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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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Historias mínimas de Santiago de Chile

1. Tengo

“Tengo hambre”, murmuró el anciano al paso de un joven en la estación Cal y Canto del metro de Santiago.
“Tengo sueño”, pensó el joven, mientras miraba las posaderas de la chica de jeans ajustados que empujaba el molinete.
“Tengo asco de la mirada de este baboso”, escribió la chica en el Whatsapp de su grupo de amigas.
“Tengo que terminar con esto de una vez”, se dijo la mujer del abrigo raído, desesperada, hoy sí decidida a saltar.
“Tengo que anunciarles que, por un acto ajeno a la empresa, el metro se encuentra detenido”, anunció la voz del altoparlante.

2. Mirada torva

Cada día me siento ante la mesa del comedor, abro Zoom y aparecen las veinte caras, mirando con sueño, con fastidio, con sonrisas falsas. Es demasiada cercanía.
¿Por qué obligan a los empleados a abrir su intimidad al jefe, a la contadora, a la secretaria? El conjunto de caras me repugna. Sobre todo, el segundo de la primera fila.
Su mirada torva, su gesto vulgar, su boca fruncida en un rictus mediocre.
¿Por qué no apagará esa bendita cámara?
Y me mira. No deja de mirarme.
La segunda cara de la primera fila es la mía.

3. Ausencias del Mapocho

Bajo la luz oblicua de la tarde de otoño, el Mapocho se ve desnudo, desprovisto, vacío. Por las piedras angulares no baja el agua sucia. No bajan las bolsas de basura babosa. No corren las ratas en estampida. No se enroscan los remolinos de burbujas blanquiazules. Y de pronto, con una ausencia más antigua, empiezan a no flotar, cabeza abajo en la falta de corriente, los cadáveres de aquel septiembre que nunca existió.

4. Jeans con heridas de diseño

Carla y yo vimos el filón de inmediato: los jóvenes querían jeans de buena marca e impecable factura rotos por las rodillas, rastrillados en el costado, como gastados, ajados, pero de mentira. Mostrarse aventureros sin serlo. De ahí a las heridas en la cara y los brazos y las marcas de cuchillos y balazos había un paso: con el equipo de cirujanos, Carla pasó a ocuparse de cicatrices de operaciones no hechas y yo de heridas de peleas nunca acontecidas. Hasta que llegó el primero pidiendo que le sacáramos el navajazo de la mejilla.

5. Objeto y sujeto

Se acerca el funcionario municipal flanqueado por dos guardias de bototos de cuero duro y negro. Es de madrugada, el viento sacude la tela percudida del ruco de don Esteban.
“Usted es nuestro objeto de estudio. Tiene que contestar las preguntas del formulario”, declama el funcionario.
“Objeto”, protesta don Esteban. “Soy un sujeto”.
“Usted objeta”, sonríe el funcionario.
“Pero yo sujeto”, dice uno de los guardias.
Los dos mastodontes sujetan al ciudadano en situación de ruco y lo obligan a contestar las preguntas del formulario, transformándolo así en objeto de su estudio sobre el bienestar de la población vulnerable.

6. Un árbol desde mi ventana

Se yergue altivo, se ilumina, se viste de ocres y sombras, danza con el soplo de dioses antiguos, crece ciego a nuestro tiempo, espera la caricia de una ardilla, se alza sobre memorias de bosques olvidados. Mis sueños de libertad y de grandeza viajan hasta el árbol que veo desde mi ventana. Pero ahora él me mira con odio: el árbol de mi ventana se acaba de reconocer en esta mesa de lenca pulida en la que estoy escribiendo su epitafio.

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19 de marzo de 2025

Jorge Lanata.

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Argentina despide al genial periodista camaleónico Jorge Lanata

“¿Así que usted es periodista y argentino?”, me pregunta don Joaquín, mientras arma el ramo de ocho rosas que escogí y las rodea de ramitas tiernas. “¿Supongo que sabe que se murió Lanata? Para algunos era un héroe, para otros un monstruo”, acota, moviendo la cabeza mientras sus manos diestras atan el cordel rojo alrededor de las flores.

“Qué extraño, ¿no? No sé si hay un periodista actual en Chile que despierte esas pasiones encontradas”.
Y por un par de minutos, se concentra en atar el nudo rojo y adosarle un moño del mismo tono. Queda apretado, perfecto para regalo de aniversario de boda.
Estamos en un mínimo local en Manuel Montt y Providencia. Antes, mientras yo elegía las rosas, me había preguntado qué hacía yo, y me había comentado la noticia del día: la justicia había dado la razón a la periodista Paulina de Allende Salazar, injustamente despedida del canal MEGA por referirse a un carabinero recién asesinado con el nombre de ‘paco’.
Y entonces, por sorpresa, don Joaquín agrega: “Sí, pero acá en Chile los amores y los odios a gente que uno no conoce no llegan a tanto como allá, ¿no?”
En esa pequeña tienda refrigerada en medio del verano santiaguino, rodeado de flores y cintas y moños, el florista me dio el eje, el enfoque y las preguntas centrales para compartir con el público chileno algunos datos e ideas sobre el recientemente fallecido ‘Gordo’ Lanata, el periodista argentino más determinante de los últimos 40 años.

* * *

Nacido en Mar del Plata en 1960, Lanata tuvo una infancia triste y solitaria, con un padre duro y arbitrario y una madre que murió cuando él apenas despuntaba preguntas; fue criado por una tía y una abuela, y a los 55 años se enteró de que era adoptado. Su familia no fue determinante en su vocación, pero apenas empezó a escribir en el colegio, voló.
Contó a varios entrevistadores que su primer texto publicado fue un ejercicio escolar. El profesor les pidió escribir sobre un cuento de Conrado Nalé Roxlo, que entonces estaba en boga. Buscó su nombre en la guía telefónica, lo llamó y lo fue a entrevistar a su casa. La revista del colegio publicó su entrevista. Desde entonces Lanata nuca perdió esa creatividad, empuje, desparpajo y ambición.
Trabajó en radio desde los 14 años, mintiendo que tenía 19. A los 26, fundó el diario Página/12 y desde entonces se convirtió en uno de los siete creadores de diarios que cambiaron la historia del país.
Estos son sus precedentes: El primero fue el secretario de la Primera Junta de 1810, Mariano Moreno, con La Gaceta de Buenos Aires. El segundo, Bartolomé Mitre, general, presidente, escritor y fundador de La Nación. El cuarto, Natalio Botana, creador del periodismo narrativo y popular con Crítica, donde escribieron Roberto Arlt y Jorge Luis Borges. En los cuarenta, el diario que representó el nuevo país del peronismo, el Clarín de Roberto Noble, diario de masas, todavía el más vendido e influyente. En los sesenta, La Opinión de Jacobo Timerman, el de la izquierda intelectual y la salida al mundo.
Y con el fin de la dictadura, el Página/12 de Lanata fue el último gran invento del diarismo argentino, juntando a lo mejor de los sobrevivientes de La Opinión como Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez y José María Pasquini Durán, con lo más creativo y osado de las nuevas plumas: Juan Forn y Rodrigo Fresán, entre otros, se alternaban en la crónica de contratapa; Marcelo Zlotowiazda escribía de economía; Ernesto Tenembaum, de política; Walter Goobar, de internacionales. Horacio Verbitsky investigaba el poder menemista.
Entre muchos que hoy son grandes nombres en medios y libros, los jovencísimos Cristian Alarcón y Graciela Mochkovsky aprendieron el oficio en su polvorienta redacción, donde se mezclaba el ruido de los cables y el olor a tinta y humo. Fue Lanata quien descubrió a una joven cronista de Junín, Leila Guerriero. También él quien pensó que un novelista en ciernes, Martín Caparrós, podía escribir crónicas.
Así lo cuenta Caparrós en su reciente libro de memorias, Antes que nada. La anécdota, pienso, muestra la brillantez de Lanata para liderar equipos, descubrir talentos y caminos, adelantarse a todos. Y recrea en una escena su gracejo criollo irresistible.
A comienzos de los noventa, Martín, que ya había colaborado con Jorge, lo fue a ver para proponerle hacer crítica gastronómica (rechazado por “pretencioso”) o dirigir la revista mensual Página/30 (también rechazado, porque “nos vamos a pelear todo el tiempo”).
“Ya me iba, derrotado, cuando me dijo que por qué no hacía ‘territorios’.
-Hacete uno por mes, un territorio de algo cada mes y te los pago bien. Dale, por que no empezás con Tucumán, todo el quilombo que hay con Bussi.
El general Domingo Bussi era un asesino que estaba por ser elegido gobernador de la provincia donde había sido dictador, y la propuesta era curiosa. Por esos días en la Argentina, fuera de la revista El Porteño, no se hacía ‘periodismo narrativo’. O se hacía en muy pequeñas dosis: a veces, notas de Página/12 usaban formas de relato para contar ciertas situaciones – una reunión de ministros, un crimen, un castigo – en artículos que nunca excedían el millar de palabras.
-Bueno, si me dan el espacio suficiente y no me rompen las bolas.
-No te preocupes. Claro que te vamos a romper las bolas. (…) Dale, a vos te gusta hacer esas porquerías ilegibles. Empezá con Tucumán y después vemos.”

* * *

Los ‘territorios’ de Caparrós se convirtieron en el origen del mejor periodismo de ‘viajar para entender’ que hay hoy en Latinoamérica, tal vez en el mundo. Los perfiles de Guerriero y las crónicas de Forn son los modelos para el mejor periodismo narrativo actual. Lanata los supo descubrir incluso antes que se vieran ellos mismos, y los invitó a hacer aquello que nadie haría mejor.
¿Estos tres, y tantos más, serían lo que son sin el empuje y el ojo de Lanata? No lo creo.
Esta forma de descubrir y guiar a lo mejor del periodismo joven, con ser mucho, no fue lo central de Página/12. Lo fue la forma de combinar periodismo de golpes noticiosos con humor, datos con ironía, cultura popular con alta cultura, guiños a la izquierda con información necesaria y diversión inédita para todo público.
En los recuerdos desperdigados en redes a propósito de su muerte, junto con insultos a Lanata o insultos a los que lo insultan, las memorias de tapas emblemáticas de su diario genial recordaban, sin querer, una época en que el chiste mordaz era mucho, tanto más efectivo que los insultos.
La mayoría son de su época de gloria, la década menemista.
Como cuando Menem acusó al diario de amarillismo, y al día siguiente salió todo el diario en papel amarillo.
O cuando Menem indultó a los genocidas de la dictadura y la tapa apareció en blanco, con un pequeño recuadro abajo, que por chiquito gritaba tanto más que las letras tamaño extremo.
O cuando salió con un agujero en medio para denunciar el faltante en el presupuesto.
O –este es un recuerdo mío, no lo he visto en ningún lado– cuando un reportaje de investigación denunció que una empresa francesa traía desechos fecales humanos de tierras galas para enterrarlo en la Patagonia. El título sonaba a chiste de colegio: Olalá popó.
A mí me sigue haciendo sonreír. El título es un chiste. La investigación, mucho más seria que las genuflexiones al poder de turno de los otros diarios.
No era solamente la introducción del humor: era la gracia en su sentido más amplio, el compartir el guiño y el respeto por la verdad y por los valores que unieron a esa generación post- dictadura, las ganas de mejorar el país y el mundo sin violencia, los derechos humanos, el ansia de saber, la sospecha de que los poderes te quieren engañar, el sentirse uno con un medio que te expresa, que trae valores perdidos y también representa la modernidad.
Ir en el colectivo o el subte con Página/12 debajo del brazo era, en esos años, mostrar que uno estaba del lado bueno de la historia. ¿Demasiado ilusos, ingenuos?
Lanata estaba en el centro de esa bendita ilusión.

