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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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Separarse del mundo

Solo con la pérdida se conoce el valor de las cosas. ¿Qué sería para el mundo un Reino Unido fuera de la Unión Europea? Nadie se había planteado seriamente tal eventualidad hasta que David Cameron tuvo la ocurrencia de someterla a referéndum y las encuestas empezaron a girar en favor de los euroescépticos.

A la vista de las reacciones internacionales, el resultado no puede ser más concluyente. Si se descuenta a Donald Trump y a Marine Le Pen, casi nadie considera que el Bréxit sea bueno para sus países respectivos. Nada sale tan valorado en la prueba como la posición singular del Reino Unido dentro de la UE y su capacidad para conectar desde esta posición el mundo transatlántico e incluso la globalidad entera a través de sus antiguas colonias de habla inglesa encuadradas en la Commonwealth.

El referéndum sobre el Brexit ha pillado a la UE en su peor momento, bajo la tensión de varias crisis acumuladas alrededor de la moneda, los refugiados, el terrorismo o las fronteras con Rusia. A pesar de ello y de que el euroescepticismo sigue creciendo, los europeos ven mayoritariamente el Bréxit como un mal negocio, según una encuesta del Pew Research Center en diez países miembros de la UE. Donde más, en Suecia, donde un 89% considera que perjudicaría a la UE, y donde menos en Italia, donde la cifra solo llega al 57%. La lista de gobernantes y responsables de instituciones internacionales que se han pronunciado por la permanencia es inacabable. Junto a las dificultades de los acuerdos de separación y la renegociación de tratados comerciales, el mayor desperfecto sería la carambola geopolítica. Se da por seguro que Escocia reabriría su contencioso, al que podría seguirle Gales, y quedaría dañado el marco de paz entre protestantes y católicos en Irlanda del Norte, conseguido en 1998 en el horizonte de unificación con la República de Irlanda que posibilitaba la integración europea.

También afectaría a las Malvinas y Gibraltar, territorios que sufrirían las consecuencias económicas de la desconexión del mercado único europeo y verían estimulada la reivindicación de la soberanía por parte de Argentina y España. Los intereses de los 53 países de la Commonwealth en la UE deberían contar con Chipre y Malta como únicos abogados en vez de la potencia británica. Esta consideración vale también para otros países con especiales relaciones con Londres, como es el caso de Israel, uno de los gobiernos más discretos, que solo han insinuado su posición de forma oficiosa. Es sonoro el diplomático silencio de Putin, con su política exterior nostálgica respecto al imperio perdido. Para Rusia, cuanto más débil sea la UE, mejor; una visión que no comparten otras potencias como China o India, abiertamente contrarias al Bréxit.

Las elites mundiales están en contra, pero esto nada garantiza en el intenso momento populista que atraviesan las democracias occidentales. Según palabras de Robin Niblett, director del prestigioso think tank Chatham House, no es la soberanía británica lo que está en juego en el referéndum sino el futuro del Reino Unido en la escena mundial. Aunque digan lo contrario, los euroescépticos no quieren separarse de la UE sino del mundo.

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9 de junio de 2016
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Empieza la rectificación

Esto se acaba. Esta historia no da más de sí. La hora de la rectificación ha llegado y todos, incluidos los ideólogos mas entusiastas, han empezado a plegar velas. Uno de los ideólogos del proceso se pregunta por el lugar de Mas. Nadie sabe qué hacer con el rey destronado. Otro se adentra en la autocrítica que tanto ha faltado a lo largo de esta inacabable marcha hacia ninguna parte. Ahora reconocemos que la superioridad moral y la autocomplacencia empequeñecen la mirada colectiva, irrealista y ciega sobre todo ante las propias inmoralidades. También que la transferencia de todos los defectos sobre España, como única responsable de nuestros problemas, ha hecho el resto. Un poco tarde para tan atinadas reflexiones.

La idea de la violencia ha hecho su trabajo, es evidente. La revolución de las sonrisas y la ruptura democrática y pacífica han tropezado con su rostro más hosco. Voces bien serias, desde dentro del propio campo soberanista, lo venían advirtiendo desde hace tiempo. No es tan solo el problema de los métodos violentos, cuya sola apelación imaginativa a través de los okupas amigos de la CUP aleja a la gran masa de los votantes. Antes está la cuestión del principio de legalidad, es decir, el Estado de derecho, las libertades y los derechos civiles individuales.

Atender a la legalidad no es un capricho reaccionario e incluso franquista. La democracia sin ley es demagogia y conduce a la dictadura. Lo que está en juego no es el principio de autoridad ni la contundente consigna burguesa de ley y orden, sino la regla de juego que a todos obliga y a todos defiende de la arbitrariedad. Sobre todo a los más débiles. Si son los okupas los que dictan la ley, habrá un momento en que alguien más fuerte dictará la suya. Por eso el rupturismo conduce históricamente a la dictadura de uno u otro signo.

Los pacíficos y amables dirigentes del proceso habían imaginado un inexplicable camino de tranquilas rupturas, pequeñas fracturas de la legalidad o incluso una decantación pacífica y casi imperceptible desde la legalidad actual hasta otra que surgiría nueva y limpia, catalana claro está, lista para ser adoptada por todos y constituir el Estado propio inmaculado. Estos planes --fraguados en las masías de l'Empordà y en los chalés de la Cerdanya durante los largos fines de semana de los días tórridos de agosto que preceden a las grandes jornadas patrióticas del Once de Septiembre-- han tropezado ahora con las tentaciones expropiatorias de las segundas residencias que la CUP no ha tenido rebozo en exhibir como argumentos de apoyo a la negociación de los presupuestos con Junts pel Sí.

