguntas ni marcaba su distancia con el lugar desde donde la joven periodista, que parecía no haber leído su libro, las hacía. Con sus respuestas, las preguntas parecían inteligentes. Así es Marion Kaufmann.

Desde hace tiempo que viene cocinando “Nosotras, las de 80 para arriba”, sus 18 entrevistas con mujeres creadoras, activas, lúcidas y divertidas. Todas están en una edad en la que, como explica Marion en su prólogo, la sociedad las deja de mirar. A los 50 o 60 las critica o se burla de ellas. A los 80 o 90 ya dejan de existir. Y en su inventario de voces, estas señoras tienen mucho que decir, que enseñar y que compartir.

Sus breves, precisas entrevistas incluyen a varias de las grandes damas de las letras argentinas, como Hebe Uhart, Angélica Gorodischer y Griselda Gambaro; a la líder política y de derechos humanos Graciela Fernández Meijide; a la historiadora del arte Susana Fabrici; a la actriz y cantante Nelly Prince.

Y a muchas mujeres menos conocidas pero igual de fascinantes, como la escultora Vechy Logioio (“El río y el cielo son mi compañía”);  la jubilada-bailarina Sadi Vergona (“Desde que estoy sola, hago cosas que me interesan”); o la profesora de alemán Margot Aberle Strauss (“No me dejo vencer”).

Estas frases, que son los títulos de las entrevistas, muestran el espíritu de estas luchadoras con – no contra – el tiempo, y de la misma Marion. Hizo la mayoría después de cumplir los 90, por lo que era mayor que casi todas sus entrevistadas: para su primer libro publicado no eludió el tema de la vejez, sino que la atacó con una sonrisa y un plan. Vivir a fondo, dejarse sorprender cada día.

Por eso, la mayoría de las entrevistas empiezan con el momento del encuentro, con lo que le llama la atención de la forma en que estas veteranas se mueven, se vistan, hablan, muestran sus casas. “Al entrar en el departamento de Margot lo primero que veo son tortugas”, escribe.

O: “Griselda (Gambaro) me abre el portón; camina con la ayuda de dos bastones muy elegantes (me explicará después que son de Italia), su pelo es blanco; es más menuda de lo que había imaginado y tiene esa mirada serena, a veces un poco pícara, como la de las fotos que salen en las revistas”.

Y sobre Beatriz Comnalez, maestra de pasteleros: “Beatriz vive en una casa en Palermo, a la que entro por una puerta angosta, como las que hacían antes, protegida por una reja de hierro. Mientras la espero, veo un enorme tigre pintado sobre tela de Madrás; encima de un piano, retratos; libros en repisas, sobre mesas y en el suelo; mariposas multicolores bajo un vidrio.”

Tras los asombros, las preguntas. Nunca da por sentado algo, no prejuzga, todas las preguntas son abiertas, quiere entender a la persona que tiene delante. Por eso la lectura del libro, una octogenaria o nonagenaria tras otra, no se vuelve nunca redundante: muchas ideas son similares pero al expresarlas cada una con distintas palabras y desde posiciones y experiencias divergentes, conforman un cuadro ni repetitivo ni contradictorio, sino complejo,.

Y lo que busca Marion Kaufmann es el ejemplo y la diferencia, la razón para seguir ella misma y las causas secretas por las que siguen adelante con tanto ímpetu y lucidez todas estas creadoras y gozadoras de la vida, casi todas las cuales vivieron mucho más de lo que pensaban cuando eran jóvenes y de lo que vivieron sus madres y abuelas.

Cuando yo era chico y estaba jugando en la vereda de la casa de mis padres con mis amigos, era un regocijo la llegada de mi tía Marion en su Citroën que parecía de lata. Mi tía era divorciada y se había vuelto a casar; viajaba por el mundo con su nuevo marido, su alma gemela. Nunca me daba consejos ni me regañaba: me enseñaba con el ejemplo. Y me contaba de sus aventuras en Sudáfrica o en Israel.