* * *

Pero la etapa de Lanata en Página terminó, y su permanente inquietud y, me temo, su afán de protagonismo y notoriedad lo llevaron a la televisión y a la radio. Fundó medios, como la revista Veintiuno, que después fue Veintidós cuando llegó el Siglo XXI, y después fue Veintitrés no sé bien por qué. Trabajo en radios, en televisión, escribió muchos libros, entre ellos dos best seller que contaban la historia patria con algo de la mordacidad y el humor de su viejo diario: Argentinos.
Pero él debía querer más, otra cosa, estar en el centro. Y la oportunidad le llegó en la época de Néstor y Cristina Kirchner. El viejo enemigo del menemismo ahora se enfrentaba a sus viejos aliados, a los periodistas que él mismo había enseñado y sostenido.
La nueva Página/12 y los medios de radio y televisión “progresistas” estaban al lado del matrimonio Kirchner.
Y Lanata poco a poco se fue convirtiendo en el principal enemigo de la pareja presidencial. Los acusaba de mentir apropiándose de la lucha por los derechos humanos, cuando en dictadura y durante el reinado de Menem no había levantado la voz ni movido un dedo. Pero mucho más: los acusaba de armar una mafia corrupta que denunciaba semana a semana en su nuevo programa de televisión, Periodismo para todos en el Canal 13 del Grupo Clarín.
Si durante la década del peronismo de derecha de Menem Lanata lideró las investigaciones y la burla al mal gusto de Menem, en esta nueva década kirchnerista se reinventó como azote televisivo, y como tábano de esta pareja de adalides de los pobres que inventan creativas formas de hacerse millonarios. Lo hizo durante más de una década en su programa matutino, Lanata Sin Filtro, el más escuchado del país, en la Radio Mitre, también del Grupo Clarín.
El Lanata enemigo jurado del grupo periodístico más poderoso del país se había convertido, para sus seguidores, en aliado de Clarín porque vio que más allá de sus diferencias, los unía el enfrentar a un poder autoritario y controlador de los medios.
Para sus enemigos, se convirtió en un vendido al gran capital del medio hegemónico. Y sus peores críticos fueron, lógicamente, los que antes lo amaban en su etapa de Página y ahora lo llamaban traidor.
Genial como siempre, le puso nombre a la nueva época: bautizó la era kirchnerista como “La grieta”. De un lado, los fanáticos K. Del otro, los fanáticos anti-K.
Pero Lanata no sólo bautizó ese largo período tóxico: él fue la grieta. Él comenzó un periodismo que, si bien tenía datos, testimonios, buena factura audiovisual, creatividad y golpeaba con investigaciones como las que desnudaron a los testaferros K, transformó el periodismo en un campo de batalla. Hizo periodismo militante en contra de sus antiguos compañeros militantes.
Para mí, cayó del pedestal de la imparcialidad en el momento en que llegó al gobierno Mauricio Macri y debió jugársela como contra Menem y los Kirchner; y no lo hizo.
En los cuatro tristes años de gobierno de Mauricio Macri, los programas de Lanata siguieron sacando evidencias de la corrupción K, en vez de investigar al presidente que estaba tomando la mayor deuda de la historia del Fondo Monetario Internacional, y preguntarse qué pasó con ese dinero, que se perdió en los pliegues de los grandes grupos financieros que apoyaron a Macri.
Había que acabar con el único mal de Argentina, la cleptocracia K, pregonaba el Lanata furioso de esos años.

* * *

¿Fue ese furor con datos reales pero unidireccional y sin contexto internacional un elemento central en lograr que el año pasado el 54 por ciento de los votantes se volcara por un vociferante que prometía terminar no sólo con los abusos del Estado, sino con el Estado mismo? Yo creo que sí.
En una de sus últimas entrevistas, en Radio Con Vos, con uno de sus viejos discípulos, Ernesto Tenenbaum, Lanata se lamentó que en redes e incluso en la calle, los fanáticos de Milei lo insultan llamándolo “K”. ¡Justamente a él, que fue el azote de Cristina Kirchner! Estaba viendo al monstruo en el espejo: para los descerebrados mileístas, si no adoraba al peluca de la motosierrista, debía ser de los “kukas”, aunque obviamente, sus programas demoledores fueron gasolina en el fuego que llevó a Milei al poder.
Lanata, tal vez por primera vez, no entendía lo que estaba pasando. Estaba aterrado y asombrado de esos jóvenes fanáticos, mezclados con trols a sueldo, que construyeron el fervor actual por el impresentable Milei. Yo escuché esa entrevista. Me dio pena.
Siento que la falta total de diálogo y de mínimo respeto entre los que piensan distinto, que se fue exacerbando en la Argentina post-dictadura hasta convertirse en la gritería de sordos de ahora, es en parte responsabilidad de la genial y tóxica transformación de Jorge Lanata.
Aceptarlo todo para que desaparezcan los que odiamos. “Cualquiera menos…” nos llevó a este cualquiera. Poco antes de su muerte Lanata se sintió atacado por los que lograron que su energúmeno sea presidente sin darse cuenta que, en parte, su furor y su personaje televisivo crearon al monstruo.

* * *

Pero Lanata es, ahora que murió y se debe hacer balance, muchas cosas más.
Un amigo mío está investigando al periodista argentino más punk y más beat, Enrique Symms, el creador de Cerdos y peces, tal vez la revista extrema que Lanata soñaba con crear si no hubiera querido ser también famoso, poderoso, rico y admirado.
Y entre las cosas que me llegaron por la muerte de Lanata, Matías me mandó un párrafo que incluye estas frases. No puedo dejar de pensar que Jorge Lanata está también escribiendo sobre sí mismo, sobre el hombre, el periodista, el soñador inclasificable que quiso y temió ser:
“Symns raspa. Symns no tiene bordes lisos, y siempre está por morir (…) Symns es un escritor; en este tiempo en que cualquier imbécil se autodenomina ‘artista’ y los ejecutivos imprimen ‘creativo’ en su tarjeta de negocios, Symns es un escritor. Y Symns, como todo escritor, se odia a sí mismo. Hay algo en él que combate su esencia: no sé qué es, pero Symns se suicida, se boicotea, se ama exageradamente, duda de sí mismo o se reza, todo a la vez”.
¿Y si sacamos Symns y ponemos Lanata? Yo creo que, más allá de los datos y las peleas con los poderosos de cada momento, en esta visión de Symns, que nunca quiso aquel poder y prestigio por el que Lanata estaba dispuesto a traicionar a los que lo idolatraban, se esconde, además de una prosa afilada y dúctil, un Lanata más allá del evidente.
En noviembre de 2012 (cuando Lanata tenía 52 años), su colega Luis Majul había un libro sobre él de 440 páginas, lo más parecido a una biografía del “periodista más amado y más odiado de la Argentina”.
Allí define Majul su vida y su carrera en un párrafo:
“Fue casi un niño prodigio. Tuvo decenas de mujeres, tres matrimonios con libreta y dos hijas. Terminó el colegio secundario de noche y jamás obtuvo un título universitario. Fundó dos diarios y cinco revistas. Condujo programas de radio y televisión. Hizo una película. Hizo de actor para películas y video clips. Publicó ocho libros. Fue acusado varias veces de plagio. Ganó decenas de premios. Soportó una quiebra personal, tuvo que vender relojes para pagar deudas y todavía sigue gastando más de lo que tiene… Se peleó con decenas de colegas y también con casi todos los presidentes desde 1983 para acá. Tomó toda la cocaína que podía tomar y un poco más, hasta que su cuerpo y su alma le pusieron un límite. Juró que jamás trabajaría para Clarín. Hasta que se transformó en el periodista estrella del Grupo”.
En el obituario publicado en Clarín, Osvaldo Pepe resumió así su “personaje” este 31 de diciembre:
“Jorge Lanata fue mucho más que un periodista. Fue un hombre de los medios que trascendió los medios y llegó a la condición de figura rectora, un influyente top de la cultura mediática de su tiempo. Considerado por muchos el número uno de ese universo, sin dejar de destacarse en otros, supo adaptarse y posicionarse a la vanguardia en todos los géneros del periodismo, gráfico (prensa escrita), televisivo, radial, plataformas multimedia, ciclos documentalistas y de investigación.”
¿Cómo recordaremos a Lanata? ¿Como un gran periodista, creador de medios, de formatos, de lenguajes y estilos? ¿Como impulsor de la carrera de los mejores, muchos de los cuales lo recuerdan con cariño, mientras otros prefieren olvidarlo?
Lo bueno de no tener que hablar en su funeral ni tener que denostarlo en los medios que hoy lo aborrecen, como lo que queda de su Página/12, es que se puede pensar a partir de él, a partir de sus grandes logros y de su perturbadora influencia en el periodismo de hoy.
Yo me quedo con una vida y una obra desorbitadas, fecundas, que ayudan a pensar el periodismo e imaginar uno tan creativo como lo que logró el mejor Lanata, y a soñar con uno alejado de las peleas a garrotazos dentro del poder (no fuera, como debe estar) en que cayó el peor Lanata.

Este texto fue publicado en forma más breve en la revista Mensaje y en forma completa en la revista digital Puroperiodismo, ambos de Chile, en enero de 2025. 

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15 de enero de 2025
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Los exilios de mi abuela

Ahí está. Lo volví a sentir. Pasé frente a la puerta de la cocina y otra vez me atacó ese olor. Es dulce pero no es un perfume. Es agrio, pero no duele. Es un olor simple y básico que no viene de ninguna de las cosas que tengo en la cocina. Tiene un vago tufillo a comida, pero no es un vegetal ni una fruta ni ninguna de las especies que se apiñan en frasquitos de vidrio sobre la mesada. Es un olor a exilio que lo inunda todo y me pone la piel de gallina. Pero no es mi exilio. No es mío. Es un exilio lejano y permanente, un olor indefinible a algo que se come pero que nunca saldrá de una receta.
Tengo que escribir sobre mi abuela.
Mi abuela se llamaba Ellen. "No es Helen. Es Ellen", decía ella con su castellano que nunca pasó de estrafalario. Le preocupaba que confundieran su nombre, de procedencia centroeuropea, con el de su prima Helen, que tomó otro vapor y se convirtió en American. "An American life". Helen se instaló en Los Angeles para la misma época que mi abuela recaló en Buenos Aires. Pero para la nueva gringa California era tierra de promisión. Para Ellen, Argentina fue un naufragio.
Se pasaba las mañanas en la peluquería, las tardes jugando al bridge con las amigas. No me imagino sus noches. Supongo que soñaba mucho, con un Berlín elegante en tonos pastel poblado de valses, abrigos de cuello suave para ir acariciando por la calle y empedrados donde repicaban los cascos de caballos negros. Soñaba en letra gótica, mi abuela.
Si mi abuelo tenía que salir por negocios, Ellen empezaba a llorar. No lloraba fuerte ni se atoraba con hipos. El efecto era acumulativo. Lloraba un día. Lloraba dos días. Al cuarto día mi abuelo anunciaba que no iba a viajar. Entonces Ellen dejaba de llorar. No sonreía mucho. Sólo dejaba de llorar.
Cuando el abuelo murió, en el 57, Ellen empezó a recibir huéspedes en la casa. Alquilaban cuartos, pero ella los llamaba sus huéspedes. Mi papá -un adolescente flaco de pantalones anchos- dormía en la sala, para dejarle su cuarto a los huéspedes. Casi todos eran alemanes desarraigados. Me los imagino siempre comentando sobre el tiempo y leyendo diarios viejos, los señores oliendo a colonia y crema de afeitar, las señoras con la mirada perdida dentro de un cuadro que había en el comedor, una calleja de Baviera que se perdía en la montaña.
Todas estas cosas pasaban antes de que yo naciera. El primer recuerdo que tengo de mi abuela es éste: Yo estoy parado sobre una mesa en el baño. Mi abuela me está secando con una toalla mientras me canta canciones de cuna en alemán. A mí me gusta que me cante, pero no en alemán; quiero que cante en castellano, como mamá. Pero mi abuela no sabe ninguna canción en castellano. Habla muy despacio, traduciendo palabra por palabra; tiene ojos celestes. Sonríe y se le endulzan todas las arrugas.
Ahora, lo primero que surge en la familia cuando nos acordamos de mi abuela son las anécdotas por su torpeza con el idioma del país donde vivió 54 años. Una anécdota: Cuando se estrenó "La historia oficial" en 1984, a todo el mundo se le ocurrió llevarla. "La vi tres veces", se lamentaba en uno de los idénticos tes con leche en tazas de porcelana. "Y la tercera vez fue la que menos entendí".
Siempre la sorprendían las carcajadas. "No es para reir", nos explicaba. Nos suplicaba.
"Yo no sabe si puedo mandarle cosas", me escribió con infinito trabajo y letra de niña al lugar donde yo padecía mi servicio militar. Y punto seguido, una frase que quedó como refrán en la familia: "Si sí, di que".
En 1975, mi abuela recibió una carta del Burgomaestre de Berlín. Como parte de las compensaciones a los berlineses que huyeron del nazismo, el funcionario la invitaba a volver a la ciudad. Una semana, todo pago y con una cena de cuento en el Ayuntamiento, presidida por el Burgomaestre en persona. Mi abuela saltaba de contenta. En esas noches debe haber soñado de nuevo toda su infancia.
Berlín era hermoso, nos decía Ellen mientras se hamacaba en su mecedora. Atrás, la ventana daba a un edificio en construcción. Desde su ventana el cielo estaba siempre gris, pero Ellen tenía sus contactos para compartir el paraíso perdido. El médico, el peluquero, la modista, el fiambrero, las amigas del bridge, todos eran expatriados de Berlín. Cada día mi abuela recorría una ciudad fantasma, sin mirarla, buscando refugiarse en la complicidad de su logia secreta.
Una mañana de 1975, la abuela plegó sus mejores vestidos en una valija y se fué a Berlín. Diez días después regresó, diez años más vieja.
En algún rincón oculto Ellen debió esperar encontrarse con el mundo de antes de la guerra. Un mundo ordenado, despoblado, silencioso, con penumbras y músicas suaves. Ese mundo acabó en todas partes, pero en ninguna tan definitivamente como en Berlín.
Buenos Aires, Montevideo, San Francisco, Rio de Janeiro, La Habana o Quito guardan el pasado en forma de ruinas, museos, esqueletos, paseos, plataformas sonoras sobre las que surge con estridencia el presente. En Praga, Londres, Florencia, Sevilla o París el pasado nos asalta en cualquier esquina, con su olor intacto. Pero el Berlín de mi abuela fue meticulosamente bombardeado, transformado en montañas de escombros y extirpado de las memorias culposas. El paraíso de Ellen desapareció de la faz de la tierra y, en su viaje de regreso, la ciudad del Burgomaestre la agredió con los mismos vahos, bochinches y plásticos que detestó siempre en la cárcel de su exilio.
Con sus huesos de papel a cuestas, Ellen recorría Buenos Aires con una mirada tristísima. Nunca se recuperó de su viaje. Poco a poco se empezó a resignar a que ese lugar, donde había pasado casi toda su vida, era su casa. Se pasaba horas arreglando adornitos, plantas y libros vetustos en su departamento. Se contentaba con cocinar sopas y postres para sus nietos, mirar con dificultad la televisión, dar vuelta a la manzana una vez por día.
Pero la abuela no podía estar sola, y a medida que pasaba el tiempo podía hacer menos cosas. Necesitaba una ayudanta y una enfermera 24 horas por día y eso era muy caro. El consejo familiar fue llamado a dictaminar. Una mañana, muy nublada y ventosa, llevamos a mi abuela al asilo.
Un año de asilo, con visitas frecuentes. Ellen casi no nos reconocía. Farfullaba unas pocas frases en alemán y entraba en hondos silencios. Decía que no esperaba nada del futuro, y no había forma de contradecirla.
Al año de su internación, la crisis económica obligó a otro consejo familiar. No se podía seguir manteniendo el departamento desocupado mientras se sumaban las cuentas del asilo y los médicos. "Total, nunca va a volver". "Podríamos alquilarlo". "No hace falta decirle nada".
Otra mañana gris nos repartimos sus cosas tal como ella nos había instruído muchas veces. Sacamos los adornos, los jarrones, las tazas de porcelana para el té. Alguien descolgó el cuadro que había en el comedor con la calleja de Baviera que se perdía en la montaña. Yo me quedé con la mecedora.
Los domingos me tocaba buscar a la abuela en el asilo y llevarla a la casa de mis papás o a lo de mis tíos para el almuerzo. "Vamos a ver el departamento. Sólo un minuto; estamos cerquita", imploraba la abuela. Y yo tenía que decirle que no, que estaban todos esperando, que se enfriaba la comida, que tal vez otro día. Nunca supe si me creía.
En el almuerzo Ellen trataba de seguir las conversaciones vertiginosas, perdía la paciencia, se hundía en su sopa. De pronto interrumpía todo para contar sus planes para cuando volviera al departamento. Uno de esos domingos, poco antes de cumplir los noventa, dejó de hablar de planes.
Mucho, mucho tiempo después me empezaron a asaltar estos recuerdos. Tal vez por mi propia lejanía de casa. O por el paso de los años cuando me levanto a la mañana.
En el olor de la cocina viven estas historias. El exilio. Berlín. El departamento alquilado. Y esa mañana de noviembre en que llovía a baldes, llovía y llovía y todos teníamos cara de tener que estar pronto en otro lugar. Los murmullos eran gritados para traspasar la cortina de agua, la catarata sin río que acompaño a mi abuela Ellen hasta el cementerio.
Mi papá apretó el botón. El cajón de madera oscura empezó a rodar por la mesa. Del otro lado de la cortina aguardaba el fuego, la consumación, la rapidez de lo inevitable. El fin del exilio de mi abuela.

