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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

Protesta contra Lukashenko en Amsterdam.OLAF KRAAK / EFE

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Distopía transnacional

 

El temor de la UE a que las sanciones lleven a Bielorrusia a estrechar su alianza con Rusia no debería propiciar que la crisis se vuelva sistémica

 

La sensación de seguridad es fácil de arrebatar. Es algo que sabe muy bien un autócrata como Aleksandr Lukashenko, que ha hecho de la intimidación y la represión una vía efectiva para aferrarse durante casi tres décadas al poder. El pasado domingo, al forzar con una falsa alerta de bomba el aterrizaje en Minsk de un Boeing de Ryanair que cubría la ruta Atenas-Vilna, cumplió dos objetivos: poner entre rejas al periodista de 26 años Román Protasevich (cuyo nombre habían incluido en la lista de terroristas al lado del Dáesh), junto con su compañera, la estudiante rusa Sofia Sapega, y enviar un mensaje a la disidencia y la diáspora bielorrusas propio de mafias y dictaduras: “Da lo mismo adónde vayáis, porque os atraparemos”. La asfixiante atmósfera que mantienen Lukashenko y el KGB lleva a recordar que fue en territorio de la actual Bielorrusia donde se concibió el panóptico, ese modelo arquitectónico al servicio de la vigilancia perfecta que Michel Foucault usó como metáfora del control social. Su diseñador, Samuel Bentham, observó en las iglesias ortodoxas la disposición central del icono de Cristo, que hacía que todos los feligreses sintieran su mirada. Lo principal, aun así, no era asegurar una supervisión permanente, sino inocular el miedo de estar siendo continuamente observado.

Las manifestaciones multitudinarias en Bielorrusia a causa del falseamiento de los resultados de las presidenciales vinieron precedidas de una inexistente gestión de la pandemia. El negacionismo de Lukashenko empujó a la sociedad civil a informarse por cuenta propia y a promover medidas. La ocultación de información oficial tenía un antecedente paradigmático: la catástrofe de Chernóbil. En tal contexto, la libertad de expresión sigue siendo hoy la última barrera defensiva; por eso, activistas y defensores de derechos humanos han aprendido del periodismo a ser más efectivos y convincentes. Sin sus canales de información independientes, alojados en plataformas digitales que eluden el control gubernamental, no sabríamos mucho de lo que ocurre a diario en Bielorrusia. Eso es lo que hizo Román Protasevich durante las protestas como editor del canal de telegram Nexta. Lo mismo que Alexéi Navalni, cuando destapó en YouTube casos de corrupción y de despilfarro en el círculo de Putin. Al primero le han enviado un caza para escoltarlo de regreso a Minsk, donde se enfrenta a penas de hasta 15 años, o quién sabe a cuál, en el único país europeo donde aún se aplica la pena de muerte; el segundo sobrevivió a un envenenamiento con Novichok en el que se intuyen los tentáculos del Kremlin.

En el siglo pasado se confirmó que las distopías pueden cumplirse, y hoy nos resulta más fácil creer en ellas que en las utopías. Fue precisamente hace cien años cuando el escritor ruso Yevgueni Zamiatin, ingeniero de formación, creó la primera distopía contemporánea. Su novela, Nosotros, inspiró a muchas posteriores, como 1984 de George Orwell. En ella, describió un mundo cercado por un gran Muro Verde, en el que los individuos habían perdido su libertad a cambio de una felicidad colectiva y “matemáticamente infalible”. Por supuesto, en la sociedad imaginada por Zamiatin no hay la menor libertad de expresión (solo órganos de propaganda) y a los disidentes que atrapan se los somete a torturas en la Campana de Gas. Cada cierto tiempo, se organizan elecciones, que siempre gana el denominado Gran Benefactor. La lucha entre el “Estado Unido” y el individuo que plasmó Zamiatin tiene hoy su eco en el país eslavo, uno de los más militarizados de Europa. En 1994, Lukashenko apeló a un nostálgico “nosotros” soviético para atraer la lealtad del electorado. Así, el autócrata, que ofrecía a cambio seguridad, estabilidad y paz, se erigió como Gran Benefactor. Pero ahora, una nueva generación anhela derribar el muro que los aísla de la democracia.

Si el principal error táctico de Lukashenko fue su convicción de que una mujer no podía convertirse en un serio contrincante para él en unos comicios, la Unión Europea cometería ahora otro igual de colosal si no encuentra la manera de atajar la represión del primero. El temor de los Veintisiete a que las sanciones lleven al país vecino a estrechar su alianza con Rusia no debería propiciar que la crisis política y humanitaria auspiciada por el Gobierno de Minsk se vuelva sistémica. Comenta Franak Viačorka, principal asesor de Svetlana Tijanóvskaia, que “si no se frena ahora a Lukashenko, Bielorrusia será una Corea del Norte en Europa”.

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11 de junio de 2021

Dacia Maraini. Foto: Archivo Dacia Maraini

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Dacia Maraini y sus primeras islas

 

I. Hokkaidō y Honshu

En La vuelta al mundo en ochenta días (1872), Julio Verne sitúa a sus protagonistas, viajeros contra reloj a lo largo del globo terráqueo, en el puerto de Bríndisi para hacerlos zarpar rumbo al canal de Suez y, a través de allí, ir a atracar en Bombay, la primera costa asiática, al cabo de trece días. En la tercera hoja de un viejo diario recuperado, Dacia Maraini observó un mapa. Lo había dibujado su madre, Topazia Alliata, y en él aparecía marcado un itinerario: el que realizó la propia Dacia —una niñita rubia de ojos azules que entonces aún no había cumplido los dos años— junto con sus padres destino a Japón. El recorrido parte del mismo puerto, en la llanura salentina a orillas del Adriático, y efectúa su primera parada a las puertas del canal que comunica con el mar Rojo. Como una serpiente acuática azul que bordea las costas de dos continentes, el trazado repta por las aguas de distintos mares tocando en algunos puntos tierra firme: Adén, Bombay, Colombo, Singapur, Manila, Hong Kong, Shanghái y Kobe. «El agua se aprende por la sed; la tierra, por los océanos atravesados», dicen unos versos de Emily Dickinson.

Luego se dirigirán a Sapporo, en la isla de Hokkaidō, donde moran los ainu, el objeto de estudio del venerado padre, Fosco Maraini —etnógrafo y orientalista—, y pretexto para alejarse, en 1938, de la Italia fascista, pero también de los padres de uno y otra. Oriente es un destino de deserción surgido de la terquedad de Fosco. El vaivén del barco es de las pocas cosas que, a la edad de un año y medio, una niña consigue retener y de ahí nace su predilección futura por las embarcaciones como lugar de placer narrativo, de la mano de Stevenson, Verne, Conrad o Melville. Descubre las líneas del mapa hecho por su madre, como las huellas del destino en la palma de una mano, en los diarios de esta última, escritos entre 1938 y 1941. Con esas sucintas anotaciones Dacia Maraini establece un diálogo en La nave per Kobe. Diari giapponesi di mia madre [En barco hacia Kobe: diarios japoneses de mi madre] (2001).