Donde viajaba, recogía historias y entrevistas para publicarlas en el pequeño diario en alemán de Buenos Aires: nunca se interesó por el reconocimiento ni la aturdió la fama. Quería viajar, hablar con gente interesante, traducir obras valiosas del español al alemán y viceversa, entender el mundo. A mi hermana y a mí siempre nos preguntaba por nuestras vidas de una forma que nos hacía querer contarle lo que realmente nos pasaba.

Nosotras, las de 80 para arriba es su primer libro, publicado al borde de sus 93 años. No sé, y a ella no le interesa saber, si es el debut literario más tardío de la historia, como para el Libro Guinness de los Records. Lo único que le interesa en este momento es sumergirse en su próximo libro. Y descubrir nuevos autores y nuevos paisajes.

 

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30 de enero de 2019
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Destinos errantes de Andrea Jeftantovic en seis cruces de palabras

 

 

Se nota en la prosa de Andrea Jeftanovic “la lectura atenta de los clásicos de su tierra, Chile, y sobre todo la voz de los poetas, que brinca y serpentea en su prosa. Esto dije de su colección de crónicas viajeras Destinos errantes en la presentación en la Furia del Libro el mes pasado. Y en la revista de libros Ojo en Tinta, donde salió publicada ayer mi presentación transformada en reseña.

 1.      Mujer y viajera – Novelista, cuentista, académica de la Universidad de Santiago, estudiosa de la literatura, experta en Damiela Eltit… y viajera. Andrea Jeftanovic pertenece a esa cofradía que mujeres que viajan para contarlo, acompañadas o solas. Y muchos de esos viajes hacia el conocimiento del mundo y de la complejidad de las sociedades actuales están contados y reflexionados en su relato de no ficciónDestinos errantes. No es un manifiesto feminista, pero es un valioso autorretrato de la viajera que no pide perdón ni permiso, que se anima en esquinas peligrosas, en países en conflicto, y se encara con los machistas. Los viajeros por muchísimos años eran los hombres: los Ulises. Sus Penélopes los esperaban tejiendo y destejiendo sueños. Esta Penélope viajera se adentra en la Cuba de la postrevolución (Sin embargo, Cuba), por ejemplo, y se acuesta oronda en la cama donde, dicen, durmió Fidel su sueño de la revolución de los barbudos.  

 2.      Centrípeto y centrífugo – Andrea Jeftanovic lo explica bellamente: viajar es otra forma de leer: leer para mirar el mundo y entenderse a uno mismo. Viajar para cambiar y para encontrarse. Movimiento hacia adentro y afuera. Por eso usa la metáfora de los movimientos con los ojos para afuera, como queriendo salirse de su órbita, y hacia adentro, mirando cada vez con más atención el propio centro. Así viaja al Rio de Janeiro de Clarice Lispector (Los Ríos de Clarice Lispector), a los paisajes y calles y parques de sus novelas y a la forma de mirarse como mujer después de leer a la gran escritora brasileña. Este capítulo de búsqueda del mundo interior de la buceadora de lo íntimo para encontarse en calles ajenas es bello y profundo.   

 3.      On campus y Off campus – en California, la estudiante Andrea desmelena su cabellera leonina en noches de juerga y música y en clases con famosos académicos. Vivir la juventud y leer hasta desgañitarse las lagañas. Es muy original su relato de la experiencia de alumna universitaria pasando párrafo a párrafo de la vida en las aulas y en las noches (California al desnudo). El lado A y lado B de la vida. La experiencia de estudiar y de vivir como estudiante en su seria y salvaje variante norteamericana.  

 4.      Palestino-israelí y serbo-croata – En Tel Aviv y Jerusalén hablando con ciudadanos de ambos bandos del miedo en el conflicto eterno de Medio Oriente (El círculo íntimo palestino-israelí). Y en el túnel de Sarajevo, donde transita en el viejo camino para soportar el asedio serbio, obtener comida y medicina y tratar de mantener viva una ciudad que fue encuentro de culturas (Sarajevo underground). Lo hace usando otra estructura original: sumergiéndose en círculos del infierno dantesco. En estas dos zonas dolidas esta descendiente de judíos y de serbios se busca en los orígenes. Su relato se entreteje con visitas a la biblioteca de su barrio, al mundo de judíos y palestinos y serbios y croatas en Chile. Y a un recuerdo de infancia: En el antiguo Club Yugoeslavo, que expulsa a su familia serbia cuando se convierte en Club Croata. Los antiguos amigos de la piscina hoy son enemigos. En vez de lamentarse o insultar, la cronista viaja para entender el origen de esos odios que llegan tan lejos.