Escribí este texto en los años noventa. Yo apenas llevaba un exilio a cuestas, de Buenos Aires a Costa Rica. No lo publiqué hasta hoy. Ahora, treinta años más tarde y con muchos exilios más, siento que varias de estas historias no son exactas, pero son verdaderas en mi memoria, como yo me las acuerdo y como las siento todavía hoy.

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7 de enero de 2025
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La terrorista que inventó nuestras pesadillas

 

Reseña de "Letras torcidas: un perfil de Mariana Callejas", de Juan Cristóbal Peña (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales, edición de Leila Guerriero, Santiago, 2024)

Por fin el buscador de historias logró encontrar un personaje escalofriante cuya ambición está a la altura de sus propios sueños literarios.
El periodista Juan Cristóbal Peña viene publicando desde hace casi dos décadas libros, perfiles, crónicas y reportajes que se internan en las vidas y los escritos de represores letrados, pero ninguno como la protagonista de su último libro. Y es que, a la vida y la obra de Mariana Callejas, cuentista y agente de la policía política de Pinochet, se le puede aplicar con justicia eso de que ‘si lo inventas suena exagerado’.
Por eso su historia necesitaba una pluma como la de Peña. Pero la historia no era para nada fácil. La mayoría de los investigadores de la negra noche pinochetista se han centrado en algo necesario, pero más esperable: los dolores y anhelos truncados de las víctimas y sus familiares, o en la exposición de los crímenes de los autores intelectuales y ejecutivos de los secuestros, torturas y desapariciones del régimen.
En cambio, lo que ha distinguido la fecunda y prestigiosa obra de Peña es algo más espinoso y complejo: hurgar en las heridas de infancia, las ansias de figuración y reconocimiento intelectual y los impulsos expresivos de “los malos” de la dictadura.
Después de contar en una trepidante novela de no ficción el frustrado intento de Los fusileros de matar al dictador, Peña se ha adentrado en La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, su patética búsqueda de reconocimiento que terminó en robar y usar dinero público para hacerse con una biblioteca valiosa y sus plagios para firmar libros intrascendentes.
Y luego, en las no menos patéticas cartas de amor de su verdugo, el jefe de la DINA Mamo Contreras, a su secretaria y amante, en el perfil que escribió para el libro colectivo Los malos (Manuel Contreras: Por un camino de sombras).
El año pasado, para los 50 años del Golpe, se adentró en la trayectoria del brillante y malvado propagandista Álvaro Puga como intelectual en las sombras del régimen (El primer civil de la dictadura, publicado en Anfibia).
En la mirada de Peña, todos estos personajes tienen en común un pasado de abusos y ninguneos, y un desmedido afán de reconocimiento, que los hace contar, en escritos y entrevistas, más de lo que quisieran o debieran sobre sus crímenes y tropelías.
La cara B de los malos es un agujero por el que el autor se interna en sus mentes, en sus métodos y en la mezcla escalofriante de sensibilidad e inhumanidad de estos seres fascinantes y despreciables. Entenderlos (sin justificarlos) es una manera de conocer una época y una forma de pensar y actuar que tiene dolorosos paralelos con el presente.
Letras torcidas da un paso enorme en esta búsqueda del autor de esos malvados con veleidades literarias. Porque Mariana Callejas sí, finalmente, es una muy buena escritora, porque sus cuentos, leídos como hace Peña a la luz de su esperpéntica trayectoria criminal, echan luz a una mente desquiciada y su entorno, y porque la doble vida que llevó permite un relato de enorme potencia.
Desde su infancia en Rapel, un somnoliento pueblito del valle de Limarí, pasando por la integración a un grupo sionista de izquierda en Santiago y por un kibutz en el inicio del sueño de un Israel socialista e integrador, siguiendo por una vida aburrida de madre de familia en barrios judíos de Nueva York y la vuelta a un Santiago provinciano en los sesenta, todo llevaba naturalmente a que Callejas escribiera cuentos de soledad neoyorquina y soñadores de la Guerra Fría (lo que hace).
Sin embargo, nada la impulsaba a convertirse en terrorista internacional de la DINA del Mamo Contreras y aliada de fascistas antisemitas europeos.
Pero el encuentro con el jovencísimo técnico reparador de motores norteamericano Michael Townley y su fascinación con el movimiento ultraderechista Patria y Libertad en el gobierno de Allende la hicieron descubrir la fascinación por la aventura, el peligro, la violencia, la acción.
Como una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde, durante los álgidos setenta Callejas fue a la vez una admiradora y émula de Jorge Luis Borges, con su taller literario para jóvenes promesas de las letras en su extensa mansión en Lo Curro y, por otra parte, una sicaria de la ultraderecha, con sus viajes peligrosos a Latinoamérica, Europa y Estados Unidos junto con su marido, para matar a los críticos de la dictadura.
Como una anti-Rodolfo Walsh del fascismo criollo, se lanzó a la aventura sin abandonar en ningún momento su vocación literaria.
Su casa misma de Lo Curro es un símbolo perfecto de ese mundo dual de la dictadura: los salvajes asesinos cruzándose en pasillos con una mezcla de la intelectualidad adicta al régimen, los que buscan inescrupulosamente acercarse al poder, cualquiera sea, y los que no quieren ver ni saber ni sentir lo que pasa a su alrededor.
En un libro que cuenta y reflexiona sobre lo que está contando, un libro que es a la vez relato y ensayo, Peña se pregunta cómo pudieron hacer esos jóvenes aspirantes a artistas de la palabra para no ver lo que el jardinero de la familia Townley-Calleja entendió enseguida.
La declaración judicial del jardinero, junto con decenas de documentos legales, libros, obras de ficción y de testimonios y entrevistas a muchas personas que coincidieron con todas las épocas de su personaje y el lúcido análisis de los excelentes cuentos de Callejas, le dan al autor los mimbres para construir un cuento cierto que abona la vieja idea de que la realidad supera a la ficción.
El libro está poblado por personajes variopintos, multifacéticos: desde el rudimentario y apolítico asesino Townley hasta el astuto y sensible hijo mayor de Callejas, y desde los macarrónicos fascistas italianos que se instalan en la casa familiar hasta los geniales Pedro Lemebel y Roberto Bolaño, quienes ven en la fábula del taller de la escritora agente de la DINA una parábola sobre el lado menos conocido de la dictadura, y de paso de la sociedad chilena.
Para mí, el personaje más interesante es el mentor y valedor de la escritora terrorista: Enrique Lafourcade, a quien Peña se refiere irónicamente como “el Maestro”, un complejo, carismático líder de una presuntuosa secta de elegidos que se creen por encima de la banalidad de los demás y que, a la distancia, provocan en el lector una mezcla de furia, fastidio y lástima.
Letras torcidas, que cuenta con la valiosa edición de Leila Guerriero, es el más reciente ejemplar de la colección Vidas ajenas de la Editorial de la Universidad Diego Portales. Al terminar de leerlo queda la impresión de haber entrado en una vida tan extraña que parece deslumbrantemente inventada. Y a la vez tan cercana que no parece “ajena”, sino dolorosamente familiar.

Este texto fue publicado en noviembre de 2024 en la revista digital Anfibia Chile. 

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5 de diciembre de 2024
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Cuartetos del Yo del Nosotros: Un dilema para la política actual

Veo y escucho en la computadora el hermoso cuarteto No. 14, La muerte y la doncella, de Franz Schubert, por el Cuarteto Tetzlaff. Y de pronto se me ocurre que la política de estos tiempos tiene algo que aprender de los cuartetos de cuerda.
El nombre de este cuarteto viene de su primer violín, el reconocido solista Christian Tetzlaff. Las otras tres componentes del cuarteto (segundo violín, viola y cello) son mujeres, y durante la ejecución miran de reojo al “jefe” para seguir sus indicaciones.
Se nota que Tetzlaff manda. Las otras tres ejecutantes parecen tocar atadas, atentas a las indicaciones del líder, temerosos de lucir demasiado y quitarle protagonismo.
La interpretación que más me emociona de esta obra es otra, una que siento más próxima a los deseos y sensibilidad de Schubert: la del Cuarteto Casals, de Barcelona. Ninguno de sus componentes se llama así (el nombre viene del legendario cellista catalán Pau Casals), y ninguno es el jefe. De hecho, hacen un curioso intercambio entre los dos ejecutantes del violín: cuando tocan repertorio clásico y barroco (Haydn, Mozart) el primer violín es Abel Tomás; cuando tocan los de Beethoven, Schubert y sobre todo Shostakovich, toma el primer atril Vera Martínez.
Para mí son un ejemplo del cuarteto paritario, deliberativo, en el que las decisiones se toman por consenso. Un grupo de iguales que hacen música juntos.
Desde que empecé a pensar en esto de los nombres, el pequeño mundo de los cuartetos de cuerda se empezó a dividir, para mí, en dos tipos: los que llevan el nombre de su Primera Figura, siempre el primer violín, y los que llevan un nombre de homenaje a un concepto, un lugar o a una figura del pasado.

Cuartetos del Yo
Ejemplos de “cuartetos de Yo y mis músicos” son el Cuareto Kutcher (“dirigido” por su primer violín Samuel Kutcher), el Cuarteto Barylli (fundado por el concertino de la Filarmónica de Viena Walter Barylli), el Cuarteto Ciompi (por su primer violín, el italiano Giorgio Ciompi) y el Cuarteto Kneisel, cuyo líder era el violinista Franz Kneisel, concertmeister de la Filarmónica de Boston.
Esta forma de llamar al grupo con el apellido de uno de sus miembros se me hace impropia precisamente porque, desde el pionero Franz Joseph Haydn, el cuarteto es la formación emblemática del grupo sin voz cantante, sin solista. La forma de hacer música más democrática posible.
Hay momentos de lucimiento para cada uno, pero, sobre todo, hay un sonido propio y común del conjunto. Son una voz, y en casos como los de Schubert, Dvorak y Shostakovich, son vistos como la más íntima expresión de la sensibilidad de sus autores. Un autorretrato en cuatro voces.

