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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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El tiempo que nos queda

El valor de Artur Mas como político se mide ahora mismo en el tiempo limitado que le queda, un período entre cero y 18 meses, de los que por cierto ya han transcurrido dos. Lleva casi 30 años metido en política y cinco como presidente de la Generalitat, pero su tiempo político se ha terminado o, para ser más precisos, ha sido tasado y limitado. Entre el cero, si la CUP consigue imponer su designio sobre el quién ?alguien sin estigmas de la corrupción y de los recortes sociales?, y el período máximo de un año y medio, que el propio Mas ha ofrecido reducir a la mitad en caso de obtener el apoyo cupaire mediante una moción de confianza que permitiera descabalgarle.

El todavía presidente ha hecho todo lo que se puede hacer para llegar hasta aquí. Todos los políticos cometen errores, pero Mas los ha cometido en cadena, como si nunca se cansara de equivocarse. Eso sí, siempre aplaudidos como heroicidades por su fiel garde rappochée, más tozuda que el mismo líder.

Desde 2012, cada vez que ha dado un paso decisivo ha cometido un error de los que se pagan. Lo fue pasar de la reivindicación del pacto fiscal al derecho a decidir en un santiamén: se acercó a La Moncloa con el claro propósito de que se lo rechazaran para poder pasar a la siguiente página. El pacto fiscal recogía amplios consensos, incluso en territorio del PP, y contaba con un fuerte respaldo del mundo económico catalán. También lo fue pasar con la misma velocidad del derecho a decidir a la independencia, dejando en la cuneta los 400.000 votantes del proceso participativo del 9N que no habían optado por el doble Si.

Con cada paso al frente, Mas ha ido virando cada vez más a la izquierda, primero aliado con ERC, ahora con la CUP; y cediendo en liderazgo, cada vez más compartido y difuso, a los otros dirigentes, partidos y asociaciones hasta alcanzar la actual fórmula coral de su oferta a la CUP: un presidente desposeído con tres áreas o vicepresidencias y una moción de confianza a mitad del período pactado.

El todavía presidente ha hecho esta propuesta en posición abiertamente subordinada y después de entregar en prenda de fidelidad una declaración de desconexión que no se sostiene por ningún lado y le ha valido críticas desde el interior de su propio gobierno y su partido hasta la más prestigiosa prensa financiera internacional. Con estos nuevos errores ha tirado las dos llaves que guardan las esencias del poder presidencial: la autoridad moral y la capacidad de disolución del Parlamento.

Cuando un político lo sacrifica todo, incluida la dignidad, para mantenerse en el cargo, es que no merece ese cargo al que quiere agarrarse como el náufrago al madero flotante. Artur Mas es el tiempo que le queda y el tiempo que le queda es escaso con tendencia a la nada. No tiene más proyecto que no sea sobrevivir, mantenerse a flote, porque su proyecto no es suyo sino que solo puede ser el de la CUP. Ha llegado de lleno a ese punto delicado en que ya solo se antoja un estorbo aunque nadie quiera decírselo.

Su figura ha sido trabajada estos años como si fuera la clave de arco del proceso hacia la Cataluña soñada, de forma que a muchos les parece que si se prescinde de ella también quedará destruido el sueño. Esta reflexión puede ser creíble para quienes todavía conservan la fe en una resolución rápida, feliz y exitosa del proyecto, que no son pocos. Pero ya se ha hecho evidente para quienes mantienen una visión fría y realista que este no es el caso y que el independentismo solo puede aspirar a consolidar sus posiciones y mantener el capital acumulado en estos años de movilización. También para conseguir este objetivo más modesto y mantener viva la idea del proceso, Artur Mas es un obstáculo más que una ayuda.

Tampoco cabe pensar en una salvación desde la oferta de Miquel Iceta. Una coalición como Junts pel Sí, construida para la independencia, no puede convertirse de la noche a la mañana en un grupo parlamentario que apoye un programa de Gobierno autonomista con el auxilio de los votos socialistas. Ni Esquerra se lo permitiría a Mas ni Mas se lo permitiría a sí mismo.

El tiempo de Artur Mas se terminó, o es solo una suma de prórrogas y agonías sin sentido. La única idea que puede hacerse de su futuro es abandonar la aventura, declarar que nadie había llegado tan lejos y ofrecer un rápido relevo, antes de que las urnas, con mayor sufrimiento y pérdidas, sean las que hagan la tarea obligada por esa victoria pírrica del 27S que tanto se parece a una derrota. Su proyecto ha quedado agostado y agotado.

(Somos el tiempo que nos queda es el título de la obra completa de José Manuel Caballero Bonald y es un verso que se repite en uno de sus poema inicialmente titulado Bar nocturno).