 5.      Memoria y relato – Dos hermanos ciclistas. Uno detenido desaparecido que alucina con reparar bicicletas tras la tortura: algo tan prosaico y pequeño hace más terrible el horror. Y la escena del hermano, que en la tele de la dictadura aparece entrevistado tras ganar la vuelta ciclística a Chile. Dice que se lo dedica a su hermano desaparecido. La pantalla se va a negro. Como tantas historias mínimas que cuentan las tragedias de países lejanos, esta acerca el silencio escalofriante de la dictadura a los lectores actuales (Pájaros de acero). Es un viaje desde su propio recuerdo de niña de tres años el 11 de setiembre de 1973 para entender el pasado y entendernos en él.

 6.      Errante y chilena.  En el título del libro se puede intuir una de las identidades de la autora. Aunque se asiente y se asimile y enriquezca la tierra a la que llega, el judío es un ser errante, en constante búsqueda. El viajero en el fondo es un sin patria. Pero Andrea Jeftanovic es siempre y muy cariñosamente chilena. Se nota en su prosa la lectura atenta de los clásicos de su tierra, y sobre todo la voz de los poetas que brinca y serpentea en su prosa. Es desde este fin del mundo, desde este rincón curioso abierto al mar y a la montaña Por eso estas historias de cuatro continentes son historias de una mirada, de una tierra, de una generación, de una identidad que se construye viajando. En Destinos errantes viaja lejos teniendo siempre el terruño propio como faro.  

 

 

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3 de enero de 2019
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Desempacando historias. Prólogo del libro Sin maletas, de Margarita Solano (ed.)

Hace dos décadas cayó en mis manos un libro hermoso, punzante, que me introdujo en el fecundo campo de la historia oral. La historiadora argentina Dora Schwarzstein entrevistaba a 87 republicanos españoles que huyeron de la represión franquista y llegaron a Argentina. Eran sobrevivientes de una catástrofe. Habían perdido la guerra, habían huido a tierras desconocidas. Me llamó mucho la atención que todos insistieran todavía en considerarse exiliados, no inmigrantes.

En ese libro, Entre Franco y Perón: Memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, una mujer recordaba que sus padres nunca compraron muebles, porque querían creer que en cualquier momento volverían a España. Somos del Atlántico, decía otro de los entrevistados. Estamos a mitad de camino de la ida y de la vuelta.

Estos exiliados eternos vivían con las maletas hechas. 

 *          *          *

En ese momento me pareció dramático eso de vivir con las maletas siempre hechas. Pero escapar sin maletas, como resume el título de esta colección de relatos de exiliados del presente, es más duro, como metáfora y como realidad.

Setenta años después de la Guerra Civil Española, del holocausto nazi, de los millones de refugiados de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se ha vuelto a llenar de exiliados, escapados, oprimidos, hambrientos de paz, pan y justicia. Cruzan fronteras, recorren desiertos y atraviesan océanos. Y los recibe mucho desconocimiento e incomprensión.

En este libro luminoso, brillan las ansias de estos héroes modernos de sobrevivir y construir, de no olvidar lo que dejaron atrás pero también de aprender y aportar en las sociedades donde los llevó el oleaje de sus tragedias.

Tal vez el principal drama para los sesenta millones de desplazados que viven en tierra ajena, de los cuales solo la tercera parte ha logrado el estatus de refugiado, es que el desarraigo es un mal que no tiene cura, dice la gran periodista de investigación colombiana Olga Behar en el prólogo de la edición latinoamericana de este libro. Es un gran honor ponerme en sus zapatos como encargado del prólogo de esta edición española. 