El peor escenario se ha hecho realidad. La CUP es quien controla la agenda política. Con apenas unas centenas de agitadores congregados en Gràcia consigue poner en jaque a los gobiernos municipal y de la Generalitat, secuestra el foco mediático, impugna la autoridad de las fuerzas del orden catalanas e impide la aprobación de los presupuestos en el Parlament. Sin su voto no hay presupuestos y sin presupuestos no hay algo digno de llamarse gobierno.

La CUP aprieta las tuercas porque con tal experiencia ha sacado hasta ahora grandes réditos. Sin ir más lejos, los contenidos rupturistas de la declaración del 9N y la cabeza de Artur Mas. Ahora ha conseguido poner al gobierno contra las cuerdas y someterlo a un dilema endiablado y demoledor, entre dar por roto el acuerdo de estabilidad parlamentaria o ceder y continuar sometidos al chantaje permanente, algo que una persona tan autorizada como Pilar Rahola considera como ?dos opciones letales para el proceso?.

La tentación es mantener intactos los planes secesionistas en la línea reafirmada ayer por Puigdemont en la entrevista concedida a EL PAÍS. Esto significa que, más pronto que tarde, con presupuestos o sin ellos, habrá disolución del Parlament y que esta se disfrazará y explicará como una nueva forma de paso plebiscitario hacia el Estado propio. Hay otro camino, como es el de buscar una nueva geometría de alianzas parlamentarias, cambiar así la mayoría en el parlamento catalán para aprobar el presupuesto, gobernar de nuevo, restaurar la unidad civil y política catalanista y aprovechar los nuevos espacios de acuerdo y de alianza que se han abierto en Madrid y en las comunidades valenciana, balear y aragonesa con los socialistas y las nuevas izquierdas.

No significa enterrar nada, sino meramente cambiar el ritmo, cargarse de paciencia y acomodarse, finalmente, a la dura y tozuda realidad. El problema es saber si hay alguien con el coraje personal y la autoridad política para dar este paso que muchos querrán interpretar como una rendición, aunque no lo sea.

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6 de junio de 2016
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La paz desprestigiada

Nadie creerá en la paz hasta el momento en que sea realidad, si acaso llega algún día. En ninguna región del planeta como entre el río Jordán y el Mediterráneo se cultiva la decepción con tanto cuidado y constancia. Las iniciativas, mediaciones, hojas de ruta y treguas que preceden a nuevas ofensivas se suceden como las estaciones y los años, pero siempre sin resultados o incluso con retrocesos.

Las condiciones de vida de la población palestina no hacen más que empeorar; sigue aumentando el número de colonias y colonos sobre territorio palestino; la Autoridad Palestina se deteriora y corrompe, en un campo político dividido y sin elecciones desde 2006; también la radicalización se incrementa por ambas partes; la violencia penetra en el carácter de unos y otros, de los niños palestinos que apuñalan a israelíes y de los soldados israelíes que abaten a terroristas como si fueran fieras salvajes; y Benjamín Netanyahu, el primer ministro, se supera a sí mismo con sus Gobiernos siempre un paso más hacia la derecha.

Un océano de escepticismo neutraliza cualquier noticia, como si la sensibilidad del mundo solo aceptara las malas nuevas a las que estamos habituados. Ahora mismo son varias las iniciativas de paz en marcha, aunque en todas ellas vaya acompañada de objetivos más precarios u oportunistas.

La Francia debilitada de François Hollande, y no la UE, es la que convoca para mañana una conferencia de ministros de Exteriores, en la que participarán Estados Unidos y Rusia, pero no Israel ni la Autoridad Palestina, y que pretende reavivar la fórmula de los dos Estados y la organización de negociaciones directas entre las dos partes con un límite temporal. También el desprestigiado presidente egipcio Abdelfatá al Sisi ha lanzado una iniciativa de reconciliación entre las facciones palestinas, paso previo a la negociación con Israel según la llamada Iniciativa Árabe de Paz de 2002, que incluye la normalización de las relaciones con Israel a cambio del Estado palestino en las fronteras anteriores a 1967.

La nueva geopolítica regional, con Irán como nuevo hegemón, propulsa una alianza suní conservadora bajo liderazgo saudí en la que Israel encaja como aliado natural. Nada la soldaría mejor como algún avance de la Iniciativa Árabe, que también interesaría a Obama, ya en la recta final de su presidencia y con las manos vacías en uno de los capítulos donde más esperanzas había levantado.

La respuesta de Netanyahu a esos brotes verdes es la habitual. De entrada, buenas palabras. Y en vez de un Gobierno para la paz con los 24 diputados de centroizquierda de la Unión Sionista, la opción por los seis diputados ultraderechistas y antiárabes de Israel es Nuestra Casa y la incorporación como ministro de Defensa de Avigdor Lieberman, israelí desde los 20 años, nacido en Moldavia y sin preparación para una cartera tan sensible. Se atribuye al primer ministro la chanza de que Lieberman puede confundir los silbidos de las balas que nunca ha escuchado con los de pelotas de tenis. Ante todo, la decepción.