Dacia Maraini

«El primer sabor que conocí y del cual tengo memoria es el sabor del viaje. Un sabor a maletas recién abiertas: naftalina, lustre de zapatos y ese perfume que impregnaba la ropa de mi progenitora, en que hundía mi rostro con deleite», leemos en sus páginas. La memoria tiene algo de maleta, que se abre como un libro. En ella cabe un número finito de objetos, aunque transportan texturas aromáticas invisibles que despiertan el resto de los sentidos. La maleta es un contenedor de historias para el teatro ambulante de los recuerdos. El nomadismo, cuenta la autora, corre por las venas de los Maraini, bulle cuando un sexto sentido muy suyo detecta un estado de reposo. Ese sentimiento, no obstante, se mitiga con la seguridad del retorno, pues se parte para volver, se sueña para despertar, se ansía la noche para retomar los sueños, como un eco, otra vez, del poema 135 de Dickinson: «La paz se revela por las batallas; el amor, por el recuerdo de los que se fueron; los pájaros, por la nieve». Aquel que renuncia o se abstiene del objeto deseado conoce mejor su valor que el que lo posee. Viajar es hacer realidad el impulso natural de esta coleccionista de las vivencias más extravagantes y felices, como se autodefine Maraini.

Con En barco hacia Kobe Dacia Maraini recupera la historia de resistencia y coraje de su familia en el campo de concentración para antifascistas japonés, cuando la pareja se niega a adherirse a la República de Saló, Estado títere de la Alemania nazi: «Acuérdate de decir que no fui a un campo de concentración para seguir al hombre que amaba […] Yo, por mi parte, dije que el nazismo y el fascismo estaban en contra de mis ideas, que no me gustaba el racismo», le advierte su madre en el tramo final del libro. En cierto modo, Maraini transforma una experiencia íntima, la de la madre, circunscrita al mundo doméstico, en material de reflexión política. La actitud de su progenitora madre no deja de ser un eslabón más en la antiquísima historia de sacrificio femenino a favor de la maternidad, pues, por su parte, el padre nunca abandonó su carrera profesional, sus expediciones y su ambición intelectual. Aunque durante mucho tiempo devota de la figura paterna, Maraini escogerá finalmente el arte de contar de su madre, de quien escuchaba los cuentos a la hora de dormir, y no el estilo ensayístico y etnográfico del padre. El cuerpo femenino de la madre se convierte en la isla a partir de la cual pensar el mundo. Según decía Virginia Woolf: «Como mujer no tengo país… Como mujer, mi país es el mundo entero».

II. Sicilia

De isla a isla. La memoria es un archipiélago. La naturaleza insular de los recuerdos hace que cualquier mirada atrás sea siempre una travesía por las aguas del tiempo. Maraini recala por primera vez en Sicilia en 1947, cuando se firma el Tratado de París. Desde donde nace el sol, un transatlántico; luego, después de un tiempo en Florencia, un barco desde Nápoles. Una niña de once años llega a la isla mediterránea de las tres puntas, el lugar donde se hunden las raíces nobiliarias de su madre pintora. El clima y el paisaje, junto con las dominaciones extranjeras, dice Lampedusa, es lo que ha configurado el alma siciliana. Sometida durante la mitad del año a cuarenta grados de fiebre y la otra mitad a un «invierno ruso», esta tierra, asediada por monumentos fantasmagóricos del pasado, la acoge con recelosa curiosidad. La lengua de Maraini, la de los juegos y la de los sueños, es la japonesa, que ha articulado con la sintaxis del hambre sufrido en el campo de concentración. Allí, rememorada con la cadencia palermitana de la madre, Sicilia se colaba en la miseria oriental para distraer el vacío del estómago, pues la carencia de alimentos «hace galopar los sentidos y trotar la fantasía»: sardinas a beccaficominne de Santa Ágata, berenjenas a quaglia… No obstante, cuando pise ya Bagheria, al este de Palermo, no solo encontrará los sabores fantaseados. Será también el descubrimiento de la playa, los libros, los helados, los limones, los dátiles. Los restos de casas destruidas durante la guerra y los arbustos de moras eran lo único que se parecía a lo que había dejado atrás.

Dacia Maraini

Villa Valguarnera, la casa de sus ancestros, es un palacio de austeridad neoclásica, el más imponente de Sicilia, construido al pie de una suave colina, Montagnola, desde la cual se pueden admirar los golfos de Palermo y de Termini Imerese, así como el monte Catalfano. Cuando Stendhal visitó el palacio, lo cautivó ese mirador que arrancaba sonidos del alma como el arco de un violín. La villa es el corazón de esa narración autobiográfica de Dacia Maraini titulada Bagheria y publicada en 1993, fruto de su regreso a sus estancias a una edad ya madura. Como el cuerpo humano, los edificios también se arrugan y acusan el paso del tiempo. No se puede volver a ellos tal como los recordamos. Aunque no solo hace mella el cansancio de los materiales. La autora nos habla de la destrucción sistemática de los tesoros paisajísticos de su adolescencia por culpa de la corrupción, la desidia y la rapiña, especies invasoras de todo el Mediterráneo. Belleza robada, inútilmente maltrecha. Algo ha quedado de la antigua grandeza de Bagheria, pero en bocados, entre jirones de los viejos jardines comprimidos en las nuevas autopistas, envueltos de edificios de execrable gusto, ocultos por cortinas de casas apelotonadas. A veces nos alejamos del lugar de la infancia para no presenciar, apretando puños y dientes, el deterioro del paisaje amado.

«Hay un momento en su historia en que toda familia aparece feliz ante sus propios ojos», añade Maraini en este ensayo memorialístico con el que rompe el silencio interpuesto entre ella y la tierra de su familia materna, gente de esa alta alcurnia siciliana «ávida, hipócrita y rapaz». Ella se siente más próxima a la abuela paterna escritora —nacida en Hungría, de padre inglés y madre polaca— de alma peregrina, que abandonó a su marido y a sus hijas para perderse por Bagdad y, luego, conocer en Roma a su futura pareja, el escultor Antonio Maraini. ¿Cómo aceptar, además, la moral siciliana, que no prevé una voluntad femenina contra la lujuria masculina, venga de donde venga, sea de un desconocido, de un amigo de la familia o del propio padre? Bagheria es un destello de dicha después de la penuria y las bombas de la guerra, un paréntesis en la degradación de los afectos, cuando, en silencio, escucha a su padre, antes de que las abandone, charlar con los amigos bajo el cielo estrellado, con la fragancia de la menta adormecida: «¿Y si el universo respirase?».

III. Mallorca

Una islómana como Dacia Maraini, imbuida de ese espíritu isleño que parece rozar solo a unos cuantos con su misterio, obtuvo el primer reconocimiento internacional a su carrera literaria —por entonces incipiente, inaugurada con Las vacaciones (1961)— con un premio vinculado a otro lugar insular, alejado de las metrópolis: Mallorca. La tarde del 11 de mayo de 1962, en la librería Einaudi de Via Veneto, se celebró la presentación de los vencedores del Prix Formentor. Dacia Maraini, que acogió un tanto contrariada ciertos prejuicios que rodearon la noticia, lo ganó en la sección de inéditos con L’età del malessere (publicado en español en 2018 como Los años rotos por la editorial Altamarea). ¿Qué podía significar, para una joven escritora de veintiséis años, viajar a un rincón escondido del Mediterráneo, a recoger un galardón tan importante? En primer lugar, conocer esa Mallorca a la que la dictadura le había robado algo de su luz, no como la que describió Borges en un precioso poema narrativo, publicado en 1926: «Y yo —como tantos isleños y forasteros— no he poseído casi nunca el caudal de felicidad que uno debe llevar adentro para sentirse espectador digno (y no avergonzado) de tanta claridad de belleza».

