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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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El asombroso tenor Jonathan Tetelman y el misterio de los genes

En estos días se desató una polémica en Estados Unidos por una publicidad de jeans. Como todo en ese país, la cuestión se volvió política. Resulta que la marca de vaqueros American Eagle sacó un anuncio con la actriz y modelo Sydney Sweeney, en la que mientras mira sexy y lánguida a la cámara, recita: "Genes are passed down from parents to offspring, often determining traits like hair color, personality and even eye color. My jeans are blue." (Los genes se pasan de padres a hijos, a menudo determinando aspectos como el color del pelo, la personalidad e incluso el color de los ojos. Mis jeans son azules).
Obviamente, juega con que en inglés, jeans y genes suenan igual. Y con que nos está mirando con sus ojos tan azules como los pantalones que promueve.
Inmediatamente empezó la discusión: se acusó a la marca de promover la eugenesia, una teoría rechazada por la ciencia que postula que hay genes “mejores” que otros, y obviamente, en la historia de racismo y esclavitud de Estados Unidos, los rubios de ojos celestes tenían mejores genes y merecían sus privilegios, que pasaban de padres a hijos junto con esos “great genes”. La pelea se calentó cuando los medios averiguaron que Sweeney estaba afiliada al Partido Republicano de Donald Trump.
En el programa All Things Considered, de la Radio Pública de EE.UU; (NPR), la periodista Manuela López Restrepo dijo que “la campaña pública que jugaba con esta idea de genética en un momento en que la Casa Blanca del presidente Trump está empujando para eliminar esfuerzos a favor de la diversidad en el gobierno federal y atacando a los inmigrantes ya está causando alarma en parte del público”.
Pensé en esta controversia a propósito de algo que aparentemente no tiene absolutamente nada que ver: la actuación en el Teatro Colón y en Chile y Perú del tenor Jonathan Tetelman.
Esta figura de la ópera, que se está convirtiendo en el más cotizado cantante joven de papeles líricos como Rodolfo, el protagonista de La Boheme, o heroicos como el Mario Cavaradossi de Tosca, se presentará por primera vez en el Cono Sur, donde nació.
Tetelman vino al mundo en Castro, la capital de la isla de Chiloé, en el sur profundo de Chile, en 1988. Según le contó a Cecilia Scalisi en Conversaciones de domingo en La Nación, no ha podido averiguar quiénes son sus padres biológicos por una cláusula en su adopción. Fue adoptado a los siete meses por el matrimonio de un abogado y una arquitecta de Nueva Jersey, desde pequeño mostró talento y disposición para la música, entró al coro de niños de Princeton y a fuerza de trabajo duro, una voz prodigiosa y una estampa de galán, asumió como propios los grandes papeles que cantaban Domingo, Pavarotti, Carreras y últimamente Jonas Kaufman. El más prestigioso sello discográfico clásico, Deutsche Grammophone, le hizo un contrato con el que ya lleva grabados dos exitosos discos de arias.
Las críticas de los medios especializados a sus actuaciones en Londres, París, Barcelona, Nueva York y San Francisco son tremendamente elogiosas: destacan su voz potente y marcial capaz de achicarse a un pianissimo dulce y técnicamente prodigioso. Su plante de estrella, sus dotes actorales, su musicalidad trabajada y a la vez intuitiva lo transforman en el heredero de las grandes voces del pasado y a la vez un artista único.
¿De dónde le viene este don? En una entrevista con la revista de la Universidad de Princeton explica que ninguno de sus padres (adoptivos) tiene relación con la música, pero desde pequeño alentaron su carrera. Los menciona cada vez que puede, pese a que ya está formando su propia familia: vive en Berlín con su esposa rumana y sus dos pequeñas hijas, con las que viene en esta gira a Sudamérica.
El haber crecido en un hogar y una sociedad donde pudo desarrollar su gran talento y dedicarse con ahínco a su vocación tuvieron un gran valor, sin duda. Ya desde los tiempos Platón y sobre todo de Jacques Rousseau en el siglo XVII, una fuerte escuela filosófica y educativa destaca la importancia de las condiciones en que crece una persona, mientras que otra pone de relevancia su herencia genética.
En Argentina, en 2014 el tema salió a la luz por la historia del pianista y compositor de Olavarría Ignacio Montoya. Cuando a los 36 años se hizo un análisis genético y descubrió que era hijo de desaparecidos y nieto de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo Estela de Carlotto, en la presentación ante la prensa dijo que durante años no entendía el porqué de su vocación musical.
¿De dónde le venía, si los que creía que eran sus padres eran gente de campo? Entonces supo que su padre biológico era el músico desaparecido Walmir Montoya. Esto aparentemente explicaba lo inexplicable. Su afición musical le venía en los genes, aunque nunca haya conocido a su padre.
La historia de Jonathan Tetelman es mucho menos trágica, aunque probablemente nunca sabrá sobre su primera infancia. Cuando le preguntan por lo que lo emparenta con su papel más celebrado, el pintor y revolucionario italiano Mario Cavaradossi, en la ópera Tosca torturado y asesinado por el jefe de policía Scarpia, dice que se siente identificado por la pasión de vivir, amar y crear, aunque no haya vivido nada tan dramático.
¿Seguro? Probablemente piensa en lo que recuerda desde su llegada a Estados Unidos en la primera infancia. Por una cláusula en su adopción, sus padres adoptivos no saben quiénes eran quienes lo engendraron, ni cómo pasó sus primeros meses.
Cuando veamos y admiremos el porte soberbio, la figura de estrella, cuando escuchemos el tono de seda delicada y metal bruñido de su voz, la formidable capacidad expresiva para insuflar vida a partituras de hace cien años, llenando con su presencia el escenario del Colón o del Municipal de Santiago en su Chile natal, ¿será que ese arte y esa presencia estelar vienen del entorno privilegiado en el que se desarrolló, de su férrea voluntad de llegar a la excelencia, de sus genes desconocidos, o de una mezcla de todo esto?
¿Es Tetelman el gran tenor de ópera de la nueva generación a pesar de haber nacido en la pobreza en el sur de Chile, o gracias a ello y a alguna relación de su familia biológica con la música y la expresión artística? Su “caso” seguirá despertando preguntas, pero sus formidables interpretaciones nos permiten también dejar las doctrinas de lado y disfrutar del gran artista en que se convirtió, plantado en el escenario con la seguridad de saber quién es y dónde está parado hoy.

Publicado en el suplemento Ideas de La Nación de Buenos Aires el 16 de agosto de 2025.

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18 de agosto de 2025
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A 80 años de la bomba en Hiroshima, recordemos el libro sorprendente de John Hersey

Regularmente se les pregunta a los profesores de periodismo de Estados Unidos cuál es el mejor libro de periodismo narrativo de la historia. Una y otra vez el primer lugar lo obtiene Hiroshima, de John Hersey.
Es un logro impresionante para libro tan corto: son 152 páginas en el original en inglés, y 184 en la traducción al castellano (Turner, 2002) por el novelista colombiano Juan Gabriel Vázquez.
La estructura es simple y diáfana: sigue a seis personas – un religioso alemán y cinco japoneses, tres hombres y dos mujeres – quienes se encuentran en la ciudad de Hiroshima cuando estalla la primera bomba atómica de la historia, el 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana. El relato cuenta qué estaba haciendo cada uno en los instantes anteriores al súbito resplandor, qué hicieron en los minutos, días, meses y años posteriores.
Su composición es rigurosa, matemática, pero dentro de su exactitud vibran la emoción y la poesía, como en una fuga de Bach. De los cinco capítulos, cuatro fueron escritos en 1946, un año después del suceso, y el último en 1968. Cada capítulo tiene seis partes, correspondientes a cada uno de los sobrevivientes.
En el primer capítulo, Un resplandor silencioso, el autor sigue a cada personaje mientras realiza sus actividades cotidianas, sin saber que está a punto de caer la bomba que cambiará la historia de la guerra e iniciará una nueva era mundial.
Por ejemplo, la señorita Toshiko Sasaki, empleada de la biblioteca de una fábrica de estaño, acababa de volver a su oficina tras arreglar la sala contigua para una reunión, y se había sentado frente a su escritorio, de espaldas a los estantes con libros. En ese momento se le ocurrió algo para decirle a la chica de su derecha.
“Justo al girar la cabeza y dar la espalda a la ventana, el salón se llenó de una luz cegadora. Quedó paralizada de miedo durante un largo momento (la planta estaba a 1.462 metros del centro).”
“Todo se desplomó, y la señorita Sasaki perdió la conciencia. El techo se derrumbó de repente y la planta superior de madera se hizo astillas y los que estaban sobre ella se precipitaron hacia abajo, lo mismo que el tejado. Pero lo principal y lo más importante fue que las estanterías que estaban justo detrás de ella se volcaron hacia delante, los libros la derribaron y ella quedó con la pierna izquierda horriblemente retorcida, partiéndose bajo su propio peso. Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momento de la era atómica, un ser humano fue aplastado por libros”.
Cada vez que leo este párrafo me entra un escalofrío. Casi todo el libro consiste en el relato de lo que sucedió desde el punto de vista de los personajes. Diálogo corto, directo, y descripción de lo que se ve y se oye. No hay interpretación ensayística ni floreos literarios. Hasta esa frase final, que golpea como una maza, por lo imprevista.
En una primera lectura podría parecer una descripción más, como todo lo anterior: efectivamente, la señorita Sasaki fue aplastada por libros en el primer instante de la era atómica. Pero la escena es también una acertada y profunda metáfora. Es la cultura, la ciencia, el avance del conocimiento para hacer a la vez el bien y el mal lo que aplastan a un ser humano, y con él, al género humano.
El segundo capítulo, El fuego, y el tercero, Los detalles están siendo investigados, siguen a sus seis personajes por las horas y los días de espanto y caos que siguen a la tragedia bíblica que cayó sobre sus cabezas y que no entienden. Parte del poder de Hiroshima está en esa forma de llevar al lector, mediante las acciones de los personajes y sus decisiones sobre lo más inmediato y concreto, a sentir que acaba de pasar algo totalmente nuevo, incomprensible.
Esa misma semana había muerto más gente en bombardeos ‘convencionales’ en Tokio que por la bomba atómica en Hiroshima. Y si el eje está en el sufrimiento, el antiguo método del degüello, que se empleó cada día de la guerra, es mucho más espeluznante.
Hoy se cumplen 80 años del día en que la bomba atómica destruyó Hiroshima. ¿Por qué seguimos hablando del horror de la bomba atómica? En parte porque inauguró la era atómica, porque fue el preludio de un desastre mundial que todavía no se produjo. Y también por el horror que produce lo desconocido, lo incomprensible, lo impensable hecho realidad.
Para los lectores norteamericanos de John Hersey, acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial. Habían sido cuatro años de encarnizadas batallas en el Pacífico con los crueles violadores de Asia, los japoneses fríos e inteligentes y al mismo tiempo kamikazes descerebrados, totalmente incomprensibles. Y él quería que sintieran la explosión de la bomba atómica como si fueran ciudadanos japoneses en Hiroshima.
Podía haber empezado por la mente, la idiosincrasia, la cultura japonesa. ¿Cómo era la señorita Toshiko Sasaki? ¿Cómo había sido educada? ¿En qué creía? ¿Estaba de acuerdo con el militarismo demente de la aristocracia militar que metió a su país en la guerra y conquistó la mitad de Asia?
Pero no, Hersey comenzó por los detalles concretos de lo que cada uno había visto, escuchado, olido antes y después de la explosión de la bomba. En vez de reforzar la diferencia, buscaba las sensaciones y acciones que nos hacen iguales. Si nos cae encima una estantería con libros, nos sentiremos igual que la señorita Sasaki.
¡Pobre señorita Sasaki! Obligarla a recordar cada momento, cada detalle, cada conversación que escuchó entre las brumas de su desmayo mientras duró su calvario.
Pero Hersey, hijo de misioneros protestantes y con fuertes creencias religiosas, supo desde el principio que era su deber preguntar más y más, llegar más al fondo, exprimir a sus seis víctimas hasta que le dieran lo que necesitaba para contar así la historia de los sobrevivientes de Hiroshima.
Cuando la revista salió a la calle provocó una conmoción. Hacía menos de un año que había acabado la guerra, y la cobertura del ‘frente del Pacífico’, con su pintura deshumanizada de los soldados japoneses, estaba todavía en la memoria de todos los lectores.
No conozco otro caso de un texto tan profundo y tan claro en sus propósitos que lleve al público de un país que acaba de ganar una guerra a la mente, la sensibilidad y el sufrimiento de sus vencidos. En todas las demás guerras – y en la Segunda Guerra Mundial también, claro está – apenas acabada la guerra los periodistas, ensayistas y escritores se afanaron siempre por contar historias de los héroes propios y por armar relatos de los sátrapas a los que acababan de vencer. Pero con su tono suave y mesurado, John Hersey se lanzó a contar lo que estaba haciendo la señorita Toshiko Sasaki minutos antes del resplandor.
Su tema, claro, no era sólo el sufrimiento de un grupo de civiles japoneses (que también, como dicen los españoles). Era la bomba atómica. El libro cuenta lo que pasa cuando explota esta forma radicalmente nueva de arma de destrucción masiva. Explica de forma directa y clara lo que le sucede al cuerpo humano cuando le estalla cerca una de estas bombas; por ejemplo, al cuerpo de la señorita Sasaki. Lo que le sucede a una ciudad; por ejemplo, a Hiroshima.
La bomba atómica transforma al país donde cae y al país que la arroja. En su aparente simplicidad Hiroshima mostró para siempre las infinitas posibilidades del periodismo narrativo para contar con precisión y arte los principales dramas de nuestro tiempo.