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2 de junio de 2016
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El mapa maldito de Oriente Próximo

No fue un tratado. Tampoco fue un compromiso formalizado en un documento rubricado por las dos partes. Se trata meramente de dos notas dirigidas por el secretario de Asuntos Exteriores británico, Edward Grey, a su homólogo francés, Paul Cambon, y un mapa coloreado. Pero vale como acuerdo, que fue comunicado a los gobiernos de Italia, Rusia y Japón, y muchos historiadores consideran como un tratado con efectos vinculantes que alcanzan hasta hoy mismo y al que se atribuyen casi todos los males que sufre la región.

Las dos notas llevan las fechas del 15 y del 16 de mayo de 1916, ahora acaba de cumplirse un siglo, pero su existencia no se conoció hasta noviembre de 1917, cuando vieron la luz gracias a Lev Trotsky, comisario de Asuntos Exteriores del gobierno soviético recién instalado tras la revolución bolchevique, que las dio a conocer a la prensa moscovita como denuncia del reparto secreto del mundo establecido por las potencias imperiales europeas a espaldas de las poblaciones afectadas, exactamente lo contrario al derecho de autodeterminación propugnado por los bolcheviques y por el presidente Woodrow Wilson.

Ahora hace un siglo la guerra europea se hallaba en su tercer año. Estados Unidos todavía no había entrado en liza. Y Francia y Reino Unido querían reforzar su alianza con el reparto de los despojos del imperio otomano, específicamente en la región donde el legendario T. E. Lawrence estaba preparando la revuelta árabe contra la Sublime Puerta. Unos y otros tenían el ojo avizor a una materia prima que prometía mucho, el petróleo, con la idea de trazar una línea que abriera paso a un oleoducto desde las primeras explotaciones en Mosul hasta el Mediterráneo.

Los artífices fueron dos diplomáticos sin aspiraciones de pasar a la historia, pero que terminaron dando su nombre al acuerdo. Si Potsdam y Yalta, lugares de celebración en 1945 de las conferencias de los aliados al término de la Segunda Guerra Mundial, fueron los emblemas del reparto del mundo en áreas de influencia entre Moscú y Washington, en el caso de Oriente Próximo tras la Primera Guerra Mundial este papel lo jugaron los nombres de estos dos personajes de biografía anodina: un aristócrata, militar y diplomático inglés, Mark Sykes, por parte de Londres, y un abogado y diplomático parisino, François George-Picot, por parte de París.

Sykes-Picot es un ejemplo de diplomacia secreta en un escenario de guerra, que busca ante todo el equilibrio geopolítico entre los que se presumen protagonistas de la paz. Pero más importante que los contenidos del acuerdo es la leyenda conspirativa tejida a su alrededor. Según el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, no hay conflicto en la región que no esté diseñado hace cien años con estos acuerdos. Joe Biden, vicepresidente de Estados Unidos, ha atribuido las actuales dificultades en Siria e Irak ?a la creación de estados artificiales compuestos de grupos étnicos, religiosos y cultural totalmente distintos?. Precisamente ahora, con el centenario, los yihadistas del ISIS quieren ?clavar el último clavo en el ataúd de la conspiración de Sykes y Picot?.

Según el geógrafo Michel Foucher (revista Telos, mayo de 2016), probablemente el primer especialista mundial en la historia de las fronteras, menos de 700 kilómetros de los 14.000 que conforman los trazados actuales, salen de Sykes-Picot. Las potencias extranjeras participaron en su delimitación en una proporción muy inferior a lo que dice la leyenda: el 16 por ciento se debe a la intervención francesa, el 26 por ciento a la británica, el 14?5 a la rusa y el 29 a los otomanos y a sus sucesores turcos.

Ni siquiera lo que se atribuye a Sykes-Picot está en los documentos, cuyas conclusiones solo se aplicaron en parte en los tratados y conferencias que sellaron la Gran Guerra. Las líneas artificiales atribuidas al oscuro tratado pertenecen en realidad a la conferencia de San Remo de 1920, en la que se produjo el auténtico reparto.

El acuerdo ahora centenario, del que surgieron cuatro estados nacionales (Líbano, Irak, Siria y Jordania), es solo el emblema de aquella partición, en la que cuentan al menos dos documentos diplomáticos más de similar trascendencia. Uno es la correspondencia cruzada en 1915 y 1916 entre el jerife de La Meca Hussein ben Ali y el alto comisionado británico para Egipto, Henry McMahon, por el que se atribuye a la dinastía hachemita el liderazgo árabe en la región. El otro es la Declaración Balfour de 1917, contradictoria con la anterior, en la que el secretario de Estado británico Arthur Balfour reconoce el derecho a establecer en Palestina ?un hogar nacional para el pueblo judío?, de la que surgirá Israel, el quinto y más polémico de los Estados con fronteras de la marca Sykes-Picot.

Tres de los jugadores del actual tablero de Oriente Medio tienen especial empeño en la nulidad de aquel acuerdo. Turquía, porque el reparto se hizo a su costa, como potencia derrotada en la guerra. Los kurdos, porque son los más interesados en un rediseño de fronteras que les permita existir como nación independiente sobre territorios actualmente de Siria, Turquía, Irak e incluso Irán. Y finalmente, el yihadismo terrorista, porque tiene la pretensión de borrar las fronteras estatales y establecer una comunidad islámica internacional dirigida por el califato islámico.

