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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

'El patio' de Thomas Korsgaard (Random House, 2025)

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Thomas Korsgaard: el drama de una vida que se pudre en el fin del mundo

 

Algunas veces el condicional es la única tabla de salvación, el último reducto de la esperanza, el frágil sostén de toda una infancia. Si por aquí pasara un ser humano es la traducción literal del título de la primera parte de una trilogía del danés Thomas Korsgaard (Viborg, 1995). Es un enunciado que no promete amparo, pero deja abierto un resquicio para el que Tue, su protagonista, se pregunte si un día alguien descubrirá su soledad.

En la traducción española, ese susurro se convierte en El patio. Ya no hablamos de una posibilidad, sino de un lugar real, casi brutal. El espacio donde se pudre todo lo que la familia de Tue desecha y no quiere ver: ratas partidas en dos a palazos, perros atropellados, restos de terneros muertos por pulmonía. Entre la esperanza de que algo cambie -o de que un extraño traiga algo de humanidad- y el peso de la realidad brega esta novela.

Estamos en los márgenes de Dinamarca, en un "arrabal de la oscuridad" llamado Nørre Ørum, un "agujero" en el mapa detrás de Skive, la ciudad más cercana. "No creo que a nadie le haga ningún bien pasar allí mucho tiempo", reflexiona Tue, que todavía no ha cumplido los dieciséis. Hay demasiada muerte alrededor. Y, lo peor, la pena no parece mitigarse, salir de los corazones de sus habitantes, sino que se enquista en un silencio sin lágrimas.

En el periódico local, hay más páginas de esquelas que de noticias Podemos situar la historia a finales de los años noventa y, más bien, a principios de los dos mil. Hay juego online, telefonía móvil y CDs piratas, aunque Korsgaard nunca se molesta en precisar fechas. Pero sí queda claro que asistimos al final de un modelo rural, antes de que las macrogranjas y la deslocalización discriminara a los pequeños granjeros y convirtieran las explotaciones tradicionales en un páramo de deudas y bancarrotas.

Un mar de inercias tóxicas Cuando se incendia uno de los mataderos, se cuenta, se prefiere trasladar la producción a Polonia que levantar uno nuevo. Tue vive en una de esas granjas que se cae a pedazos, con unos padres que no saben amar sin condiciones. Lonny, la madre, bascula entre la depresión y la adicción a los casinos en línea. Tiene una voz agradable, pero rara vez la usa para preguntar a sus hijos si tienen frío o miedo, y su decadencia física, que expone por la casa en ropa interior, avanza con cada página: "Mi madre tenía la cara hinchada (...) Como si la fatiga que debería haber desaparecido con el sueño se le acumulara en las mejillas".

El padre, Lars, cultiva una violencia cortante, casi rutinaria. A Tue le enseña a callar, a sostener una pala, a robar cables de cobre si es preciso, a beber café y otras lecciones de vida ("No puedes ir por la vida tragándote toda la mierda que te echen, si no te aplastarán"). La abuela materna Ruth es el único rayo de ternura ("Yo sabía que me quería con todo su corazón. En las paredes solo había fotos mías") y su fallecimiento supondrá la estocada final a su frágil red afectiva y el derrumbe emocional de la hija. El resto de secundarios -el tío Chresten, una figura que tensa al padre de Tue por su intervencionismo u O.J., el abuelo político, una mezcla de testarudez, vulnerabilidad y pragmatismo- orbitan a su alrededor, demasiado ocupados en sobrevivir como para salir al rescate de nadie.

Si Tue se abre camino en este mar de inercias tóxicas, estancamiento, pobreza y violencia es, en parte, por su capacidad de disociación que le permite, como narrador, ver(se), como quien mira su propio cuerpo desde la otra orilla. Su voz combina cercanía y distancia, como si al describir su microcosmos estuviera creando una habitación propia donde poder respirar.

El patio se compone de un mosaico de viñetas, momentos cotidianos hilvanados por una misma mirada prospectiva. No hay un clímax ni un giro que lo redima todo. Como diría Sontag, el estilo es más que una técnica: es una forma de insistir en una percepción del mundo. Lo primero que sabemos de Tue es que fantasea con la muerte. Imagina que entierran a su padre. "Diré unas palabras. No muchas. Se lo merece", piensa.

Y ese hilo de pensamientos lo lleva a recordar que las deudas seguirían allí y, como herencia, le quedaría "una granja abandonada, los peros locos, un calefactor eléctrico para los días más fríos del invierno, una partida de baldosas viejas, el pie de un árbol de Navidad sin estrenar, tres congeladores, un mono azul, una nevera americana que consiguió en un truque y unos calzoncillos largos".

Derrota, desamor, podredumbre Otras muertes irán puntuando su existencia, como la de la abuela materna, la hermana que nace muerta o la de animales. Todo huele a derrota, a sumisión ante el destino, a impagos. La escuela no es refugio, solo otra forma de exhibir una vergüenza asentada en las entrañas: Tue es el payaso de la clase, pierde el tiempo y distrae a los demás. Es impulsivo y peca de falta de control, una forma de lidiar con los problemas en casa, que pronto se solapan con el despertar sexual y una primera experiencia homoerótica.

Aquí, la forma es el ambiente: fragmentos sueltos, frases sin adornos, imágenes duras como piedra. La fragmentación tiene su precio: algunos pasajes se repiten, la monotonía del campo se filtra en la lectura. Hay escenas que podrían intercambiarse sin alterar la atmósfera. ¿Es parte del efecto buscado? Probablemente. La vida de Tue no avanza: se pudre a la vista, como los animales que nadie entierra del todo.