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6 de agosto de 2025
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Una crónica apasionante y aleccionadora sobre uruguayos voluntarios en Angola

Uruguayos en Angola. Un grupo fascinante y variopinto de militantes de izquierda, idealistas, forjadores de lo que soñaban como un mundo mejor exportado a los rincones más recónditos del orbe. Y sus hijos e hijas, exiliados en el corazón de un África con un calor abrasador y una calidez humana que todavía hoy extrañan.
Esto pasó entre 1977 y 1986, y sigue pasando hoy.
Esta es la historia colectiva de un grupo que salió del Uruguay en dictadura, muchos vía Cuba, otros a través de países de Europa Oriental, y llega a una Luanda que recién se sacudía las cadenas del colonialismo portugués y estaba en plena Guerra Fría. Acechados por el ejército de la Sudáfrica del apartheid, con el apoyo no siempre coordinado de la Unión Soviética y de Cuba, en medio de una población a la que sólo le sobraban carencias, esta tropa pacífica de sureños se lanza a la aventura de construir un país, de enseñar lo más básico y aprender lo esencial.
Roberto López Belloso reconstruye con decenas de entrevistas, con abundantes documentos y con una paciencia y una pericia infinitas la historia de un desarraigo, una integración asombrosa y una vuelta dolorosa al país natal. Y junto con los recuerdos de los “uruguayos de Angola”, pinta un mundo hoy perdido, el del Campo Socialista en el que estas mujeres y estos hombres intentaban salvar a la humanidad con palas y lápices mientras el Muro de Berlín se resquebrajaba lejos del calor angoleño.
Esta hermosa crónica hace justicia a un grupo de constructores de un mundo que no cuajó, y nos permite entender una parte fundamental de la historia no contada del Siglo XX.

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31 de julio de 2025
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Sebastian Schoepp: La ‘mirada alemana’ a América Latina

 

En 1755, el rey Federico el Grande de Prusia encargó a su compositor de cabecera, el hoy olvidado Carl Heinrich Graun (1703-1759), una ópera sobre la conquista de América por los españoles. Esa ópera, Montezuma, tiene como protagonista al último emperador azteca. El propio Federico escribió el libreto, en el que mezcla el mito del buen salvaje roussoniano y la leyenda negra de los malísimos españoles para crear un déspota ilustrado en el que Federico quería proyectar su propia imagen.

El rey prusiano estaba en guerra contra el imperio español, y su ópera era un arma en esa contienda. Fue uno de los primeros productos de la mirada romántica alemana sobre el Nuevo Mundo. Una mirada semejante a la que muestra Karl May con su construcción del ‘buen apache’ Winnetow.

Mientras que autores españoles, franceses e ingleses poblaban sus epopeyas de ‘indios malos’, la mirada romántica alemana construía estos ‘indios buenos’. ¿Significó esto que los conocieron mejor? No, de ninguna manera. En un país que estaba creando su propia identidad, la mirada positiva sobre un continente exótico era, en el fondo, una forma de hablar de sí mismos.

Pero junto con la mirada romántica, los alemanes se adentraron desde la época colonial en América Latina para estudiar, registrar, aprender, cartografiar y catalogar lo nuevo. Era el otro gran impulso germánico: el ideal científico de abarcar y entender el mundo entero. Viajeros, estudiosos y científicos alemanes se internaron en nuestro territorio desde hace siglos, y descubrieron tesoros, problemas y defectos nuestros que no sólo nutrieron de conocimiento el acervo cultural alemán. También nos enseñaron a nosotros a vernos de otra manera.

Hay, por supuesto, un gran referente en esto de ver el mundo de allende el Atlántico con los ojos profundos y limpios del científico de alma: Alexander von Humboldt. Entre 1799 y 1804, antes de la independencia de los países latinoamericanos, Humboldt recorrió el territorio de lo que hoy es Venezuela, Colombia, Ecuador, Cuba, México y la mayoría de los países de Centroamérica. Durante las siguientes dos décadas, escribió y publicó en 30 volúmenes su ‘Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente’.

Humboldt dio a conocer plantas, animales, costumbres, accidentes geográficos, climas, montañas, ríos, historias, personajes y hasta la corriente oceánica que lleva su nombre. No lo movía el afán de dominar y ‘civilizar’, como a muchos viajeros norteamericanos e ingleses. Tampoco el deseo de construir una identidad nacional que oponer a otras, como ocurre con los relatos de viaje de intelectuales de la misma región. Su deseo era aprender.

Y aprendió más que nadie. Aprendió a entender y apreciar a los extraños habitantes de esas regiones, en quienes constató un peligroso ánimo de pelearse entre sí, y una tendencia a seguir a los líderes y no luchar con tanto denuedo como los norteamericanos por la libertad individual. Pero al mismo tiempo, apreció también una riqueza natural y cultural que lo hicieron pronosticar un futuro de paz y prosperidad en la región.

“Confieso mi deseo de que esta obra pueda ser digna de atención cuando las pasiones se hayan acallado y hayan dado lugar a la paz, y cuando bajo la influencia de un nuevo orden social, estos países hayan hecho rápidos progresos en su bienestar público”, soñaba Humboldt en medio de las revueltas por la independencia de los países del sur del Río Bravo, hace 200 años.

Desde entonces, miles de investigadores, empresarios, técnicos, músicos, pintores, escritores y cineastas del área cultural germana siguieron sus pasos. Muchos descubrieron tesoros naturales e históricos de Iberoamérica, y también ejercieron la docencia. Y la mayoría se adaptó también en el Sur a las costumbres de la diversión, la gastronomía y la amistad ‘a la latina’.

Y también están los que llegaron para quedarse. Entre trabajo duro y juergas, estos herederos de Humboldt construyeron una cultura nueva, híbrida, mestiza, del ‘rubio con poncho’, un personaje que cobra especial vitalidad en la Patagonia chilena, en los alrededores de Buenos Aires, en los montes cafetaleros de Guatemala y en el sureste de Brasil. Son parte de nuestro paisaje, y a la vez una mirada de adentro y de afuera sobre nuestras sociedades.

Por todo esto, a los latinoamericanos nos importó siempre la mirada alemana. Porque más allá de derivas románticas y más allá de las guerras y totalitarismos del siglo XX, sigue prevaleciendo en nuestros países esa visión del ‘alemán que nos mira’ que inauguró Humboldt: una mirada fresca, cuidada y profunda.

Ese fue el camino que emprendió hace más de 30 años el periodista Sebastian Schoepp, cuando se instaló en Buenos Aires a realizar su tesina universitaria sobre un interesante punto de confluencia entre ambos mundos: el diario Argentinisches Tageblatt, órgano de información de alemanes demócratas en tiempos de autoritarismo. El Tageblatt, donde mi tía escribió una columna durante casi medio siglo, era a la vez una defensa emocionada de la racionalidad y la convivencia en Europa y una mirada extraña y muchas veces acertada al Nuevo Mundo.

En Buenos Aires Sebastian adquirió una admirable maestría en la lengua de Borges, una mirada cercana e irónica sobre los extraños andares de los países del Sur, y un sentido del humor latino que lo sigue acompañando en los fríos inviernos de Munich.

En 2001, cuando Schoepp ya había terminado sus estudios de periodismo y trabajaba con éxito en el Suddeutsche Zeitung, se animó a dar un paso más en su formación. Y ese paso lo acercó nuevamente a nuestro mundo y nuestro idioma.

Tuve la suerte de que decidiera estudiar en el Master en Periodismo que yo dirigía en esa época, un programa hecho en conjunto por la Universidad de Barcelona y Columbia University de Nueva York. Durante un año lo tuve como alumno excelente, activo, inquisitivo y crítico. En su año barcelonés, Sebastian Schoepp leyó, escribió y discutió durante miles de horas y cientos de litros de cerveza (otra pasión conjunta de alemanes y latinos) con compañeros de México, Nicaragua, Brasil, Argentina, Chile, Venezuela y Colombia, y con otros de diversos rincones de España.