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24 de noviembre de 2015
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Errores y terrores

Todo lo que ahora sucede ha ocurrido ya antes. Como si estuviera leyendo un guion escrito por otro, François Hollande parece seguir los mismos pasos que George W. Bush hace 14 años. Y no solo el presidente de la República, sino Francia entera, incluso Europa y el mundo, se enfrentan a una película de horror que ya habíamos visto, a una pesadilla que ya conocemos e, incluso, a unos errores que nos arriesgamos a repetir.

La primera analogía la ofrece la dimensión y el carácter del ataque. El enemigo ha escogido lugares significativos de cada uno de los países. Para destruirlos o perpetrar en ellos el mayor daño posible. En el 11-S fueron las Torres Gemelas, como símbolo de la arrogancia capitalista, en Nueva York; y el centro de mando militar de la primera potencia, el Pentágono, en Washington, aunque los terroristas querían también lanzar un avión contra el Capitolio. En el 13-N, la noche del París multicultural y desinhibido, los bistrós y boîtes del barrio entre Bastille y République, y el palco presidencial del estadio de Francia donde se hallaba François Hollande para presenciar un partido de fútbol, el deporte más popular, entre las selecciones de Alemania y Francia. Todo un símbolo de Europa.

Tras la semejanza en el objetivo de los terroristas, la semejanza de las reacciones, estimuladas por el carácter presidencialista de ambos sistemas políticos. En ambos casos, el presidente y comandante en jefe se dirige a sus compatriotas, reúne a los parlamentarios y responde a la guerra con la guerra. Idéntica es la respuesta de los ciudadanos, arremolinados alrededor del presidente y de la bandera nacional. Una oleada de simpatía y solidaridad con el país amigo atacado transporta a sus aliados y vecinos. Todos somos americanos entonces, todos somos París ahora.

Los ataques transforman a los máximos dirigentes, Bush entonces y Hollande ahora, en su imagen, comportamiento, incluso ideas. También van a transformar sus políticas, en las que fácilmente se romperá el delicado equilibrio entre seguridad y libertad. E incluso cambiarán sus relaciones internacionales: en el caso de Bush condujo a un giro unilateralista y agresivo en política exterior y a la división de Europa, y en el de Hollande de momento le ha llevado ya a un acercamiento a Rusia.

El enemigo es el mismo, en sus características e ideología, aunque no lo sea estrictamente en su nombre y en los medios empleados. Y este hecho es el más inquietante, puesto que 14 años después el monstruo no ha sido vencido sino que ha crecido y se han multiplicado sus tentáculos e incluso su capacidad mortífera. Mohamed Atta y sus secuaces emplearon aviones como armas de destrucción masiva y para secuestrarlos utilizaron cúteres y cuchillos de plástico. Abdelhamid Abaaoud y sus comandos, en cambio, actuaron con Kaláshnikov y explosivos, manejados con precisión militar. Los primeros pertenecían a Al Qaeda y los segundos al autodenominado Estado Islámico, el último y más exitoso avatar de un terrorismo que crece y expande por todo el mundo hasta liberar territorios donde impone su violencia desenfrenada, como ya ha sucedido en Siria e Irak.

La repetición de la película, ahora en territorio europeo y amplificada en su alcance y peligrosidad, es la expresión de un fracaso múltiple y continuado. Hay un fracaso inmediato en la prevención de los ataques, fundamentalmente por fallos que se atribuyen a policías y servicios secretos. Atta y sus amigos pudieron entrenarse en una escuela de aviación de Florida y Abaaoud y los suyos han cruzado fronteras y pasado controles policiales sin ser detectados. Pero hay un fracaso más de fondo en la respuesta antiterrorista y sobre todo en la acción sobre las causas de esta violencia inusitada en los países donde tiene su origen. Si la guerra global contra el terror era efectivamente una guerra, parece claro que 14 años después la estamos perdiendo. Los errores de entonces explican los desastres de ahora, de manera que si los repetimos estaremos profundizando la trinchera en la que nos hundiremos en el futuro.

La serie de errores de Georges Bush ya son un clásico, conocido de todos. La guerra preventiva y ajena a las convenciones internacionales. Las mentiras de la CIA sobre las inexistentes armas de destrucción masiva que sirvieron para justificar la invasión de Irak. La limitación de las libertades y derechos individuales a través de las llamadas Patriot Act o leyes de excepción votadas masivamente por los congresistas bajo la emoción patriótica suscitada por los ataques. El uso de la tortura, el secuestro y la ejecución extrajudicial para los terroristas. El horror de Abu Ghraib, la cárcel iraquí donde los presos eran torturados, vejados sexualmente y fotografiados por soldados estadounidenses. La creación de limbos jurídicos, como Guantánamo, donde detener indefinidamente sin juicio ni cargos a los sospechosos.

Todos estos errores fueron regalos propagandísticos para el terrorismo. E incluso algo más. Nada seduce más a los terroristas como la erosión de los valores atribuidos a Occidente y la anulación de las libertades y garantías individuales por mor de la lucha antiterrorista. Con esta primera batalla ya ganada, todas las partes se igualan en esta guerra y se abren a las actitudes equidistantes de quienes denuncian la violencia de todos. Pero el mayor error y el de más graves consecuencias fue el desmantelamiento de las estructuras del Estado baasista y especialmente de sus cuerpos armados, cuyos generales se han convertido en la estructura militar del Califato terrorista.