Cuartetos del Nosotros
Estos nombres en los que el primer violín manda tanto como para ponerle su propio apellido al cuarteto dieron lugar, al avanzar el siglo XX, a otras formas más creativas de nombrar cuartetos.
Una de estas formas hace referencia a compositores y ejecutantes del pasado que los miembros del grupo admiran especialmente.
Un caso especial en este grupo es el Cuarteto Alban Berg. Tocan, sí, obras del innovador del atonalismo vienés, pero se han destacado sobre todo por sus impecables grabaciones de Beethoven, Mozart y también de compositores contemporáneos.
En este sentido van también los nombres de los Cuartetos Borodin (por el compositor Alexandr), Paganini (por el célebre violinista Nicoló), Gabrielli (por el músico barroco Giovanni), y Corigliano (por el norteamericano contemporáneo John).
Otros nombres provienen de las ciudades de sus integrantes, como los cuartetos de Cleveland, de Tokio y de Cremona.
En este siglo han aparecido cuartetos con nombres más “de fantasía”. Como nombre, me encanta el del Cuarteto Carpe Diem. Como repertorio, el Kronos, que toca piezas actuales y se junta con innovadores del jazz y el rock. Como sonido, el Mosaïques, que interpreta con sentido histórico e instrumentos originales música de los siglos XVII y XVIII.

Partidos políticos del Nosotros
Nací a la política en Argentina, al final de la dictadura militar. Era comienzos de los ochenta, y mientras en mi cuarto escuchaba Long Plays clásicos como el del Cuarteto Amadeus tocando el Cuarteto Disonante de Mozart, me iniciaba en la política universitaria y las marchas por la democracia y los derechos humanos.
En esa época los partidos que me interesaban eran de ideología, de ideas, de propuestas (de izquierda y centro izquierda) más que de personajes: eran socialistas, comunistas, radicales, intransigentes, anarquistas. Recuerdo que el culto a la personalidad del peronismo de entonces me parecía extraño, ajeno. Su himno (“Perón, Perón, qué grande sos; Mi general, cuánto valés”) se me hacía ridículo.
En la universidad fui forjando mis ideas y acercándome a grupos unidos por ideas de justicia social, de honestidad, control balanceado de los poderes públicos, humildad, formación de equipos de trabajo. En Europa, donde viví 18 años, me atrajo la tranquila convicción de los partidos socialistas que formaron el llamado estado de bienestar.
Mientras mi trabajo de escritor y académico me llamaba a la pasión por las historias de grandes personajes, en política, al contrario, me fueron causando sospecha los paladines del “yo”, los líderes ampulosos que transforman su vida en el relato de luchas contra enemigos implacables.

Movimientos épicos del Yo
Y ahora, la política de mi país está tomada por una batalla de personalismos y dos creadores de movimientos a partir de sus figuras se pelean en X mientras la sociedad se desangra en la pobreza infantil, la angustia de los viejos y el desánimo de los trabajadores.
Veo esta transformación de la política en un torneo de divos y divas como un fenómeno no sólo argentino. Algo parecido sucede en Venezuela, en Brasil, en Centroamérica, en Colombia, en medio Estados Unidos.
La era de las redes sociales es propicia para las muecas y bravatas de estos dirigentes personalistas que transforman en ley sagrada sus consignas cambiantes, y no para conjuntos que buscan la expresión en armonía.
Mientras, yo sigo soñando con equipos de gobierno que funcionen como un cuarteto de cuerdas de los de trabajo mancomunado, en una dirección común.
¿Será posible en estos tiempos volver a construir propuestas desde grupos e ideas comunes, como los cuartetos de cuerda? ¿Podremos ver en la política algo parecido a estos cuartetos, que dejan atrás el anticuado nombre de – y servidumbre a – su líder para brillar en cambio al servicio de la música y de los oyentes?

Publicado en el suplemento Ideas de La Nación (Buenos Aires), 28 de septiembre de 2024.

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1 de octubre de 2024
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El lado salvaje. Mi perrito y yo a dos voces

Les cuento que empecé un Taller de Bolsillo con la experta en literatura y naturaleza Gabriela Jáuregui: nos habla de cómo nos relacionamos con los reinos animal y vegetal, cómo los poetas y narradores se acercan a ese íntimo “otro” salvaje, y cómo ese mundo ajeno nos podría mirar a nosotros. Ella se comunica por Zoom desde un rincón rupestre cerca de Ciudad de México, donde esperaba escuchar el canto de los pájaros, pero en medio de la primera sesión ella se alarmó porque se escuchaban balazos.
El taller es un recorrido por las escrituras que se adentran en la sensibilidad de los animales y las plantas. Me encantó una poesía de Emily Dickinson que es una carta de una mosca, y los inclasificables ensayos de Gloria Ansaldúa, que yo no conocía. Estos talleres online son una reliquia preciosa, tal vez lo más valioso, que nos queda de la vida en pandemia.
El primer día Gabriela nos asignó un ejercicio:

Ejercicio: Soy multitudes como dice Walt Whitman, Yo soy otro como dice el poeta Rimbaud, o como dice también el divulgador de la ciencia Ed Yong, contenemos multitudes. Piensa con qué seres vives enredadx de forma tentacular. ¿Cuáles son tus relaciones simbióticas/simbiopoéticas y con quienes? Describe tu relación con lx otrx, primero desde el punto de vista tuyo, personal, pero en tercera persona, y después describe exactamente la misma relación, pero de la perspectiva del otrx, y esta vez en primera persona. ¿Cómo se tejen estos dos relatos? Busca la particularidad de los detalles y escribe desde allí, desde los sentidos.

Esta es mi relación con mi perrito Franki visto desde una posible deidad que soy no soy yo, en peligroso equilibro en el techo de nuestro dormitorio:

Franki entró a la vida de Roberto por la ventana. O tal vez sería mejor decir que entró sin que él lo haya buscado. Cuando volvió de su primer viaje a Europa con Carmen, al inicio de su relación, la primera vez que hacían juntos un viaje largo, ahí estaba, minúsculo y desamparado. Con su pelambre hippie en distintos tonos de marrón, con esos ojazos asustados, con el rabito ya cortado, arrancado a edad demasiado tierna del amparo y la educación de su mamá.
Laurita tenía en ese momento nueve años. Durante el viaje de su madre con Roberto, se había quedado en el departamento de Plaza Italia con la abuela, la sabia y risueña doña Coquis. La abuela había encargado un perrito para ella, y este viaje la unió más con su nieta: Laura eligió de todos los minúsculos Yorkshire, el perrito que más le gustaba de la camada, que terminó siendo el Franki. Doña Coquis se quedó con su hermano Harry.
Pasaron cinco años y medio. En este momento Franki, ya un señor perro que vira, a veces sin transición y sin motivo, de gruñón a cariñoso y viceversa, duerme al sol sobre el abrigo recién lavado del colchón, mientras Roberto escribe y escucha música.
Si alguien los estuviera viendo en este momento probablemente sentiría que la escena es de plácida hermandad, de amorosa convivencia. Desde su escritorio, Roberto mira a su perrito y se alegra de que esté en su vida y que, de forma oblicua y perruna, haya cimentado en estos años la relación de familia entre él, su flamante esposa y la hija de ella, que ya tiene 14 años.
Pero si esto fuera una película y si la cámara se acercara al dorso de la mano derecha que escribe en el teclado, notaría la cicatriz carmesí de una herida: la mordida de hace un par de semanas, el recuerdo de que Franki es también una bestia salvaje, un animal. Un depredador. El atacante que hace que el otro día Roberto le comentase a Carmen que es una suerte de que sea tanto más pequeño que ellos.
Si tuviera el tamaño de un Velociraptor, le dijo con una risa nerviosa, los mataría de un mordisco.
La costra, que lleva muchos días de lento endurecimiento, también le recuerda a Roberto con minucioso horror, que él es también una presa a punto de ser cazada.

Y esto es lo que imagino que podría estar pensando Franki. Obviamente, habla de “tú”, como buen chileno, no de “vos” como yo.

Te estoy mirando, mi esclavo. No entiendo tus palabras, no entiendo las voces ampulosas de ópera que resuenan entremezclándose con el ritmo del repiqueteo de tu teclado. Sí sé que la música lenta, envolvente, que se escucha arriba, en tu altillo, es distinta del rock punzante y repetido que pone mi mamá Carmen en la cocina, del trap de disparo rápido de mi hermana Laura en sus parlantes, y muy distinta de las canciones románticas del teléfono que hacen suspirar a Úrsula mientras mueve por la alfombra a mi enemiga jurada, la diabólica aspiradora.
Y también entiendo cómo me miran, cómo me tratan, cómo interactúan conmigo. Es muy divertido. Yo actúo para ustedes, les hago fiestas cuando llegan y cuando me acarician la cabeza y sobre todo cuando me hacen cosquillas en mi panza peluda. Es todo teatro, simulacro. Lo saben, ¿no? El amo soy yo. Esta es mi casa. Ustedes son mis invitados, y los tolero mientras no me molesten demasiado. Por ejemplo, los dejo dormir en mi cama, pero si se ponen pesados ocupando parte de mi sitio al medio, de un certero mordisco les recuerdo quién manda.
Sí, a ti te hablo. Me estás viendo ahora, tirado al sol en el sofá, sobre el cobertor que acabas de lavar y pusiste a secar al sol porque lo oriné y lo dejé hediondo a mi pis. Claro, tengo que marcar todos los espacios y ámbitos, para que quede claro que son míos.
Estoy alerta, mirándote con cara de perrito bueno, con las orejas paradas porque sé que estás escribiendo sobre mí.
Sé que viviré pocos años; sé que, aunque para mí ustedes son instrumentales e intercambiables, para ustedes yo soy el corazón y el motor de esta casa, el amo y el líder de la manada, y que cuando no esté me van a extrañar horrores. Ese dolor postrero será mi venganza porque, aunque ustedes no decidieron que me tocara esta perezosa y repetitiva vida de perro, son lo que tengo más cerca para vengarme de mi mala suerte.
En otra vida, ojalá vez me toque convertirme en gato. Y ahí sí sentirán la profundidad de mi desprecio, sin trampa ni actuación.

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6 de septiembre de 2024
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Alegato contra el servicio militar

1. Hoy se sortea la clase 1970
El 31 de mayo de 1988, en la página 9 del Buenos Aires Herald apareció un artículo sobre una extraña ruleta que ese día decidiría la suerte de miles de varones argentinos de 18 años, “La lotería más excitante”.
“Los números redondos y brillantes que decidirán qué ciudadanos nacidos en 1970 tendrán que cumplir con el Servicio Militar Obligatorio el año que viene están empezando a dar vueltas en el momento en que usted lee este artículo con el café o el mate de la mañana. Hoy, martes 31 de mayo, a las 8 de la mañana, el futuro de miles de compatriotas se decide en una lotería.
“Cuando digo ‘el futuro’”, prosigue el artículo, “no sólo me refiero al año en que los jóvenes aprenden a matar, a obedecer órdenes sin pararse a pensar en sus consecuencias, a sufrir cualquier humillación que se le ocurra al oficial o suboficial en cuyas manos la lotería los haya arrojado. No hablo de los deberes ‘normales’ del colimba (corre, limpia, barre), servicios fundamentales a la patria”.
¿A qué se refería entonces el autor de este texto escrito y publicado en inglés hace 34 años cuando decía que el servicio militar podía tener efectos mucho más graves que las típicas humillaciones y castigos que se veían en la comedia de Carlitos Balá Canuto Cañete, conscripto del Siete?
Comienza con dos datos: En 1986, la revista El Periodista publicó un informe oficial que determina que entre 1983 y 1985, más de cien conscriptos murieron en “extrañas circunstancias” mientras hacían el servicio militar; y en 1987, el Frente de Oposición al Servicio Militar (FOSMO), dirigido por Eduardo Pimentel, “recogió docenas de historias de jóvenes torturados con electricidad, encontrados muertos o abandonados sin cuidado médico, como un soldado informado como ‘suicidio’ cuya familia descubrió en su cadáver una herida de fusil y ninguna muestra de pólvora en sus manos o su pelo”.
Y termina con el caso del conscripto Mario Palacio, quien murió en Campo de mayo el 24 de abril de 1983, “luego de ser salvajemente golpeado por un grupo de oficiales y suboficiales y abandonado hasta que su condición fue irreversible. Dos conscriptos que servían con él testificaron sobre lo que vieron y fueron amenazados de muerte. Ambos desertaron y ahora viven en Brasil. Las Naciones Unidas los considera refugiados.”
Todavía me impacta una frase al final de ese artículo de 1988, que conservo en su página original amarillenta:
“Hoy ningún padre o madre sabe si su hijo adolescente va a salir vivo del servicio militar. Si sobrevive, de seguro no va a volver siendo el mismo. ¿Nos hemos preguntado si este cambio es para mejor o peor, o si nosotros los civiles tenemos la misma definición de ‘hacerse hombre’ que quienes manejan hoy nuestras fuerzas armadas? Tal vez muchas de las pesadillas que ocurrieron en este país desde 1905, el año en que se introdujo el Servicio Militar, tienen algo que ver con esta educación militar autoritaria.”
Ese artículo lo escribí yo, en el comienzo de mi carrera como periodista.
Trabajé mis primeros cinco años como reportero y después editor de Política y responsable de la sección de Medio Ambiente del Herald, y ahí aprendí mucho de lo que hoy enseño como profesor de periodismo.
Recuerdo bien la tarde en que escribí ese artículo. Sentía que estaba diciendo algo para mí importante. Algo para lo que había decidido dedicarme a este oficio.
Seis años antes, como conscripto de la Armada Argentina, yo había luchado en la Guerra de las Malvinas. Durante los ochenta todavía me acosaban las pesadillas de la guerra, no soportaba los petardos y fuegos artificiales de año nuevo, mi corazón dejaba de latir cuando escuchaba un estruendo inesperado. Me reunía con mis camaradas del Apostadero Naval Malvinas para contarnos las historias que ya nadie quería escuchar. Estábamos empezando a ser veteranos de guerra.
Y me acerqué al FOSMO: no sólo por mis compañeros muertos y heridos y las historias de suicidio de veteranos que desde el mismo 1982 empezamos a contarnos, como dolores propios. Sentía que había algo intrínsecamente perverso en la colimba, desde la experiencia de la instrucción, en mi caso en Puerto Belgrano en abril y mayo de 1981, hasta que llegamos a Buenos Aires y juramos la bandera en el patio de la Escuela de Mecánica de la Armada, el 25 de mayo de ese año.
Hoy voy a ese lugar, muy cerca del Casino de Oficiales, donde se torturó y asesinó a tantos, y me impresiona recordar lo chicos, lo ignorantes que éramos nosotros.
“¿Juráis defender la Patria hasta perder la vida?”, aulló el almirante.
“Sí, juro”, gritamos al unísono.
Exactamente un año después perdía la vida en medio de un bombardeo nocturno uno de mis compañeros, en Malvinas.