Y la familia no es un refugio, sino una amenaza: lo que debería protegerlo es también lo que coacciona su derecho a existir. Los perros se multiplican mientras la comida escasea; los cadáveres de animales se apilan mientras los vivos apenas respiran. Esa acumulación de podredumbre se vuelve un idioma secreto: Tue hereda no solo una granja hipotecada, sino un patio mental donde todo lo muerto se queda. No hay buenos ni malos: hay un entorno que devora todo afecto. Lo que más hiere no es la falta de dinero, sino la imposibilidad de querer y ser querido sin sentirse un estorbo.

Pero lo que eleva esta novela por encima del realismo rural es la forma en que deja entrever -sin nombrarlo nunca del todo- el deseo. Tue es un niño que no encaja en la masculinidad que lo rodea. No sabe ponerle nombre, pero intuye que algo de lo que siente, mira o fantasea no cabe en ese mundo de palas, puñetazos y silencios. Tue aún no se va, pero ya sabe que un día tendrá que huir para hinchar los pulmones libremente.

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29 de julio de 2025

'La aldea escondida' de Susanna Harutyunyán Ed. Armaenia

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Susanna Harutyunyán y el terrible drama armenio: un lugar fuera de la historia para curar la memoria

 

Una aldea armenia apartada del mundo y del tiempo, cerca de uno de los lagos a mayor altitud del globo, casi un pequeño mar, de la que nadie conoce cómo acceder a ella, ni siquiera de su existencia. Más que una aldea, es un arca de la salvación, un lugar de fuga y curación. Allí, sobre las ruinas de un asentamiento árabe, habitan supervivientes de las tragedias que han asolado a esta nación del Cáucaso Sur.

La aldea sin nombre es como un archivo viviente de la memoria armenia: cada persona carga con lo sufrido. Susanna Harutyunyán (Karchaghbyur, 1963) invoca en esta novela de tono bíblico la genealogía del trauma armenio, desde las masacres perpetradas por el sultán Abdülhamid II para reprimir a los cristianos armenios del Imperio Otomano, precedentes del genocidio de 1915, hasta la Segunda Guerra Mundial y la imposición soviética, vivida como una segunda forma de sometimiento.

Fue un tal Perch, alguien que logró escapar de las matanzas hamidianas, quien la fundó. Sólo él sabía salir y volver a la aldea, único contacto con el mundo exterior. Y después de él, hace lo propio Harut, su discípulo. Solo él sabe qué ocurre más allá de las lindes, que se guarda para sí. Y no regresa solo: "La aldea no crecía por el número de nacimientos, sino por el número de veces al año en que Harut entraba en contacto con el mundo exterior. En esas ocasiones, siempre descubría a alguien que se hallaba en una situación sin salida o que huía de la ley, de los turcos, de sí mismo...".

Con este tipo de premisa -una comunidad cerrada que permanece aislada del devenir histórico- esperamos que en algún momento u otro se romperá la salvaguarda. Porque los habitantes hacen sus vidas, custodios de las tradiciones y la memoria cultural armenia, "pero el terror no [los abandonaba]. Se agazapaba a su lado como un perro fiel, les lamía la mano, se frotaba en sus pies y, aunque las puertas se cerraran, tampoco se alejaba".

La autora encuentra en la joven Najshún o, mejor dicho, en su vientre, el caballo de Troya. La novela arranca con un parto, el de esta mujer violada por soldados turcos que ha sido acogida por Harut. Es un ser tan inocente que ni siquiera pensó en frotarse la piel con piedras y arena para hacerse pasar por leprosa ante los turcos o mentir diciendo que habían asesinado al padre armenio. "¿Quién iba a verificar el origen de las huérfanas?", se pregunta Harut, ante tantas pérdidas. Y aunque se le ha encomendado a la partera dar muerte al recién nacido, el nacimiento de una pareja de gemelas lo cambia todo. Esas nuevas vidas -apodadas con desprecio "las turcas"- son un recordatorio de la muerte, semillas de división en la comunidad de la aldea.

El principal cometido de Harutyunyán es urdir un tejido narrativo en el que todos estos capítulos convivan en una suerte de presente eterno. Y si las gemelas son una fuente de recelo, el principio del fin vendrá por un hecho más fortuito, de mano de policías y soldados soviéticos siguiendo unas huellas.

Por una parte, esto supondrá la continuación de una historia de represión -la diferencia entre el destierro ruso y el turco es que en el primero los desiertos son de hielo, se dice-; por otra, la huida de una de las gemelas con un prisionero alemán que levantaba un puente (reconstruido más de una vez), la posibilidad de reconstruir vidas tras la devastación, la búsqueda de la esperanza y de algún tipo de redención o ruptura con el pasado. Un intento de escapar de los prejuicios y las limitaciones que, aunque con un buen fin, acaban condenando la aldea.

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8 de julio de 2025

'Lluvia pequeña' de Garth Greenwell

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Garth Greenwell: leves fogonazos de poesía en la cruda enfermedad

 

Aunque toda la acción de Lluvia pequeña ocurre dentro de un hospital, en boxes de urgencias, camas de la UCI o salas de imagen médica, en el periplo del protagonista, atendido por un insoportable dolor abdominal, un poeta y profesor de mediana edad afincado en Iowa con su pareja granadina (el solícito y comprensivo L.), reconocemos algo de la tradición clásica del viaje del héroe, aquel que abandona el mundo conocido (el de los sanos), atraviesa pruebas (médicas), se enfrenta a lo desconocido y regresa transformado.