Bush sabía que Sadam Husein no tenía nada que ver con Al Qaeda ni con los ataques del 11S. Pero también conocía por las encuestas de opinión que los atentados habían despertado el apetito de guerra entre sus conciudadanos. Solo hacía falta una excusa para lanzarse a la nueva guerra que le pedían sus consejeros neocons. Se la proporcionó la CIA con la fabricación de las pruebas falsas sobre las armas de destrucción masiva. Con ellas se lanzó a la invasión y al derrocamiento de Sadam, con la idea inicial, totalmente fracasada, de convertir Irak en una democracia próspera y ejemplar, que hiciera cundir el ejemplo en toda la región, sin caer en la cuenta de que estaba fabricando un Estado fallido y cuarteado, surbordinado al enemigo iraní y minado por el terrorismo sectario en que se ha convertido el país árabe.

No ha sido pues una cadena de errores sino un gran error estratégico. La pregunta no es qué se ha hecho mal, sino si acaso se ha hecho algo bien. Será difícil que Francia, y los europeos con ella, incurramos en los mismos y graves fallos, principalmente en una invasión a gran escala. El desmantelamiento de un Estado, sin contar con una rápida y eficaz substitución de estructuras políticas, administrativas y de seguridad ha sido siempre una operación de altísimo riesgo. No lo tuvieron en cuenta Bush y sus neocons y luego tampoco lo han tenido en cuenta Cameron y Sarkozy con la destrucción de la Libia de Gadafi, ni Obama con su inhibición respecto a la destrucción de la Siria de Bachar el Asad.

La verdadera fuerza del Estado Islámico, es decir, su territorio, las armas capturadas de los ejércitos desmantelados y gran parte de los numerosos guerreros reclutados, se debe a la destrucción de tres estados árabes desde 2003 sin que existieran ni planes ni capacidades para construir estructuras estables alternativas.

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23 de noviembre de 2015
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¿Hacia dónde va Cataluña?

Con el título de ¿Hacia dónde va Cataluña? pronuncié el pasado jueves una conferencia en el salón de actos de Foment de Terrassa, invitado conjuntamente por el Ayuntamiento de la ciudad y la Fundación Olof Palme. Quien desee leer la transcripción de la conferencia en el idioma catalán original en el que la pronuncié, podrá acceder aquí en el enlace con elpais.cat, la edición digital catalana de EL PAÍS. Aquí en el blog la publico a continuación en su traducción castellana:

"¿Hacia dónde va Cataluña? Digámoslo bien claro y de buen principio. Ahora mismo no sabemos dónde estamos ni hacia dónde vamos. Todo el mundo sabe y son muchos los que no se atreven a decirlo, pero hay un lugar hacia el que seguro no vamos, y este es la independencia.

Esto es duro de digerir y será duro de digerir. Habían fijado fechas exactas, que han sido sobradamente superadas. Unos querían que fuera el 11 de septiembre de 2014, coincidiendo con el tercer centenario. Otros apostaban porque fuera el 23 de abril de 2015. El último de las numerosas hojas de ruta la había fijado para la primavera de 2017, más o menos a 18 meses de las elecciones del 27S.

Recordemos que se trataba de un camino sin retorno, que teníamos que dar pasos irreversibles y no habría posibilidad de echarse atrás. Habíamos desconectado definitivamente, se nos decía, y sólo había que dejar constancia, levantar acta legal de ello. Lo había hecho, como mínimo, una parte sustancial del país, tal vez la mayoría, y nadie les iría a parar ni a convencerles que retrocedieran a partir de ahora.

Para avanzar hasta aquí, había sido necesario trabajar mucho, hacer muchos esfuerzos y hojas de ruta, consumir miles de horas y de energías, escribir miles de páginas y de libros, por parte de autores individuales y colectivos, privados y oficiales , incluidos los 18 interminables informes del Consejo de la Transición Nacional, donde se nos dan las instrucciones y los caminos para lograrlo, casi todos ellos destinados a demostrar el carácter ineluctable, definitivo, indiscutible, de la vía catalana.

Nunca tantos habían trabajado tanto y escrito tanto en tan poco tiempo sobre el mismo tema, el monotema que nos ha ocupado y preocupado, y que nos sigue preocupando, olvidando quizás a la vez que en el mundo había muchos otros temas y quizás mucho más trascendentes.

Todos los caminos alternativos quedaron excluidos y cegados, todos los inconvenientes han sido superados y descartados por argumentarios repetidos como las rogativas para pedir la lluvia, en este caso para decirnos a nosotros mismos una y otra vez con fe supersticiosa que la independencia era casi inevitable de forma que al final la reiteración acabara consiguiendo efectos sobre la realidad.