Tengo la impresión de que fue ese momento, al hacer una pausa en su carrera como periodista y pararse a pensar en el complejo mundo que lo rodeaba, en que comenzó a gestarse El fin de la soledad, su primer libro, del que quiero hablar hoy.

Ya de vuelta en el Suddeutsche Zeitung, Schoepp comenzó a dar talleres y seminarios en redacciones periodísticas latinoamericanas, y a especializarse como reportero en la política, la cultura, la economía y la sociedad de los países de Latinoamérica, que en esta década comenzaban a dejar atrás sus sangrientas guerras y dictaduras, y empezaban, más lentamente, a sacudirse la profunda injusticia de sus estructuras feudales.

Durante unos años, a comienzos de siglo, fue profesor invitado en este Master de Barcelona. Cada uno de esos años, cuando venía a dar clases, me contaba sus nuevos viajes, sus descubrimientos latinoamericanos, y su decepción por la falta de atención de los medios internacionales – y sobre todo los alemanes – a una región olvidada.

Ya lo sabíamos: la violencia y la miseria son noticia, pero la estabilidad y el crecimiento económico pasan desapercibidos. Pero en América Latina, esta constatación de la superficialidad periodística esconde una realidad nueva.

Su desconocimiento es un crimen, porque constituye una alternativa positiva, creativa, posible, a los desastres que nos rodean.

¿Puede el ejemplo de América latina ayudar a Medio Oriente, a África? ¿Puede el desarrollo del Cono Sur extenderse a la dura realidad centroamericana? Este libro es, también, una parte importante en el debate actual sobre modelos de desarrollo en el siglo XXI.

“Alguien debería contar lo que está pasando en América Latina”, me solía decir Sebastian en esos encuentros de hace casi dos décadas. Como reportero sagaz, seguía viajando y entrevistando a líderes, empresarios y campesinos. Como intelectual agudo, hacía acopio de lecturas e ideas. Tardó unos años Sebastian Schoepp en comprender que el encargado de poner juntos la información, el orden y la claridad para contar, analizar y explicar el ‘nuevo Nuevo Mundo’ era él mismo.

Finalmente, en 2012 publicó El fin de la soledad (publicado en alemán con el sonoro título de Das Ende der Einsamkeit, una manifiesta contestación a los clásicos El laberinto de la soledad de Octavio Paz y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Es un libro que permanece vigente pese al tiempo pasado: tiene que ver con un continente en cambio constante pero también con las dinámicas de los medios hegemónicos que no cuentan asuntos complejos sino anécdotas efervescentes: hoy Latinoamérica es más interesante que nunca para un público europeo, y al mismo tiempo, se sabe cada vez menos de estos países lejanos.

En este, el primer libro de Schoepp, convergen el pasado, el presente y el futuro de un continente que en esa segunda década del siglo comenzaba por fin a despegar. Tal vez no sea casualidad que está encontrando su camino justo cuando Estados Unidos, el Gran Vecino, está preocupado por otras regiones del mundo y no tiene tiempo para dictar el rumbo a su ‘patio trasero’. ¿Habrá relación entre ambos hechos? Nada es fácil en la tierra de Bolívar, Martí, el Che, Pinochet, el tango y la ranchera, y hoy de Lula, Milei, Scheinbaum y el reggaetón. Hay mucho que entender, mucho que explicar.

La vía para contar y explicar esto no es la de Federico el Grande, inventando un reino inexistente para librar sus propias batallas. Tampoco es la de los poetas románticos, que crearon un mundo para mirar en su interior. Tenía que ser un viajero sistemático y preguntón, profundo y alegre, que se lanzara por los caminos polvorientos de Humboldt, hoy transformados en carreteras atiborradas de autos de la creciente clase media, que sigue creando nuevas identidades mientras los medios sólo se fijan en narcos, selvas y miseria.

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21 de julio de 2025
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Crónica del homenaje a Martín Caparrós de sus amigos porteños

Es hoy, 10 de julio de 2025. Hay un homenaje a Martín Caparrós organizado por sus amigos de Buenos Aires, y no me lo quiero perder. Viajo a Buenos Aires y cuando llego a Corrientes y Montevideo, a media cuadra del Teatro Alvear, ya veo una cola de unos cincuenta metros. En seguida me encuentro con amigos: somos muchos los que queremos ver y escuchar al autor que nos acompaña desde más tiempo del que podemos o queremos acordarnos.

Cristian Alarcón, María O’Donnell y muchos de los que fueron y son amigos, colegas, compañeros de aventuras, están aquí. En el escenario una veintena de escritores, periodistas, fotógrafos, dibujantes, amigos de todas las épocas de su vida. En la platea y los palcos, más de mil lectores agradecidos, participantes en talleres y muchos de los que no imaginamos nuestras vidas y nuestras ideas sin Martín.

Las entradas son gratis pero numeradas. Me toca en la fila H butaca 5. Antes y después del acto me cruzo con amigos, algunos a los que no veía hace tiempo: veo que a otros les pasa lo mismo. Martín es como una clave de inteligencia y sensibilidad en esta Argentina dura y a menudo incomprensible.

Me pongo a hablar (no sé quién empezó la charla) con una mujer sentada a mi lado. Me dice que se llama Charo, que es profesora jubilada, que tiene 62 (mi misma edad), que nunca salió vivió en otro país pero que con la lectura viajó mucho. Martín Caparrós es para ella una voz insustituible, como para mí.

Sin conocernos, pero compartiendo generación y lecturas, nos ponemos a recordar libros, reportajes, entrevistas, viajes de Caparrós como si los hubiéramos viajado nosotros. No recuerdo cuándo Charo pasó de Caparrós a otra de sus voces queridas, María Elena Walsh: son esos guiños de vida que nos hacen saber que estamos en casa. Las canciones compartidas con sus hijos y nietos, el humor inteligente como antídoto a lo que está pasando, como contraseña.

Cuando empezó a circular por los círculos de la crónica y la literatura, sus colegas y amigos, que tenía una enfermedad extraña que lo había confinado en una silla de ruedas – a él, el viajero más audaz – se organizaron encuentros para rendirle honores: en los últimos años estuve en uno en el Festival Gabo en Bogotá, que abarrotó la sala principal del Gimnasio Moderno, la sede del festival, en 2024, y en otro en Barcelona, que coincidió con una de mis visitas. En el gran auditorio de una coqueta librería barcelonesa, sus amigos de la ciudad, como Jorge Carrión, Pere Ortín y Eileen Truax, hablaron de él y de su obra, y otros enviaron videos de saludo, de cariño, de recuerdos divertidos.

En la sala amplia bogotana la crema y nata de la crónica iberoamericana se puso de pie para aplaudirlo. En las dos ocasiones, parecía genuinamente abrumado por el cariño de los suyos y de los que se enamoraron de la prosa danzarina y punzante para contar el mundo y dudar certeramente sobre los cambios de nuestras vidas.
Hace poco en un teatro de Madrid se organizó una lectura conjunta de Antes que nada, con muchos de sus amigos de la península. Tomando la idea de ese homenaje, los amigos porteños pensaron esta.

Llegó el momento. En la majestuosa sala del Teatro Alvear se apagan las luces y como si estuvieran en un pequeño círculo de amigos, Cristian Alarcón y María O’Donnell dan la bienvenida, agradecen, presentan a los que van a leer fragmentos de Antes que nada. Hay unas seis mesas, como en un bar preparado para un cantautor, que se va llenando de cabezas blancas o canosas, como casi todas las de la platea. Y entonces aparece la silla rodante, negra, sólida como antes era él, que avanza llevándolo inmóvil, como si levitara entre tanto cariño.

De las veces anteriores, siento que ahora mueve menos los brazos, le va subiendo dramáticamente la inmovilidad, la jodida enfermedad, la condena, como él la llamó en un memorable reportaje de febrero en la revista dominical de El País. No quiere que nadie cuente lo que le pasa: lo cuenta él. Si siempre fue el mejor para contar los dramas de los demás, no va a dejar que otro cuente el suyo.

Empieza con un recuerdo y un homenaje a dos amigos queridos que murieron el año pasado: Jorge Dorio y Jorge Lanata. En los últimos años, estos jorges estuvieron en bandos opuestos en la grieta de la época kirchnerista. Distingo algunos rostros conocidos, sobre todo periodistas. A veces la tragedia, sobre todo una como esta, en cámara lenta, hace olvidar las viejas rencillas: aquí todos están unidos por Martín, en el recuerdo, en el escenario, en la pantalla, en la platea.

En la enorme pantalla se proyectan las manos de Rep (Miguel Repiso, gran dibujante de efusiones líricas y precisión política, con un trazo aparentemente infantil, mentirosamente dubitativo, que encuentra el punto exacto para contar la realidad y también los miedos y los sueños de sus “lectores”. Es el dibujante de siempre de la contratapa de Página 12, para mí el heredero del gran Hermenegildo Sabat, el caricaturista mítico de Clarín.

Rep está sentado en un costado, con papelitos sobre la mesa con los nombres de quienes van a hablar: los va mostrando a medida que los aludidos toman la palabra. El orden es el de la biografía de Martín: muy bien elegidos fragmentos cuentan en breves viñetas, aguafuertes personales, momentos de su vida y el sentido que tienen para él y para pensar el país, el mundo, el rostro frente al espejo.

Empieza el mago, el autor. Con uno de los fragmentos más duros, más emotivos, más orgullosos del libro: aquel en el que declara que no quiere dar lástima. Que no quiere ser la víctima.

"Hago todo lo posible por no hablar del tema. No quiero convertirme en ay, pobre, qué mala suerte tuvo [...] No quiero convertirme en ese héroe de la época, la víctima [...] No quiero que los que me quieren me vean con tristeza. No quiero que, al verme, vean al muerto. Mientras siga vivo, quiero seguir vivo."

Yo, que sorbí este libro como se toma con fruición el mate amargo y caliente, siento un dolor y un disfrute especial. Pero creo que somos mayoría los que ya leímos lo que nos van a contar. Como los fanáticos de un cantante, de una película clásica, de una ópera que vimos veinte veces, venimos a reconocernos en palabras ya sabidas.

Cristian Alarcón lee esos párrafos sobre haber vivido una vida y haberse perdido tantas otras, haber nacido hombre, en Argentina, en una época convulsa (¿cuál no?), y no haber vivido vidas alternativas: sus lectores sabemos que no es así, que, como gran escritor, en sus libros vivió decenas de aventuras, incluso las que después de experimentarlas, las inventa para nosotros.