2. Recuerdos amargos de autoritarismo cotidiano
La literatura, lo sabemos, encierra y refleja destellos de las verdades más profundas de la experiencia humana, muchas veces más potentes y certeras que las investigaciones científicas y periodísticas. Para mí, dos textos narrativos, uno argentino y el otro español, me llevan al corazón del servicio militar como modelo educativo: la educación de los jóvenes como soldados, para que sigan pensando como soldados cuando vuelvan a la vida civil y contribuyan a un país-cuartel, una sociedad de silencio y obediencia, de seguir órdenes y cultivar la crueldad como forma de relación.
Guillermo Saccomano hizo el servicio militar en un regimiento de la Patagonia en 1969. En 1990 publicó Bajo bandera, el primero de sus luminosos libros que leí con deleite y dolor. Ahí estaba condensadas mi propia experiencia de colimba. El libro es una sucesión de cuentos crueles, que se entrelazan al final en un nudo donde se juntan los personajes, como si los cuentos buscaran anudarse en novela. Las historias están basadas en los recuerdos del Saccomanno soldado.
Al final, una escena escalofriante. Una docena de cuarentones que se reunían cada año para recordar su tiempo bajo bandera, visita el regimiento y el teniente coronel hace formar a los colimbas para escuchar su hueca arenga sobre cómo la experiencia militar templa los espíritus de patria y hombría.
Nos dio rabia pensar que cada uno de nosotros, con los años, contaría sus historias del cuartel como los tramos de una épica personal y excluyente que magnificaría con el deshojamiento de los almanaques. Cada uno contaría sus historias con embriaguez, exaltado, sobrando al auditorio, reinstalándose frente a sus defecciones cotidianas en una dimensión heroica. Quizá también algún día contrataríamos un micro para hacer una excursión al pasado, a este cuartelito que, mirado desde una ventanilla, era más insignificante de lo que uno podía recordar y pensaríamos, como esos doce tipos, en el tiempo ido, melancólicos, con nuestras barrigas, nuestras canas y nuestras calvicies.
-La verdadera colimba es el matrimonio, pibe- dijo uno.
Y otro:
-La verdadera colimba es el laburo.
Y otro más:
-La verdadera es todo lo que pasa después.
Y quizá también, algún día, olvidaríamos que alguna vez, precisamente en ese año, habíamos prometido:
-El día que tenga un hijo voy a hacer todo lo posible para salvarlo de la colimba.
En una reseña de Bajo bandera, publicada en su potente blog Resistirse es fútil en mayo de 2017, el escritor y cineasta Alejandro Schonfeld destaca que, además de la maestría que ya mostraba el joven Saccomanno, este libro inclasificable es pionero en poner esa experiencia tan extendida entre los varones argentinos del siglo XX en el reino de la literatura.
Es asombroso, pero por el momento me parece que Saccomanno, y recién a comienzos de los '90, fue el primero en gestar una verdadera oposición desde el arte a la existencia del Servicio Militar Obligatorio (SMO). Si bien Los pichiciegos de Fogwill también puede ser entendida como oposición al SMO (…) todos sabemos que es más bien una novela sobre Malvinas, y Malvinas es un tema aparte, mucho más profusamente tratado desde todas las artes que el tema de la colimba a secas. Y antes de eso, ¿qué había? ¿Cómo se problematizaba la existencia de la colimba antes de los '90? No se la problematizaba.
Schonfeld enumera conflictos donde murieron conscriptos antes de Malvinas: “en el enfrentamiento entre azules y colorados, en el levantamiento de Valle y en algunos episodios más, como el Operativo Independencia), los conscriptos muertos "de a uno" en cumplimiento del SMO, que venían muriendo desde siempre en situaciones como la del soldado Carrasco -por accidentes en las prácticas, por abuso de autoridad, por sadismo puro de sus superiores, por negligencia...-, fueron leídos hasta los '80s como "cosas que pasan", y no recibieron un trato especial desde la cultura. Y lo más importante, ni los conscriptos muertos en lote ni los conscriptos muertos sueltos generaron en la sociedad la condena del SMO en sí, hasta Malvinas.
Y concluye con algo esencial: “Se hablaba de que la colimba tenía que ser más humanitaria, más digna, más profesional, más corta, más útil, pero no se hablaba de que no tenía que existir. El sentido común indicaba que la colimba SÍ tenía que existir, pero estaba mal planteada”.
Tan natural era que pasar un año en un regimiento o buque de guerra era una experiencia formativa necesaria para terminar de educar a los argentinos, que recién con la muerte del soldado Omar Carrasco en Zapala, Neuquén, el 6 de marzo de 1994, después de ser salvajemente golpeado y luego ocultado más de un mes en el regimiento, la sociedad miró a los ojos el horror de la colimba y aceptó su abolición, aunque en esa época muchos estudiosos de temas militares concluyeron que el Caso Carrasco fue el detonante pero que el fin del servicio militar tuvo más causas económicas y logísticas que humanas.
Pero como dice Schonfeld, Carrascos había habido muchos, y en los últimos años, gracias al tesón de centros de excombatientes de Malvinas como el CECIM de La Plata, salieron a la luz torturas y malos tratos incluso en medio de las montañas de Malvinas.
En 1997, la película Bajo bandera, dirigida por Juan José Jusid, con Miguel Ángel Solá y Federico Luppi, combina episodios del libro de Saccomanno con el caso Carrasco. La acción transcurre en 1969, la época del libro.
En el film se ensamblan de tal manera que el relato de ficción verdadera del gran escritor parece como si hubiera sido escrito después, no antes, del hecho que sacudió la conciencia nacional hace 30 años.
El miedo, la crueldad, la soberbia cerril de los oficiales, la obediencia bovina de la tropa, la deshumanización de los conscriptos, la colimba como educación para un país en eterna dictadura.

3. La mili: en España el franquismo sobrevive a Franco en los cuarteles
Antonio Muñoz Molina, andaluz de Úbeda, hizo el servicio militar español en 1979-1980, y en el convulso País Vasco, en plena transición de los 40 años de dictadura franquista a la frágil democracia. En 1995 publicó sus memorias de “la mili”, Ardor guerrero.
Como Bajo bandera, Ardor guerrero es un libro juvenil de un autor hoy consolidado, que luego transitará por muchos otros temas y territorios, y que fuera galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013.
La “mili” de Muñoz Molina se parece mucho a la colimba de su colega argentino, y es interesante cómo ambos usan las herramientas de la literatura, desde la narrativa de ficción hasta el ensayo literario, para recrear un mundo cerrado, de masculinidades en formación, donde el modelo militar de “hacerse hombre” lleva a estos machitos a despreciar a las mujeres, a los débiles, a los distintos, a los intelectuales y al intelecto, y a perder en la identidad colectiva del soldado obediente todo atisbo de singularidad y pensamiento crítico.
Esta era la tarea de la instrucción, los primeros meses de la mili, según Muñoz Molina:
“Había que aprenderlo todo y olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no solo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo (…)”.
En un artículo académicos sobre Ardor Guerrero, el profesor Aleix Romero Peña destaca en las memorias cuarteleras de Muñoz Molina el tema esencial de la perdida de la individualidad y su reemplazo por un ‘yo’ colectivo sometido al arbitrio cruel del jefe.
“El paso por la mili implica, tal y como puede leerse en Ardor guerrero, una constante alienación que pone en suspenso la preexistente identidad civil de los reclutas –arrebatándoles incluso su nombre, sustituido por un sistema de matrículas: «yo me llamaba J-54», recuerda Muñoz Molina –. El fin último es la pérdida del yo individual, sacrificio imprescindible para entrar en un nuevo mundo dominado por la jerarquía, la brutalidad y la arbitrariedad”, dice Romero Peña.
La novela de no ficción de Muñoz Molina tiene muchas otras aristas interesantes. Como andaluz, de la España profunda, enviado a un regimiento en el País Vasco en plena transición, el soldado se transforma en ariete de lo más casposo, cerril y anticuado del “ser español” ante el sospechoso vasco. En sus horas libres fuera del cuartel, los soldados se encuentran con otro desprecio, distinto al del sargento: el de una población que los ve como enemigos, como representantes jóvenes del viejo franquismo, en retirada pero no vencido.
Como fuerza de ocupación dentro de su propio país, este recluta vive con miedo a un ataque de ETA y desarrolla un odio duradero hacia “el enemigo interno”.
Nosotros también tuvimos colimbas arrojados a lo bruto a una guerra contra un enemigo interno. ¿Quién estudió o transformó en novela en Argentina la tragedia de los conscriptos de la generación anterior a la de Malvinas, los que fueron al monte en Tucumán con el General Antonio Bussi, los que sirvieron en el casino de oficiales de la ESMA o de Trelew?

4. Obediencia debida: conscriptos en la larga dictadura chilena
En la época en que escribí ese artículo sobre la ‘lotería de la colimba’ en el Herald, entrevisté a un miembro de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) presidida por Ernesto Sábato. Le pregunté qué habían escuchado en los testimonios y habían decidido no poner en el informe y en el Nunca más.
Me pidió que no lo publicara en mi artículo y que no citara su nombre. No publiqué sus palabras entonces, y no revelaré quién es ahora, pero diré aquí, cuando esta persona ya no está, lo que me dijo y que me atormenta desde el momento en que lo escuché.
Me dijo que un ex conscripto declaró ante la CONADEP que en un regimiento del interior los oficiales los obligaron a violar en grupo a una detenida, uno tras otro, hasta que esta mujer murió. A los autores del informe les pareció demasiado espantoso. Y no se pusieron de acuerdo sobre qué decir sobre estos soldados. ¿Eran víctimas, eran victimarios, eran las dos cosas?
Ese es el tema central de un libro fundamental sobre la experiencia del servicio militar en la dictadura chilena: Las guerras dentro de los cuarteles, del historiador Leith Passmore.
Fue publicado en inglés en 2017 y el año pasado la Editorial Universidad Alberto Hurtado lo publicó en castellano. En la presentación (en el aula magna de la universidad, donde yo trabajo) dieron su testimonio dos representantes de uno de los muchos grupos de ex conscriptos que en Chile luchan por sus derechos: una pensión, beneficios médicos y psicológicos, y reconocimiento por parte del Estado del daño que les hicieron en nombre de la patria.
Hablé con ellos. Eran hombres tristes, heridos por dentro: ni siquiera tenían el costado heroico y orgulloso que caracteriza a muchos de mis compañeros de Malvinas.
Las guerras dentro de los cuarteles es un libro doloroso. Combina entrevistas en profundidad con decenas de ex conscriptos de los 17 años que duró la dictadura chilena (más de 370.000 vistieron uniforme, la casi totalidad de las clases bajas), con testimonios escritos y grabados, algunos inéditos, otros presentados a las comisiones de la memoria de los crímenes del pinochetismo.
“Esta experiencia”, relata el libro, “representa una ruptura fundamental en sus vidas y la recuerdan en términos de un patriotismo traicionado, las ambiciones frustradas y una masculinidad quebrantada por la confesión, la culpa, los castigos arbitrarios, la tortura sufrida y el trabajo forzoso. Además, rememoran este pasado desde su precariedad económica y problemas de salud del presente, y a menudo con referencia a las cicatrices físicas, emocionales y psicológicas que atribuyen a su período de conscripción”.
El 6 de mayo de 2023, la periodista Lisette Fossa, del medio digital chileno Interferencia, entrevistó a Passmore, y entre otras preguntas sobre su investigación, inquirió:
- Una de las cosas que se hablaba incluso en los años noventa es que en el servicio militar “te lavaban el cerebro”, sobre el enemigo, las rutinas, etc… Según su investigación ¿se instalan ideas en los jóvenes que hacían el servicio militar? ¿Y qué ideas se les trataba de inculcar?
- Claro, veo un intento en la formación de romper los vínculos con la sociedad civil. Porque supuestamente el enemigo estaba dentro de la sociedad civil, fuera de los cuarteles, el enemigo interno; por lo tanto, había un intento de romper los vínculos con la sociedad civil y formar unos nuevos, con los compañeros, la institución, para generar lealtad, más que la lealtad al pueblo o la familia. Y algunos de los ex conscriptos hablan de ese “lavado de cerebro” y dicen que salieron “pinochetificados”, como uno dice.
Eso pasa porque la narrativa del momento tenía que ver con una “guerra interna”. Muchos entraron con una ignorancia política o indiferencia política importante, y en algunos casos salieron con esa perspectiva, que en algunos casos quedó y en otros no duró. Pero ese proceso de romper vínculos no es único en el mundo, se da en los ejércitos del mundo, es bastante normal.