Parece claro que la revisión de Sykes-Picot, si fuera posible, produciría mayores daños que los que se pretende resolver. La idea de que hay fronteras naturales sobre las que se asientan naciones eternas étnica o culturalmente delimitadas es una fantasía esencialista decimonónica que conduciría a la fragmentación de Oriente Medio en un mapa ingobernable con decenas de micro estados, cada uno con sus correspondientes irredentismos y sus rivalidades vecinales. La causa de los actuales problemas, según el historiador francés Henry Laurens, no son las fronteras artificiales sino la falta de democracia. ?La UE se ha podido construir ?ha declarado recientemente al diario libanés ?L?Orient-Le Jour?- porque se trataba de un movimiento democrático con consultas regulares a la población en cada etapa?.

Si algo está claro en el centenario de Sykes-Picot es que son las potencias regionales, es decir, Turquía, Irán, Arabia Saudí e Israel, y no las viejas potencias imperiales europeas o la superpotencia americana, las que deben devolver la paz a la región. Y no mediante la refacción de las fronteras a través de acuerdos secretos, sino con la difícil, improbable y lenta ?fórmula europea? que da voz democrática a las poblaciones a la hora de superar las fronteras nacionales.

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30 de mayo de 2016
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Desfile de modelos

Hace cinco años, cuando se produjeron las revueltas árabes de 2011, la experiencia de Turquía permitía argumentar acerca de la compatibilidad entre islamismo político y democracia, gracias a Recep Tayyip Erdogan y su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). Desde que alcanzó el Gobierno por las urnas en 2002, había protagonizado una década prodigiosa de modernización, crecimiento económico, construcción de infraestructuras, apertura de negociaciones para ingresar en la UE e incluso sujeción del poder militar al poder civil. Era el modelo turco, en el que el islam parecía compatible con la democracia, las libertades y la economía de mercado y por supuesto la OTAN, y que algunos pretendieron imitar en los países que se sacudían de encima a las dictaduras militares como Egipto o Túnez.

Uno de estos partidos, el tunecino Ennahda (renacimiento en árabe), presidido por Rachid Ghannuchi, ha celebrado su congreso este pasado fin de semana precisamente para reafirmarse en su evolución democrática y constituirse como un partido político, democrático y civil, que deja para la mezquita la práctica religiosa y no quiere inmiscuirse en la vida privada. En los mismos días en que Ennahda reunía a sus militantes en Túnez, el AKP hacía lo propio en Ankara, en su caso para nombrar al nuevo primer ministro, Binari Yildirim, que sustituye a Ahmed Davutoglu, caído en desgracia ante Erdogan.

La auténtica prueba democrática es la alternancia. El talante democrático de un partido solo se comprueba en los hechos, cuando cede el poder a otro partido para que gobierne. El turco AKP todavía no ha conocido esta experiencia, y a juzgar por los propósitos presidencialistas de Erdogan, que quiere perpetuarse hasta 2023, fecha del centenario de la República, su voluntad de conocerla es más bien escasa. Ennahda, en cambio, cedió voluntariamente la jefatura del Gobierno en 2013 y ahora participa en un gabinete de coalición como socio minoritario a pesar de que es el primer partido de Túnez.

El primer fracaso del modelo turco se produjo en Egipto, el país de donde surgieron los Hermanos Musulmanes, la cofradía más influyente en todo el mundo árabe e islámico con su proyecto de islamización de la sociedad previa a la toma del poder político. Sucedió allí lo que ha sucedido tantas y tantas veces anteriormente, en la propia Turquía o en Argelia, y es que las botas de los militares se impusieron a los votos de los islamistas; aunque también contribuyó la ineptitud de los Hermanos egipcios, asentados en una mayoría exigua e incapaces de gobernar para todos y de hacer una Constitución en la que todos cupieran.

Lo que no supieron hacer los Hermanos egipcios ha sabido hacerlo Ennhada, que ganó las primeras elecciones, participó en la elaboración de una Constitución inclusiva, en la que se garantiza la libertad religiosa y la separación entre religión y política, y se ha transformado ahora en lo más parecido a un partido demócrata musulmán, el equivalente de la democracia cristiana europea.

El islam no es la solución, como decían los Hermanos egipcios. Turquía ya no es el modelo, como pretendía Erdogan. El modelo y la solución, por el momento, hay que buscarlos todavía en Túnez, allí donde empezó todo en diciembre de 2010 y el único lugar donde todavía se mantiene alguna esperanza.

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26 de mayo de 2016
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Derribos Mas

Convergència es todavía el partido de los pujolistas. Por si los convergentes pretendían olvidarlo, el día en que se votaba su autodisolución, Josep Pujol, el tercero hijo del fundador, aparcó su Jaguar frente a la sede de CDC de Sant Gervasi y depositó su papeleta en el mismo momento en que lo hacía Helena Rakosnik, la esposa del ex presidente y actual líder del partido, Artur Mas, consiguiendo así una fotografía altamente simbólica de las dificultades con que se enfrenta la formación nacionalista para cambiar de piel e intentar a la vez mantener su espacio político.