Eduardo Anguita, el aliado de La voluntad, lee sobre su primer recuerdo de infancia.

Margarita Garcia Robayo, colombiana, gran escritora del yo, el primer amor que yo le recuerdo, lee sobre su visita con el padre a la casa de Juan Domingo Perón en Madrid. Al niño Martín y a su hermano les sirve desayuno el mayordomo, a quien el viejo caudillo trata con desdén. Desde siempre Martín estuvo en los pliegues de la historia: el mayordomo del General, el ex cabo de policía José López Rega, sería después de la muerte de Perón quien dirigiera los destinos del país e iniciara los asesinatos de opositores.

En la pantalla, Leila Guerriero lee sobre los sueños de cambiar el mundo. Era una ilusión, fracasaron, pero durante un breve tiempo de juventud fueron felices.

Al costado izquierdo del homenajeado, su pareja, la periodista española Marta Nebot lee sobre la cicatriz que, como la peligrosa marca de un bucanero, le cruza la mejilla. Se confunde (¿se confunde?) con el nombre de la novia francesa que Martín tenía en el momento en que un loco le raja la cara en plena calle parisina. El la corrige con dulzura: es Patriciá, con acento al final, a la francesa. Un momento de ternura y complicidad.

Leen editores, compañeros de redacciones fenecidas, el periodista deportivo Ezequiel Fernández Moores, el fotógrafo Dani Yaco, incluso su compañera de colegio Silvia Labayru, la protagonista de La llamada, de Leila Guerriero.

La única que lee una página de la que es protagonista es la estrella de la noche, la médica y psicoanalista Martha Rosenberg, la madre. La escena es desopilante: en su libro de memorias, Martín trata de imaginar el momento de su concepción. O sea, cuando su madre y su padre “se echaron un polvo”. Se pregunta quién estaba arriba y quién abajo, imagina que, por las fechas, fue la noche en que su madre cumplía los veinte años.

Por un momento, el inmenso dolor de una madre acompañando a su hijo sentenciado por una enfermedad terrible e incurable se disuelve en risas. Martha, una gran luchadora por los derechos de las mujeres, que logró uno de los pocos triunfos de justicia en estos tiempos argentinos, el derecho al aborto, lee las palabras con las que su hijo imagina cómo fue creado.

Como a lo largo de la velada, en la pantalla se ve la mano febril de Rep dibujando algo referido a lo que se está leyendo. Dibuja a la madre, grande, a la izquierda. A la derecha, pequeño, con bigotón como siempre, el hijo. En el globito de diálogo, la madre dice: “Nunca lo sabrás”. De debajo del bigote, un globito más pequeño estalla en: “La puta madre”.

Antes, el más divertido de los dibujos de Rep. No recuerdo quién fue el que leyó uno de los momentos más comentados del libro: Caparrós revela que tuvo un escarceo sexual con el gran novelista Juan José Saer. Lo presenta como un acercamiento a la gran literatura: nunca se había acostado con un hombre, pero este era un escritor que admiraba. Rep dibuja en una cama sugerida la cara redonda, mofletuda de Saer y dándole la espalda, el bigotón juvenil de su admirador. En la mesa de luz, dos libros de Saer.

Cuando el relato continúa con otro escritor veterano que intenta acostarse con el joven Caparrós, el final es distinto: es el filósofo Fernando Savater, a quien Martín no admira. Lo rechaza. Y mientras en el relato el narrador abandona la casa de Savater, Rep alcanza a dibujar el nombre de este escritor burlado en la tapa de un tercer libro que descansa en el tacho de la basura.

Para terminar, Caparrós lee el final de un poema gauchesco que escribió para otro homenaje, aquel en el que le dieron el Premio Rey de España a la trayectoria. Estaba escribiendo su libro en verso en el que Martín Fierro acusa de mentiroso a su autor, José Hernández, y cuenta la verdadera historia del poeta. Imbuido de rima martinfierrista, Martín agradece, filosofa sobre la amistad, celebra que no se olvidará de esta velada de amigos.

Ahora debo despedirme:
lo bueno, si breve, bueno
y así lo malo, si breve,
puede parecer mejor.
No suele ser el temor
lo que define mis frases
pero hoy la emoción me hace
temer y temblar entero.
Muchas gracias, compañeros,
muchas gracias, mis queridos,
me han dado felicidá,
de esa que, cuando se da,
nunca cae en el olvido.

Esa misma noche, los principales diarios dieron cuenta del acontecimiento. Así comenzaba Leila Torres en Clarín: “‘La patria, si la hay, es un helado de dulce de leche’, soltó el escritor y cronista Martín Caparrós apenas se encendieron las luces del Teatro Alvear para leer de manera coral Antes que nada. Todas las personas presentes corroboraron que aquello no sería la típica presentación de un libro, sino una fiesta de memoria, arte y amistad que desbordaría el escenario.”

Javier Lorca escribió en El País: “La sucesión de hechos narrados fue recorriendo la vida de Caparrós como un tejido que, detrás, dejaba ver la historia argentina. Así pasaron las ilusiones de una generación que quiso y no pudo construir un mundo mejor, la revancha del terrorismo de Estado durante la dictadura (1976-1983) y la desaparición de compañeros, las noches interminables de charlas y cocaína en los ochenta, una persecución periodística al dictador Jorge Videla, entre muchas otras escenas.”

“La lectura combinó emoción, intimidad y humor”, publicó en La Nación María Belén Carballeira. “Hubo dos momentos especialmente celebrados por el público: el primero, cuando se compartió un pasaje del libro en el que Caparrós narra un encuentro sexual con el escritor Juan José Saer y una insinuación de Fernando Savater; el segundo, cuando su madre, Martha Rosenberg, tomó la palabra para leer un fragmento sobre la concepción del propio Martín. (…) ‘Este fue el único fragmento que Martín Caparrós eligió quién debía leerlo”, explicó a LA NACION apenas terminó el evento Cristian Alarcón, uno de los impulsores del homenaje. ‘Todo fue mucho más vibrante de lo que imaginábamos’, agregó Alarcón.

La noche porteña está inusualmente cálida, suave, tranquila. Una veintena de libros de Caparrós se venden como churros en una mesa a la entrada. Random House había decidido hace unos años publicar la obra completa del autor en una merecida “Biblioteca Caparrós”, comenzando por la novela juvenil de la militancia revolucionaria No velas a tus muertos y terminando, por ahora, con La verdadera vida de José Hernández (contada por Martín Fierro). Afuera, en la puerta del teatro, corrillos de amigos siguen comentando con emoción sus momentos preferidos de la lectura. Sopla, tenue, una leve ventisca de final de época.

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17 de julio de 2025

(Marea Editorial)

Blogs de autor

El libro profético que León Rozitchner escribió durante la guerra de Malvinas

1. Mi maestro: no estoy solo
¡Cuántos trucos nos juega la memoria! Trato de acordarme de esas clases con el profesor León Rozitchner en el viejo edificio de la Facultad de Ciencias sociales en Rodríguez Peña, en ese edificio que estaba siempre a punto de venirse abajo, y me acuerdo mucho más de lo que yo sentí que de lo que él decía.
Sí tengo recuerdos visuales. Rozitchner entraba y todo el mundo se callaba la boca. Lo recuerdo alto, desgarbado, pero con una presencia que llenaba el aula. Vestía como si se acabara de levantar de la cama, entraba ya fumando un cigarro, con unos jeans gastados, camisa arrugada, pelo blanco al viento sin viento. Debía ser un cincuentón, pero para mí era un viejo sabio.
Puede que nada de esto fuera cierto, que los que lo conocieron mucho mejor me digan ahora que vestía elegante, que estaba bien peinado, que no fumaba.
Para mí era la representación de esos profesores que tuvimos en Sociología que venían del exilio y nos traían el mundo a nosotros, chicos que salíamos del encierro de la dictadura. Con Rozitchner entendí lo poco que entiendo hoy del marxismo. Y de Freud, y de la importancia del pensamiento independiente y rebelde.
En sus lecciones marxistas nos convencía de que lo importante era el sustrato material de la realidad y la conciencia. Y como freudiano, que las ideas, los mitos, el inconsciente afectan la conciencia. Somos nuestra realidad, nuestra clase social. Y somos nuestros mitos. Por supuesto, mucho mejor explicado, de una forma que a mí me hizo entender que nunca, por ningún motivo, debía dedicarme a producir y enseñar el conocimiento teórico que él dominaba.
Me hice periodista. Trafico con cosas concretas, con historias, con relatos, con detalles y voces. Pero sus lecciones están ahí, en algún lado.
Salía de la clase y quedaba flotando su humo, su voz, su inclaudicable valentía para pensar distinto. Leí con asombro su libro Perón entre la sangre y el tiempo. Creo que entendí un cuarto, pero esa crítica de Perón y del peronismo desde la izquierda me acompaña hasta hoy. Que la mayor parte del pueblo esté – estaba, ahora ya ni sé – con alguna versión del peronismo no era para él razón para sumarse a sus unidades básicas. Las unidades de Rozitchner nunca fueron básicas.

2. Lo que recuerdo del libro
Compré, leí y conservé en cada mudanza el librito original, cada vez más ajado, Malvinas de la guerra sucia a la guerra limpia.
La enorme valentía para decir que quería que la dictadura, no el país, la dictadura perdiera esa guerra. La demoledora construcción argumental, con datos ciertos y con una lógica implacable, de que el plegarse a esa “gesta”, para mí siempre entre comillas, de la izquierda argentina era una claudicación, un comprar la visión de la patria de la derecha, como un territorio físico a conquistar.
Muchas cosas me parecieron asombrosas en este libro, producto de una mente afilada como un buen cuchillo. Una es que haya sido escrito durante la guerra: ya la daba por perdida, y ya intuía lo que vendría. Pero en el caso imposible de que Galtieri ganara, nos advertía de las consecuencias, que eran desoladoras.
Yo venía de una experiencia con las fuerzas armadas, las había visto de adentro. Que alguien como el gran maestro se animara a decir algo por lo que lo tildaron de traidor pero que debía decirlo porque era su convencimiento, era su derecho, y además tenía razón… fue un golpe tremendo para mí.
Un golpe en el mejor sentido de la palabra.
Ahora, al leer después de tantos años el libro otra vez, me sube a la garganta un agradecimiento, y una gran pena por no podérselo decir cuando todavía estaba vivo. Siento que las más de mil páginas que yo escribí desde entonces sobre Malvinas son por este libro. Que lo que yo pienso sobre lo que pasa hoy en Argentina y en el mundo se basan en la inteligencia y la valentía de un maestro que no recuerdo que nunca me haya hablado a mí.
No me acercaba a él antes ni después de las clases. Era demasiado tímido. No recuerdo que hayamos escrito algo, seguramente sí para aprobar su curso. No recuerdo nada de lo que me haya dicho de un texto mío para su curso.
Pero le debo el saber que debo pensar por mí mismo y decir lo que pienso.