La independencia era además un objeto de belleza sobrecogedora e indiscutible, que como una fruta madura tenía que caer muy pronto, mañana mismo, y sin que costara prácticamente otra esfuerzo que el de manifestarse una o dos veces a la año festivamente con los abuelos y los niños. Y todo lo que traería sería bondad, belleza y riqueza.

Nuestros dirigentes, empezando por el presidente Mas, habían intentado incluso convencernos de que no sería buena sólo por los catalanes, y que nos haría de repente más benéficos, más felices e incluso más hermosos, sino que sería buena para el conjunto de los españoles y los europeos. Era cuestión de chasquear los dedos como en un juego de manos y convertirnos de pronto en países como Dinamarca y Suiza gracias a las virtudes inherentes a la secesión de España.

Nos decía Mas que era la fórmula win-win, todos ganamos, en lugar de la fórmula de suma cero, en la que lo que gana uno lo pierde el otro; pero aplicada aquí según una técnica nominalista y de raíces mágicas muy practicada por los propagandistas del proceso: parece que basta con decir el nombre de la cosa para que la cosa se haga realidad.

La han aplicado a la misma idea de la historia, que teníamos que hacerla gracias a nuestra fuerte voluntad colectiva, a la intensidad de los deseos de los catalanes, aunque olvidando el famoso dicho marxista que quiere que los hombres hacemos historia pero no sepamos nunca exactamente la historia que hacemos.

¿Cuántas jornadas históricas habremos vivido desde la manifestación del verano de 2010 contra la sentencia del Estatuto? El mundo nos miraba y nos admiraba. La historia nos convocaba. Todo lo que hacíamos era excepcional y único, histórico. Tanta singularidad, pacífica y democrática, debía ser premiada. No había un caso parecido ni en Europa ni en el mundo.

Nuestros informativos de televisión y radio, especialmente los públicos, y las primeras páginas de los periódicos se han llenado de fotos históricas, firmas históricas, reuniones históricas, manifestaciones históricas, y algunos de los objetos y documentos utilizados han ido incluso a parar a los estantes del Museo de Historia de Cataluña antes de que la historia haya cuajado y se haya convirtió en evento efectivamente relevante.

La realidad, como hemos podido comprobar, es muy diferente. La historia, en este tiempo, nos la han hecho a menudo otros y nosotros hemos sido los sujetos pasivos y hemos hecho bien poco. Basta con tener en cuenta los atentados de París para darnos cuenta de la frivolidad de nuestra vida política, embarrancada y paralizada en uno de los momentos más dramáticos de la historia europea. Me pregunto a dónde va Cataluña y en propiedad tendría que preguntar a dónde va Europa y a dónde va el mundo, mucho más importante, incluso por los catalanes, que la pregunta sobre el futuro estrictamente doméstico.

No estoy diciendo que la idea de independencia no sea relevante, y sobre todo cuando hay casi dos millones de compatriotas que han votado en las últimas elecciones empujados en una u otra medida por las expectativas creadas en torno al proyecto independentista.

Lo que digo es que, tal como se ha planteado el proceso soberanista y tal como lo han concebido y dirigido Convergencia y el presidente Mas, ha resultado una extraordinaria historia circular, en la que siempre hemos acabado volviendo al mismo lugar y a los mismos argumentos sin conseguir avanzar ni un solo paso. Creíamos que sucedían cosas y que hacíamos historia y nos manteníamos inmóviles en el mismo punto mientras todo el resto del mundo cambiaba.

Nunca se había visto con tanta nitidez como ahora mismo, en el momento en que ya llevamos más de 50 días desde las elecciones, sin que haya ni siquiera la sombra de una mayoría presidencial y de gobierno, y cuando las huidas hacia adelante y las rectificaciones se suceden en medio de la más absoluta desorientación de la opinión pública. Recordemos, muy brevemente, para no hacer más sangre de la estrictamente imprescindible, que se trataba del voto de nuestra vida, de que lo teníamos que depositar pensando en nuestros hijos y nuestros nietos.

Hay que decir que el resultado de las elecciones parece hijo de un designio perverso, malévolo y sádico, sobre todo con Artur Mas. Ni la mente más retorcida hubiera podido diseñar un resultado que da una mayoría absoluta de diputados independentistas sin mayoría de votos populares en favor de la independencia, con estos dos escaños que le faltan a Junts pel Sí para dar la presidencia a Mas y le hace totalmente dependiente de la CUP.

Las elecciones nos dibujan una Cataluña, por un lado, muy dividida, y por otro muy plural. Tal como han reconocido los dirigentes independentistas, en privado primero y luego en público, el 47'8 por ciento de los votos no es una mayoría suficiente para culminar el proceso soberanista. Hay un momento, con la declaración del Parlamento sobre la independencia, en que parece que todo se fíe a la desobediencia al Constitucional, hasta el punto de provocar una crisis en el límite de la ruptura del orden público. Para entendernos, se trataría de la obtención de un punto de fricción con una movilización popular en la calle que apoyara, por poner un caso, a una convocatoria de una reunión de la mesa del parlamento o incluso del pleno para legislar lo que el TC ha prohibido con la admisión del recurso del Gobierno de Rajoy.