Dacia Maraini

Maraini recuerda que se encontró con una España «embalsamada», que contrastaba con el aliento aperturista del premio, cuyo objetivo era, entre otros, abrir el contexto literario español al mundo democrático. La naturaleza taciturna de la protagonista de Los años rotos, Enrica, cuyas motivaciones resultan esquivas a los lectores, es una chica del extrarradio romano que parece entregarse de forma apática y un tanto maquinal al deseo sexual. La autora conoció bien ese ambiente suburbial cuando se trasladó a vivir a Roma con su padre, después de la separación entre la pintora y el etnólogo. A principios de la década de 1950, Roma era una ciudad mucho más pequeña que la actual, en la que los intelectuales se veían y se encontraban en los restaurantes de Piazza del Popolo, para intercambiar impresiones y tejer una comunión creativa. A modo de piazza intelectual, el hotel Formentor nació de la iniciativa del poeta y diletante Adán Diehl, cautivado por el paisaje de ese retiro, como un refugio literario y artístico cuando adquirió a la familia del también poeta Miquel Costa i Llobera, en 1926, la península de Formentor, a la que solo se tenía acceso en barca. Tres años más tarde abrió sus puertas como lugar de hospedaje, desestimada la opción de crear un paraíso privado. Desde entonces, Formentor sigue fiel a su aspiración de ser un cenáculo fértil en el que la belleza del entorno desempeña un papel decisivo e inspirador. Es, a fin de cuentas, un mirador insular desde el cual tomar la medida del genio literario.

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26 de mayo de 2021

'Cuentos Completos. Isaak Babel. Ed. Páginas de espuma

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Isaak Bábel, el escritor que quería saberlo todo

 

Un monumental volumen reúne la narrativa breve del autor ruso, sumada a sus reportajes, diarios, guiones y relatos cinematográficos

La publicación en un solo volumen de los cuentos completos de Isaak Bábel —incluidos diarios, relatos cinematográficos, crónicas y demás narrativa breve— es un verdadero acontecimiento para los lectores en español y, a riesgo de que suene enfático, así debo decirlo nada más empezar. Si además todo este material viene presentado en ciclos y organizado temáticamente en una edición crítica con traducciones nuevas, como en este caso, es motivo de mayor alegría. Y lo será tanto para quienes ya conocían ediciones anteriores de sus cómicas aventuras de los gánsteres de su ciudad natal antes de la Revolución (Cuentos de Odesa), los episodios de una infancia judía durante los pogromos o su memorable representación de los cosacos en la guerra polaco-soviética de 1920 (Ejército de caballería, antes Caballería roja) como para quienes lo descubran ahora. Estas piezas juntas tienen un efecto multiplicador y unitario, como si fueran capítulos de un mismo libro. Con la detención de Bábel en 1939 y su aniquilación a manos del NKVD se truncó dramáticamente uno de los mayores talentos literarios del siglo pasado y nunca sabremos cuántas páginas se le arrancaron a ese libro, pues no se recuperó la producción de sus últimos años, confiscada en los registros. El escritor “más parecido a Chéjov que tuvieron los soviéticos”, según su mayor especialista, el académico israelí Efraim Sicher, demostró su habilidad para condensar un universo entero con el colorido sensual de Chagall y la truculenta clarividencia de Goya. Si de algo se enorgullecía Bábel era de ser el escritor que menos palabras inútiles usaba. Por otra parte, esto lo sumía en un purgatorio creativo con larguísimos procesos de gestación, que le valieron fama de ser un maestro en el arte de incumplir los plazos de entrega para desespero de sus editores, de quienes antes había conseguido formidables anticipos. A uno de ellos le dijo que ni que lo azotaran públicamente entregaría un manuscrito antes de considerar que estaba listo.

“Soy hijo de un comerciante judío”, escribió, “nací en 1894 en Odesa, en la Moldavanka”, uno de los barrios más humildes de esa Marsella del mar Negro donde se mezclaban palabras en ruso, yidis y ucranio; los vapores de Cardiff, El Pireo y Puerto Said; los acentos griego, rumano y francés; el Talmud, Maupassant y Gógol. A sus 19 años vio la luz el primer relato de este autor “con gafas sobre la nariz y el otoño en el alma” (como caracterizó a uno de sus personajes) y en 1915 probó suerte en la capital, Petrogrado, donde solo Gorki apreció su talento, le publicó y le dio un valioso consejo: “Es obvio que usted no sabe nada, pero intuye mucho… Por eso, vaya a conocer a la gente”. Y lo hizo. Después de servir en el frente rumano, hacer de traductor en la Cheka, participar en las requisas de grano, ejercer de corresponsal junto al Ejército de Budionni o escribir reportajes en Tiflis, cuando ya había aprendido a expresar sus ideas “de manera clara y no muy extensa”, publicó los primeros relatos de Ejército de caballería y Cuentos de Odesa. El éxito le sobrevino como un alud. Ni siquiera sus detractores —Bunin lo acusó de “blasfemar a la sagrada Rusia”; los bolcheviques, de pintar una revolución despiadada sin batallas gloriosas— pudieron negar la novedad y potencia de su tono objetivo y estilo poético, carente de sitios comunes, imágenes manidas y melodrama. Nadie se había atrevido a intercalar escenas líricas en medio del hedor de la destrucción y del púrpura de la sangre. Sus descripciones de la naturaleza son soberbias, como si esta fuera el último reducto de la compasión perdida de la humanidad: “la noche posó sus maternales palmas sobre mi frente fogosa”. Su nombre pasaría a estar en boca de todos: desde Maiakovski, Ehrenburg, Paustovski hasta Thomas Mann, Brecht o Hemingway. Los lectores adoraron a los antihéroes de los bajos fondos odesitas y al protagonista de Ejército de caballería, ese intelectual judío inmerso en un dilema irresoluble entre la tragedia de su cultura y la brutalidad despiadada cometida en nombre de un ideal. Arrebatados y escalofriantes, sus cuentos impactaron como un obús en las conciencias de su época, un fenómeno comprensible para quien concebía que ningún hierro podía penetrar los corazones “de forma tan heladora como un punto puesto a tiempo”.

Con un gran futuro ante sí, en lugar de catapultarse, Bábel inició un viaje hacia el silencio que alimentó más su leyenda. Su ritmo de publicación se estancó y la escritura de guiones fue su escudo. Solía evitar las conversaciones sobre literatura, nunca se alineó con ningún grupo, aparecía y se ocultaba sin previo aviso, y apenas hablaba en público. En 1934, cuando participó en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos, en parte para testimoniar su lealtad y justificar su silencio (entendido este último como un género del que se proclamó un gran maestro), recordó que el gobierno solo les había quitado un derecho: “el de escribir mal”. Se guardó mucho de decir lo que él entendía por escribir mal, con el realismo socialista impuesto por decreto como única corriente artística válida. Dos años después, a la muerte de Gorki, su mentor, Bábel le dijo a su segunda esposa que no lo dejarían tranquilo: “No me asusta que me arresten, mientras me dejen escribir”. Planeaba una edición revisada de sus obras con inéditos, una futura novela, otro ciclo de relatos, pero el tiempo corría en su contra. “Al pasar a limpio los frutos de mis muchos años de meditación, como de costumbre me encuentro con que tengo menos para enseñar que el pico de un gorrión, y esto causará una gran indignación”. Un editor dijo de Bábel que se le encontraba allí donde lágrimas y sangre se derramaban con la misma facilidad. Y, con todo, él reivindicaba la felicidad y la ternura. A la literatura rusa, saturada de “la misteriosa y densa niebla de Petersburgo”, pensaba que le faltaba una buena descripción del sol. Aseguraba no tener imaginación y, para suplir esa carencia, cultivó una curiosidad omnívora, fiel a la exhortación de la abuela de su famoso relato: para triunfar “debes saberlo todo”.