3. Ni siquiera fue una guerra limpia
El título de este libro es preciso y desafiante. Pero es mentira. En mayo de 1982, cuando Rozichner lo escribió, no sabíamos lo que sabemos hoy. La guerra de Malvinas tampoco fue limpia.
Cuando la Corte Suprema dictaminó en 2021 que las torturas, que en varios casos llevaron a la muerte de conscriptos no son delitos de lesa humanidad, publiqué un ensayo en Anfibia. Lo llamé La verdad estaqueada. Entre otras cosas, escribí esto:
Otro elemento a tener en cuenta es a qué jurisdicción corresponden los hechos. Los desaparecidos, torturados y asesinados eran civiles. Aunque el crimen lo cometieran militares, esas acciones no entraban en el terreno de la jurisdicción militar. ¿Pero qué es un conscripto? ¿Es un civil obligado a pasar unos meses de uniforme, o es un militar como los de carrera?
Por eso, lo que también se discute aquí es qué éramos, qué queríamos y aceptábamos ser los colimbas que fuimos a Malvinas. Por esto también me parece que este caso habla de mucho más que de si unos viejos militares deben ir o no presos por la forma en que trataron a su tropa en las islas.
En su presentación ante la Corte, el procurador Luis Santiago González Warcalde defiende la posición de que son crímenes de lesa humanidad, y por lo tanto no deben prescribir.
“Las conductas imputadas en este proceso, a su vez, caen sin inconveniente en el concepto de tortura”, dice González Warcalde en su escrito a la Corte.
“Para limitarse solo al caso más frecuente: atar de pies y manos a un muchacho debilitado por el hambre y el frío, sujetando sus ataduras a estacas clavadas en el piso, dejarlo así acostado sobre el fango helado durante horas, inmovilizado y sin ninguna protección contra el clima inhóspito del Atlántico Sur, hasta que estuviera al borde de la muerte por enfriamiento, para así, con el pretexto de castigarlo, intimidar a él y al resto de la tropa es en sí una forma de maltrato incuestionablemente cruel, brutalmente inhumano e intencionadamente degradante; una de las formas de maltrato, en fin, para las que reservamos el término ‘tortura’”.
De estos hechos estamos hablando. Estas son las cosas que pasaban en Argentina durante la dictadura, y estas son las conductas que desde la época del Martín Fierro sucedían en el ejército, una institución poderosa, cerrada, impune.
Vuelvo a leer hoy esto, que publiqué hace cuatro años. Y no tengo dudas: pude dejar de ser el niño y el adolescente educado por la dictadura gracias, entre otros, pero muy especialmente, a la forma en que León Rozitcher me enseñó a pensar. A animarme a pensar. Cómo nos quedan en la memoria las cosas más luminosas que leemos. Aun cuando no nos acordemos, están ahí en la forma en que hoy reflexionamos.

4. Leer este libro hoy
Quiero terminar con un par de los muchos párrafos de este libro que, en una lectura actual, me interpelan, me quedan rondando, me parecen proféticos.
Dice Rozitchner refiriéndose al documento de los exiliados de izquierda en México que apoyan la toma de las Malvinas mientras repudian a la dictadura que la estaba protagonizando. Así responde a los que postulaban que había que apoyar la toma de las Malvinas por los militares y al mismo tiempo repudiar a esos mismos militares:

"Pero hay que analizar más claramente este modo de razonar, porque aquí se revela una de las modalidades de la política de izquierda. Designar como “falacia” el hecho de explicar el acontecimiento recurriendo al origen significaba, como hemos visto, desalojar precisamente el acto del marco histórico, objetivo y subjetivo, de su sentido material. Así aislado, ese acto podía ser considerado como “justo”; como si lo justo fuera una cualidad adherida al hecho con independencia de las condiciones posibles de su realización. Téngase presente que no referimos, como los autores lo hacen, a la “reivindicación justa” que se prolongó en la “recuperación” militar. Un acto justo podría ser realizado por cualquier medio y hasta ser incluido en el marco de otro acto injusto: valdría de por sí más allá de quien lo ejerciera y de la inscripción que este adquiriera. Solo se atiende a su resultado también puntual.
Y como en política todo es válido, se dice, o hay al menos muchas cosas a las que hay que plegarse, y como aprendimos también que en política hay que llegar hasta a tragarse sapos, no importa quién realice esos actos ni las intenciones de quienes los piensan. Eso se lo pone a cuenta de la subjetividad de los autores, que ven aparecer una cosa diferente cuando esperaban otra en su lugar. Pero aquí, como vemos, no se trata de la subjetividad de los sujetos militares: se trata del marco real, material, económico, político, social, etc., que forma sistema con la posibilidad de alcanzar los objetivos propuestos: lo concreto real. Es extraño ver cómo los autores reconocen la represión brutal, los crímenes, las intervenciones degradantes, los asesinatos, la entrega del país al poder del imperialismo, la censura, la persecución, el hambre: todo esto, es verdad, corresponde a la acción de las fuerzas militares."

La prosa, de tan deslumbrante, nos ilumina y nos incomoda.
No sé cuántos somos, pero con este verdadero León yo al menos me siento, por una parte, desolado porque nuestra Argentina no aprendió lo que él nos quiso enseñar, y estamos muy mal hoy. Pero, por otra parte, también me siento extrañamente feliz, porque si lo leemos vuelve a la vida, y no estamos tan solos.

Esta es una versión de lo que dije el viernes 11 de abril, en la presentación en la Librería del Fondo de la nueva edición de Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política, de León Rozichner, un libro profético y luminoso. Este libro, escrito originalmente durante la guerra, en mayo de 1982, y publicado por primera vez en 1985, inaugura apropiadamente la colección A Contracorriente de la Editorial Marea. Hablamos el director de la colección, el filósofo Alejandro Horowitz (discípulo, colega y amigo de Rozichner), el científico político Diego Sztulwark (experto en su obra) y yo, como periodista y excombatiente de Malvinas.

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17 de junio de 2025
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Historias mínimas de Santiago de Chile

1. Tengo

“Tengo hambre”, murmuró el anciano al paso de un joven en la estación Cal y Canto del metro de Santiago.
“Tengo sueño”, pensó el joven, mientras miraba las posaderas de la chica de jeans ajustados que empujaba el molinete.
“Tengo asco de la mirada de este baboso”, escribió la chica en el Whatsapp de su grupo de amigas.
“Tengo que terminar con esto de una vez”, se dijo la mujer del abrigo raído, desesperada, hoy sí decidida a saltar.
“Tengo que anunciarles que, por un acto ajeno a la empresa, el metro se encuentra detenido”, anunció la voz del altoparlante.

2. Mirada torva

Cada día me siento ante la mesa del comedor, abro Zoom y aparecen las veinte caras, mirando con sueño, con fastidio, con sonrisas falsas. Es demasiada cercanía.
¿Por qué obligan a los empleados a abrir su intimidad al jefe, a la contadora, a la secretaria? El conjunto de caras me repugna. Sobre todo, el segundo de la primera fila.
Su mirada torva, su gesto vulgar, su boca fruncida en un rictus mediocre.
¿Por qué no apagará esa bendita cámara?
Y me mira. No deja de mirarme.
La segunda cara de la primera fila es la mía.

3. Ausencias del Mapocho

Bajo la luz oblicua de la tarde de otoño, el Mapocho se ve desnudo, desprovisto, vacío. Por las piedras angulares no baja el agua sucia. No bajan las bolsas de basura babosa. No corren las ratas en estampida. No se enroscan los remolinos de burbujas blanquiazules. Y de pronto, con una ausencia más antigua, empiezan a no flotar, cabeza abajo en la falta de corriente, los cadáveres de aquel septiembre que nunca existió.

4. Jeans con heridas de diseño

Carla y yo vimos el filón de inmediato: los jóvenes querían jeans de buena marca e impecable factura rotos por las rodillas, rastrillados en el costado, como gastados, ajados, pero de mentira. Mostrarse aventureros sin serlo. De ahí a las heridas en la cara y los brazos y las marcas de cuchillos y balazos había un paso: con el equipo de cirujanos, Carla pasó a ocuparse de cicatrices de operaciones no hechas y yo de heridas de peleas nunca acontecidas. Hasta que llegó el primero pidiendo que le sacáramos el navajazo de la mejilla.

5. Objeto y sujeto

Se acerca el funcionario municipal flanqueado por dos guardias de bototos de cuero duro y negro. Es de madrugada, el viento sacude la tela percudida del ruco de don Esteban.
“Usted es nuestro objeto de estudio. Tiene que contestar las preguntas del formulario”, declama el funcionario.
“Objeto”, protesta don Esteban. “Soy un sujeto”.
“Usted objeta”, sonríe el funcionario.
“Pero yo sujeto”, dice uno de los guardias.
Los dos mastodontes sujetan al ciudadano en situación de ruco y lo obligan a contestar las preguntas del formulario, transformándolo así en objeto de su estudio sobre el bienestar de la población vulnerable.

6. Un árbol desde mi ventana

Se yergue altivo, se ilumina, se viste de ocres y sombras, danza con el soplo de dioses antiguos, crece ciego a nuestro tiempo, espera la caricia de una ardilla, se alza sobre memorias de bosques olvidados. Mis sueños de libertad y de grandeza viajan hasta el árbol que veo desde mi ventana. Pero ahora él me mira con odio: el árbol de mi ventana se acaba de reconocer en esta mesa de lenca pulida en la que estoy escribiendo su epitafio.

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19 de marzo de 2025

Jorge Lanata.

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Argentina despide al genial periodista camaleónico Jorge Lanata

“¿Así que usted es periodista y argentino?”, me pregunta don Joaquín, mientras arma el ramo de ocho rosas que escogí y las rodea de ramitas tiernas. “¿Supongo que sabe que se murió Lanata? Para algunos era un héroe, para otros un monstruo”, acota, moviendo la cabeza mientras sus manos diestras atan el cordel rojo alrededor de las flores.

“Qué extraño, ¿no? No sé si hay un periodista actual en Chile que despierte esas pasiones encontradas”.
Y por un par de minutos, se concentra en atar el nudo rojo y adosarle un moño del mismo tono. Queda apretado, perfecto para regalo de aniversario de boda.
Estamos en un mínimo local en Manuel Montt y Providencia. Antes, mientras yo elegía las rosas, me había preguntado qué hacía yo, y me había comentado la noticia del día: la justicia había dado la razón a la periodista Paulina de Allende Salazar, injustamente despedida del canal MEGA por referirse a un carabinero recién asesinado con el nombre de ‘paco’.
Y entonces, por sorpresa, don Joaquín agrega: “Sí, pero acá en Chile los amores y los odios a gente que uno no conoce no llegan a tanto como allá, ¿no?”
En esa pequeña tienda refrigerada en medio del verano santiaguino, rodeado de flores y cintas y moños, el florista me dio el eje, el enfoque y las preguntas centrales para compartir con el público chileno algunos datos e ideas sobre el recientemente fallecido ‘Gordo’ Lanata, el periodista argentino más determinante de los últimos 40 años.