Una circunstancia así ha sido imaginada por algunos como una especie de Maidán catalán que abriría la puerta a la verdadera internacionalización que no se ha conseguido en los últimos tres años en cuanto a apoyos europeos y mundiales al proceso. La idea que se hacen algunos respecto al papel de la UE y de sus socios más poderosos es que no se permitiría una revuelta cívica en España que pudiera poner en peligro la estabilidad política española, disparase la prima de riesgo y de rebote abriera de nuevo la crisis del euro, y que si se produjera daría pie a todo tipo de presiones sobre Rajoy e incluso a ofrecerse para intermediar entre ambas partes, abriendo así el camino de un pacto y probablemente a la celebración de un referéndum a la escocesa.

Sin entrar a juzgar sobre la frivolidad, el aventurismo y la irresponsabilidad de este tipo de planes políticos, además de su irrealismo un punto infantil, me parece que los atentados de París han contribuido a descartar la conversión de la insurrección nominal y de papel que hemos experimentado hasta ahora en una insurrección de verdad, que primero se sigue declarando pacífica pero nunca se sabe si se puede controlar con respecto a las formas auténticas y peligrosas que suelen tener las insurrecciones.

Hay que decir que este peligro, o la sombra de este peligro, sólo ha durado una semana, la posterior a la declaración de ruptura con la legalidad española, que sembró la inquietud en todas partes, incluido el Gobierno catalán y la misma Convergència. Sabemos que los medios económicos, dentro y fuera, los diplomáticos y los más significados de los periodísticos internacionales, como es el caso del Financial Times, se han echado las manos a la cabeza ante la perspectiva de que Artur Mas se convirtiera en un presidente atado de pies y manos a una fuerza anti europeísta, anti capitalista y anti atlantista como es la CUP.

Si el presidente tenía una última reserva de prestigio y de autoridad la perdió del todo esta semana pasada. Al presidente Artur Mas ya se le ha acabado el tiempo político. Hasta ahora parecía que era o podía ser la solución, y así lo veían muchos votantes moderados, y ahora ya está claro que es el problema. Su futuro se acerca al cero absoluto. No se trata de una afirmación gratuita ni de un deseo, sino de una deducción lógica de los últimos episodios de este misma semana. La CUP y Junts pel Sí han llegado al final del camino con respecto a la investidura de Artur Mas como presidente: no hay acuerdo y no lo habrá.

Convergència ha hecho esfuerzos que rebasaban sus posibilidades como fue dar curso a la declaración de desconexión y de ruptura con la legalidad aprobada por el Parlament el 9 de noviembre. El presidente Mas también los hizo a la hora de ofrecer una estructura de Gobierno desconcentrada, con tres grandes áreas equivalentes a vicepresidencias, que despojaban al presidente de sus poderes, añadiendo a esto el compromiso de pedir la confianza del Parlament en el plazo máximo de diez meses. Esto era la presidencia coral o compartida que querían los jóvenes asamblearios de la CUP, que conseguían así incluso limitar el poder presidencial de disolución.

La CUP quería y quiere más, aunque esto que quiere es a la vez mucho y muy poco. Es mucho, porque lo que quiere es que el candidato no sea Artur Mas, sino un candidato alternativo de Convergència que no esté manchado por el pasado de recortes y de corrupción. Es muy poco, porque Artur Mas está muy quemado y a punto de su fallecimiento político, por lo que pedir su sustitución es casi una jugada forzada.

Todo el mundo ha leído las exigencias de la CUP y su segunda votación negativa de investidura, dentro y fuera de Convergència, dentro y fuera del independentismo, como una humillación a un presidente arrodillado y sometido a los diez diputados cupaires. Primero fueron advertencias como las de Mas Colell respecto a la subordinación del Gobierno a una dirección exterior extremista y a la pérdida del apoyo a las clases medias que significarían tantas concesiones; luego fue el golpe de timón de Francesc Homs, que considera imprescindible garantizar la seguridad jurídica, la pertenencia a la Unión Europea y el diálogo con el Gobierno, una enmienda a la totalidad de la declaración del 9 de noviembre.

La repetición de las elecciones en marzo, dada la imposibilidad de investir a Mas, es ahora la opción que todos ponen sobre la mesa. Esta es una amenaza muy peculiar, puesto que sirve sobre todo para que quienes la esgrimen se hagan miedo a ellos mismos. Nadie saldría tan perjudicado como Convergència de unas elecciones nuevamente precipitadas, las cuartas autonómicas desde 2010.