Garth Greenwell (Louisville, 1978) escribe una versión contemporánea y trágica de un itinerario que explora tanto el cuerpo enfermo como el cuerpo social, zarandeado por la pandemia. Un viaje interior a un territorio que no es mágico ni épico, sino corporal y frágil, acosado por enemigos invisibles: la debilidad, la culpa, la vulnerabilidad, el pudor o la dependencia.

Esta novela es ante todo una respuesta a un determinado espacio el de los hospitales donde operan un tiempo, unas pautas y un idioma propios. Con esfuerzo documental, no ahorra en detalles de cada uno de los procedimientos para adivinar qué le ocurre al poeta, convertido en caso de estudio: su diagnóstico, un evento vascular de pronóstico letal, no es propio de alguien tan joven.

Así, mientras su cuerpo, conectado a las máquinas y los goteros, tratado con antibióticos de alto espectro ("bombardeo de saturación", según la jerga), auscultado por especialistas, enfermeras y estudiantes de medicina, produce datos, imágenes y gráficas a la espera de una explicación (¿el origen sería una sífilis mal tratada en Bulgaria?), el poeta se entrega, postrado, a la única "máquina" de la que dispone: el lenguaje y sus limitaciones.

Lluvia pequeña es el flujo de conciencia de un individuo obligado a enfrentarse, en un lugar hostil y en momento de crisis global, a sus errores, su pasado (el cuerpo no deja de ser un archivo sintiente de lo vivido), sus expectativas y todo lo que debería haberse tomado más en serio. Que no es sino ese punto medio que describió Schopenhauer entre el cuidado que prestamos al presente y el que dedicamos al futuro. Y en ambos casos, se encuentra L., sinónimo de hogar, amor y conexión.

Por supuesto, siendo el enfermo un poeta, en este ad interim alienante el autor nos regala momentos luminosos. Pequeños gestos de humanidad irrumpen a contrapelo de la inercia burocrática, así como la comprensión profunda del arte como medio de revelación. "Tal vez sea el valor de la poesía", reflexiona, "hay aspectos del mundo que solo resultan visibles a la frecuencia de ciertos poemas".

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26 de junio de 2025

'Un trabajo de hombres' de Edith Anderson (Siruela, 2025)

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Edith Anderson y el duro camino de las pioneras al mundo del poder masculino

 

Hay en la condición humana una atracción innata por el poder, al margen de su escala o contexto. La voz narradora de Un trabajo de hombres de Edith Anderson (Nueva York, 1915-Berlín, 1999), novela ambientada en el mundo de los ferrocarriles estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, se maravilla ante la emoción que suscita un billete de tren como una promesa de aventuras en la ciudad de destino, "el lugar donde ha de suceder algo nuevo ahora que se va allí".

Pronto vuelve la mirada hacia el señor Miller -encargado de instruir a un grupo de mujeres jóvenes para su ingreso en la imaginaria Hudson & Potomac Railroad Company, diezmada por la guerra y obligada a aceptar a regañadientes la mano de obra femenina- y hacia sus conocimientos en la materia: él sabe el significado de cada dato impreso en esos billetes, el código de colores y dónde poner el sello para darles validez.

"Para quienes sólo han sentido la opresión del poder de otros sobre sí, es excitante incluso un poder nimio como ese", piensa la señora Jugg, una de las aspirantes que en el capítulo inicial atienden, con aparente concentración, al señor Miller cuando lee el reglamento ferroviario que apenas entienden ("escuchaban igual que se escucha el zumbido de las abejas mientras se lee en una hamaca"). Afuera, la ciudad arde de calor, las fábricas expulsan bocanadas negras de humo. Es una escena de expectativas y desconcierto antes de cruzar un umbral en principio no destinado a ellas: el del ferrocarril, el trabajo técnico, el poder sindical. Todos mundos de hombres.

Ingresar en una esfera masculinizada, pues, es tener acceso a distintas formas de poder, aunque ellas no lo tendrán fácil, pues son recibidas "con miradas lascivas y aullidos de lobo". No es la violencia del improperio explícito, sino la de la indiferencia, la de los supervisores que les niegan horas de descanso, la de los interventores que se ríen al verlas sudar, la de los hombres que les gritan obscenidades por los pasillos al inspeccionar los billetes.

Anderson, comunista convencida que emigró en 1947 junto con su marido, Max Schroeder, militante exiliado durante el nazismo, a la que poco después sería la República Democrática Alemana -donde llegaría a ser una respetada escritora y periodista-, vuelca una mirada feminista sobre la esfera laboral. Y, por encima de todo, muestra cómo el capitalismo promueve la competencia insana entre los trabajadores -tampoco idealiza las relaciones entre mujeres y las tensiones que surgen- y la autoexplotación, de tal manera que se refuerza la violencia estructural. Para esta maquinaria, los cuerpos son material desechable.

En este sentido, Un trabajo de hombres no es una novela de superación en que las protagonistas alcanzan el empleo duramente perseguido, pero sí de transformación: si bien les aguardan más decepciones y humillaciones en el futuro, "sabían algo que no habían sabido cuatro años antes: sabían lo que querían".