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4 de mayo de 2021

Frances MacDormand, en 'Nomadland', de Chloé Zhao.

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Descolgados

 

‘Nomadland’ nos recuerda que cada desastre deja una estela de individuos expulsados del sistema

 

A estas alturas, con la cuarta ola, los árboles de cifras no dejan ver el bosque. Además, a veces oímos y leemos el número de contagios, la tasa de ocupación hospitalaria y el de incidencia acumulada casi con el mismo  automatismo con el que seguimos los partes meteorológicos. Es natural, pues a fin de afrontar los grandes desastres, ya sea en el ámbito íntimo o a nivel gubernamental, hace falta una adaptación excepcional de la mirada. Para enfocar aquello a lo que urge dar respuesta inmediata hay que reducir el campo visual, tal como hacen cuando persiguen a una presa los depredadores, que para eso tienen los ojos juntos al frente de la cabeza. Pero enseguida se necesita una percepción como la de los ciervos, cuyos ojos, dispuestos lateralmente, les permiten sobrevivir gracias a su visión panorámica.

Los desastres tienen ramificaciones complejas, perdurables, no siempre evidentes. Si el consabido aleteo de una mariposa es capaz de provocar una tormenta, ¿qué huracanes, aun cuando ya estemos vacunados, nos zarandearán de resultas de esta pandemia? En la era de la flexibilidad laboral extrema, los jóvenes que accedan a su primer trabajo lo harán en peores condiciones y sin haber solucionado el acceso a la vivienda. Dice con acierto Rebecca Solnit, en Un paraíso en el infierno, que los desastres son identificadores de conexiones. Y en los primeros meses de la crisis sanitaria (re)descubrimos la situación laboral del personal médico, las deficiencias en los geriátricos, el impacto del confinamiento en los aquejados de enfermedades mentales o en casas con algún familiar dependiente, la brecha digital entre alumnos, la mala calidad habitacional de muchas viviendas, etcétera. Los desastres exponen las desigualdades inherentes al orden establecido y exacerban sus efectos. Estaban allí, aunque fuera del campo visual prioritario de la agenda política.

En tiempos aún precovid leí el ensayo Nomadland de Jessica Bruder (traducido recientemente como País nómada). La expresión “ir sobre ruedas” indica que algo marcha bien, pero en este libro lo que rueda son los hogares ambulantes de una generación de estadounidenses expulsados a los márgenes por la crisis financiera de 2008. En autocaravanas y furgonetas cruzan Estados de norte a sur, o de costa a costa, encadenando trabajos temporales. Algunos de ellos preparan las sonrientes cajas de los centros logísticos de Amazon, sirven comida en puestos turísticos o descargan remolacha. La vida en la intemperie les sobrevino por la pérdida de sus ahorros, las deudas contraídas con hipotecas y tarjetas de crédito o el desempleo. Personas sin cobertura en edad de jubilación que siguen batiéndose el cobre a cambio del salario mínimo. También hay quienes desertaron porque les alcanzó un cataclismo —la muerte de un ser querido, una separación, una depresión crónica— sin haber logrado crearse una red de seguridad suficiente para resistir traumas en principio superables. Cada desastre deja una estela de individuos descolgados. A veces regiones enteras. Con el tiempo, los Gobiernos de turno aseguran haberse recuperado del tropiezo. Se apoyan en cifras macroeconómicas de crecimiento observadas con mirada depredadora; esto es, sin ver más allá de un estrecho ángulo de visión, aunque “ser humano significa anhelar algo más que la mera subsistencia. Además de alimento y cobijo, necesitamos esperanza”, concluye Bruder.

Se acaba de estrenar, dirigida por Chloé Zhao, la adaptación cinematográfica de este ensayo. No aparecen mascarillas, reuniones vía pantalla o distanciamiento social, pero parece la película sobre la pandemia filmada antes de la pandemia. Ambientada en 2011, la protagonista, Fern (Frances McDormand), pierde de un tirón a su marido (por enfermedad) y su trabajo y hogar (por la crisis). Cuando cierra la mina que insuflaba vida al pueblo de Empire, todo él desaparece, incluido su código postal. Esta historia real ha quedado congelada en imágenes de Google Maps, con coches aparcados frente a las casas. Y mientras esa explotación minera se desmantelaba, a unos kilómetros de allí abría un colosal centro de distribución de Amazon, el paradigma de la nueva economía digital. El segundo empleador privado del país es también un ejemplo de la denominada paradoja de la innovación, presente en los modelos empresariales de muchas plataformas. En esencia, se trata de copiar los de siglos pasados, en que una gran masa laboral compite en tareas relativamente poco cualificadas, pero ahora al dictado de nuestros clics y los algoritmos. Haciendo de la necesidad virtud, Fern se monta en su furgoneta para salir a campo abierto y mezclarse con nómadas, peregrinos o exiliados de este siglo XXI, dominado por el horizonte laboral de las tres íes: incierto, inestable, inseguro.

A finales de la década pasada el 40% de los jóvenes europeos estaban atrapados en un ciclo de trabajos temporales y mal remunerados. Con la incógnita todavía por desvelar del verdadero alcance económico, social y psicológico que tendrá esta pandemia, el dilema no es el ocurrente “comunismo o libertad”, más aún cuando lo segundo incluye a menudo una puerta giratoria que permite entrar a unos pocos y expulsar a muchos. Toda disyuntiva que presupone un nosotros y un vosotros contiene implícito un sálvese quien pueda y un reguero de personas descolgadas.

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16 de abril de 2021

Collage de Anne Carson incluido en su libro 'Nox'.CORTESÍA VASO ROTO EDICIONES / VASO ROTO EDICIONES

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Traducir: un viaje infinito

Verter una obra de una lengua a otra puede ser la lectura más intensa y admirativa. Varios libros dan cuenta de una actividad que tiene mucho de tanteo y creación

Escribir y traducir comparten la misma materia prima: las palabras. A ellas dedicó uno de sus últimos poemas Anne Sexton, y cualquier traductor o escritor que lo lea se identificará con su lamento por el escurridizo término justo. Concluye así: “Palabras y huevos hay que tratarlos con cuidado. / Una vez rotos son cosas imposibles de reparar”. En ese cuidado extremo arraiga el desvelo. Por un lado, se abre un océano de posibilidades, pues “ninguna palabra dice en un idioma todo lo que la otra dice en el suyo”, recuerda Chantal Maillard; por otro, el misterio que empuja al lector, después de leer una palabra, a buscar la siguiente. Salvo en algunos títulos aparecidos en los últimos años, en torno a la traducción ha reinado cierto silencio editorial, roto sobre todo en manuales técnicos, aunque no sea un acto excepcional: el mundo gira porque (nos) traducimos. “Se trata quizás de la actividad más humana que existe”, dijo la gran renovadora de las novelas de Dostoievski en alemán, Svetlana Geier, en unas conversaciones que Alberto Gordo nos trae al castellano. Responsable de traducir los “cinco elefantes” del escritor ruso, entre otras obras, admitió: “Esto no se traduce sin castigo”. Como obstáculos, señaló que “las lenguas no son compatibles”, pero también “los límites de una personalidad”, en su caso forjada en el Kiev del Holodomor y la ocupación alemana.