Primero porque difícilmente podrá repetir la fórmula de Junts pel Sí, dado que Esquerra, la silenciosa Esquerra, querrá capitalizar los sacrificios hechos hasta ahora para convertirse de una vez por todas en la fuerza hegemónica y central del catalanismo, sustituyendo finalmente a Convergència. Segundo, porque será muy difícil que Artur Mas se presente como candidato, esta vez en el primer lugar, y condenado prácticamente a ser desautorizado por el electorado en las urnas.

El callejón sin salida es notable y sólo tiene dos puntos de fuga. O la CUP da gratuitamente a Mas los dos votos que necesita o Mas da un paso atrás y cede la presidencia a otra candidato de Convergència. Y si no, vamos a nuevas elecciones en marzo, malas para todos, también para la CUP, y especialmente malas para Mas, que difícilmente querrá y podrá presentarse.

A riesgo de que Mas quiera prolongar aún más su agonía, Convergència se verá empujada muy pronto a improvisar su sucesión al frente del partido y como candidato a la presidencia de la Generalitat, e incluso tendrá que calcular si no le conviene más adelantarse tanto como pueda y situar al sucesor o sucesora al frente del Gobierno interino, aunque sólo sea para aprovechar el efecto mediático que da la presidencia. Como todos ustedes saben, la vicepresidenta Neus Munté es la persona que reúne la doble condición de número dos del Gobierno y de candidata in pectore a sustituir a Mas como candidato y reúne también las condiciones exigidas por la CUP respecto a su desvinculación de las políticas de recortes y de la corrupción.

De manera que se produce la paradoja de que la propuesta de la CUP de encontrar un candidato de Convergència alternativo a Mas es la que más conviene a la propia Convergència si no quiere perder las pocas bazas que le quedan de cara a las siguientes elecciones, sean en marzo o sean más tarde, los 18 meses inicialmente pactados con Esquerra. Esto me lleva a concluir que lo más natural y fácil es que Convergència acabe entregando la cabeza de Mas a la CUP a cambio de los dos votos que necesita para la investidura de su nuevo candidato y poder formar un Gobierno que ya no tendrá las limitaciones que tendría con Mas.

Es una hipótesis, naturalmente, pero me parece que bastante bien fundamentada. Y que cuenta con una gran dificultad política y aún más personal y es que probablemente quien debe dar este paso, la retirada de Mas, es el propio presidente, algo que solo puede hacer como si fuera por su propio pie, dando las correspondientes explicaciones y como un gran sacrificio en bien del proceso. Mas se encuentra ahora como Julio César ante el Senado: todo el mundo quiere liquidarlo, incluidos los suyos, pero nadie se atreve a dar el primer paso, de forma que tendrá que dar un paso atrás él mismo si no quiere que sean todos, incluido su hijo Bruto, quienes le apuñalen escondidos bajo las togas.

El proceso seguirá, de eso no tengan ninguna duda. Estamos en tiempos de políticas virtuales y nominalistas, en que las cosas no son como son sino como quieren que sean los que tienen la manija para imponer el relato político hegemónico. Uno de los componedores de este relato maravilloso de la revolución de las sonrisas acaba de publicar ahora mismo un libro que se titula '¿Por qué hemos ganado'. ¡Santas victorias que sólo lo son en el nombre y que pueden disfrazar los fallos más espectaculares en las ideas y análisis y las más amargas derrotas en los hechos y en las realidades políticas! ¡Dejemos que disfruten si así son felices los que practican este tipo de tergiversaciones tan poco inocentes!

Todo depende ahora, claro está, de las elecciones generales y de la nueva distribución del poder parlamentario que salga. Pero la siguiente fase, con Mas o con Munté, con CUP o sin ella, es la del retorno al derecho a decidir. El proceso seguirá pero como los cangrejos, dando pasos hacia atrás. Ya que no es posible saltar ahora la pared de la independencia, nos echamos un poco atrás y tomamos impulso, intentamos volver a reunir fuerzas, e incluso aceptamos cambios en los liderazgos, Esquerra en lugar de Convergència, Oriol Junqueras en lugar de Mas, y tratamos de negociar con el nuevo Gobierno que se instale en Madrid un referéndum como el que pactó Alex Salmond con Cameron.

Eso si nos encontramos en la mejor de las hipótesis, secretamente acariciada por Convergència, de una mayoría que tenga al PSOE como fuerza central y a ser posible a Podemos como complemento. Pero también nos podemos encontrar y yo diría que casi seguro que nos encontraremos con la contraria, una mayoría formada por PP y Ciudadanos, fuertemente hostil a la misma idea del referéndum, que es también la hipótesis secretamente acariciada por la CUP y quizá también por Esquerra, dado que daría la posibilidad de radicalizar de nuevo el independentismo y hacer posible otra vez la idea de que se puede saltar la pared de la independencia.