* * *

Nacido en Mar del Plata en 1960, Lanata tuvo una infancia triste y solitaria, con un padre duro y arbitrario y una madre que murió cuando él apenas despuntaba preguntas; fue criado por una tía y una abuela, y a los 55 años se enteró de que era adoptado. Su familia no fue determinante en su vocación, pero apenas empezó a escribir en el colegio, voló.
Contó a varios entrevistadores que su primer texto publicado fue un ejercicio escolar. El profesor les pidió escribir sobre un cuento de Conrado Nalé Roxlo, que entonces estaba en boga. Buscó su nombre en la guía telefónica, lo llamó y lo fue a entrevistar a su casa. La revista del colegio publicó su entrevista. Desde entonces Lanata nuca perdió esa creatividad, empuje, desparpajo y ambición.
Trabajó en radio desde los 14 años, mintiendo que tenía 19. A los 26, fundó el diario Página/12 y desde entonces se convirtió en uno de los siete creadores de diarios que cambiaron la historia del país.
Estos son sus precedentes: El primero fue el secretario de la Primera Junta de 1810, Mariano Moreno, con La Gaceta de Buenos Aires. El segundo, Bartolomé Mitre, general, presidente, escritor y fundador de La Nación. El cuarto, Natalio Botana, creador del periodismo narrativo y popular con Crítica, donde escribieron Roberto Arlt y Jorge Luis Borges. En los cuarenta, el diario que representó el nuevo país del peronismo, el Clarín de Roberto Noble, diario de masas, todavía el más vendido e influyente. En los sesenta, La Opinión de Jacobo Timerman, el de la izquierda intelectual y la salida al mundo.
Y con el fin de la dictadura, el Página/12 de Lanata fue el último gran invento del diarismo argentino, juntando a lo mejor de los sobrevivientes de La Opinión como Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez y José María Pasquini Durán, con lo más creativo y osado de las nuevas plumas: Juan Forn y Rodrigo Fresán, entre otros, se alternaban en la crónica de contratapa; Marcelo Zlotowiazda escribía de economía; Ernesto Tenembaum, de política; Walter Goobar, de internacionales. Horacio Verbitsky investigaba el poder menemista.
Entre muchos que hoy son grandes nombres en medios y libros, los jovencísimos Cristian Alarcón y Graciela Mochkovsky aprendieron el oficio en su polvorienta redacción, donde se mezclaba el ruido de los cables y el olor a tinta y humo. Fue Lanata quien descubrió a una joven cronista de Junín, Leila Guerriero. También él quien pensó que un novelista en ciernes, Martín Caparrós, podía escribir crónicas.
Así lo cuenta Caparrós en su reciente libro de memorias, Antes que nada. La anécdota, pienso, muestra la brillantez de Lanata para liderar equipos, descubrir talentos y caminos, adelantarse a todos. Y recrea en una escena su gracejo criollo irresistible.
A comienzos de los noventa, Martín, que ya había colaborado con Jorge, lo fue a ver para proponerle hacer crítica gastronómica (rechazado por “pretencioso”) o dirigir la revista mensual Página/30 (también rechazado, porque “nos vamos a pelear todo el tiempo”).
“Ya me iba, derrotado, cuando me dijo que por qué no hacía ‘territorios’.
-Hacete uno por mes, un territorio de algo cada mes y te los pago bien. Dale, por que no empezás con Tucumán, todo el quilombo que hay con Bussi.
El general Domingo Bussi era un asesino que estaba por ser elegido gobernador de la provincia donde había sido dictador, y la propuesta era curiosa. Por esos días en la Argentina, fuera de la revista El Porteño, no se hacía ‘periodismo narrativo’. O se hacía en muy pequeñas dosis: a veces, notas de Página/12 usaban formas de relato para contar ciertas situaciones – una reunión de ministros, un crimen, un castigo – en artículos que nunca excedían el millar de palabras.
-Bueno, si me dan el espacio suficiente y no me rompen las bolas.
-No te preocupes. Claro que te vamos a romper las bolas. (…) Dale, a vos te gusta hacer esas porquerías ilegibles. Empezá con Tucumán y después vemos.”

* * *

Los ‘territorios’ de Caparrós se convirtieron en el origen del mejor periodismo de ‘viajar para entender’ que hay hoy en Latinoamérica, tal vez en el mundo. Los perfiles de Guerriero y las crónicas de Forn son los modelos para el mejor periodismo narrativo actual. Lanata los supo descubrir incluso antes que se vieran ellos mismos, y los invitó a hacer aquello que nadie haría mejor.
¿Estos tres, y tantos más, serían lo que son sin el empuje y el ojo de Lanata? No lo creo.
Esta forma de descubrir y guiar a lo mejor del periodismo joven, con ser mucho, no fue lo central de Página/12. Lo fue la forma de combinar periodismo de golpes noticiosos con humor, datos con ironía, cultura popular con alta cultura, guiños a la izquierda con información necesaria y diversión inédita para todo público.
En los recuerdos desperdigados en redes a propósito de su muerte, junto con insultos a Lanata o insultos a los que lo insultan, las memorias de tapas emblemáticas de su diario genial recordaban, sin querer, una época en que el chiste mordaz era mucho, tanto más efectivo que los insultos.
La mayoría son de su época de gloria, la década menemista.
Como cuando Menem acusó al diario de amarillismo, y al día siguiente salió todo el diario en papel amarillo.
O cuando Menem indultó a los genocidas de la dictadura y la tapa apareció en blanco, con un pequeño recuadro abajo, que por chiquito gritaba tanto más que las letras tamaño extremo.
O cuando salió con un agujero en medio para denunciar el faltante en el presupuesto.
O –este es un recuerdo mío, no lo he visto en ningún lado– cuando un reportaje de investigación denunció que una empresa francesa traía desechos fecales humanos de tierras galas para enterrarlo en la Patagonia. El título sonaba a chiste de colegio: Olalá popó.
A mí me sigue haciendo sonreír. El título es un chiste. La investigación, mucho más seria que las genuflexiones al poder de turno de los otros diarios.
No era solamente la introducción del humor: era la gracia en su sentido más amplio, el compartir el guiño y el respeto por la verdad y por los valores que unieron a esa generación post- dictadura, las ganas de mejorar el país y el mundo sin violencia, los derechos humanos, el ansia de saber, la sospecha de que los poderes te quieren engañar, el sentirse uno con un medio que te expresa, que trae valores perdidos y también representa la modernidad.
Ir en el colectivo o el subte con Página/12 debajo del brazo era, en esos años, mostrar que uno estaba del lado bueno de la historia. ¿Demasiado ilusos, ingenuos?
Lanata estaba en el centro de esa bendita ilusión.

* * *

Pero la etapa de Lanata en Página terminó, y su permanente inquietud y, me temo, su afán de protagonismo y notoriedad lo llevaron a la televisión y a la radio. Fundó medios, como la revista Veintiuno, que después fue Veintidós cuando llegó el Siglo XXI, y después fue Veintitrés no sé bien por qué. Trabajo en radios, en televisión, escribió muchos libros, entre ellos dos best seller que contaban la historia patria con algo de la mordacidad y el humor de su viejo diario: Argentinos.
Pero él debía querer más, otra cosa, estar en el centro. Y la oportunidad le llegó en la época de Néstor y Cristina Kirchner. El viejo enemigo del menemismo ahora se enfrentaba a sus viejos aliados, a los periodistas que él mismo había enseñado y sostenido.
La nueva Página/12 y los medios de radio y televisión “progresistas” estaban al lado del matrimonio Kirchner.
Y Lanata poco a poco se fue convirtiendo en el principal enemigo de la pareja presidencial. Los acusaba de mentir apropiándose de la lucha por los derechos humanos, cuando en dictadura y durante el reinado de Menem no había levantado la voz ni movido un dedo. Pero mucho más: los acusaba de armar una mafia corrupta que denunciaba semana a semana en su nuevo programa de televisión, Periodismo para todos en el Canal 13 del Grupo Clarín.
Si durante la década del peronismo de derecha de Menem Lanata lideró las investigaciones y la burla al mal gusto de Menem, en esta nueva década kirchnerista se reinventó como azote televisivo, y como tábano de esta pareja de adalides de los pobres que inventan creativas formas de hacerse millonarios. Lo hizo durante más de una década en su programa matutino, Lanata Sin Filtro, el más escuchado del país, en la Radio Mitre, también del Grupo Clarín.
El Lanata enemigo jurado del grupo periodístico más poderoso del país se había convertido, para sus seguidores, en aliado de Clarín porque vio que más allá de sus diferencias, los unía el enfrentar a un poder autoritario y controlador de los medios.
Para sus enemigos, se convirtió en un vendido al gran capital del medio hegemónico. Y sus peores críticos fueron, lógicamente, los que antes lo amaban en su etapa de Página y ahora lo llamaban traidor.
Genial como siempre, le puso nombre a la nueva época: bautizó la era kirchnerista como “La grieta”. De un lado, los fanáticos K. Del otro, los fanáticos anti-K.
Pero Lanata no sólo bautizó ese largo período tóxico: él fue la grieta. Él comenzó un periodismo que, si bien tenía datos, testimonios, buena factura audiovisual, creatividad y golpeaba con investigaciones como las que desnudaron a los testaferros K, transformó el periodismo en un campo de batalla. Hizo periodismo militante en contra de sus antiguos compañeros militantes.
Para mí, cayó del pedestal de la imparcialidad en el momento en que llegó al gobierno Mauricio Macri y debió jugársela como contra Menem y los Kirchner; y no lo hizo.
En los cuatro tristes años de gobierno de Mauricio Macri, los programas de Lanata siguieron sacando evidencias de la corrupción K, en vez de investigar al presidente que estaba tomando la mayor deuda de la historia del Fondo Monetario Internacional, y preguntarse qué pasó con ese dinero, que se perdió en los pliegues de los grandes grupos financieros que apoyaron a Macri.
Había que acabar con el único mal de Argentina, la cleptocracia K, pregonaba el Lanata furioso de esos años.