Como perspectiva y metáfora desde las cuales acercarse a la literatura, la tarea de traducir despierta un renovado interés. Una traducción puede ser la lectura más intensa y creativa, un salvoconducto a otra cultura, la horma con la que se tensa la piel del calzado del propio idioma, un acto amoroso de admiración, un revulsivo contra el ensimismamiento, un diálogo con el tiempo, un vínculo entre diferentes, un generador de variantes, un resucitador de textos olvidados, un taller de escritura, una forma de desaparecer, una mera transacción de bienes y servicios, un escudo de resistencia. Quizá la pregunta sea por qué no se le prestó antes mayor atención y, como para recuperar el tiempo perdido, el polifónico Pedir la luna reúne a una heterogénea nómina de traductores al español que comparten experiencias y reflexiones.

El humor con el que arranca Simpatía por el traidor, de Mark Polizzotti, revela que estamos ante un ensayo-manifiesto desacomplejado y realista que considera el tema “un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de pedantes eruditos”. Ensayista, editor y traductor de Flaubert, Duras o Modiano, Polizzotti recuerda a los lectores que eso que leen es fruto de una complicidad entre autores —su traductor Íñigo García Ureta y él—, y confiesa que el primero ha sabido a veces expresar mejor algo que en el original. Esta simpática confesión es un ejemplo de lo que persigue: brindar “un retrato que ayude a ver la traducción no como un problema”, sino, pese a todo, “como un logro que debe celebrarse”. Si traducir resulta inagotable es porque no se trata de “reemplazar palabras como si fueran baldosas o tramos de moqueta”. ¿Sus premisas? Los traductores son “creadores por derecho propio” y “la traducción es ante todo una práctica”. Más que reglas valen actitudes: empatía, sensibilidad, atención, flexibilidad, creatividad. En menos de 200 páginas aborda los principales debates —sobre el concepto de original, fidelidad, domesticación, reconocimiento, tarifas, condescendencia académica, riesgos del colonialismo lingüístico— para animarnos a renunciar al ideal de la traducción perfecta y a disfrutar del resultado “de muchas pruebas, errores, revisiones e invenciones”.

Helen Lowe-Porter, cuya versión inglesa de Los Buddenbrook de 1924 tuvo tanto éxito que se convirtió en “la traductora de Mann”, decía que no entregaba la traducción de un libro hasta sentir que lo había concebido ella misma. Posteriormente, recibió críticas por su conocimiento imperfecto del alemán, si bien sus traducciones se siguieron publicando. Traducir le parecía un “placer perverso” y lo calificó de “pequeño arte”, pese a su colosal reto.

En ella se inspiró Kate Briggs, profesora y traductora al inglés de Roland Barthes, para el título de su ensayo. Si Polizzotti se muestra pragmático y concreto, Briggs se apoya en la digresión y la serendipia. Lanza un sinfín de preguntas al aire, merodea, avanza y retrocede en una prosa fragmentaria cuyo pulso Rubén Martín Giráldez nunca pierde. Barthes invitaba a colaborar en sus indagaciones (así se refería a sus conferencias) a los estudiantes, y ellos respondían “formulando preguntas, apuntando correcciones, aportando referencias alternativas, redirigiendo la senda de la investigación hacia sus preocupaciones personales (…) y es lo que creo que hago yo aquí”, resume Briggs. Los textos que esta tradujo de Barthes son sus notas para los cursos en el Collège de France, a veces ideas sutilmente enlazadas, listas de palabras, esbozos introspectivos, una tipología de texto cercana al pensamiento poético. El encanto de la casi memoir de Briggs emana de cómo alguien se lanza a vivir y crear a través de la traducción, fuente de grandes placeres y pesquisas intelectuales.

Pero es en Nox (“noche”, en latín), de Anne Carson, su “libro de artista” vertido por Jeannette L. Clariond, en el que la intimidad de traducir se abre en canal. La tentativa de componer una elegía a su hermano, muerto lejos de casa, se funde con su estudio (traducción propia incluida) del poema-epitafio 101 de Catulo, compuesto hace más de 2.000 años en honor al hermano que también halló la muerte en tierra ajena. Carson persigue una sombra —¿la del compañero de infancia que con un pasaporte falso se hizo nómada para eludir la cárcel y con quien apenas tuvo contacto (cinco llamadas en dos décadas) o la proyectada por las palabras latinas?— y constata que es inútil esperar que llegue un torrente de luz. Reconoce: “Nunca logré la traducción del poema 101 como me habría gustado. Pero, a lo largo de los años en que trabajé en ella, empecé a considerar la traducción como una habitación (…) donde se busca a tientas el interruptor de la luz. Quizá nunca se termina. Un hermano nunca termina”. En su diario collage, encuadernado en acordeón, traza el mapa relacional de su familia e incluye fotografías, fragmentos de una carta, meditaciones, dibujos e, intercaladas y en orden, las entradas de un diccionario integrado por cada una de las palabras latinas del poema, en que apunta sus respectivas conexiones con nox y alusiones secretas.

Traducir es un viaje infinito, como lo es descifrar a una persona. Los traductores no se limitan a conocer palabras para dar vida a un texto extranjero: lo arriesgan todo. Como la Caperucita de Sexton, en su cabeza experimentan “una operación a corazón abierto”.

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29 de marzo de 2021

© Ferran Mateo
Moscú (2012)

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Gambito ruso

En ajedrez el gambito, que deriva de la palabra italiana gambetto (“zancadilla”), es una jugada consistente en sacrificar una pieza al principio de la partida en espera de obtener una ventaja futura. Es una táctica que no debe de ser ajena para Alekséi Navalni, cuyas dotes como estratega pocos niegan. Sin alternativas a Putin, se ha erigido como el único predicador en el desierto que cubre Rusia tras dos décadas de poder supremo del primero. Pese a su inferioridad de medios respecto al presidente, el opositor intentó hacer jaque al zar con su último movimiento: al perder la libertad nada más aterrizar en Moscú, después de sobrevivir a un desvergonzado envenenamiento, sus colaboradores difundieron en redes una profusa investigación sobre un fastuoso palacio a orillas del mar Negro perteneciente al entorno del mandatario. Es un ejemplo más del corrupto y duradero idilio entre arquitectura megalómana y cierta tipología de dirigentes. Decenas de miles de simpatizantes en toda Rusia se echaron a las calles para mostrar su apoyo a Navalni, y algunos agitaron escobillas de baño, en alusión a la de oro, por valor de 700 euros, que adorna uno de los lavabos de ese Versalles contemporáneo.