A partir de aquí no iré mucho más lejos respecto a hacia dónde vamos, porque es muy difícil un pronóstico sin los resultados de las elecciones generales y sin la certeza sobre la eventualidad de unas nuevas elecciones catalanas. Pero sí quisiera terminar explicando cómo veo el final de la actual partida.

España está a punto de entrar en una etapa en la que se reformará de una forma u otra la regla de juego, la Constitución. Una de las cosas que se jugará en las elecciones generales del 20N es la profundidad y el alcance de la reforma y, de cara a Cataluña, su capacidad para desactivar el actual conflicto de legitimidad, el proceso. Como ustedes saben, hay fuerzas centrípetas que sólo quieren reformas si son para asegurar la unidad del Estado y que ven cualquier movimiento de significación catalana dentro del texto constitucional como una desigualdad estrictamente insoportable. También hay fuerzas que no ven incompatible el reforzamiento del Estado gracias a una estructura federalista con una singularización que satisficiera las demandas de reconocimiento de Cataluña.

Una de las cosas que no sabemos todavía es si Convergència querrá estar presente en este momento de reforma y sobre todo si las fuerzas de la centralidad catalana del momento, sean las que sean, estarán representadas. Si atendemos a lo que ha sido hasta ahora el proceso, estrictamente orientado a la unilateralidad y la desconexión, no deberían estar; pero si hacemos caso a las declaraciones más recientes de Francesc Homs, Convergència deberá abrirse de nuevo al diálogo y al pacto y participar en la nueva etapa constitucional española, aunque lo haga desde una posición doctrinal o ideológica independentista.

El problema es que desde Madrid es muy posible que sólo se quiera hablar de la Constitución y desde Barcelona sólo se quiera hablar ahora de una consulta sobre la independencia. Lo normal sería que todos estuvieran dispuestos a hablar con todos de todo, pero lo más probable es que finalmente sólo se pueda hablar con algunos del alcance, el método y las formas que debe adoptar la reforma constitucional.

Lo que es seguro es que la reforma constitucional que nos conviene a los catalanes es una que pueda ser votada favorablemente por la mayoría en Cataluña y que sea así porque satisfaga de forma bastante razonable los deseos mostrados por los ciudadanos en todas las encuestas respecto a una tercera vía entre el inmovilismo y la independencia. Si la reforma constitucional que se pone a votación no tiene unos resultados suficientemente satisfactorios en las circunscripciones catalanas, es decir, una participación y un voto afirmativo muy por encima del 50 por ciento, podemos dar por seguro que la actual crisis seguirá y quizás reanudará con mayor vigor.

El caso contrario, en cambio, será la formalización de un consenso constitucional recuperado. Se podrá dar por cerrada la herida que abrió la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto en 2010. El derecho a decidir, y aún más la independencia, perderán mucho de su actual fuerza, hasta el punto de que muchos dentro y fuera de Cataluña los darán por superados. Y quizás entonces nos podremos poner de lleno y a fondo a pensar y a preocuparnos sobre hacia dónde va Europa y hacia dónde va el mundo, hacia dónde van nuestras sociedades, en lugar de quedarnos ensimismados en nuestros problemas domésticos que, como ya se ha visto, no interesan especialmente fuera de Cataluña y de España. Quizá entonces podremos ponernos otra vez a trabajar después de haber perdido ya demasiado tiempo".

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22 de noviembre de 2015
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Ni Estado ni Islámico

En el desorden de las palabras se refleja el desorden del mundo. Los acontecimientos que no conseguimos comprender se traducen en inseguridades sobre el uso del lenguaje. ¿Estamos en guerra? ¿Es una contienda contra los musulmanes? ¿O es contra un fascismo de nuevo cuño y de raíz religiosa? ¿Es el islam la gran amenaza totalitaria del siglo XXI? Si hay guerra, también es una guerra que incluye las palabras. Y de ahí que convenga, ante todo, aclararnos sobre su significado, empezando por el nombre. El Estado Islámico (ISIS) no es un Estado ni es Islámico, y si adopta tal denominación es precisamente como parte de su propaganda para conseguir adhesiones y amedrentar a sus enemigos. Dice que es un Estado porque se ha hecho con el poder de varias ciudades en Irak y en Siria, cuenta con un territorio en el que puede haber unos seis millones de personas y ejerce sobre ellas el monopolio de una violencia. Dice que es islámico porque sigue la sharía o ley islámica, en su acepción más literal y primitiva, como única y obligada norma de la vida social e individual; algo que comparte, por cierto, con buen número de Estados reconocidos e incluso amigos que sí lo son, como Arabia Saudí, tan islámico en su legislación como el ISIS. Este pretendido Estado Islámico quiere implantar un califato global, máxima autoridad a la vez política y espiritual sobre los musulmanes ?actualmente 1.600 millones en todo el planeta? al estilo de la que ejercieron Mahoma y sus inmediatos sucesores en el siglo VII de nuestra era. Para aquellos de sus piadosos seguidores que creen a pie juntillas y en su significado más naíf y brutal la literalidad de lo que dicen algunas azoras del Corán y los hadices recopilados en los primeros tiempos islámicos no hay mejor noticia que la existencia de este califato, constituido en los primeros territorios que conquistó el primigenio hace quince siglos. Y ningún futuro les puede parecer más prometedor que convertirse en mártires de la yihad o esfuerzo bélico necesario para imponerlo, junto a la fe coránica, bajo amenaza de la violencia. Al Qaeda, que no tenía territorio, no administraba poblaciones y no contaba con un califa, ha quedado superada, incluso en atractivo, entre los jóvenes fanatizados. La organización de Bin Laden era una mera central de datos y coordinación entre combatientes islamistas para atacar al enemigo lejano, el imperialismo occidental; mientras que el ISIS se ocupa del enemigo próximo, sobre todo de los increyentes, los herejes y los apóstatas; y solo ataca en el extranjero, como ahora en París, cuando quiere prestigiarse con un acto de guerra exterior en respuesta a la guerra que libra en su territorio. El primer combate en el que está venciendo el autodenominado Estado Islámico es el de las palabras. Quienes identifican todo o parte del islam y sobre todo el núcleo de sus doctrinas con esta violencia inusitada, la extrema derecha europea por ejemplo, se han rendido ya antes de combatir a esta plaga terrorista y les han entregado el proselitismo y la influencia sobre los 1.600 millones de musulmanes que hay en el mundo.