Un dato de Sin maletas: solo en América Latina, si los refugiados fueran un país sería el tercero más grande por número de habitantes, solo después de Brasil y México. Son más que las poblaciones enteras de Argentina o de Colombia. Otro dato: viene de países vecinos pero también del otro lado del planeta. Las voces de este libro vienen de Siria, de Afganistán, Palestina, El Congo, Eritrea, Ucrania, Iraq,  Rusia, Venezuela, Colombia, Guatemala y México.

Y vienen sin maletas.

Salieron con lo puesto. Cuando Essa Hassan sintió el estruendo de bombas y gritos desde su departamento de estudiante de la Universidad de Damasco, supo que tenía que correr. En Iraq, cinco mujeres yazidís consiguieron refugiarse en un centro de acogida tras ser violadas y vendidas por 50 dólares. En Eritrea, Filemón por poco logró escapar de su cárcel como esclavo del ejército.

El viaje es una tortura de la que con suerte salen vivos. Wali, un chico afgano, corrió por el campo para escapar de las balas de los militares. En Grecia, los refugiados sirios llegan con las últimas fuerzas o son vomitados en las playas por el mismo mar. Jamal, un refugiado palestino, está en manos de un funcionario de línea aérea que puede autorizarlo a volar o puede romper su sueño en pedazos.

Y cuando llegan, todavía falta mucho para que acabe la pesadilla. O peor aún: en la nueva tierra comienza otra. Martina consiguió salir del Congo con su esposo, amenazado de muerte, y dos de sus hijos; pero en un pueblo perdido en las afueras de Buenos Aires lucha cada día para traer a los siete hijos que le faltan y le duelen. Vera se alejó del daño inminente en Jimki, Rusia, pero en Argentina el mal que corroe a su familia sigue actuando en lo más profundo. Y la adolescente venezolana Raymar, que perdió a su marido en la vorágine de violencia de su país y huyó a Colombia con su bebé, sobrevive en lo que nunca hizo antes, dedicándose a la prostitución.

*          *          *

Me pongo en la piel de los autores. Se requiere valentía y temple para acercarse a estas historias. La primera reacción al escuchar esta colección de tristezas, es abrazarlos, llorar juntos. O apretar los puños y buscar a los causantes de tanto sufrimiento. O darles una mano, una ayuda, un consejo. Es difícil pedirle a los que han caído a un lugar más bajo de lo que imaginaban posible que vuelvan a recordar y cuenten su desgracia.

Pero hay que preguntar. Saber. Indagar. Y contar en estas crónicas precisas, duras y poéticas las historias de los sobrevivientes de un mundo en destrucción. Margarita Solano (el alma y compiladora de la colección y autora de uno de los textos más profundos), Agustina Grasso, Maddalena Liccione, Florencia Ángeles, Yabo Mora, Modesto Frías, Ximena Vélez, Luis Chaparro, Érika González, Leidy Campos, Luisa Ramírez, Eileen Truax, Yasna Mussa, Luis Chaparro, Javier Sinay y Gabriela Benazar Acosta lo hacen con respeto, con conocimiento de causa, con sabiduría narrativa.

No es fácil lo que ellas y ellos logran. Tras décadas de trabajo con víctimas, protagonistas y testigos del mal, me surge una y otra vez la pregunta: ¿Por qué querrían o deberían estos refugiados contarnos sus historias? ¿Qué puede llevarlos a abrirse a un extraño? ¿Qué puede ofrecerles una o un periodista, si nuestro gremio ha resultado en el mejor de los casos indiferente (y en el peor, nocivo) para sus pueblos, sus dramas, sus luchas?

Y si nos hablan, ¿qué esperan de nosotros? ¿Y cómo quedan después de abrir el horror que llevan dentro y ver cómo nos vamos con nuestras notas y grabaciones a cuestas? 

Los jóvenes autores de estas crónicas (la mayoría nacidos en los ochenta, al arrullo de las dictaduras, guerras y guerrillas del continente) han leído mucha crónica pero también se han empapado en la historia, la antropología, la geografía de sus personajes. Por eso en estas páginas laten las voces y los relatos que acercan, que desatan la identificación con estos refugiados; pero también el contexto para entender de dónde vienen y por qué pueden aportar tanto en las tierras que los han acogido.