Si este título de Anderson rezuma verdad más allá de la ideología de la autora, es en buena parte porque describe unas circunstancias conocidas de primera mano en la Pennsylvania Railroad Company, donde ella trabajó en esos años marcados por el conflicto bélico. Por eso el relato es tan físico (y sensorial), y en su núcleo se concentra la experiencia de los cuerpos extenuados, triturados y descartados.

De ahí deviene que una de las expresiones recurrentes en la novela sea "estar seca". Y, aunque no hay redención ni mitologización de ese sacrificio femenino, se alza el fresco (a partir de un microcosmos concreto) de un mundo en destrucción que, durante e inmediatamente después de la guerra, resurgió a hombros de mujeres, obligadas a llenar el vacío que dejaron los hombres, ya fuera en la familia, la supervivencia existencial o la reconstrucción del entorno.

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5 de junio de 2025

'Calle Londres 38' de Philippe Sands. Anagrama, 2025

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Philippe Sands y el final de Pinochet: el poder literario de la justicia

¿Se puede ser un dictador jubilado? En 1998, Augusto Pinochet era lo más parecido a eso. A sus ochenta y dos años se paseaba por una gran capital occidental Londres como un pensionista distinguido: comía en restaurantes de lujo, iba de compras, hojeaba libros en la Hatchards, en Piccadilly, y aprovechaba para someterse a una operación de espalda. Por si fuera poco, posó para una sesión fotográfica y concedió una entrevista a The New Yorker, firmada por un biógrafo de Che Guevara (Jon Lee Anderson, Anagrama, 2010).

Fue una excepción inusual, fruto de la insistencia de su hija: si la gente entendía mejor a su padre, lo difamarían menos, argumentaba. El retrato muestra a un hombre sereno, vestido de civil, con el cuerpo ligeramente girado hacia la cámara y una mano apoyada en la mesa. Frente a él, cuatro copas de cristal destacan en una escena dominada por el claroscuro. Parece una imagen decimonónica de poder, si no anterior. Su rostro, sin embargo, permanece inescrutable.

¿Qué dictador se reconoce como tal? Ninguno. Prefieren otros títulos: caudillo, líder, duce.... Algunos incluso celebran elecciones. Pinochet, entonces, se definía a lo sumo como un ex "aspirante a dictador", pues, decía, "la historia enseña que los dictadores nunca acaban bien". Así respondía desde la atalaya de su inmunidad. Hasta que, al día siguiente de su intervención quirúrgica, lo arrestaron en la habitación 801 de una clínica privada. Era la primera vez que un antiguo jefe de Estado era detenido en otro país por un crimen internacional, como subraya Sands.

Reivindicar el Derecho

El retrato de Pinochet del New Yorker es una de las muchas imágenes que ilustran el último libro de Philippe Sands (Londres, 1960), que se lee como colofón de un tríptico formado orgánicamente junto a Calle Este-Oeste y Ruta de escape. Lo es porque están atravesados por el genocidio de la Alemania nazi y por la forma en que el Derecho Internacional ha respondido a los crímenes de lesa humanidad, y porque muestran cómo muchos criminales lograron seguir con sus vidas impunemente, en Europa o en otros "refugios", ampliando así el retrato de la atrocidad hacia simpatizantes y cómplices. Pero lo es también porque Sands reivindica el Derecho en literatura como una lente a través de la cual reflexionar sobre la condición humana, la culpa y los estragos del poder cuando este pisotea los derechos humanos.

En este caso, centra su atención en Walther Rauff (1906-1984), oficial de las SS que consiguió abandonar Europa y recaló en Santiago de Chile, y más tarde en Tierra del Fuego, tras pasar por Quito, donde frecuentó a un grupo de oficiales chilenos destinados en Ecuador, entre ellos Pinochet. Las credenciales de Rauff eran las de un Schreibtischtäter, o "criminal de escritorio". Entre sus contribuciones, la aceleración del Holocausto por balas en Europa del Este, mediante el uso de furgones manipulados para que los gases emitidos fueran inhalados por la carga humana hasta provocar su muerte en pocos minutos -es probable que familiares de Sands fueran asesinados mediante este método, tras su deportación al gueto de Lódz-, así como la primera deportación de judíos italianos a Auschwitz.

Sands traza así tres líneas paralelas que en ocasiones se cruzan en un océano de datos, declaraciones, documentos y pistas, por el que guía al lector con el rigor del jurista que rehúye la divagación libérrima del novelista: el litigio por la extradición de Pinochet impulsado por Baltasar Garzón, la vida de Rauff en Chile y su posible implicación en la represión de la dictadura militar, y la propia investigación de Sands, tanto sobre el terreno -a veces siguiendo los pasos de Chatwin- como en archivos, entrevistando a todos los testigos, participantes y víctimas posibles. Un laberinto complejo que Sands recorre con pulso firme, aunque a veces el ritmo se vea algo lastrado.

Es entonces cuando el lector debe recordar la importancia de establecer los hechos y de no dar rumores o pruebas posibles por buenos o irrefutables. "El presente relato no es una versión completa, ni la única posible", advierte Sands en el prólogo. Aun así, es gracias a esta minuciosidad y a su empeño -la conexión familiar antes mencionada no es la única razón- que salen a la luz hechos hasta ahora no probados, como la implicación de Pinochet en la Caravana de la Muerte o la existencia del dosier elaborado por la embajada chilena que instruía sobre cómo escenificar deterioro de salud y demencia.