Ahora la demolición a la que Mas se ha entregado con tanto fervor y dedicación alcanza de lleno a su partido. Recibió una herencia en el punto más álgido del poder convergente y está a punto de reducirla a la porción congrua, tras perder escaños a raudales, quedarse sin la alcaldía de Barcelona, destruir la coalición con Unió que tantos éxitos le había proporcionado, hacer dudosas contorsiones para coaligarse con Esquerra, y tirar ahora al niño con el agua sucia. No es extraño que la familia fundadora exprese bajo formas más o menos explícitas su resentimiento hacia un sucesor que fue escogido y designado para mantener el patrimonio en sus aledaños e incluso al alcance de los hijos del patriarca. No es esta la única labor destructora de Mas. El conjunto de las instituciones viene sufriendo desde que Artur Mas alcanzó la presidencia en 2010 y sobre todo de septiembre de 2012, con la disolución prematura del Parlament, momento en que se abrió la veda al uso partidista más descarado de la radio y la televisión públicas, el sistema educativo, la función pública y las instituciones de la Generalitat en su conjunto; todo en aras del 'procés', una situación excepcional que solo se daría una vez en la vida y que había que aprovechar sin muchos escrúpulos ni miramientos.

La instrumentalización ha alcanzado a los edificios públicos, específicamente al palacio gótico de la Generalitat, utilizado más allá de las funciones de Gobierno como plató televisivo para las entrevistas presidenciales o escenario de actos, anuncios y reuniones partidistas. Entre las decisiones más incomprensibles destaca la pasión por la estelada desatada en las filas soberanistas, hasta el punto de sustituir en muchos edificios oficiales a la bandera de todos, incluso durante las campañas electorales y en los días de votación, en violación de la neutralidad exigida a las instituciones.

Nunca las instituciones pertenecientes a todos y sufragados con los impuestos de todos habían sido puestas al servicio de una parte de la sociedad política como se ha hecho en estos años bajo el liderazgo de Mas. Y sea dicho, con la inestimable colaboración de las instituciones del Estado bajo la batuta del PP en un actuación simétrica con los medios de comunicación, la policía o incluso la justicia, y dispuesto siempre a echar gasolina en cada ocasión que se declara un incendio, como se ha visto con la felizmente frustrada prohibición de las esteladas en la final de Copa.

El ejemplo cunde en todas direcciones y sigue más allá de Mas. Nadie expresa mejor la falta de sentido institucional como la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, con su deferente entrevista con Arnaldo Otegi en su despacho oficial. No es ninguna novedad el papanatismo de un cierto independentismo catalán respecto al nacionalismo vasco. Hay un fondo de envidia, que es legítima y sana cuando se trata del concierto económico, pero profundamente enfermiza y perversa cuando se trata de la violencia de ETA.

La jornada de votaciones, pretenciosamente bautizada como supersábado, es el último acto de una drama político, cuyo protagonista, como si estuviera señalado por una maldición, convierte sus dotes de pretendido arquitecto de las estructuras de un nuevo Estado en capacidad de demolición de cuanto toca. Al parecer, Convergència ha dejado de existir. Cuando se fundó fue decisión de unos pocos y voluntad sobre todo de uno, pero ahora es por la votación de simpatizantes y militantes como se decide todo. Nadie sabe qué la sustituirá y ni siquiera si llevará el mismo nombre.

El espacio que pretende ocupar es el pujolista. La ambigüedad ideológica pujolista, a pesar del 'procés', insiste en seguir llamando a su puerta. Hay pujolismo a raudales entre sus dirigentes, a pesar de que la familia Pujol haya mandado a uno de los hijos como recadero del resentimiento en injusta denuncia de una traición: para desmentirla, basta con observar la indulgencia convergente exhibida hacia su fundador en la comisión de investigación del Parlament el pasado año. ¿Será el mismo perro con el mismo collar?

Tras una tan larga temporada de demoliciones, y a la espera de las estructuras de Estado, esta Convergència fundada de nuevo será el primer acto constructivo, y quien sabe si el último, de Derribos Mas. Toda una paradoja.

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23 de mayo de 2016
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La mirada perdida de Abdelaziz Buteflika

Manuel Valls se llevó el demérito con su tuit en el que aparecía sentado junto a un Abdelaziz Buteflika con la mirada fija y desencajada. Jean-Louis Debré, ex presidente del Consejo Constitucional francés, remató la faena con su libro Lo que no podía decir, en el que proporciona detalles de las dificultades expresivas del anciano presidente durante su entrevista del pasado diciembre. Sendos vídeos del ministro de Exteriores ruso, Sergei Lavrov, y del secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki Moon, disponibles en youtube, ofrecen la misma imagen decrépita de un presidente incapaz de regir los destinos de su país, pero no han suscitado ni críticas ni debates.

La explicación es el prejuicio ampliamente compartido en la vecina Argelia: nada malo sucede en que no estén los franceses de por medio. Es imposible ocultar, desde la última campaña presidencial en la que ni siquiera participó, que Buteflika, sentado en su silla de ruedas, nunca se recuperará del ictus que sufrió hace tres años. Pero si su parálisis tiene carta de naturaleza pública es por culpa de Francia, un país con el que Argelia mantiene unas relaciones tan estrechas como difíciles y llenas de mutuos resentimientos y susceptibilidades, celos y complejos.

Los medios oficiales pretenden que quien fue el ministro de Exteriores más joven del mundo conserva enteras la inteligencia y claridad de juicio. También lo confirma Debré en su libro, aunque la exhibición de clarividencia sea mero fruto de una esmerada preparación de las escasas y breves reuniones en las que participa el anciano.

Si las elites argelinas, fundamentalmente militares y servicios secretos, decidieron que solo tenían a un pobre enfermo para presidir el país es porque no han conseguido arbitrar la guerra sorda que hay entre los clanes del poder en un momento que se percibe como un fin de régimen. Argelia solo exporta productos energéticos (97 por ciento), con los que financia un 60 por ciento del presupuesto, cuya parte del león son unas fuerzas armadas y de seguridad que le sitúan entre los de mayor gasto militar de Africa.