*          *          *

Sorprende la variedad de recursos narrativos con los que se cuentan estas historias.

Algunas secciones, por ejemplo, están narradas en primera persona: son los mismos personajes los que toman la palabra a través de la atenta escucha y organización de los autores. Es el caso de El bibliotecario que rehusó matar, de Luis Chaparro. Los momentos más dramáticos de Essa Hassán los cuenta él mismo, en un monólogo teatral y efectivo. Son las dos de la mañana. Por la ventana entra un grito que me despierta los sentidos. Allahu Akbar!

En otros momentos, los autores les relatan a sus entrevistados sus propias historias, como hace con poesía quirúrgica Margarita Solano con el ex guerrillero del M-19 de Colombia Markos, exiliado en México. Ningún mexicano del común que te viera hoy con tu pantalón beige, cinturón café que hace juego con la chamarra, camisa amarilla perfectamente planchada y un bigote arreglado, pensaría que veinte años atrás eras un guerrillero alzado en armas.   

Pero la mayoría de estos bellos y dolorosos retratos están contados en un empática tercera persona: el narrador toma el lugar de un lector atento, que pregunta, indaga, escucha, se deja empapar por estas historias de sobrevivientes heroicos.

Escribo estas líneas en tiempos muy duros para los refugiados y para los inmigrantes en general. Manifestaciones xenófobas, ataques racistas, gobiernos que cierran fronteras y deportan a los desesperados. En muchos países de Latinoamérica se olvida fácilmente o se oculta con alevosía el recuerdo de cuando las tornas estaban del otro lado.

¿Quién no desciende de algún antepasado que se hizo a la mar o se ensució con el polvo de los caminos para huir del hambre, de la guerra, del sin futuro? En Chile, donde vivo, hay quienes se quejan de la llegada masiva de venezolanos, cuando hace apenas una generación eran los chilenos los que buscaban huir de la dictadura de Pinochet y encontraron cobijo en la entonces pujante y pacífica Venezuela.

Que Sin maletas, con su cargamento de reveladoras y emotivas historias por desempacar, encuentre muchos y atentos lectores. Sus personajes somos nosotros, o lo que hay de más valiente y generoso en nuestras castigadas comunidades. Y sus autores son algunos de los más exquisitos cronistas que están transformando el periodismo narrativo en la lira y el fuelle con los que esta América Latina en ebullición se cuenta a sí misma.

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11 de diciembre de 2018
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Apuntes del conversatorio “¿Cambia Cuba? ¿Cambia su periodismo?”, con Carlos Manuel Álvarez y Patricio Fernández

Hace unos días me tocó presentar en la Escuela de Periodismo de mi Universidad Alberto Hurtado de Chile a dos grandes autores que piensan, sueñan, viajan y sufren con Cuba. Desde adentro y desde afuera.

Uno es el joven cronista cubano Carlos Manuel Álvarez.  Nacido en 1989, con la caída del Muro de Berlín y el comienzo del Período Especial. Sus crónicas han sido publicadas y muy comentadas en Gatopardo, El Malpensante, The New York Times y la BBC.

Carlos es el fundador de El Estornudo, revista cubana independiente e irreverente. Tuve el placer y el honor de ser parte del jurado del Premio Gabo de la Fundación García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, que premió el año pasado el perfil divertido y desasosegante Historia de un paria, de Jorge Carrasco, y ahí descubrí el periodismo libre sin pedir permiso, y rebelde sin apretar los dientes, de El Estornudo.

El libro de crónicas de Carlos Manuel, La tribu, fue el producto más impresionante de un taller de Martín Caparrós sobre libros de no ficción. Sus textos son admirados por los popes de la crónica, como Caparrós, que dice en el prólogo que siente sana envidia por este joven cronista, Leila Guerriero y Jon Lee Anderson.