Las imágenes del palacio tomadas con drones, así como las reconstrucciones en 3D a partir de planos filtrados, han sido una prueba gráfica de esa plutocracia cimentada en la alta esfera política, un peculiar gansterismo postsoviético fiel al manual de estilo de la vieja KGB que Catherine Belton retrata en Putin’s People. En el núcleo duro del presidente están los siloviki —segurócratas, “hombres fuertes” procedentes de los servicios de seguridad y el Ejército— que con mano férrea controlan medios de comunicación, bancos, constructoras, petroleras, etcétera. El contraataque tanto de las fuerzas de seguridad como del aparato judicial contra el descontento expresado en las plazas y en las redes muestra la clara intención de extinguir un clamor cada vez más audaz. Las manifestaciones no entrañan una amenaza para Putin, pero son un inquietante síntoma de un cambio de paradigma. Cuando a mediados de los ochenta Putin estuvo destacado en Dresde como agente del KGB, le impresionaron las manifestaciones contra la sede del organismo para el que trabajaba en las vísperas de la caída del muro de Berlín: el transatlántico soviético se iba a pique. Dos años después, de vuelta en Leningrado, la agitación social fue el preludio a la disolución de la URSS. A ojos de Putin, las protestas son el canto del cisne de un régimen. Sofocar las voces discordantes, pues, es prioritario: un opositor es un enemigo del Estado.

Que Navalni ingrese en una colonia del sistema penitenciario ruso no supone perder un simple peón. Tampoco lo es la expectativa de que a su actual pena puedan sumarse otras. A lo que aspira la Fundación Anticorrupción que lidera —la ansiada ventaja futura— es dar con el punto de ruptura de la connivencia de gran parte del electorado ruso. Ante la falta de imaginación de una Rusia sin Putin, las recientes protestas son una invitación a seguir por el camino de vencer el miedo, para que lo imposible llegue a ser inevitable. “No nos podréis encarcelar a todos”, dijo Navalni. En su reciente libro sobre la Rusia contemporánea, Joshua Yaffa recupera un texto del sociólogo Yuri Levada, que data de 1999, poco antes de que Putin llegara al poder. Titulado “El hombre astuto”, hablaba de una categoría de individuo en la jovencísima democracia rusa que no era sino una mutación del Homo sovieticus. “Se adecúa a la realidad social buscando descuidos y lagunas en el sistema, y usa las reglas del juego en su propio interés, aunque trata siempre de saltárselas”. Con el paso de los años, el centro de investigación que lideraba Levada constató esta tendencia en la sociedad: “Preponderancia de la paciencia en lugar de protesta activa, de acomodo en lugar de resistencia y de descontento pasivo en lugar de lucha por los propios derechos”.

En la medida de sus posibilidades, Navalni ha intentado revertir esa inercia. En campañas a lo largo y ancho de su país ha demostrado que es posible una actividad política con argumentos tangibles apoyados en datos contra los males acuciantes de Rusia: corrupción, estratificación social, pobreza generalizada frente a enormes fortunas en manos de unos pocos. Las nuevas generaciones, indiferentes a la nostalgia del grandioso pasado soviético, son más receptivas a la necesidad de cambio. Se libra una lucha en el tablero de la popularidad, tan necesaria incluso para los autócratas, pues la coerción permanente resulta costosa y no está exenta de riesgos. Putin ha construido la suya, e intenta mantenerla a toda costa, con su imagen de hombre fuerte, una política exterior desafiante, medios de comunicación afines y unos principios —nacionalismo, ortodoxia y autocracia— que recuerdan a los de Nicolás I. Navalni ha mostrado otra cara del zar del siglo XXI: la de un hombre encerrado en un búnker que se rodea de escobillas de oro.

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23 de febrero de 2021

© José Antonio Robés

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Retratos incompletos

El ser humano es el único animal que, al emocionarse, vierte lágrimas. Estas tienen una composición química distinta a las que asoman a nuestros ojos de forma refleja (por ejemplo, cuando cortamos una cebolla), o bien a las que se segregan para lubricar su superficie. Vistas a través de un microscopio, parecen mapas topográficos, ciudades avistadas por satélite, cristales de hielo. Su estado es líquido, pero a veces se deslizan por las mejillas, dice un verso de Elizabeth Bishop, “como un aguijón de abeja”. Son la prueba material de nuestra vida interior cuando se desborda. La singularidad de las lágrimas emocionales —un sofisticado refinamiento evolutivo— contrasta con otros rasgos humanos que conforman la complejidad de nuestra naturaleza, tan asombrosa como desconcertante.

Observo una serie fotográfica de objetos recuperados en fosas comunes diseminadas por España —a cargo de José Antonio Robés y publicada en formato libro con el título Las voces de la tierra por la ARMH y Alkibla— y pienso que ese mismo espécimen que llora de alegría o tristeza debe de ser también el único capaz de asesinar y enterrar en hoyos anónimos a sus congéneres. Luego, tras abandonarlos, sepultar también la memoria de lo ocurrido con paladas de silencio. Y, décadas más tarde, incluso mirar con recelo a quienes deseen recuperar algo, por poco que quede, de cada una de esas vidas irrepetibles. Cuando alguien se va nada puede sustituirlo. El destino genético y neuronal de cada individuo es ser único, apuntó Oliver Sacks. Entre las lágrimas que nos humanizan y la brutalidad desalmada ocurre todo lo demás.

Se suele decir que la historia no se repite, pero rima. Es una de esas frases lapidarias atribuidas a una celebridad —en este caso a Mark Twain— que expresa una idea significativa y necesaria que debe verbalizarse a toda costa como un aviso a navegantes. Volví a oírla de boca del historiador Jon Meacham en The Soul of America (HBO, 2020), un documental inspirado en su ensayo homónimo. Ante un auditorio decía que le preguntaban a menudo si recordaba algo parecido a este presente cargado de confrontación y descrédito. Acto seguido, evocaba años concretos del siglo pasado, cuando la sociedad estadounidense atravesó momentos convulsos equiparables a los actuales (e incluso peores), con eslóganes que bien podrían pasar por otros recientes sobre muros, inmigración, supremacía, etc. No nos sorprendamos, concluía. Las ideas vienen y van, solo cambian de vestimenta y nombre. Para darnos la medida de nuestros logros y crisis, ahí está la Historia, que deriva, por cierto, de un verbo griego que significa “preguntar”, “inquirir”. Gracias a esta disciplina podemos afinar el oído para reconocer las rimas. Pensar que el progreso lo arreglará todo por inercia es obviar que se producen involuciones.

Las fotografías son un espejo con memoria, me contó el artista portugués Daniel Blaufuks. Vuelvo a los retratos en blanco y negro de Robés: objetos descontextualizados como reliquias arqueológicas de íberos o fenicios, aunque son bienes personales de abuelos, madres o tíos represaliados. Pertenencias que sus nietas, hijos o sobrinas querían para cerrar el duelo. Hay botones, gafas, un peine, un reloj, un lápiz, un sonajero o monedas cuya textura ha unificado la costra del tiempo. Algunos se recuperaron porque un anciano —de los últimos en saber leer entre líneas un terreno donde los demás solo veríamos maleza— recordaba en qué lugar se había removido la tierra. Que la naturaleza de los objetos sea sobrevivirnos, escribió Hannah Arendt, es lo que les otorga esa relativa independencia respecto a sus dueños. Nos devuelven un retrato de los ausentes que, aunque incompleto, los individualiza. Hablan de un silencio precario, como puede ser el de un poema de Safo inscrito en un papiro de hace dos mil años roto por la mitad. Cuando una parte del poema es un espacio vacío, explica Anne Carson en Flota (Cielo eléctrico), el traductor puede representar esa falta de texto con un blanco, unos corchetes o una conjetura textual. Los silencios —y no solo en traducción— tienen la misma importancia que las palabras.