5. La muerte del conscripto Franco Vargas
El sábado 27 de abril murió durante una marcha en Putre, a 2.160 km al norte de Santiago, el conscripto chileno Franco Vargas, de 19 años. El servicio militar es voluntario hoy en Chile, pero muchos jóvenes de clase baja lo hacen como vía para una carrera como suboficiales, por vocación militar o de servicio público o recomendados por sus familias como forma de adquirir hábitos de disciplina.
Según un comunicado del ejército, el soldado “presentó problemas respiratorios durante un descanso en medio de una marcha de instrucción desde el Campo de Entrenamiento Pacollo hacia el Cuartel Militar de Putre. El soldado conscripto fue inicialmente estabilizado por los equipos de la enfermería del regimiento y luego fue enviado a un centro de salud local, en donde se confirmó su muerte”.

Pero en el mismo comunicado la fuerza armada informó que otros 45 soldados conscriptos de la misma unidad sufrieron un cuadro infeccioso de origen respiratorio, y que dos de los afectados fueron trasladados hasta el Hospital Militar de Santiago, mientras que cinco —de los cuales dos están en estado grave— se encuentran internados en el Hospital Juan Noé de Arica”. El diario El País dio cuenta de que los 38 efectivos restantes se encuentran aislados en la unidad militar, y en noticias de diarios, radios e informativos de televisión del país, numerosos padres y madres de los conscriptos dijeron que no podía ver ni comunicarse con sus hijos.

Una semana más tarde, el noticiero de Tele13 difundió un audio en el que un compañero de Vargas decía a su familia que el soldado “avisó que no iba a volver si iba, no lo pescaron (no le hicieron caso). Después, él, a gritos, pidió que por favor pararan, que se iba a morir. No lo pescaron de nuevo. No le dieron mayor atención”.
En el audio se escucha: “Y ahí él se desplomó. Quedó lejos de cualquier parte que se pudiera evacuar. Lo llevaron arrastrándolo con un brazo en el hombro. Arrastrándolo hasta un punto en cual lo pudieran evacuar”, aseguró en uno de los audios. “Ahí cerca de la autopista, cuando llegó el camión, pero ya era tarde, no tenía signos vitales, no se movía. Yo mismo lo vi a él estaba desplomado en el suelo”.
Desde el momento en que se supo la noticia, muchos la relacionaron con la mayor tragedia en el ejército chileno en tiempos de paz: en 2005, 44 conscriptos y un suboficial murieron congelados en un ejercicio de montaña en Antuco. La madre de Vargas y las de sus compañeros internados o aislados relatan en medios chilenos las condiciones paupérrimas de salud, vestimenta e instrucción, y los malos tratos y castigos corporales a los que son sometidos.

6. La lección de una gorra blanca
La primera lección que yo aprendí en el servicio militar es que si no robas, te castigan. La segunda: que para salvarte, te tienen que dejar de importar los demás.
La escena aparece en el libro de Passmore, en los relatos de Saccomanno y de Muñoz Molina, y en mis propios recuerdos y en un objeto valioso que guardo en mi armario.
El objeto es una gorra marinera, blanca (ahora gris pálido) con los bordes hacia arriba, como el gorrito de Coquito, el del Capitán Piluso. Tiene en el borde un nombre marcado con birome, sobre el que está sobreimpreso otro, el mío. Fue la primera noche, en Puerto Belgrano, mi lugar de instrucción naval. Alguien perdió el gorro. Lo robó a otro, éste a otro más, hasta que alguno me robó el mío. Yo aprendí rápidamente la lección: en un descuido le saqué el gorro a un compañero que había ido al baño. No iba a ser yo el castigado.
El castigado fue, obviamente, el único que, al ser robado, no siguió la cadena. Fue honrado y honesto. Dijo que se lo habían robado. Todos respiramos aliviados cuando este conscripto fue castigado. Varios se rieron. Habíamos aprendido la primera lección: a robar.
El gorro en mi armario me recuerda esa importante lección de la colimba.

7. La lección del Martín Fierro
El gran novelista y ensayista Carlos Gamerro funda el nacimiento de la literatura argentina en dos relatos antagónicos: Facundo o Martín Fierro. Los dos son violentos, crueles, apasionados, y representan cosas opuestas. Para Sarmiento su Facundo era la “barbarie” contra la que quería erigir su país de “civilización”. Para José Hernández, el gaucho matrero es la rebelión del de abajo.
Y Martín Fierro, nuestro poema nacional, es la épica del desertor al servicio militar.
El gaucho Fierro se escapa de la leva forzosa, que lo quiere llevar a los fortines para fajarse con los indios en nombre de una patria de latifundistas que estaba borrando de la pampa a gauchos como él. La patrulla lo encuentra y en el combate desigual donde quieren llevarlo a la fuerza al servicio militar, el bravo sargento Cruz se pone de su lado.
Cruz comete un crimen todavía mayor que el de Fierro: se pone a combatir del lado del enemigo. Por decencia, por justicia, porque no soporta que maten a un valiente. Para cualquier lector del Martín Fierro, ese es nuestro lado.
También por Fierro y por Cruz, estoy en contra de la colimba.

Publicado en Revista Anfibia el 15 de mayo de 2024

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26 de julio de 2024
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¿Qué hay en un nombre? Buscando el secreto de la obra póstuma de García Márquez

1. Anna Magdalena Bach

Los dos volúmenes del Pequeño libro para Anna Magdalena Bach están entre las obras musicales más emotivas y generosas que se conozcan.
Son un regalo de Johann Sebastian Bach a su segunda esposa, Anna Magdalena, poco después de su boda en 1721. El primero es un cuaderno en el que Bach, con primorosa notación musical, transcribe algunas de sus propias obras: delicados minuets, polonesas, y rondós y los combina con algunas de sus melodías más queridas, como el aria inicial de las Variaciones Goldberg y el aria central de su cantata para bajo “Ich habe genug” (Tengo suficiente), una emotiva reflexión sobre el final de la vida.
En el segundo cuaderno, descubrieron musicólogos recientes, hay partituras trazadas por ambos esposos. La propia Anna Magdalena copió, además de obras de Bach, también las de otros compositores contemporáneos, como François Couperin, Gottfried Stölzel, Johann Adolf Haase y Carl Phillip Emmanuel Bach, hijo del primer matrimonio del compositor.
Un tercio de las obras son para teclado y soprano solista.
Se sabe que Anna Magdalena era una apreciada soprano profesional, buena ejecutante del teclado, fina conocedora de las plantas y aves y eficaz administradora de un hogar donde crecían los 13 hijos del matrimonio y los cuatro que Bach tenía de su primera esposa, su prima Anna Barbara, que murió joven.
Albert Schweitzer, el abnegado médico en África, Premio Nobel de la Paz, organista y erudito musical, dice en su influyente libro dedicado a Bach (J. S. Bach, el músico poeta), que esta joven de 21 años, independiente económicamente e hija de un trompetista, probablemente se casó con Johann Sebastian, 15 años mayor que ella, con un puesto poco brillante en la modesta corte de Cöthen, viudo y con cuatro hijos, por razones que no tenían que ver con el estatus o la comodidad económica.
Anna Magdalena Bach es un personaje misterioso, pero los pocos datos conocidos dan a los biógrafos la idea de que era un matrimonio de artistas, que celebraban veladas con amigos en su casa, que trabajaban en lo que ambos amaban y que se mantuvieron unidos hasta la muerte del compositor en 1750.
En su libro sobre Bach, Música en el castillo del cielo, dice el gran director de orquesta John Eliot Gardiner: “Anna Magdalena Wicke era una cantante profesional empleada en la corte de Saxe-Weissenfels y venía de una familia musical. Su boda fue en su casa ‘por orden del príncipe’, a mitad de semana en diciembre de 1721, para permitir que los músicos invitados lleguen a tiempo a sus tareas en los servicios del domingo después de beber el copioso vino que Bach compró al costo de casi dos meses de su salario”.
En su biografía, Gardiner apunta: “Aparte del dato de que Anna Magdalena era aficionada a la jardinería (especialmente los claveles amarillos) y los pájaros (especialmente los pardillos), sabemos dolorosamente poco de ella”.
Dolorosamente poco. Qué forma delicada de decirlo.
En un programa de Radio Nacional de España sobre Anna Magdalena, el erudito divulgador musical Sergio Pagana, brinda algunos datos más: desde los 17 años, Anna Magdalena fue alumna de la gran soprano operística de tiempo, Christiane Pauline Kellner. Como tal, seguramente escuchó a su maestra ejecutar las partes de soprano en los oratorios y cantatas de su futuro esposo. Y cuando se casó con Johann Sebastian, ella era una profesional con el segundo mejor sueldo de los músicos de la corte, sólo más bajo que el de su marido.
“Esta unión fue singularmente feliz”, continúa Schweitzer, “y Anna Magdalena, que poseía una bella voz de soprano y era buena música, supo comprender a su marido y animarlo en todos sus trabajos. Bach la conoció probablemente en la corte, donde ella se desempeñaba como cantante, y se encargó de desarrollar sus notables habilidades musicales.”.
Durante toda su vida juntos, Anna Magdalena copió numerosas partituras de su marido y de otros que ambos admiraban, como el mucho más exitoso Georg Friedrich Haendel, y con los años su grafía en el pentagrama cada vez se fue pareciendo más a la de su esposo. Por eso los estudiosos tardaron en reconocer su letra en muchas de las obras de Bach. Los esposos hicieron numerosos viajes juntos, entre ellos uno para visitar a Carl Phillip, hijo del primer matrimonio del compositor, que triunfaba como músico de la corte prusiana.
Dice Gardiner que según los recuerdos del hijo Carl Phillip, “con Anna Magdalena, Bach mantuvo una ‘casa abierta’: no permitía que ningún músico relevante pasara por la ciudad sin hacer buenas migas con mi padre y ser escuchado por él”.
Los visitantes incluyeron a luminarias de la época como Jan Dismas Zelenka, Johann Quantz y el mismo Johann Adolph Haase, una de cuyas obras copió Bach en el ‘librito’ para su esposa. Y también los hijos de su primer matrimonio, tres de los cuales ya brillaban en el mundo musical germánico.
El primer biógrafo del genio, Johann Nickolaus Forkel, el único que pudo entrevistar a sus hijos, colegas y amigos, relata que Willhelm Friedemann, el hijo mayor, se quedó con ellos cuatro semanas en 1739 “y tocó varias veces en la casa”.
Pero a la muerte del gran Johann Sebastian, la suerte cambió drásticamente para Anna Magdalena.
Según cuenta Schweitzer, “Anna Magdalena sobrevivió diez años a su marido, en la más completa indigencia. Los hijos del primer matrimonio la desampararon por completo y la sola manera en que se repartieron los manuscritos de su padre antes del inventario testimonia el escaso afecto que sentían por su segunda madre. En 1752, dos años después de la muerte de Bach, la viuda del maestro y sus tres hijas tuvieron que solicitar una ayuda en dinero al Concejo (municipal) para sobrevivir. Y más adelante la miseria fue peor. Tuvo que vivir de limosnas y falleció en una pobre casa en la Hainstrasse, sin que nadie sepa dónde fue enterrada.”
Yo tengo dos versiones del Pequeño libro de Anna Magdalena: una de 1999, del tecladista Pieter-Jan Velder y la soprano Johannette Zomer y otro más reciente, de 2021, donde el pianista de vanguardia Giovanni Mazzocchin interpreta las obras para teclado solamente. Éste tuvo un gran éxito, con más de cinco millones de reproducciones en Spotify.
Lo estoy escuchando mientras escribo este artículo, y me tiene hipnotizado. Si bien está grabado en un gran piano de cola, cuya sonoridad era imposible de imaginar en la época de los Bach, la fluidez, la alegría tranquila contenida en el pulso rítmico y la lógica impecable y juguetona de las construcciones armónicas me transportan a un ambiente doméstico de arte compartido a la luz de las velas.