La memoria de la literatura

Calle Londres 38 es la dirección santiaguina que da nombre al título, antigua sede del Partido Socialista de Chile convertida en centro de detención y tortura de opositores tras el golpe de Estado. Es parte de una "siniestra geografía" por varios continentes y épocas, pero centrada en el extremo del cono sur americano: el genocidio selknam, la colonia de cristianos alemanes -centro de pedofilia y tortura de presos políticos (véase Colonia Dignidad, 2020, Netflix)- o los campos de Isla Dawson, un "Auschwitz en miniatura" por su diseño.

Más que un intento de retratar a criminales, lo que deja una huella más profunda es la cadena de complicidades, encubrimientos, consentimientos tácitos y permisividad que los rodearon. Rauff, no lo olvidemos, falleció de muerte natural, como Pinochet, sin haber sigo juzgados ni extraditados, gracias al mismo sistema de garantías que ellos habían despreciado. ¿Qué justicia queda cuando un país no quiere, no puede o no se atreve a sentar en el banquillo a sus propios criminales o ampara a otros por simpatía ideológica? ¿Qué trampas esconden las reconciliaciones en nombre de la convivencia? ¿Y la inmunidad?

Sands realiza un ejercicio notable de claridad al desentrañar procedimientos enrevesados en los que se intenta encontrar una coherencia interna entre ordenamientos jurídicos nacionales, tratados internacionales, acuerdos bilaterales y las leyes vigentes en el momento de los crímenes. Y, a veces, la diferencia la marca una pequeña omisión: como la que permitió a Garzón enviar su solicitud de extradición a Londres, amparándose en la definición de genocidio que los juristas franquistas introdujeron en el código penal hasta 1971, según el Convenio de 1948.

Si algo sobrevuela este libro más que en los otros dos títulos citados es un elogio a la literatura (chilena) como vía de restitución y justicia. A veces, la única capaz de mantener viva la luz de la memoria cuando nadie quiere avivarla. Solo con ella puede cumplirse la condición que escribió el jurista italiano Cesare Beccaria en 1764, y que Sands escoge como epígrafe: "La persuasión de no encontrar un palmo de tierra que perdonase los verdaderos delitos sería un medio eficacísimo de evitarlos".

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6 de mayo de 2025

'Almanaque' de Péter Nádas (Temporal, 2025)

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Péter Nádas: reflexiones sobre el esfuerzo que cuesta comprender el mundo

Un almanaque es un calendario que recopila información útil, consejos prácticos y fechas importantes para el año entrante. Este volumen de Péter Nádas (Budapest, 1942), aunque se titule así, sería más bien una miscelánea. Publicado en su país de origen pocos años después de que apareciera Libro del recuerdo, el título que le otorgó fama internacional, Almanaque evita limitarse a un género, pues recoge el libre discurrir del pensamiento y la imaginación. El marco temporal encabalga dos años, 1987 y 1988. Y lo que leemos es lo más parecido al vagar discursivo y asociativo de una mente que se ensimisma con recuerdos, paisajes, la historia, objetos, amistades, sentimientos, lecturas y elucubraciones.

Por ejemplo, el capítulo "Mayo" abre con una suposición desconcertante: "Hace unos días, una tarde soleada de abril, mientras a mi alrededor resplandecían árboles de flores blancas, sentí con plena certeza que me quedaba un año de vida". "Con la guadaña uno piensa a un ritmo tranquilo", así que elucubra qué sucedería si llevara razón, aunque luego pasa a hablarnos del perro de los dueños del piso en Berlín donde vivió -"indescriptiblemente feo y tan amable como carente de belleza", aunque con "la mirada de un sabio oriental"- y a describirnos sus paseos por los alrededores con él, cuando lo dejaron a su cuidado durante un viaje. El animal, en cuya cara, insiste, la "fealdad celebra todo un festín", lo invita a teorizar sobre las razones ocultas e inconscientes detrás de la cría de razas puras, como algo innatural: "en el reverso del ideal, de la ilusión y del mito de la pureza de raza, acecha la obsesión del racismo y su ilusión asesina".

Las horas de silencioso diálogo y juego con el animal dan vida de manera misteriosa al recuerdo de cuando volvió con ocho años a casa asegurando que odiaba a los judíos (en clase le explicaron que causaron la muerte de Jesús), a lo que la madre le respondió llevándolo ante el espejo del recibidor: "ahí tienes a un judío, puedes odiarlo tranquilamente", y ya nunca, ante cualquier otro espejo, confiesa, "no me veo a mí, sino al que mira a alguien en el espejo".

Le sigue, siempre en suaves transiciones, el incidente con un pastor alemán que le sirve para meditar sobre la sospecha y acaba con un (des)encuentro, paseando al perro adefesio cerca de la estación de Grunewald, donde "habían metido en vagones a los judíos de Berlín", con un grupo de neonazis adolescentes a los que responde con ironía sus preguntas retadoras. Como punto final, de nuevo la muerte: una ocasión cuando en un entierro se quejó de algo banal como que se le habían helado las orejas, para darse cuenta de que cuando nos expresamos solemos ocultar "otras manifestaciones posibles, más esenciales".

Almanaque es una obra ambivalente. Podría ser una puerta de entrada a la ficción y ensayística de este autor referencial de la literatura europea, ahora que la editorial Temporal recupera su obra, pero también, en el caso de haberlo descubierto antes, una demostración de su versatilidad.