Ahora acaba de lanzar una emisión de bonos patrióticos, con los que obtener liquidez de sus propios ciudadanos y bombear de la economía informal. No tiene deuda exterior, fruto de los años de bonanza, pero pronto no quedará nada en la hucha de las rentas energéticas. Los escándalos políticos se amontonan, la inestabilidad geopolítica presiona sobre sus fronteras y persiste o incluso se incrementa la amenaza del terrorismo interior.

Todos los países dependientes del petróleo deberán recortar subvenciones y diversificar su economía. En el caso argelino, nada hay similar al plan saudí, a pesar de que las señales de alarma vienen sonando desde 2014, cuando empezó la caída de los precios energéticos. Al contrario, incapaz de abordar la crisis y resolver las querellas entre sus clanes internos, el régimen sigue exhibiendo su parálisis, como Buteflika en su silla de ruedas, a la espera de la muerte que le acecha.

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19 de mayo de 2016
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Arabia Saudí sin petróleo

Sin petróleo no se entiende Arabia Saudí. No se entiende la creación y consolidación del reino y menos todavía la alianza histórica con EE UU (petróleo por protección), su papel determinante en la fijación de los precios mundiales y su peso geopolítico en Oriente Próximo. El presupuesto del Estado se nutre en un 80% de los ingresos del petróleo, que aporta un 45% del PIB y alcanza a un 90% de las exportaciones. Su subsuelo contiene las primeras reservas de crudo y es el segundo productor mundial detrás de Rusia.

Sin petróleo no sería el tercer país del mundo en gasto de defensa ni el primer cliente de la industria armamentística mundial. No podría sostener la guerra de Yemen, ayudar a los rebeldes sirios y proporcionar ayuda financiera al régimen del mariscal Al Sisi que tomó el poder en Egipto tras deponer al presidente Morsi.

Tampoco se habría producido el movimiento de reislamización que ha sufrido todo el mundo, desde Marruecos hasta Indonesia, al amparo de las madrasas y mezquitas sufragadas durante décadas con fondos saudíes. La guerra de Afganistán contra la Unión Soviética se financió en buena parte con dinero saudí. El terrorismo no se ha financiado, que se sepa, de las arcas del petróleo, pero sin reislamización y sin muyahidines afganos, es decir, sin petróleo no habría Bin Laden ni Al Qaeda. Tampoco sin la constructora de la familia Bin Laden, la primera del país desde los tiempos de Ibn Saud y la que ha reconstruido La Meca y sus lugares santos decenas de veces.

Sin petróleo tampoco podría sostener el pulso con Irán, que en buena parte es por mantener su cuota del mercado mundial aun a costa de contribuir a la caída del precio del barril que está minando las bases de su economía. Riad se opuso al acuerdo nuclear con Irán menos por el peligro de una hipotética bomba atómica persa que por el levantamiento de las sanciones que permite a los iraníes su regreso al mercado mundial en busca de su parte del pastel petrolero.

El petróleo ha sido y es todo en Arabia Saudí, hasta el punto de que hasta ahora había un entero ministerio solo para la política petrolera y quien lo ocupaba solía permanecer durante largos años en el puesto: los siete monarcas saudíes han tenido solo cuatro ministros de Petróleo. El último, Ali Al Naimi, de 80 años, lo ocupaba desde 1995. El único que tuvo un mandato corto, dos años, fue el primero, Abdulla Tariki, que ocupó la cartera de 1960 a 1962, fundó la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) y conspiró con el movimiento de los Príncipes Libres, panárabes y naseristas, y por tal razón fue destituido.

La primera empresa saudí es la petrolera estatal Saudi Aramco. Cuidado, primera del país y del mundo, pese a que no cotiza en Bolsa (las evaluaciones sobre su valor, quizás 2,5 billones de dólares, según Bloomberg, se realizan a partir de sus reservas y capacidad de producción). Su presidente está muy cerca del poder ministerial, hasta el punto de que se solapa o precede a veces al cargo de ministro. Ha sucedido ahora, cuando el rey Salmán, de 89 años, ha cambiado el nombre del ministerio por el de Energía, Industria y Recursos Minerales y también al ministro, al que ha sustituido por el del presidente de Aramco, Jalid al Fahli, de 56 años, dentro de una remodelación del Gobierno inspirada por su hijo y segundo en la línea de sucesión, Mohamed bin Salmán (MBS), de 30 años.

Este es el segundo golpe de timón de Salmán, que llegó al trono en enero de 2015, a la muerte de su hermanastro, el rey Abdulá. A los tres meses de su entronización, sustituyó al príncipe heredero, su medio hermano Mukrin bin Abdulaziz, de 70 años, por su sobrino Mohamed bin Nayaf (MBN), de 56 años, y a este por su hijo MBS, en un movimiento insólito en la historia de Casa de Saud, donde nunca se había destituido a un príncipe heredero.

Muchas cosas suceden por primera vez. Agotados los hijos del fundador, seis de los cuales han reinado desde 1953, en un ejemplo perfecto de sucesión adélfica o entre hermanos, por primera vez el heredero pertenece a la generación de los nietos. Y también por primera vez, las tres primeras autoridades pertenecen al mismo linaje paterno y materno, detalle significativo en un sistema poligámico en el que la herencia matrilineal organiza facciones de hermanos opuestos a los otros hermanastros. En este caso, los tres son conocidos como sudairis, por descendientes de Hassa el Sudairi, la esposa preferida de Ibn Saud.