2. Ana Magdalena Bach

En marzo de 2024, el mundillo literario de habla hispana se sacudió con una aparición sorprendente: Random House publicaba la novela póstuma de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos.
Hacía diez años que el autor había muerto, dejando dicho que no la consideraba digna de publicarse. En el prólogo los hijos Rodrigo y Gonzalo explican que, al releerla años después, la encontraron mejor de lo que recordaban, y que no querían privar a los devotos del Nobel colombiano de un libro más de su pluma.
Pero muchos críticos reaccionaron con sorna o acritud. Primero salieron las diatribas y críticas ácidas: la filósofa mediática Carolina Sanín lideró los ataques con un video donde considera la novela indigna de Gabo y a sus hijos y editores, peseteros sin piedad por el legado del padre. En un artículo más mesurado, Álvaro Santana-Acuña, estudioso de Cien años de soledad, califica En agosto nos vemos como “la obra sin pulir de un maestro anciano”, aunque defiende que se hubiera publicado.
Después vinieron las defensas. En Anfibia, la profesora de literatura Gabriela Polit, quien trabaja en la universidad de Austin, donde se conservan los manuscritos del escritor, planteó un punto poco tocado por los adustos críticos: al leerle en voz alta la novela a su madre, pertinaz lectora, ambas constataron que el libro es una delicia y un sorprendente vuelco feminista del autor.
A esta visión contribuyó un artículo en The New York Review of Books del novelista y dramaturgo chileno Ariel Dorfman, quien constató con admiración la maestría que el colombiano todavía tenía para derramar luminosos adjetivos y detalles precisos. Y otra cosa: que este libro es el único del autor donde la sensibilidad, el punto de vista, el protagonismo es de una mujer. Y una mujer dueña de su destino, moderna, desprovista de las ataduras de la tradición.
En agosto nos vemos cuenta la historia de una mujer a punto de cumplir los 50 que viaja todos los veranos a una bella isla donde está enterrada su madre, para dejarle unos gladiolos en su tumba.
La mujer está casada con un hombre a quien ama, con quien comparten el amor por la música clásica y las artes. De hecho, la música es importante en su vida y en la de su familia: su marido es director de un conservatorio, uno de sus hijos es director de orquesta; la otra tiene de novio a un trompetista de jazz.
A lo largo de la breve novela desfilan los nombres de muchos músicos: Mstislav Rostropovich, Claude Debussy, Edvard Grieg, Sergei Rachmaninov, Frederic Chopin, Antonin Dvorak, Wolfgang Amadeus Mozart, Ernest Chausson y Franz Schubert.
En los sucesivos viajes a la isla, la mujer va entablando relaciones efímeras, sexuales, peligrosas, algunas deliciosas, otras dolorosas, con hombres que pasan pero que dejan un poso en su ánimo, hasta que en la última visita a la tumba de su madre descubre algo que la deja alelada y la hace comprender algo esencial de la vida de su progenitora y de la suya propia.
La mujer se llama Ana Magdalena Bach.
¿Por qué?
Los nombres tienen su significado y su valor en las novelas de García Márquez, desde los Buendía de Cien años de soledad hasta Florentino Ariza y Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera e incluso los cambiados de los originales, como Santiago Nazar y Ángela Vicario en Crónica de una muerte anunciada.
¿Era García Márquez un amante de la música de Bach? El compositor no está entre los artistas mencionados en En agosto nos vemos, pero en su otro libro invernal, Memoria de mis putas tristes, sí aparece una obra bachiana.
Es la obra que escucha el protagonista y narrador, un antiguo periodista, para calmar su ansiedad la tarde anterior a su 90 cumpleaños, en el que decide regalarse una noche con una virgen adolescente.
El anciano está esperando la llamada de la celestina que le conseguirá a la niña. “A las cuatro de la tarde traté de apaciguarme con las seis suites para celo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casals. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito, me dejaron en un estado de la peor postración. Me dormí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que quería, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años.”
La forma en que se cuenta la historia hizo que esta novela fuera criticada por unos como inmoral, y por otros como banal e innecesaria. Pero es allí, en el momento clave de la aparición del anhelo asqueroso e ilegal del viejo, cuando aparece la única referencia que encontré a la obra de Bach en la novelística de García Márquez.
Busqué el nombre de Bach en la copiosa biografía de Gerald Martin. En 27 páginas repletas de nombres, sólo aparece un Bach: es Caleb Bach, un fotógrafo que lo retrató y lo entrevistó en su casa en México y con quien habló de la foto de la portada de Vivir para contarla, con él de bebé.
Nada más.

3. Mercedes Barcha

Y, sin embargo, se me hace totalmente lógica la inclusión de este nombre en su obra final. Aunque Bach no esté en el panteón del novelista, su Ana Magdalena es, como su homónima del siglo XVIII, una mujer libre para elegir, inteligente, enamorada de las artes, observadora de la naturaleza, danzando al borde del abismo.
A medida que García Márquez se recluía en su casa definitiva en Ciudad de México y crecía en años y en tranquilidad, sabemos que cambiaba la música que sonaba en su tocadiscos. Los amigos que lo visitaban cuentan que escuchaba cada vez más música clásica.
¿Había indagado en la historia de Bach? ¿Se pasó por su cabeza la historia de su segunda y más influyente esposa, Anna Magdalena Bach, al momento de poner nombre a su último personaje?
Nunca lo sabremos.
Pero hay algo más. Pienso que la historia de Anna Magdalena que cuentan los libros se parece un poco a la de su personaje, pero mucho más a de su propia mujer. Mercedes Barcha, su esposa de toda la vida, fue el apoyo, la compañía, la socia, la organizadora de la vida en común y de su escritura. Es a su lado que el genial escritor suelta las amarras del mundo y hace volar su pluma.
Dice el biógrafo Gerald Martin que Mercedes “otorgaría a su vida serenidad y método. De manera gradual, a medida que creciera su confianza en sí misma – o, mejor, a medida que hallara el modo de exteriorizar su confianza interior –, empezó a imponer su ahora legendario sentido del orden en el muy cultivado caos de García Márquez. Organizó sus artículos y recortes de prensa, sus documentos, relatos, los textos mecanografiados de ‘La casa’ y El coronel no tiene quien le escriba.”
Como no lo sabremos nunca, quiero creer que el nombre de su último personaje es un homenaje secreto a la mujer que lo acompañó y le dio el amor, la confianza, el don de no sentirse nunca solo y la libertad para producir su gran obra que aquí se cierra.
Por eso creo que, en su propio “pequeño libro” de esta otra Ana Magdalena Bach, García Márquez nos lega, como en los dos cuadernos de la soprano y clavecinista, un puñado de imágenes refulgentes, algo desordenadas, no del todo pulidas, pero que nos quedan en la memoria y vencerán el juicio del tiempo.

Publicado en la web del Centro Gabo el 14 de mayo de 2024.

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10 de junio de 2024

La pianista francesa Hélène Grimaud

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Hélène Grimaud, la pianista que corre con lobos

 

En 2011, la pianista francesa Hélène Grimaud cometió un acto de rebeldía de los que se suelen pagar caro en el cerrado cortijo de la música clásica.
Había grabado con el poderoso director Claudio Abbado dos conciertos de Mozart, y en uno de ellos, el Nro. 23, había usado la cadenza del compositor romántico Ferruccio Busoni. En los conciertos de la época de Mozart, antes del estallido final de la orquesta, había espacio para que el pianista mostrara su destreza técnica en unos minutos de ejecución solista, usualmente variaciones sobre los temas centrales del movimiento.
El gran patriarca Abbado había pedido a Grimaud que tocara también la cadenza del propio Mozart, que en ocasiones se usa en este concierto. La pianista dice que lo tocó en deferencia al maestro. Cuando cada uno partió, la pianista recibió la noticia de que Abbado había elegido la cadenza de Mozart, y había ordenado a los técnicos que insertaran esa grabación en lugar de la de Busoni.
La joven intérprete se negó. Alegó que ella tenía el derecho de elegir la cadenza. Sabía perfectamente que Abbado había impulsado su carrera y la había elegido para grabar con él algunos de los conciertos más populares. Su grabación en video del segundo concierto de Rachmaninoff los muestra en estado de compenetración total, como un viejo maestro y su mejor discípula.
Pero Grimaud ya no era una joven promesa, y ante el estupor de funcionarios de la discográfica y críticos, no dio el brazo a torcer. Abbado decidió desinvitarla al Festival de Lucerna, que él dirigía, y a un concierto en Londres, para el que contactó rápidamente a otra pianista.
La menuda artista francesa no se quedó de brazos cruzados: pidió a los músicos de una orquesta cooperativa, que tocaba sin director, que grabaran con ella, entre otras piezas de Mozart, el concierto de la disputa. Esta vez, con la cadencia que ella quería, la que había tocado desde su infancia, la que representaba su propia visión de la obra.
No era la primera ni sería la última vez que Hélène Grimaud mostrara un espíritu indómito y lo que ella misma califica en su autobiografía como una incapacidad para la componenda: cuando está segura de algo, sus decisiones son inalterables. Ya como estudiante de 16 años en el Conservatorio de París, se negó a ejecutar el programa de fin de curso que su profesor le había indicado, lleno de piezas delicadas de sensibilidad francesa, un repertorio apropiado para la típica debutante gala, una muchacha rubia y apocada como ella.
En cambio, tomó el tren a su ciudad natal, Aix-en-Provence, y tocó con fuego y vigor romántico el segundo concierto de Chopin con sus antiguos compañeros del conservatorio de la ciudad. Cuando su profesor vio el resultado en un video, dejó pasar su falta y cambió su repertorio.
Desde entonces, y sobre todo desde que comenzó a grabar en sellos pequeños a los 17 años y en Deutsche Grammophon desde 2002, sus interpretaciones volcánicas, a la vez personales y en búsqueda profunda de la voz y presencia del compositor, jamás pasaron desapercibidas. Su primer álbum conceptual, Credo, en 2004, ya mostraba un camino propio: un recorrido por la espiritualidad del piano combinando obras de Mozart con piezas místicas de compositores contemporáneos.
En conciertos y grabaciones, el centro de su universo sonoro fue siempre el romanticismo alemán, y sobre todo las obras de Johannes Brahms. Brahms estará de hecho en el centro del programa que Grimaud presentará en el Palau de la Música el 27 de mayo. Tras la Sonata No. 30 de Beethoven, y antes de la Chacona del a Partita No. 2 de Bach, se adentrará en intermezzos y fantasías del genio romántico.
Hélène Grimaud combina desde hace un cuarto de siglo dos pasiones y actividades centrales, aparentemente incompatibles: las alfombras y candelabros de las salas de concierto, y el barro y las piedras de su refugio en la montaña, donde aúllan los lobos.
Por un lado, su carrera como concertista, la intensidad hipnótica de sus ejecuciones y la alegría palpable en sus encuentros con orquestas sinfónicas: en la memoria de los melómanos barceloneses se encuentran interpretaciones memorables, sacándose chispas con grandes formaciones orquestales, una sorpresa para quienes la ven por primera vez, con su andar tranquilo, su sonrisa modesta y sus vestidos blancos o negros, de telas amplias y flotantes.
Y, en su otra faceta, es la creadora de un refugio para lobos en peligro de extinción en Westchester County, en el Estado de Nueva York, con los que pasa muchos meses al año, que la reconocen como su madre humana, y a los que, en las fotos de su madurez, con el rostro afilado y el pelo suelto, cada vez se parece más.
En un largo perfil de T. D. Max para la revista The New Yorker titulado Her Way, el periodista la acompaña mientras acompaña de noche a su manada de lobos, y el jefe de la manada comienza a aullar a la luna amarillenta.
“Es un sí bemol”, dice la pianista, con un oído absoluto para la naturaleza salvaje de los animales indómitos y para la música, a la que entregó su alma y su inmenso talento.

Publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 25 de mayo de 2024.

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27 de mayo de 2024

Sembrando trozos de banano, División Costa Rica, circa 1920s. United Fruit Company photograph collection, Baker Library, Harvard Business School (UF54.046).

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‘Calufa’ y don Quincho: Dos visiones de la república bananera

En el corazón de la memoria, la historia y la literatura de Costa Rica se encuentra el camino de una empresa agrícola que cambió la forma de trabajar la tierra, plantar, cosechar, distribuir, mercadear y publicitar su producto. Y cambió la historia del país y de su región.
Cuando la United Fruit Company (UFCo) nació en Boston en 1899, su producto—que provenía de las plantaciones del norteamericano Minor Keith en las llanuras caribeñas de Costa Rica—era apenas conocido en Estados Unidos. Medio siglo más tarde, el banano había desplazado a la manzana y la naranja como la fruta preferida en el desayuno, y su consumo se había transformado en símbolo de prosperidad y exotismo en la mesa de las familias norteamericanas.
Pero en los países caribeños donde se cultivaba, las plantaciones bananeras adquirieron otra fuerza, otro significado. Fue en los bananales donde se destruyó la selva tropical y cientos de sitios arqueológicos, se formó la producción en masa y la inmigración transnacional en masa. En las plantaciones de la UFCo se fundaron los primeros sindicatos, al alero del incipiente Partido Comunista. En Costa Rica, la compañía bananera transformó el paisaje y la población en las dos costas: en el Caribe en la primera mitad del siglo XX, con la llegada de trabajadores de Jamaica, cuyos descendientes siguen siendo hoy una parte importante de esa zona, y en el Pacífico Sur, en los años siguientes, con la llegada campesinos del Valle Central, de Nicaragua y de Panamá. Eso sí: pese a que la UFCo se ufanaba de traer el desarrollo al país, estas regiones siguen siendo las más pobres y atrasadas.
De las penalidades de los trabajadores bananeros se escribieron las primeras, y muchas de las mejores novelas de realismo social y denuncia política la región. No hay ninguna otra empresa privada en el mundo sobre la que hayan escrito cuatro premios Nobel de literatura: le dedicaron novelas y poemas el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (quien lo ganó en 1967); Pablo Neruda (1971); Gabriel García Márquez (1982) y Mario Vargas Llosa (2010).
Las grandes novelas bananeras de Costa Rica, si bien no son tan conocidas a nivel mundial como las de estos titanes de las letras, forman la espina dorsal de dos caminos centrales en la literatura del país, y merecen ser mucho más apreciadas fuera de sus fronteras. También permiten entender lo específico de la literatura tica y su relación con la auto-percepción de los intelectuales costarricenses.