Desde la tranquilidad que estrenaba habiéndose mudado a Gombosszeg, al oeste de Hungría ("¿por qué tan lejos?", le solían preguntar, "¿lejos de dónde?", replicaba, "como si uno pudiera estar lejos de algo por no vivir en la capital", un guiño a Claudio Magris y su Lontano da Dove), invita a los lectores a esforzarse predicando con el ejemplo, ya que "el hombre en realidad no tiende a comprender. Debe extraer de sí el entendimiento forzándolo prácticamente en contra de sí mismo. Y sólo a través de este complicado proceso puede consolidarlo en su conciencia, por lo general débilmente cimentada".

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14 de abril de 2025

'El amor ha sido mi única culpa' de Małgorzata Nocuń (La Caja Books, 2025)

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El trauma histórico de las mujeres en el desigual y nada feminista mundo soviético

 

Aunque la Unión Soviética dejó de existir en 1991, los imperios como ideario sobreviven y perduran durante generaciones. Al espacio mental que aún se extiende por parte de Europa del Este hasta Asia Central y el Extremo Oriente ruso, la reportera polaca Malgorzata Nocun (1980) se refiere como Postsovietlandia, "un tejido vivo surcado de revoluciones". Para narrar con una mirada premeditadamente femenina lo vivido por las mujeres "hay que empezar por la Segunda Guerra Mundial", porque cimentó las mitologías y el patriarcado que todavía circulan, "cual hemoglobina", por las venas de este vasto territorio.

El amor ha sido mi única culpa se articula a partir de entrevistas, perfiles y testimonios sobre las muy diversas vicisitudes por las que pasaron mujeres bielorrusas, ucranianas, rusas o armenias desde la década de 1940 y que pusieron a prueba su resistencia física y emocional: la guerra (con especial mención al sitio de Leningrado), la falta de hombres, el maltrato conyugal, la disidencia política, el machismo, la carestía y violencia de los años noventa, la LGTBIfobia o los matrimonios forzados. Y aunque la autora da voz también a mujeres que abrazaron el patriotismo misógino soviético, la mayoría ilustran y desmienten el relato de la igualdad de género en el país de los Soviets.

Solo así se entienden las (bio)políticas rusas y bielorrusas actuales, por citar los ejemplos más claros, en cuanto a discriminación y relegación de las mujeres a amas de casa y dadoras de hijos. Recordemos que la violencia doméstica allí está despenalizada, aceptada y justificada; por eso, un lema de las protestas civiles bielorrusas de 2020 fue "mujeres, vida, libertad".

El ruso tiene una palabra, byt, para la existencia cotidiana o vida doméstica. Si algo pone de manifiesto este ensayo es que una mujer de la Unión Soviética (y luego de esa Postsovietlandia) partía de una byt desventajosa, como describe en sus relatos Ludmila Petrushévskaia.

Si no tenemos en cuenta que el grueso del contenido se refiere a Rusia y, por tanto, cae en alguna generalización -pues no están representadas todas las exrepúblicas soviéticas, especialmente las bálticas, o Georgia-, el trabajo sobre el terreno de Malgorzata Nocun descubre un gran número de interesantes detalles históricos y contemporáneos, así como nombres propios no muy conocidos para los lectores en español. Constata, además, que la beligerancia y la pulsión autocrática en Postsovietlandia se analizan con mayor nitidez desde la óptica femenina.

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1 de abril de 2025

'Despejado', de Carys Davies (Libros del Asteroide, 2025)

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Carys Davies y los últimos ecos de un mundo perdido

Todavía quedan rastros de un oscuro capítulo de la historia escocesa en las Tierras Altas y sus islas. Esqueletos de piedra de las comunidades rurales que durante las clearances (desalojos, expulsiones) fueron despojadas de sus tierras, que habían cultivado durante generaciones, porque los terratenientes, para aumentar su rendimiento, quisieron dedicarlas al pastoreo. Aquello supuso, entre los siglos XVIII y XIX, una hemorragia demográfica -la emigración forzada al sur o al extranjero- y la destrucción de una cultura y una lengua, el nórnico.

La galesa Carys Davies solapa estas circunstancias con la Gran Ruptura en la iglesia escocesa, ocurrida en 1843, año en el que se desarrolla la trama de Despejado. Entonces un grupo significativo de ministros se rebelaron contra el sistema de patronazgo por el que esos mismos terratenientes escogían a quienes dirigían las parroquias en sus propiedades. La disidencia les supuso también la expulsión y la pobreza.

Uno de esos clérigos rebeldes, John Ferguson, será enviado, a cambio de una retribución, a una remota y minúscula isla, entre las Shetland y Noruega, para desalojar al último residente, Ivar. Tiene un mes para hacerlo, cuando el barco que lo llevó lo traiga de vuelta. Sin embargo, el encuentro es un tanto accidentado, pues Ferguson, no muy preparado para el lugar, cae accidentalmente e Ivar se lo encuentra tendido "pálido y brillante a la luz del sol" como "una enorme medusa".

Será la cura del recién llegado lo que iniciará una amistad improbable y un acercamiento al lugareño a través de la lengua que habla y que no entiende del todo. Recopila esas palabras, recipientes de la idiosincrasia del lugar, especialmente rica y variada en la descripción de los matices del mundo natural: "rugido del mar, especialmente cuando cambia el viento" (fester), "niebla ligera, especialmente con claros, a través de los cuales se ve el azul del cielo" (groma), etc.