En estos últimos meses, los millares de fallecidos por la pandemia en España, así como las circunstancias de su desenlace, han resaltado el valor de los rituales, que transforman en cobijo la intemperie del mundo. Se ha puesto de relieve la necesidad de estar cerca físicamente de un ser querido en sus últimos instantes y de acompañar sus restos en la despedida. En La cultura de las ciudades (Pepitas de calabaza), Lewis Mumford argumentó que la preocupación ceremonial del ser humano por los muertos, sin parangón entre otros animales, fue lo que empujó al nómada paleolítico a arraigarse, pues en su penoso vagabundeo «los muertos fueron los primeros en contar con una morada permanente». Miro de nuevo esas imágenes y, ahora mismo, en el espacio vacío de las fotografías, solo veo las lágrimas de quienes no pudieron despedirse antes de ser engullidos por la tierra.

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16 de febrero de 2021
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Eterna sed de amar

 

A finales del año en el que redescubrimos nuestra condición de Homo nostalgicus, volvió a las salas de cine, remasterizado en 4K, el universo de Wong Kar-wai, y seguirá acompañándonos en el inicio del nuevo. La sensación de déjà vu renueva el encanto de películas como In the Mood for Love en su vigésimo aniversario. Un plano memorable es como el amor, dice el director, pues requiere el momento preciso en el lugar idóneo, con la luz adecuada y el movimiento exacto. Así construye sus narraciones fílmicas, a medida que la cámara graba múltiples variantes, de las que solo una ínfima cantidad acaba en el montaje final. A menudo sus películas son resultado de un rodaje tan largo como extenuante y conflictivo, que arranca apenas sin guion. Sobre Happy Together declaró que había ido a parar a Argentina con dos personajes en mente, una ciudad y nada más. In the Mood for Love la ultimó un 20 de mayo de 2000, in extremis para Cannes, pero el rodaje habría podido eternizarse. Tenía tanto metraje que solo utilizó una trigésima parte. Apuró lo indecible cuando optó por un final crepuscular en las ruinas del templo camboyano de Angkor Wat. En busca de localizaciones en Tailandia, visitó el barrio chino de Bangkok. Las calles, las oficinas y los comercios tenían una textura más parecida a la de su niñez en el antiguo Hong Kong, desaparecido bajo los rascacielos de la ciudad globalizada. Allí, entre el colectivo de emigrantes de Shanghái, con sus propias costumbres y lengua, recalaron sus padres, y él creció rodeado de puestos de comida callejera y viviendas comunitarias, atestadas de aromas y convenciones sociales. Como si en Bangkok hubiera mordido la magdalena de Proust, decidió rodar escenas allí para dar con la tonalidad que se le había resistido. Sumaba ya quince meses de producción, y pidió al Festival de Cannes que la suya fuera la última película en proyectarse. Los subtítulos se acabaron de ajustar justo antes del estreno, pero el sonido no se oyó en estéreo ni se mostró la versión final. Aun así, cautivó con su viaje en el tiempo al Hong Kong de inicios de la década de 1960 —el de su infancia— a través de la historia, en apariencia nimia, de dos individuos solitarios que se cruzan al alquilar sendas habitaciones vecinas y a quienes no solo se les mezclan los muebles en la mudanza, sino también sus respectivos cónyuges. De la herida surge el acercamiento para explorar juntos cómo empezó el romance entre sus parejas y así quedan atrapados en una historia de bolero. Y entonces se obra el milagro del cine: toda la sala vibra en una imborrable coreografía de cuerpos, colores y música. De aquí para allá, termos con fideos, miradas esquivas o directas, los ceñidos quipaos con cuello alto de ella y los trajes occidentales de él que se rozan en escaleras y pasillos...

En 2000, terminado un siglo cruento y con un futuro de libre mercado, digitalización y crecimiento por delante, se estrenó la obra maestra de Wong Kar-wai sobre oportunidades malogradas y sentimientos silenciados. En la antesala de las redes sociales, su película, anclada en la especificidad de Hong Kong (de identidad híbrida, transitoria y convulsa), caló en buena parte del público internacional porque el sentimiento de pérdida y la necesidad de consuelo son universales. Vista hoy, su apuesta narrativa vuelve con la transgresión redoblada de premiar la imaginación del público —a sus parejas no se les ve la cara y a los protagonistas los observamos a través de obstáculos: paredes, cortinas, espejos, relojes, cristales polvorientos, igual que se mira el pasado—, cuando hoy priman la sobreexposición, la transparencia y la hipervigilancia. 1966, cuando acaba la relación entre el señor Chow y la señora Chan, supuso el fin de una época con la llegada de la Revolución cultural. Este 2020, que nos hizo sentir atrapados en el tiempo, también lo percibimos como el desenlace de algo.

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18 de enero de 2021

El escritor Vasili Grossman lee Estrella Roja. El camello es probablemente la mascota que acompañó a la 308ª División de Fusileros desde Stalingrado hasta Berlín.

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La libertad de Vasili Grossman

Hace cuatro décadas, cuando se publicó en Lausana el manuscrito microfilmado inédito de Vida y destino después de haber burlado las fronteras, Vasili Grossman ganó póstumamente la partida del tiempo, revalidando así el mensaje contenido en su novela: la vida siempre acaba por abrirse paso, el deseo humano de libertad es inquebrantable. En un breve ensayo aparecido el año de la disolución de la Unión Soviética, Louise Glück afirmó que la creación artística es una venganza contra las circunstancias. Y ante los críticos (añadía la reciente Nobel) el autor cuenta con la mejor baza: sabe que el futuro acabará por borrar las pequeñeces de su presente. Hoy, las obras de los colegas que maquinaron contra el autor de Todo fluye, así como de otros que miraron para otro lado a cambio de prebendas, apenas se leen. El tiempo, ese “protector sosegado y leal de los tesoros literarios”, según Grossman, es el único juez legítimo. Una sociedad se define por qué y cómo lee, por lo que prohíbe o silencia. De ahí que nos interesen las biografías de escritores.

La única de Grossman disponible hasta la fecha en español era la firmada por los eslavistas Carol y John Garrard. Aparecida en 1996, se centraba sobre todo en el silencio en torno al exterminio judío en Europa Oriental, tal como indica su título original: Los huesos de Berdíchev. El asesinato de la madre de Grossman, junto con otras 30.000 víctimas, a manos de los Einsatzgruppen en la ciudad ucraniana de Berdíchev —donde nació el autor—, fue para él un punto de inflexión tanto en lo personal como en lo literario, subrayaron los Garrard, así como lo que vio y oyó en el frente.

Esa biografía, en que se privilegiaba el acercamiento íntimo (“el impacto de la herencia de la guerra en la vida y obra de un hombre”), se tradujo a nuestro idioma en 2010, cuando aún no se habían vertido al español obras de Grossman como El libro negro, Stalingrado —la versión sin censurar de 1.100 páginas (recién publicada por Galaxia Gutenberg) que, tras tres años de sufrida edición, se convirtió en 1952 en Por la causa justa— o la crónica de su viaje a Armenia como traductor al final de su vida, Que el bien os acompañe. Tampoco "La Madonna Sixtina" o "El camino"Que estos títulos estén ahora accesibles permitirá a los lectores seguir mejor esta nueva aproximación a la figura de Grossman a cargo de Alexandra Popoff, periodista e historiadora cultural moscovita afincada en Canadá, a la que conocíamos por sus ensayos sobre Sofia Tolstaia (Circe, 2011) o sobre las compañeras de varios titanes de las letras rusas (The Wives, 2013).