MBS dice que quiere terminar con la adicción saudí al petróleo. No deja de ser un chiste, tratándose de un petroestado que vive de, por, para, con, sobre y tras el petróleo. Sus planes para desengancharse cuentan como paso inicial con la privatización de una fracción minúscula, menos del 5%, de su gigantesca compañía petrolera, en una salida a Bolsa que ya se anuncia como la mayor de la historia.

MBS quiere hacer más privatizaciones, diversificar la economía, introducir la competencia, eliminar subsidios (gasolina, agua, electricidad), saudinizar y feminizar el mercado de trabajo: más de la mitad de la mano de obra es extranjera, el paro juvenil es muy alto y las mujeres son una fuerza de trabajo excluida. También quiere convertir la peregrinación a La Meca y Medina en una próspera industria de turismo religioso. Y construir museos y una industria cultural y del entretenimiento.

Hacer todo esto y a la vez no es fácil, si no se quiere aflojar además la férula de la monarquía teocrática. Será un camino en buena parte contradictorio, porque obligará a mantener el pulso con Irán, con el gasto de defensa que significa (25% del presupuesto), y recortar a la vez el déficit público galopante (15% este año). Sin afectar gravemente al orden público en un país de población jovencísima (dos tercios tienen menos de 30 años), situado en el vórtice de la inestabilidad geopolítica, en guerra fría con Irán, con tres países vecinos en guerra caliente, el conflicto palestino enquistado y el terrorismo de Al Qaeda y del Estado Islámico campando a sus anchas. Las inversiones para sufragar esta magna operación deberán salir de la privatización parcial de Aramco.

Sin petróleo Arabia Saudí sería otro país. Y será otro país si los sudairis se deshacen de la dependencia del petróleo antes de 2030, tal como pretenden, y abandonan la patrimonialización del Estado sin perder a la vez el nombre del guerrero que lo fundó. Como en un cuento de Las mil y una noches.

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16 de mayo de 2016
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La glaciación islámica. Mapa de Oriente Medio (y 7): Arabia Saudí

La monarquía saudí ha jugado un papel decisivo en las primaveras árabes. Sobre todo, para evitar que se extendieran a su territorio y a los territorios árabes vecinos. En 2011 Riad intervino militarmente para reprimir las revueltas en el vecino Bahrein, de población chií, y tuvo sus propias revueltas en la región chiita próxima al golfo donde están los mayores campos petrolíferos. Resultado diferido de la represión de aquellas revueltas son las ejecuciones que acaba de realizar de cuatro opositores chiitas, incluido el clérigo Nimr al Nimr, a los que envolvió en un paquete con 44 terroristas de Al Qaeda, imputados por unos atentados de mitades de la pasada década, en la mayor matanza legal que efectúa la monarquía desde 1980, cuando decapitó en una mañana a 63 terroristas que habían tomado por las armas y ocupado la gran Mezquita de La Meca.

Los príncipes saudíes dominan el arte de la compensación. A la hora de distribuir las penas de muerte y a la hora de distribuir regalos y recompensas. La primavera árabe fue reprimida por las armas pero también ahogada en subvenciones, estas últimas distribuidas equitativamente entre la población con menos rentas y las todopoderosas entidades religiosas que alientan el rigorismo wahabita. La oleada de ejecuciones actual también es un mensaje dirigido a EE UU, en protesta por el acercamiento de Obama a Irán, y una compensación rigorista por adelantado a las profundas reformas económicas neoliberales que se preparan para reducir el déficit público, especialmente la salida a bolsa de la petrolera patrimonial Saudí Aramco, que se convertiría en la primera compañía cotizada del mundo. Arabia Saudí actúa con la espada al igual que el Estado Islámico pero comparte con occidente su amor por los negocios, el lujo y los rascacielos.

Los príncipes saudíes están arriesgando en el actual tablero regional, con el objetivo de disputar las pretensiones de hegemonía iraní. Su estrecha alianza con EE UU --basada en una ecuación histórica que cambiaba petróleo por protección y seguridad-- está llena ahora de reproches y resentimientos: contra Bush hijo por la torpeza de la guerra de Irak, que dio ventaja geopolítica a Irán, y por propugnar la democratización y las elecciones en todo Oriente Próximo; contra Obama por alentar las revueltas árabes, con el mal ejemplo de no sostener a Ben Ali y a Mubarak, por su paso atrás en la región y ahora por la normalización de las relaciones con Irán a través del pacto nuclear; y a ambos, por su debilidad histórica frente a Israel. Una de sus respuestas es el mantenimiento de la producción de petróleo para actuar a la baja sobre los precios, dañando así a la economía iraní y a la industria de extracción de hidrocarburos por fracking , que solo es rentable con precios altos del crudo. La otra respuesta es la apertura del frente bélico de Yemen justo en el momento en que más se les necesitaba para atajar al EI en Siria.

En Riad se celebró el cuarto aniversario de la revueltas árabes con la llegada al trono de Salmán, el sexto hijo del fundador Abdelaziz, que sucedió a su hermanastro Abdulá, uno de los reyes de talante más moderado, que sin duda no quiso ordenar tantas ejecuciones en un solo día. El hecho más destacado del año de reinado de Salmán es que, al poco de la entronización, remodeló la cúpula del poder y nombró a su hijo Mohamed, de 30 años, número tres del régimen, para que se hiciera cargo de la economía y de la defensa, preparando la primera sucesión a la siguiente generación desde que en 1953 murió el fundador del reino. Es legendaria la profecía sobre la debilidad de la Casa de Saud, que ha hecho presagiar en más de una ocasión su caída por una revuelta popular, y no hay duda de que buena parte de su activismo exterior, como en el caso de Putin, se debe a sus inquietudes por la estabilidad interior y por la supervivencia de la monarquía.