El año pasado fue seleccionado como uno de los 39 autores de menos de 39 más prometedores del continente por Bogotá 39. Hace unos años me contaron que esta selección de más que promesas debe su nombre a la edad que tenía García Márquez cuando escribió Cien años de soledad.   

El otro contertulio era el destacado escritor, editor e intelectual chileno Patricio Fernández. El Pato nació en Chile en la misma década que yo, la de los sesenta. Veinte años antes que Carlos Manuel. En una de las muchas páginas memorables de su libro Cuba: Viaje al fin de la revolución, se pregunta qué o quién sería si hubiera nacido en Cuba. Como tantas de sus historias y reflexiones, Pato Fernández es a la vez divertido, ingenioso y profundo: hubiera emigrado. ¿Pero y si se quedaba en la isla?

También me deslumbró el medio que fundó y por muchos años dirigió, The Clinic. Como El Estornudo, siento que The Clinic, como un retrato del Pato hecho revista, trata temas serios con profundidad y con irreverente humor, en países donde la gente es chispeante y el periodismo al uso es solemne. 

Descubrí la pluma precisa del Pato Fernández en el capítulo chileno de un libro tremendo, Crecer a Golpes, editado por Diego Fonseca a los 40 años del golpe de Pinochet. Fernández cuenta la historia de Chile a través de la historia de su abuelo. Y al preparar esta presentación, caí en la cuenta de que en el título también hay un fin: El fin de todo lo anterior. 

Podía hablar hablado, por supuesto, de su país, de Chile, del que la sabe larga. Pero en esta charla, es la mirada muy conocedora y muy apasionada sobre el país de Carlos Manuel. La mirada desde afuera.

Releí La tribu y leí Viaje al fin de la revolución para mi presentación,  y sigo pensando que sus libros, que recomiendo muy calurosamente, dialogan, bailan. Uno se centra en los personajes, en primer plano. El otro echa las luces largas y explica el proceso del fin de la ilusión.

Antes de que se lanzaran a contar y analizar, les dije que me gustaría que hablaran de tres cosas, a tenor del título que le pusimos a esta charla.

Una es el cambio que vino… o que no vino a Cuba. En los dos libros hay una semana en la que todo iba a cambiar en Cuba: la semana en que vino Barack Obama y después vinieron los Rolling Stones. Todo iba a cambiar. ¿Y…?

El segundo tema es el periodismo en Cuba y sobre Cuba. Durante décadas había propaganda y antipropaganda, y como los fanáticos religiosos y fanáticos ateos no dejan de hablar de Dios, estos parecían tener como tema único a Fidel. ¿Está contando el nuevo periodismo cubano otra cosa? ¿Cómo? ¿Para quién?

Y el tercer, sus propias miradas y sus propias obras. ¿Cómo contar un mundo, una isla, de la que todos creen saber y tal vez nadie sabe nada?

No tomé notas de la charla, porque estaba sumergido siguiéndolos y pensando en qué más preguntarles.

Noté a Carlos pesimista respecto del futuro de la isla y de su periodismo. Si bien El estornudo muestra lo bien que escriben los jóvenes cronistas cubanos cuando se dan el permiso, las dificultades son muchas y gran parte de los escritores con anhelo de calidad y libertad se van. El mismo Álvarez vive ahora en México. Y Carrasco también se fue, a EEUU.

Para él fue una decepción que la incipiente apertura de Raúl Castro haya terminado en la llegada de una nueva generación de burócratas, y la formación de un sistema incipiente de desarrollo económico capitalista con férreo control político al estilo comunista, como en China.

Fernández, cuyo libro disecciona a la sociedad cubana con amorosa precisión, marcó los “debe” de su sociedad, mirar hacia afuera, esforzarse por construir su camino hacia una democracia funciona, y de su periodismo: mucha pluma, mucho estilo literario pero todavía falta hacer periodismo de investigación

No sólo contar las picardías y estrategias de sobrevivencia de los de abajo. Hurgar en los datos de los que mandan. Revolver los secretos de los que mandan y cómo funciona su sistema de poder.  

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29 de noviembre de 2018
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