El título de su biografía, Vasili Grossman y el siglo soviético, revela cuál ha sido su intención al colocar a Grossman junto a su época, “el siglo soviético”, pues Popoff ha otorgado más peso al contexto que sus antecesores. Su vida estuvo estrechamente ligada a los acontecimientos históricos, que contó en sus reportajes bien como testigo directo, bien mediante declaraciones de otros, como cuando entrevistó a supervivientes del Holocausto o a expresos del Gulag, gracias a lo cual careó un totalitarismo con otro. Y antes presenció la guerra civil rusa, también los planes quinquenales, las purgas, las hambrunas genocidas o el antisemitismo soviético estructural.

Un planteamiento ambicioso, el de Popoff, encajado en 440 páginas de texto, que satisfará a un público amplio que busque guiarse por el laberinto de la burocracia y los códigos de la era soviética. Cierra el volumen un epílogo centrado en el actual clima de revisionismo. Según Popoff, la fría recepción dispensada hoy en Rusia a Grossman demuestra que su cosmovisión —humanista— está en las antípodas de la del Kremlin y que, en tiempos de Putin, su lectura es perentoria. Con todo, la hondura con la que Grossman analizó las raíces de la tiranía trasciende Rusia.

Popoff no destaca por ser una gran estilista. Hay pasajes en que la narración se difumina. La cantidad de nombres que asoman la obligan a detenerse para presentarlos, cuando un anexo con notas biográficas habría evitado tener que dar esa información en el cuerpo de texto. Otras veces, se echan de menos más datos específicos e ilustrativos, en lugar de citas de otros escritores, como cuando aborda la atmósfera efervescente de los años veinte moscovitas.

La ambición de totalidad prima sobre la mirada lenta hacia los detalles, una de las máximas de Grossman. Aun así, Popoff logra ofrecer una idea de conjunto que permite detectar los elementos de continuidad en su obra, en la línea de otros investigadores que no ven en él tanto una “conversión” a partir de la guerra como una confirmación de los principios que regían su mirada, ya perceptibles en su primera novela ambientada en las minas del Donbás. Si bien la extensión no alcanza para profundos análisis literarios, sí acierta Popoff en subrayar las ideas relevantes de sus principales obras, ricas en implicaciones literarias y filosóficas. Debido a su imperativo de contar la verdad —su crónica sobre Treblinka se adjuntó como prueba en los juicios de Núremberg—, Popoff a veces incurre en usar aspectos de su narrativa de ficción con valor factual.

Esta biografía se ha beneficiado de la apertura de archivos oficiales rusos y de los de familiares y amigos del escritor, que sirven para corroborar o desmentir aspectos del “mito Grossman”, construido a partir de finales los setenta, cuando se quiso atraer la atención sobre su obra para facilitar la publicación en el extranjero. Presentarlo como un disidente indoblegable resultaba más eficaz.

Grossman ascendió en las filas de la literatura oficial, a la sombra del realismo socialista, y trabajó para medios estatales. De no ser así, no habría podido publicar, y, si se salvó en las arremetidas de Stalin contra el Comité Judío Antifascista, se debió a que el georgiano murió súbitamente en 1953. La ambición de Grossman fue no tanto renovar la literatura como reflexionar sobre cuestiones atemporales —"lloro cuando leo o miro obras de otras personas que han unido con amor la verdad del mundo eterno y la verdad de su yo mortal”— o defender que no hay novela sin subjetividad. En una sociedad atrofiada inyectó el lenguaje de la libertad adoptando puntos de vista marginales: un asno, un anciano, un exconvicto, un judío, un operario, un perro, un niño, un soldado raso. Popoff muestra que Grossman escribió en las condiciones más adversas, ya fuera en las minas, el frente o el ostracismo de sus últimos años. Aunque el secuestro de Vida y destino fue una estocada dolorosa, no dejó de escribir ni hacer valer eso que proclamó Zamiatin en 1921: la literatura avanza gracias a los ermitaños, los herejes, los soñadores, los rebeldes, los escépticos.

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11 de enero de 2021

Foto: "Veraneante en Benidorm" ©Ferrán Mateo

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Diccionario de palabras ausentes

Anoche no pegué ojo hasta tarde. Alertan los cronobiólogos de que cada vez que encendemos una luz en la cama, o echamos un vistazo a la pantalla del móvil que reposa en la mesilla, estamos consumiendo una droga que perjudica el descanso. Luego soñé que perdía las palabras y, al despertar, esa desazón se reveló como una metáfora de lo que ha sido el 2020. Si este año que despedimos fuera un libro, tendría páginas enteras en blanco. El lenguaje es un tejido vivo con una extraordinaria capacidad para reparar sus roturas, pero la vertiginosa evolución de esta crisis nos obligó a tantear sus límites, a descubrir sus lagunas. Por momentos nos resignamos a la mudez, si no a un balbuceo, y con nuestros silencios compusimos un Diccionario de palabras ausentes, las que nos faltaron para contar —y asimilar en tiempo real— la complejidad de una alerta sanitaria que rebasó su ámbito para colarse en cada aspecto de lo cotidiano. Si hace unos años se acuñó un término para describir el estrés por la degradación medioambiental y el cambio climático (solastalgia), por ahora no hemos dado con un neologismo capaz de aglutinar el extrañamiento, la tristeza, la desconfianza, la compasión o el quebranto derivados de la actual pandemia. Carecemos de un vocablo «inmenso como un acordeón extendido» y a la vez «particular, estricto y preciso como el filo de un cuchillo» (como se refirió Milan Kundera a una de esas palabras caleidoscópicas) que represente por sí solo la reciente espiral de hechos y emociones.

Me distraigo, ha sonado la alerta del correo electrónico. Es una oferta de vuelos con la imagen de una playa en colores vivos. La maquinaria del deseo no descansa (ni se renueva). Un simulacro de normalidad precovídica justo cuando los gabinetes de prensa se afanan en ofrecer la puesta en escena de la llegada de los primeros antídotos, anunciados como un billete de vuelta al mundo (casi) de ayer. Las cámaras buscan brazos arremangados, listos para el pinchazo de la jeringuilla, y los mercados reaccionan al alza, pero intuimos que nada puede ni debería volver a ser idéntico a antes. Con la inmunidad de grupo se reiniciará el sistema operativo con varias actualizaciones ya integradas, aunque en el escritorio seguirán esperando, ahora más abultadas, las mismas carpetas: «cambio climático», «violencia de género», «desigualdad económica», «empleo», «vivienda», etc. Cuando se vuelve a empezar, surge la oportunidad de reconsiderar el camino andado, ese que condujo al atolladero. La Alicia de Lewis Carroll preguntó al sonriente gato de Cheshire qué camino debía tomar. Este le respondió que, si da lo mismo adónde se aspira a llegar, no importa cuál se siga. En suma, ¿adónde queremos ir?

Ver y comprender no son lo mismo. La mayoría de nosotros vemos un vaso sin comprender que ya está roto. Un monje tailandés se lo explicó así a un psicoterapeuta estadounidense: «Me gusta este vaso, contiene el agua de forma admirable. Cuando el sol brilla, refleja la luz a la perfección. Sin embargo, para mí ya está roto. Si el viento lo tira o le doy un codazo, cae y se hace añicos, digo: claro. Por eso, cada minuto con él es precioso». Este 2020 nos ha hecho ver, comprender e incluso palpar esta invisible paradoja: lo único permanente es que todo es transitorio. Apreciemos el vaso antes de que su resplandor se quiebre contra el suelo.

 

 

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5 de enero de 2021
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