Despejado explora el poder de la lengua, el vínculo entre extraños en un territorio aislado y el anhelo de pertenencia. Un objetivo ambicioso que se queda corto en cuarenta y dos breves capítulos. Lo sublime y la emoción solo asoma puntualmente. Tal vez es pedir mucho a dos seres humanos en treinta días, porque además de trabar amistad, Ferguson, recordemos, ha ido allí para convencerlo de que abandone la isla. El "registro" lexicográfico, supuestamente el puente entre dos mundos, acaba diluyéndose sin dejar un poso convincente.

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6 de marzo de 2025

'Tierra de empusas' de Olga Tokarczuk (Anagrama, 2025)

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Fe, muerte, razón y misoginia: un retrato de la Europa que ¿fuimos?

 

En el discurso de aceptación del Premio Nobel, Olga Tokarczuk (Sulechów, 1962) compartió un sueño literario, la creación de un nuevo tipo de narrador que denominó la "cuarta persona" (czwartoosobowego), no tanto un constructo gramatical como una forma de ver y comprender abarcando "la perspectiva de cada uno de los personajes, además de tener la capacidad de traspasar el horizonte de cada uno de ellos (...) y de poder ignorar el tiempo". Ese narrador privilegiado, en otras palabras, lo observar todo en todas partes al mismo tiempo, abarcando no solo el presente, sino también el pasado que cae por la pendiente del olvido y todos los posibles futuros.

¿Qué supone enfrentarnos a una historia de la mano de un narrador así? "Verlo todo significa reconocer que todas las cosas que existen están mutuamente conectadas en un todo único, aunque aún no conozcamos sus conexiones", añadía. Ese narrador, pues, conlleva una ética de la mirada, un "tipo completamente distinto de responsabilidad", de modo que en el lector "se activa una sensación de conjunto, que pone en marcha su capacidad (...) para descubrir constelaciones enteras en las pequeñas partículas de los acontecimientos".

Este deseo deja de ser una declaración de intenciones en cuanto el lector se adentra en Tierra de empusas. Ambientada en una fecha próxima al estallido de la Primera Guerra Mundial en la Baja Silesia -entonces la pequeña ciudad prusiana de Görbersdorf, antes de que se adoptara la toponimia polaca de Sokolowsko-, en los alrededores de un sanatorio que trata con terapias vanguardistas las enfermedades de pulmones y de garganta, la novela está narrada por esa "cuarta persona" y es un relato de la estancia de Mieczyslaw Wojnicz, joven estudiante de ingeniería llegado de Leópolis con la "sensación familiar de melancolía, habitual en las personas convencidas de una muerte inminente". Tanto él como su familia han depositado todas sus esperanzas en aquel emplazamiento entre bosques y montañas, cuyo aire limpísimo y clima benigno "cura los casos más graves".

Los paralelismos con la centenaria La montaña mágica son, a primera vista, evidentes. Tokarczuk se ha declarado lectora asidua de la afamada novela sobre el choque entre el mundo burgués y las corrientes intelectuales de principios del siglo XX en el ocaso de cuatro imperios y el auge de nuevas ideologías, el comunismo en Rusia y el fascismo en Italia. Además, como anticipa el subtítulo ("Historia de terror balneoterápico"), se producen unos hechos misteriosos cada noviembre, mes de la publicación original de la obra de Thomas Mann.

Sin embargo, más allá de estas referencias y guiños, la autora toma un camino propio. Y, en cualquier caso, hace algo más que "dialogar" con un clásico y es ponerlo a prueba, pues dota a su localización de una magia sobrenatural que no tiene su referente. Dicho sea de paso, para Tierra de empusas no tuvo que inventar un balneario. Se sirve, precisamente, del fundado en 1854 por Hermann Brehmer en Görbersdorf, que en la época sirvió de modelo para el de Davos.

Tierra de empusas también gira en torno a un grupo de pacientes, moradores del lugar y empleados del sanatorio (aquí toman especial protagonismo los carboneros), así como de la casa de huéspedes donde se hospeda Wojnicz, más económica, y a las conversaciones sobre lo humano y lo divino, la muerte y la enfermedad, la fe y la razón que, regadas con un licor medio alucinógeno, dirigen el texto hacia la novela de ideas.

Si en La montaña mágica la falta de personajes femeninos de peso intelectual era el signo de los tiempos, reflejo de una sociedad que relegaba a la mujer a unos roles muy limitados, en Tierra de empusas es una decisión consciente. Los hombres -un profesor de Königsberg, un filólogo clásico de Viena, un teósofo y agente secreto de Breslavia, un filósofo de Berlín, etc.- discuten y exponen sus puntos de vista, y suelen no ponerse de acuerdo salvo en su misoginia. Los tópicos que vierten sobre las mujeres -débiles, histéricas, esclavas de las pasiones, subdesarrolladas intelectualmente con respecto al sexo opuesto, incapaces para la ciencia y el pensamiento- son paráfrasis de prohombres que han forjado la cultura occidental (enumerados al final), de Nietzsche a Sartre, de Conrad a Kerouac, de Agustín de Hipona a Milton.

Otras dimensiones de lo real

"Me alegro de la literatura haya conservado milagrosamente el derecho a todo tipo de extrañeza, fantasmagoría, provocación, parodia y locura", dijo también Tokarczuk en Estocolmo. Y eso es lo que encontramos en Tierra de empusas. En ella hace una defensa de la multiplicidad, del cuestionamiento del binarismo, de la exploración de las zonas grises y los puntos intermedios, del disentimiento de las categorías cerradas (la propia novela no se ajusta a un género único). Y lo hace con esa "cuarta persona", un "nosotras" panteísta, como procedente de un tiempo inmemorial, que observa (y acecha) a los personajes, expone sus temores íntimos y su idiosincrasia.