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14 de mayo de 2016
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La glaciación islámica. Mapa de Oriente Medio (6): Siria

Bachar el Asad tenía dos argumentos para pensar que las revueltas de 2011 no iban con él. A diferencia de lo que sucedía en otros países, ya se había producido en su favor la sucesión dinástica del autócrata que tanto indignaba a la calle árabe. Y también consideraba superada su idea de revolución, que era la islámica e iraní de 1979: según sus declaraciones de principios de 2011, estas revueltas eran una mera manipulación del imperialismo, el sionismo y los saudíes.

Sus profecías no se cumplieron y tuvo su ración inacabable de revueltas que se convirtieron en guerra civil y sectaria gracias a su salvaje actuación represiva. Así fue como superó largamente la dictadura de su padre, Hafed, utilizando armas químicas contra su propia población y haciéndose responsable de una de las mayores matanzas contemporáneas (un cuarto de millón de muertos, según Naciones Unidas). La evolución de las revueltas ha convertido a Siria en el punto de atracción de los mujaidines suníes de todo el mundo, dispuestos primero a combatir contra la dictadura y después a aceptar el envite de la guerra sunní contra los chiíes, bajo la bandera del califato terrorista.

La guerra siria ha dividido el país y ha situado una porción enorme, con ciudades como Rakka y Palmira, bajo control del Estado Islámico, en un territorio contiguo con el Irak sunní que también controla. La consolidación del EI surge de una doble oportunidad: la política sectaria del gobierno chií de Bagdad, que marginaba a la población sunní y la echaba en brazos del yihadismo, y la posibilidad de apelar a los musulmanes de todo el mundo para que acudan a una especie de tierra prometida donde hacer la hijra (emigración), practicar la yihad contra El Asad e incluso vivir bajo la autoridad política y religiosa de un califato, en conformidad con la sharía.

El EI, en contraste con Al Qaeda, no pretende ser únicamente una organización que coordina y realiza atentados terroristas contra el mundo occidental, sino un genuino Estado árabe que anula las fronteras coloniales, en concreto la línea Sykes-Picot delimitada en 1916, y recrea la primera entidad estatal islámica fundada por el profeta Mahoma. Para acreditarse como tal, cuenta con ciudades, armamento y vehículos apresados al ejército iraquí, pozos y refinerías petrolíferos, yacimientos arqueológicos, población (entre 3 y 8 millones) y una rudimentaria administración. También con una economía elemental, basada en la confiscación de bienes, el contrabando de petróleo y obras de arte, así como el cobro de rescates para liberar secuestrados y permitir salir de su territorio. Y un eficaz aparato de propaganda, a cargo de jóvenes experimentados en redes sociales y producción audiovisual, que utilizan para difundir sus truculentas producciones, en las que han grabado ejecuciones, a veces masivas.

En Siria ha fracasado Barack Obama con sus líneas rojas respecto al uso de las armas de destrucción masiva por parte de El Asad. El presidente estadounidense bregó por la aprobación del Congreso para intervenir, pero su aliado vio rechazado en los Comunes su autorización de bombardeos, y tuvo que ser Moscú quien sacó a Washington del atolladero a costa de su primer éxito diplomático en la región, premonición de su futura implicación militar, con un acuerdo entre las dos superpotencias para la eliminación de las armas químicas. No hubo bombardeos y quedó impune la vulneración de las líneas rojas de Obama por parte de El Asad.

La consolidación del EI es un fracaso de toda la comunidad internacional y una fuente de inestabilidad para los países vecinos, atrapados con frecuencias en contradicciones irresolubles. Turquía, quien más, puesto que combate a la vez al separatismo kurdo, al Estado islámico y al régimen de Bachar el Asad y ha recibido ya dos millones de refugiados. Pero también Líbano, Jordania, Irak, Arabia Saudí y naturalmente Israel sufren los efectos del volcán yihadista. En este último caso en forma de la intifada de los cuchillos, una forma de terrorismo individual alentado por desde las redes sociales.

Todo ello mantiene la región en la mayor desorientación estratégica imaginable, con varias y dispares coaliciones militares que bombardean simultánea y alternativamente en Siria y en Irak, encabezadas cada una de ellas por EE UU, Rusia y Arabia Saudí. Sobre suelo sirio se ha producido el primer incidente militar serio entre la OTAN y Rusia, como ha sido el abatimiento de un avión ruso por parte de Turquía, algo que da la medida de la zona de peligro estratégico en la que ha entrado el mundo.

Es una obviedad que la única forma de terminar con el EI es una intervención terrestre que nadie quiere encabezar, y mucho menos EE UU, escarmentado en Irak y Afganistán. A la vista de que solo los propios vecinos pueden realizarla, parece claro que no habrá paz en la región, y no se atajará por tanto la salida de refugiados, hasta que no se pongan de acuerdo entre sí las potencias vecinas, Turquía, Irán y Arabia Saudí, bajo el patrocinio de Rusia, China y EE UU.

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13 de mayo de 2016
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El Boomeran(g)
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