‘Calufa’, el zapatero autodidacta

Nací el 21 de enero de 1909, en un barrio humilde de la ciudad de Alajuela. Por parte de mi madre soy de extracción campesina. Cuando yo tenía cuatro a cinco años de edad, mi madre contrajo matrimonio con un obrero zapatero, muy pobre, con el que tuvo seis hijas. Me crié, pues, en un hogar proletario (…) Tuve que abandonar los estudios, fui aprendiz en los talleres de un ferrocarril y, a los dieciséis años, me trasladé a la provincia de Limón, en el litoral Atlántico de mi país, feudo de la United Fruit Company, el poderoso trust norteamericano que extiende su imperio bananero a lo largo de todos los países del Caribe.

Así comienza lo más parecido que hay a una autobiografía de Carlos Luis Fallas (Calufa, como le llamaban sus amigos). Lo escribió, como carta de presentación, cuando se publicó la edición mexicana de su obra maestra, Mamita Yunai, en 1957.
Calufa ya era un escritor consagrado, el libro ya había sido traducido a media docena de idiomas, y el autor ya había publicado con éxito tres novelas más. Sin embargo, explica que ‘tuvo’ que abandonar los estudios, como si se justificara ante los lectores por su abandono del colegio.

En Puerto Limón trabajé como cargador, en los muelles. Después me interné por las inmensas y sombrías bananeras de la United, en las que por años hice vida de peón, de ayudante de albañil, de dinamitero, de tractorista, etc. Y allí fui ultrajado por los capataces, atacado por las fiebres, vejado en el hospital.

Se presenta como protagonista, víctima y testigo. Por eso se siente con derecho a contar: sabe de lo que habla.
En 1931 volvió a Alajuela, aprendió y ejerció el oficio de zapatero, ingresó en el movimiento sindical, intervino en la organización de huelgas, recordando, “Fui a la cárcel varias veces; resulté herido en un sangriento choque de obreros con la policía, en 1933; y ese mismo año, con el pretexto de un discurso mío, los Tribunales me condenaron a un año de destierro”.
El destierro debía cumplirlo precisamente en Limón, en la zona bananera. Eso le permitió participar activamente en la gestación y sostenimiento de la gran huelga bananera de 1934.
De su experiencia como trabajador bananero (‘liniero’) y dirigente sindical, Carlos Luis Fallas saca el material de la novela Mamita Yunai, que se volvería célebre en su país y que resulta indispensable para entender el fondo, entre la fiesta y la tristeza, entre la rebeldía y la resignación, del alma tica.
La novela tiene como personaje central a Sibaja, un trabajador empeñoso y militante comunista, y sus entrañables amigos de desventura: el cabo Herminio, un inmigrante nicaragüense que se desloma trabajando para la Yunai y al final mastica con rabia el dolor de su juventud perdida, y Calero, un niño grande, inocente, solidario y perezoso quien, en la escena más dramática del libro, sucumbe aplastado bajo el arbolón que está cortando para abrir terreno al banano.
Luego de sus años bananeros, el escritor volvió al Llano de Alajuela, en el Valle Central, subsistiendo con el oficio que heredó de su padre: el de zapatero.
Tras Mamita Yunai, Fallas publicó Gentes y gentecillas, un relato costumbrista y amargo, en 1947, y luego se volcó al mundo de la infancia: publicó dos novelas de jóvenes traviesos que descubren entre travesuras y golpes el mundo de los adultos: Marcos Ramírez, de 1952, y Mi madrina, en 1954.
Y pese a lo exitoso de su obra, esto es lo que dice sobre sus quehaceres literarios:

En mi vida de militante obrero, obligado muchas veces a hacer actas, redactar informes y a escribir artículos para la prensa obrera, mejoré mi ortografía y poco a poco fui aprendiendo a expresar con más claridad mi pensamiento. Pero, para la labor literaria, a la que soy aficionado, tengo muy mala preparación; no domino siquiera las más elementales reglas gramaticales del español, que es el único idioma que conozco, ni tengo tiempo ahora para dedicarlo a superar más deficiencias.

Pero el mundo literario de izquierda, sobre todo sus camaradas comunistas, no compartían su visión tan crítica sobre su escritura: Pablo Neruda alabó Mamita Yunai, promovió su publicación y traducción en los países de la Europa socialista, e incluso introdujo a su personaje más dramático y memorable, el trabajador bananero puro corazón, indolente y sentimental Calero, en los versos sobre la UFCo en Canto general.
El último discípulo de Calufa, Víctor Manuel Arroyo, apunta en la breve biografía del zapatero devenido escritor (publicada en 1973 en la serie ¿Quién fue y qué hizo?, del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes de Costa Rica): “Dedicó su vida a luchar para que sus excompañeros de infortunio no bogaran, sin brújula y sin vela, en aquel horrible mar. Y esa actitud generosa”, culmina Arroyo, “cualquiera que sea la posición que se tome en las trincheras, merece el más profundo respeto”.
Hoy Mamita Yunai se lee y estudia en las escuelas de Costa Rica.
Este es el fragmento más citado de Mamita Yunai:

“Todo en el miserable caserío era monótono y desagradable. Las dos filas de campamentos, una frente a la otra a ambos lados de la línea, exactamente iguales todos: montados sobre basas altas; techados de zinc que chirriaban con el sol y sudaban gotillas heladas en la madrugada; construidos con maderas cresotadas que martirizan el olfato con su olorcillo repugnante, y pintados de amarillo desteñido. Al frente, los sucios corredorcillos en los que colgaban las hamacas de gangoche, lucias y deshilachadas por el uso constante. Arriba, colgando de los largos bejucos, tendido de punta a punta en los corredores, chuicas socios y sudados, casi deshaciéndose. Abajo, infestándolo todo, el suampo verdoso”.

En La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica (1993), un ensayo de las investigadoras Margarita Rojas, Flora Ovares y María Elena Carballo y el investigador Carlos Santander, se define lo esencial de la “novela bananera”, de la cual Mamita Yunai es el ejemplo más claro y célebre.

El imperialismo resulta entonces un dato fundamental para comprender las relaciones hombre-naturaleza en la obra. No sólo explota a los hombres, sino que, además, el extranjero destruye el ambiente. Todas las calamidades, como el abandono de los trabajadores del Atlántico, la emigración de los negros, la miseria social y moral de los indios, la degradación individual de Herminio, Calero, cabo Lencho y otros personajes, tiene su origen en la Bananera.

Calufa era un narrador nato, un lector compulsivo, un contador y escuchador de historias impenitente. Escribió como un torrente, como le salía. Sus libros no son doctrinarios. Sus personajes no son acartonados. Una voz, desde adentro, escuchaba lo que él iba escribiendo. Y así encontró sin buscarlo el personaje del narrador y lo sacó como se saca un bagre del río, intacto con su vocabulario, su retórica, su ritmo y su respiración.
Recluido en su finca de Alajuela, escribiendo, militando y paseando por los bosques, con una mala salud de hierro que lo acompañó desde sus días bananeros, Carlos Luis Fallas murió el 7 de mayo de 1966, a los 57 años. Sus restos yacen en el Cementerio Obrero junto con 12 cuerpos más, en una bóveda prestada y sin lápida de identificación.

Don Quincho Gutiérrez, el dandi comunista

Joaquín Gutiérrez Manguel nació en 1918 en Limón, en el Caribe caliente, hijo de un finquero blanco. Era nueve años más joven que Calufa. Hoy es recordado especialmente por su cuento infantil Cocorí, que durante años fue lectura obligatoria en las escuelas ticas. Nació en un hogar burgués, en el que aprendió francés e inglés (sus traducciones de las obras de Shakespeare son celebradas y han sido usadas para puestas en escena en Costa Rica). Pero Joaquín Gutiérrez fue un militante comunista tan consecuente como Calufa, y la militancia social y política impregna su literatura en aún mayor medida que la de éste.
Su primera novela, Manglar, introdujo técnicas como el fluir de conciencia, las descripciones impresionistas del paisaje y el tema de la liberación de la mujer. Una maestra viaja de San José a Guanacaste, al rudo mundo rural del Pacífico norte, y en esa experiencia crece su conciencia social, se enfrenta a sus deseos sexuales, toma decisiones, madura, se transforma. Manglar ya fija la pauta de toda la literatura de Gutiérrez: sus protagonistas son adolescentes que crecen, cambian, descubren el mundo y el sexo de forma confusa, intensa. Así como las escenas clave en Calufa son a pleno sol, las de Gutiérrez pasan de noche: en las penumbras sus jóvenes se sorprenden de sus propios impulsos y decisiones.
En sus tres novelas centrales, los protagonistas se enfrentan a las injusticias y se rebelan. Pero no son pobres que encuentran su lugar de clase en el Partido Comunista y el Sindicato. Son hijos de pequeños burgueses, que abren los ojos a la injusticia que azota a los otros.
Puerto Limón es la contracara de Mamita Yunai: es el mundo de los desmanes de la compañía y las protestas de los linieros desde el punto de vista de un burgués: el sobrino de un pequeño productor que le vende sus racimos a la United Fruit.
Silvano es un joven idealista que vuelve a la casa de su tío en Limón desde San José tras terminar sus estudios secundarios. No sabe qué hacer con su vida, ni dónde encajar en el mundo de los grandes donde ha sido arrojado tras una adolescencia despreocupada en la capital.
Los personajes que representan las opciones que se le abren están bien dibujados: del lado de los “explotadores”, el tío de Silvano, un pequeño finquero pragmático pero de buen corazón, que cuida su negocio y que se opone por principio a las demandas de los trabajadores.
Y en el otro lado, un sagaz y deslenguado sindicalista nicaragüense a quien llaman Paragüita seduce a Silvano desde la culpa de clase y el desafío a su hombría.
Silvano se va separando del mundo del tío, pero tampoco entra de lleno en la propuesta revolucionaria y viril de Paragüita. Nunca formará parte del mundo extraño de los peones revoltosos, pero cada noche que pasa en los debates del cuadrante lo separa de un posible futuro de administrador de finca bananera. Se hunde en tierra de nadie.
En el final de Puerto Limón irrumpe la naturaleza incontrolable en la historia y en la prosa: una tormenta tropical de fin del mundo provoca un accidente mortal. Muere el tío y muere Paragüita. No queda claro si Silvano causó la tragedia, si pudo evitarla y no quiso, si no había nada que hacer y su confusión lo hace sentirse culpable, o si todo sucede en una pesadilla donde termina matando en sueños y en su conciencia a los dos polos de una decisión que no podía tomar.
Al final, el aturdido muchacho sube a un barco anclado en el puerto de Limón, y se aleja de su dilema irresoluble. Así hizo Gutiérrez: se embarcó con rumbo a Chile.
Así como el Sibaja de Mamita Yunai es un alter ego del mismo Calufa, exaltado y dramático pero basado en su experiencia en las plantaciones bananeras, el Silvano de Puerto Limón es una explosión literaria de Gutiérrez, el adolescente hijo de un pequeño finquero limonense, el campeón de ajedrez en San José, el militante del Partido Comunista. Como su personaje, en 1939, después de publicar su primer libro de poesía, Joaquín busca una puerta de salida.
Un campeonato mundial de ajedrez en Chile es su oportunidad. En Santiago publica, en 1947, Cocorí y Manglar. Tres años más tarde, Puerto Limón.
En 1973, lo sorprende el golpe de estado de Pinochet, y su mundo se viene abajo. Vuelve a Costa Rica 34 años después de su partida. Tras su vuelta, publica en San José sus novelas, que en su propio país adquieren cabal significado, y termina sus días como un titán de las letras ticas. Muere en San José en octubre del 2000. Hoy su estatua, con su alta y nervuda apostura patricia, se erige a un costado del Teatro Nacional de Costa Rica.

Encuentro desde lados opuestos de la brecha social

Es difícil imaginarse dos escritores y dos personajes más distintos que estos titanes costarricenses de la novela bananera: por un lado, Joaquín Gutiérrez, el dandi comunista a la europea, exquisito traductor de Shakespeare, que mira el mundo con seguridad desde su altísima y ondeante mata de pelo blanco; por otro, Carlos Luis Fallas, el campesino tosco que atisba siempre el mundo de los adultos desde la altura poética del niño pobre y por eso gran observador. Pese a sus diferencias, fueron grandes amigos: se frecuentaron en las montañas y llanos de su país y en las capitales de los países socialistas. En las memorias de Gutiérrez, Los azules días, se relatan varios de esos encuentros y las chanzas y pullas de su relación fraterna.
El mundo complejo y brutal inventado por la United Fruit Company desató la imaginación de estos grandes escritores. Cuando el viento de la historia haya terminado de borrar las gestas y tropelías de la compañía que implantó un nuevo mundo económico y nuevas preguntas sobre la identidad y la patria, estas novelas seguirán hablándonos de la fragilidad de los pobres, del significado de la amistad, de los compromisos ideológicos y de la búsqueda de un lugar en el mundo sibilino y cambiante de los intereses y los sentimientos. En definitiva, son grandes creaciones sobre la naturaleza humana. El banano es la excusa.
Pero en sus enormes diferencias, Calufa y don Quincho logran pintar, a cuatro manos, el panorama completo de la república bananera en su esplendor.

 

Publicado en el número especial de abril de 2024 sobre Costa Rica en la Harvard Review of Latin America en castellano e inglés. 

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26 de abril de 2024
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