Como en Sobre los huesos de los muertos, esa naturaleza se toma la justicia con esos hombres que tanto se miran el ombligo y someten a las mujeres. Ese "nosotras" está envuelto de mitología clásica, de folclore popular y leyendas arcanas, como la de aquella vez, en plena caza de brujas, en que todas las mujeres del pueblo huyeron aterrorizadas a los bosques y algunas ya no volvieron jamás (¿son ellas ese "nosotras"?).

A diferencia de Hans Castorp, Wojnicz no se pasará años en el sanatorio. Es una figura tímida con "un exagerado temor a ser vigilado", que no sólo sufre por sus pulmones sino también por un secreto íntimo (que no desvelaremos) que lo reconcome por dentro. Algo que, precisamente, pone a prueba ese mundo patriarcal y binario. Bien pronto empezarán a ocurrir cosas extrañas que se entrelazan orgánicamente con el aburrimiento de un sanatorio, "tan omnipresente aquí como la humedad".

Y así Tierra de empusas acaba siendo una invitación al lector a crear por su cuenta múltiples constelaciones a partir de fascinantes divagaciones sobre los detalles y temas más variopintos en un enclave cuyo paisaje va cobrando vida, aunando tanto la magia y el misterio como la erudición y el razonamiento. Porque la autora se niega a ignorar otras dimensiones de lo real. Así lo expresa el epígrafe, unas palabras de Pessoa: "A la luz del sol, continúa siendo normal el mundo visible. El ajeno nos acecha desde la sombra".

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13 de febrero de 2025

'La estatua de Günter Grass' Alfaguara, 2025

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Günter Grass y la obsesión que puede provocar el arte

 

Preguntado por un medio alemán con qué mujer de la historia del arte compartiría una velada, Umberto Eco dio dos nombres: Cecilia Gallerani, la protagonista de La dama del armiño, y la margravesa Uta von Ballenstedt, que nació alrededor del cambio de milenio y fue esculpida en piedra policromada en el siglo XIII en el ábside occidental de la catedral de Naumburgo, en un conjunto formado por un total de doce figuras, las de los fundadores y benefactores de la antigua capilla.

"Entre las muchísimas imputaciones que se le dirigían a esta época sin identidad (como no fuera la de ser "de en medio"; entiéndase la Edad Media) -escribió Eco-, estaba precisamente la de no haber tenido sensibilidad estética", algo en lo que se centra su ensayo Arte y belleza en la estética medieval para refutarlo.

Uta de Naumburgo, como también se la conoce, es un ejemplo paradigmático. Es tal su magnetismo y gracia que parece tener vida propia, tal vez porque el maestro anónimo que realizó el encargo la inmortalizó con un gesto que nos resulta moderno: con la mano derecha alza el cuello de su manto, como para protegerse de su esposo, el margrave Ekkehard II, "belicoso, orientado siempre a las ganancias de tierras, el terror de sus súbditos".

Las facciones de Uta -objeto de veneración durante el nacionalsocialismo como ideal de la mujer aria- , su aura melancólica y trágica ejercerán una suerte de obsesión casi física y persecutoria en Günter Grass (1927-2015), el Premio Nobel alemán que también cultivó las artes gráficas y el grabado. A ella dedica este relato de 80 páginas, cuya última versión (no definitiva) terminó en 2003, además de crear una serie de litografías de las figuras de Naumburgo. La estatua es la edición de ese texto revisado por el autor sólo en una tercera parte.

Decimos "persecutoria" porque este relato entre lo autobiográfico y la ensoñación sobre el elenco de Naumburgo -tanto las figuras históricas que representan como los modelos que imagina que utilizó el escultor, gente más sencilla que cedía sus facciones- cubre unas cuantas décadas de la vida del escritor, desde que visita las "ciudades agrisadas" de la RDA, "cuando el Muro aún seguía, como por costumbre, y las potencias continuaban ladrándose, aunque a media voz" hasta la reunificación y la circulación del euro. Una invitación para hablar de su obra le permitirá "cruzar la frontera", cosa que aprovechará, en especial, para visitar la arquitectura religiosa que quedó al otro lado del "Estado de Obreros y Campesinos".

El tiempo de las catedrales se mezcla con el del país socialista, donde el tiempo "pasaba de otra forma, bloqueado por delante", como si los relojes descontaran las horas, en lugar de avanzar. De manera tangencial, Grass deja pequeños destellos de la infancia y de su pulsión por encontrar siempre un refugio interior: "Desde mi juventud yo había deseado volverme inencontrable en un tiempo siempre diferente. Ni la estrechez de mi casa natal de dos dormitorios, ni la ulterior vida en campos y barracones, ni el alboroto de los niños, ningún sonido me impedía escapar al presente de cada momento".

A partir de ese primer encuentro, Grass establecerá un diálogo con las figuras, como comensales a su mesa, que son las páginas en blanco. Los dibuja (material que acompaña al texto), los imagina conversaciones con y entre ellos, reconoce a Uta en otros viajes, en Colonia o Milán, no sólo en las caras pétreas de otros retablos, sino también en otras mujeres jóvenes de la calle. La estatua se lee como un divertimento sobre las conexiones profundas y secretas que puede provocarnos una obra de arte.

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30 de enero de 2025
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