* * *

¿Fue ese furor con datos reales pero unidireccional y sin contexto internacional un elemento central en lograr que el año pasado el 54 por ciento de los votantes se volcara por un vociferante que prometía terminar no sólo con los abusos del Estado, sino con el Estado mismo? Yo creo que sí.
En una de sus últimas entrevistas, en Radio Con Vos, con uno de sus viejos discípulos, Ernesto Tenenbaum, Lanata se lamentó que en redes e incluso en la calle, los fanáticos de Milei lo insultan llamándolo “K”. ¡Justamente a él, que fue el azote de Cristina Kirchner! Estaba viendo al monstruo en el espejo: para los descerebrados mileístas, si no adoraba al peluca de la motosierrista, debía ser de los “kukas”, aunque obviamente, sus programas demoledores fueron gasolina en el fuego que llevó a Milei al poder.
Lanata, tal vez por primera vez, no entendía lo que estaba pasando. Estaba aterrado y asombrado de esos jóvenes fanáticos, mezclados con trols a sueldo, que construyeron el fervor actual por el impresentable Milei. Yo escuché esa entrevista. Me dio pena.
Siento que la falta total de diálogo y de mínimo respeto entre los que piensan distinto, que se fue exacerbando en la Argentina post-dictadura hasta convertirse en la gritería de sordos de ahora, es en parte responsabilidad de la genial y tóxica transformación de Jorge Lanata.
Aceptarlo todo para que desaparezcan los que odiamos. “Cualquiera menos…” nos llevó a este cualquiera. Poco antes de su muerte Lanata se sintió atacado por los que lograron que su energúmeno sea presidente sin darse cuenta que, en parte, su furor y su personaje televisivo crearon al monstruo.

* * *

Pero Lanata es, ahora que murió y se debe hacer balance, muchas cosas más.
Un amigo mío está investigando al periodista argentino más punk y más beat, Enrique Symms, el creador de Cerdos y peces, tal vez la revista extrema que Lanata soñaba con crear si no hubiera querido ser también famoso, poderoso, rico y admirado.
Y entre las cosas que me llegaron por la muerte de Lanata, Matías me mandó un párrafo que incluye estas frases. No puedo dejar de pensar que Jorge Lanata está también escribiendo sobre sí mismo, sobre el hombre, el periodista, el soñador inclasificable que quiso y temió ser:
“Symns raspa. Symns no tiene bordes lisos, y siempre está por morir (…) Symns es un escritor; en este tiempo en que cualquier imbécil se autodenomina ‘artista’ y los ejecutivos imprimen ‘creativo’ en su tarjeta de negocios, Symns es un escritor. Y Symns, como todo escritor, se odia a sí mismo. Hay algo en él que combate su esencia: no sé qué es, pero Symns se suicida, se boicotea, se ama exageradamente, duda de sí mismo o se reza, todo a la vez”.
¿Y si sacamos Symns y ponemos Lanata? Yo creo que, más allá de los datos y las peleas con los poderosos de cada momento, en esta visión de Symns, que nunca quiso aquel poder y prestigio por el que Lanata estaba dispuesto a traicionar a los que lo idolatraban, se esconde, además de una prosa afilada y dúctil, un Lanata más allá del evidente.
En noviembre de 2012 (cuando Lanata tenía 52 años), su colega Luis Majul había un libro sobre él de 440 páginas, lo más parecido a una biografía del “periodista más amado y más odiado de la Argentina”.
Allí define Majul su vida y su carrera en un párrafo:
“Fue casi un niño prodigio. Tuvo decenas de mujeres, tres matrimonios con libreta y dos hijas. Terminó el colegio secundario de noche y jamás obtuvo un título universitario. Fundó dos diarios y cinco revistas. Condujo programas de radio y televisión. Hizo una película. Hizo de actor para películas y video clips. Publicó ocho libros. Fue acusado varias veces de plagio. Ganó decenas de premios. Soportó una quiebra personal, tuvo que vender relojes para pagar deudas y todavía sigue gastando más de lo que tiene… Se peleó con decenas de colegas y también con casi todos los presidentes desde 1983 para acá. Tomó toda la cocaína que podía tomar y un poco más, hasta que su cuerpo y su alma le pusieron un límite. Juró que jamás trabajaría para Clarín. Hasta que se transformó en el periodista estrella del Grupo”.
En el obituario publicado en Clarín, Osvaldo Pepe resumió así su “personaje” este 31 de diciembre:
“Jorge Lanata fue mucho más que un periodista. Fue un hombre de los medios que trascendió los medios y llegó a la condición de figura rectora, un influyente top de la cultura mediática de su tiempo. Considerado por muchos el número uno de ese universo, sin dejar de destacarse en otros, supo adaptarse y posicionarse a la vanguardia en todos los géneros del periodismo, gráfico (prensa escrita), televisivo, radial, plataformas multimedia, ciclos documentalistas y de investigación.”
¿Cómo recordaremos a Lanata? ¿Como un gran periodista, creador de medios, de formatos, de lenguajes y estilos? ¿Como impulsor de la carrera de los mejores, muchos de los cuales lo recuerdan con cariño, mientras otros prefieren olvidarlo?
Lo bueno de no tener que hablar en su funeral ni tener que denostarlo en los medios que hoy lo aborrecen, como lo que queda de su Página/12, es que se puede pensar a partir de él, a partir de sus grandes logros y de su perturbadora influencia en el periodismo de hoy.
Yo me quedo con una vida y una obra desorbitadas, fecundas, que ayudan a pensar el periodismo e imaginar uno tan creativo como lo que logró el mejor Lanata, y a soñar con uno alejado de las peleas a garrotazos dentro del poder (no fuera, como debe estar) en que cayó el peor Lanata.

Este texto fue publicado en forma más breve en la revista Mensaje y en forma completa en la revista digital Puroperiodismo, ambos de Chile, en enero de 2025. 

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15 de enero de 2025
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Los exilios de mi abuela

Ahí está. Lo volví a sentir. Pasé frente a la puerta de la cocina y otra vez me atacó ese olor. Es dulce pero no es un perfume. Es agrio, pero no duele. Es un olor simple y básico que no viene de ninguna de las cosas que tengo en la cocina. Tiene un vago tufillo a comida, pero no es un vegetal ni una fruta ni ninguna de las especies que se apiñan en frasquitos de vidrio sobre la mesada. Es un olor a exilio que lo inunda todo y me pone la piel de gallina. Pero no es mi exilio. No es mío. Es un exilio lejano y permanente, un olor indefinible a algo que se come pero que nunca saldrá de una receta.
Tengo que escribir sobre mi abuela.
Mi abuela se llamaba Ellen. "No es Helen. Es Ellen", decía ella con su castellano que nunca pasó de estrafalario. Le preocupaba que confundieran su nombre, de procedencia centroeuropea, con el de su prima Helen, que tomó otro vapor y se convirtió en American. "An American life". Helen se instaló en Los Angeles para la misma época que mi abuela recaló en Buenos Aires. Pero para la nueva gringa California era tierra de promisión. Para Ellen, Argentina fue un naufragio.
Se pasaba las mañanas en la peluquería, las tardes jugando al bridge con las amigas. No me imagino sus noches. Supongo que soñaba mucho, con un Berlín elegante en tonos pastel poblado de valses, abrigos de cuello suave para ir acariciando por la calle y empedrados donde repicaban los cascos de caballos negros. Soñaba en letra gótica, mi abuela.
Si mi abuelo tenía que salir por negocios, Ellen empezaba a llorar. No lloraba fuerte ni se atoraba con hipos. El efecto era acumulativo. Lloraba un día. Lloraba dos días. Al cuarto día mi abuelo anunciaba que no iba a viajar. Entonces Ellen dejaba de llorar. No sonreía mucho. Sólo dejaba de llorar.
Cuando el abuelo murió, en el 57, Ellen empezó a recibir huéspedes en la casa. Alquilaban cuartos, pero ella los llamaba sus huéspedes. Mi papá -un adolescente flaco de pantalones anchos- dormía en la sala, para dejarle su cuarto a los huéspedes. Casi todos eran alemanes desarraigados. Me los imagino siempre comentando sobre el tiempo y leyendo diarios viejos, los señores oliendo a colonia y crema de afeitar, las señoras con la mirada perdida dentro de un cuadro que había en el comedor, una calleja de Baviera que se perdía en la montaña.
Todas estas cosas pasaban antes de que yo naciera. El primer recuerdo que tengo de mi abuela es éste: Yo estoy parado sobre una mesa en el baño. Mi abuela me está secando con una toalla mientras me canta canciones de cuna en alemán. A mí me gusta que me cante, pero no en alemán; quiero que cante en castellano, como mamá. Pero mi abuela no sabe ninguna canción en castellano. Habla muy despacio, traduciendo palabra por palabra; tiene ojos celestes. Sonríe y se le endulzan todas las arrugas.
Ahora, lo primero que surge en la familia cuando nos acordamos de mi abuela son las anécdotas por su torpeza con el idioma del país donde vivió 54 años. Una anécdota: Cuando se estrenó "La historia oficial" en 1984, a todo el mundo se le ocurrió llevarla. "La vi tres veces", se lamentaba en uno de los idénticos tes con leche en tazas de porcelana. "Y la tercera vez fue la que menos entendí".
Siempre la sorprendían las carcajadas. "No es para reir", nos explicaba. Nos suplicaba.
"Yo no sabe si puedo mandarle cosas", me escribió con infinito trabajo y letra de niña al lugar donde yo padecía mi servicio militar. Y punto seguido, una frase que quedó como refrán en la familia: "Si sí, di que".
En 1975, mi abuela recibió una carta del Burgomaestre de Berlín. Como parte de las compensaciones a los berlineses que huyeron del nazismo, el funcionario la invitaba a volver a la ciudad. Una semana, todo pago y con una cena de cuento en el Ayuntamiento, presidida por el Burgomaestre en persona. Mi abuela saltaba de contenta. En esas noches debe haber soñado de nuevo toda su infancia.
Berlín era hermoso, nos decía Ellen mientras se hamacaba en su mecedora. Atrás, la ventana daba a un edificio en construcción. Desde su ventana el cielo estaba siempre gris, pero Ellen tenía sus contactos para compartir el paraíso perdido. El médico, el peluquero, la modista, el fiambrero, las amigas del bridge, todos eran expatriados de Berlín. Cada día mi abuela recorría una ciudad fantasma, sin mirarla, buscando refugiarse en la complicidad de su logia secreta.
Una mañana de 1975, la abuela plegó sus mejores vestidos en una valija y se fué a Berlín. Diez días después regresó, diez años más vieja.
En algún rincón oculto Ellen debió esperar encontrarse con el mundo de antes de la guerra. Un mundo ordenado, despoblado, silencioso, con penumbras y músicas suaves. Ese mundo acabó en todas partes, pero en ninguna tan definitivamente como en Berlín.
Buenos Aires, Montevideo, San Francisco, Rio de Janeiro, La Habana o Quito guardan el pasado en forma de ruinas, museos, esqueletos, paseos, plataformas sonoras sobre las que surge con estridencia el presente. En Praga, Londres, Florencia, Sevilla o París el pasado nos asalta en cualquier esquina, con su olor intacto. Pero el Berlín de mi abuela fue meticulosamente bombardeado, transformado en montañas de escombros y extirpado de las memorias culposas. El paraíso de Ellen desapareció de la faz de la tierra y, en su viaje de regreso, la ciudad del Burgomaestre la agredió con los mismos vahos, bochinches y plásticos que detestó siempre en la cárcel de su exilio.
Con sus huesos de papel a cuestas, Ellen recorría Buenos Aires con una mirada tristísima. Nunca se recuperó de su viaje. Poco a poco se empezó a resignar a que ese lugar, donde había pasado casi toda su vida, era su casa. Se pasaba horas arreglando adornitos, plantas y libros vetustos en su departamento. Se contentaba con cocinar sopas y postres para sus nietos, mirar con dificultad la televisión, dar vuelta a la manzana una vez por día.
Pero la abuela no podía estar sola, y a medida que pasaba el tiempo podía hacer menos cosas. Necesitaba una ayudanta y una enfermera 24 horas por día y eso era muy caro. El consejo familiar fue llamado a dictaminar. Una mañana, muy nublada y ventosa, llevamos a mi abuela al asilo.
Un año de asilo, con visitas frecuentes. Ellen casi no nos reconocía. Farfullaba unas pocas frases en alemán y entraba en hondos silencios. Decía que no esperaba nada del futuro, y no había forma de contradecirla.
Al año de su internación, la crisis económica obligó a otro consejo familiar. No se podía seguir manteniendo el departamento desocupado mientras se sumaban las cuentas del asilo y los médicos. "Total, nunca va a volver". "Podríamos alquilarlo". "No hace falta decirle nada".
Otra mañana gris nos repartimos sus cosas tal como ella nos había instruído muchas veces. Sacamos los adornos, los jarrones, las tazas de porcelana para el té. Alguien descolgó el cuadro que había en el comedor con la calleja de Baviera que se perdía en la montaña. Yo me quedé con la mecedora.
Los domingos me tocaba buscar a la abuela en el asilo y llevarla a la casa de mis papás o a lo de mis tíos para el almuerzo. "Vamos a ver el departamento. Sólo un minuto; estamos cerquita", imploraba la abuela. Y yo tenía que decirle que no, que estaban todos esperando, que se enfriaba la comida, que tal vez otro día. Nunca supe si me creía.
En el almuerzo Ellen trataba de seguir las conversaciones vertiginosas, perdía la paciencia, se hundía en su sopa. De pronto interrumpía todo para contar sus planes para cuando volviera al departamento. Uno de esos domingos, poco antes de cumplir los noventa, dejó de hablar de planes.
Mucho, mucho tiempo después me empezaron a asaltar estos recuerdos. Tal vez por mi propia lejanía de casa. O por el paso de los años cuando me levanto a la mañana.
En el olor de la cocina viven estas historias. El exilio. Berlín. El departamento alquilado. Y esa mañana de noviembre en que llovía a baldes, llovía y llovía y todos teníamos cara de tener que estar pronto en otro lugar. Los murmullos eran gritados para traspasar la cortina de agua, la catarata sin río que acompaño a mi abuela Ellen hasta el cementerio.
Mi papá apretó el botón. El cajón de madera oscura empezó a rodar por la mesa. Del otro lado de la cortina aguardaba el fuego, la consumación, la rapidez de lo inevitable. El fin del exilio de mi abuela.

Escribí este texto en los años noventa. Yo apenas llevaba un exilio a cuestas, de Buenos Aires a Costa Rica. No lo publiqué hasta hoy. Ahora, treinta años más tarde y con muchos exilios más, siento que varias de estas historias no son exactas, pero son verdaderas en mi memoria, como yo me las acuerdo y como las siento todavía hoy.

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7 de enero de 2025
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La terrorista que inventó nuestras pesadillas

 

Reseña de "Letras torcidas: un perfil de Mariana Callejas", de Juan Cristóbal Peña (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales, edición de Leila Guerriero, Santiago, 2024)

Por fin el buscador de historias logró encontrar un personaje escalofriante cuya ambición está a la altura de sus propios sueños literarios.
El periodista Juan Cristóbal Peña viene publicando desde hace casi dos décadas libros, perfiles, crónicas y reportajes que se internan en las vidas y los escritos de represores letrados, pero ninguno como la protagonista de su último libro. Y es que, a la vida y la obra de Mariana Callejas, cuentista y agente de la policía política de Pinochet, se le puede aplicar con justicia eso de que ‘si lo inventas suena exagerado’.
Por eso su historia necesitaba una pluma como la de Peña. Pero la historia no era para nada fácil. La mayoría de los investigadores de la negra noche pinochetista se han centrado en algo necesario, pero más esperable: los dolores y anhelos truncados de las víctimas y sus familiares, o en la exposición de los crímenes de los autores intelectuales y ejecutivos de los secuestros, torturas y desapariciones del régimen.
En cambio, lo que ha distinguido la fecunda y prestigiosa obra de Peña es algo más espinoso y complejo: hurgar en las heridas de infancia, las ansias de figuración y reconocimiento intelectual y los impulsos expresivos de “los malos” de la dictadura.
Después de contar en una trepidante novela de no ficción el frustrado intento de Los fusileros de matar al dictador, Peña se ha adentrado en La secreta vida literaria de Augusto Pinochet, su patética búsqueda de reconocimiento que terminó en robar y usar dinero público para hacerse con una biblioteca valiosa y sus plagios para firmar libros intrascendentes.
Y luego, en las no menos patéticas cartas de amor de su verdugo, el jefe de la DINA Mamo Contreras, a su secretaria y amante, en el perfil que escribió para el libro colectivo Los malos (Manuel Contreras: Por un camino de sombras).
El año pasado, para los 50 años del Golpe, se adentró en la trayectoria del brillante y malvado propagandista Álvaro Puga como intelectual en las sombras del régimen (El primer civil de la dictadura, publicado en Anfibia).
En la mirada de Peña, todos estos personajes tienen en común un pasado de abusos y ninguneos, y un desmedido afán de reconocimiento, que los hace contar, en escritos y entrevistas, más de lo que quisieran o debieran sobre sus crímenes y tropelías.
La cara B de los malos es un agujero por el que el autor se interna en sus mentes, en sus métodos y en la mezcla escalofriante de sensibilidad e inhumanidad de estos seres fascinantes y despreciables. Entenderlos (sin justificarlos) es una manera de conocer una época y una forma de pensar y actuar que tiene dolorosos paralelos con el presente.
Letras torcidas da un paso enorme en esta búsqueda del autor de esos malvados con veleidades literarias. Porque Mariana Callejas sí, finalmente, es una muy buena escritora, porque sus cuentos, leídos como hace Peña a la luz de su esperpéntica trayectoria criminal, echan luz a una mente desquiciada y su entorno, y porque la doble vida que llevó permite un relato de enorme potencia.
Desde su infancia en Rapel, un somnoliento pueblito del valle de Limarí, pasando por la integración a un grupo sionista de izquierda en Santiago y por un kibutz en el inicio del sueño de un Israel socialista e integrador, siguiendo por una vida aburrida de madre de familia en barrios judíos de Nueva York y la vuelta a un Santiago provinciano en los sesenta, todo llevaba naturalmente a que Callejas escribiera cuentos de soledad neoyorquina y soñadores de la Guerra Fría (lo que hace).
Sin embargo, nada la impulsaba a convertirse en terrorista internacional de la DINA del Mamo Contreras y aliada de fascistas antisemitas europeos.
Pero el encuentro con el jovencísimo técnico reparador de motores norteamericano Michael Townley y su fascinación con el movimiento ultraderechista Patria y Libertad en el gobierno de Allende la hicieron descubrir la fascinación por la aventura, el peligro, la violencia, la acción.
Como una especie de Doctor Jekyll y Míster Hyde, durante los álgidos setenta Callejas fue a la vez una admiradora y émula de Jorge Luis Borges, con su taller literario para jóvenes promesas de las letras en su extensa mansión en Lo Curro y, por otra parte, una sicaria de la ultraderecha, con sus viajes peligrosos a Latinoamérica, Europa y Estados Unidos junto con su marido, para matar a los críticos de la dictadura.
Como una anti-Rodolfo Walsh del fascismo criollo, se lanzó a la aventura sin abandonar en ningún momento su vocación literaria.
Su casa misma de Lo Curro es un símbolo perfecto de ese mundo dual de la dictadura: los salvajes asesinos cruzándose en pasillos con una mezcla de la intelectualidad adicta al régimen, los que buscan inescrupulosamente acercarse al poder, cualquiera sea, y los que no quieren ver ni saber ni sentir lo que pasa a su alrededor.
En un libro que cuenta y reflexiona sobre lo que está contando, un libro que es a la vez relato y ensayo, Peña se pregunta cómo pudieron hacer esos jóvenes aspirantes a artistas de la palabra para no ver lo que el jardinero de la familia Townley-Calleja entendió enseguida.
La declaración judicial del jardinero, junto con decenas de documentos legales, libros, obras de ficción y de testimonios y entrevistas a muchas personas que coincidieron con todas las épocas de su personaje y el lúcido análisis de los excelentes cuentos de Callejas, le dan al autor los mimbres para construir un cuento cierto que abona la vieja idea de que la realidad supera a la ficción.
El libro está poblado por personajes variopintos, multifacéticos: desde el rudimentario y apolítico asesino Townley hasta el astuto y sensible hijo mayor de Callejas, y desde los macarrónicos fascistas italianos que se instalan en la casa familiar hasta los geniales Pedro Lemebel y Roberto Bolaño, quienes ven en la fábula del taller de la escritora agente de la DINA una parábola sobre el lado menos conocido de la dictadura, y de paso de la sociedad chilena.
Para mí, el personaje más interesante es el mentor y valedor de la escritora terrorista: Enrique Lafourcade, a quien Peña se refiere irónicamente como “el Maestro”, un complejo, carismático líder de una presuntuosa secta de elegidos que se creen por encima de la banalidad de los demás y que, a la distancia, provocan en el lector una mezcla de furia, fastidio y lástima.
Letras torcidas, que cuenta con la valiosa edición de Leila Guerriero, es el más reciente ejemplar de la colección Vidas ajenas de la Editorial de la Universidad Diego Portales. Al terminar de leerlo queda la impresión de haber entrado en una vida tan extraña que parece deslumbrantemente inventada. Y a la vez tan cercana que no parece “ajena”, sino dolorosamente familiar.

Este texto fue publicado en noviembre de 2024 en la revista digital Anfibia Chile. 

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5 de diciembre de 2024
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