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19 de noviembre de 2015
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Conllevancia europea

David Cameron quiere la cuadratura del círculo. No le basta una relación especial como la que ya tiene el Reino Unido con la Unión Europea --los opting-outs o claúsulas de exención, que aplican para el euro, Schengen, la carta de derechos fundamentales y los asuntos de Justicia e Interior-- sino que quiere una UE acomodada a los euroescépticos y solo así se ve capaz de evitar la salida de su país, que es lo que significaría la derrota en el referéndum que se ha comprometido a celebrar antes de que termine 2017.

Todos y cada uno de los socios europeos han incorporado su propio bagaje a la unión, pero nadie ha impuesto unilateralmente hasta ahora su idea de Europa al conjunto, que es lo que quiere hacer Cameron. Lo hace al menos en dos de las cuatro reformas que ha exigido en su discurso del martes y simultáneamente en una carta dirigida al presidente del Consejo Europeo, el polaco Donald Tusk. Quiere que el euro deje de ser la moneda europea para convertirse en una moneda más, con lo que su adopción dejaría de ser el horizonte para todos los socios, quedando así desvirtuada la Unión Económica y Monetaria. Y quiere también limitar la libre circulación de las personas dentro de la UE, una de las cuatro libertades del Mercado Único, reducido en su concepto a una mera zona de libre circulación de capitales, mercancías y servicios.

Estos dos cambios se explican por un tercero, más simbólico pero no menos trascendente. Cameron detesta la frase inscrita en el Tratado de Roma, en 1957, que declara como objetivo ?una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa?, y que es la que explica el camino que pasa por el mercado único, sigue con el euro, y aspira a seguir todavía más lejos, se supone que hacia una unión que algún día será política.

La fuerza del chantaje de Cameron a la UE es proporcional a la aportación de Reino Unido: el tamaño de su economía, la segunda de Europa; su especial vínculo con Estados Unidos; su vocación y potencia militar; su asiento permanente en el Consejo de Seguridad; y la City de Londres, la gran capital financiera europea y global. La salida sería un retroceso y un golpe a la integración en un momento que ya es por sí mismo de desintegración europea, pero además tendría un cierto efecto centrífugo y de dominó: sobre Escocia, sobre Irlanda del Norte y en toda la UE; también gracias al rebote escocés, en Cataluña.

Hay un parentesco entre todos los secesionismos, sea respecto a la UE, sea respecto a alguno de sus Estados miembros. Y también hay un parentesco en la respuesta que requieren, que Ortega y Gasset famosamente caracterizó en 1931, en el debate del Estatuto de Cataluña, cuando identificó la solución al problema catalán como la cuadratura del círculo. No habiendo fórmula definitiva alguna, solo se puede conllevar. Y esa conllevancia, entre catalanes y españoles o británicos y europeos continentales, es precisamente otra forma designar lo que es el espacio público de convivencia compartido, es decir, España y Europa.

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12 de noviembre de 2015
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El Seis de Octubre de Carme Forcadell

Como todos sabemos, Cataluña tiene de todo. Incluso un mito insurreccional, fraguado sobre la historia de un momento trágico y excepcional, en que tropas armadas a las órdenes del gobierno catalán se enfrentaron breve pero cruentamente con tropas a las órdenes del gobierno de la República Española. Fue en 1934, el 6 de octubre, cuando el presidente Lluís Companys proclamó el Estado Catalán de la República Federal Española desde el balcón de la Generalitat en la plaza de Sant Jaume.

La intentona duró apenas unas diez horas, que arrojaron un terrible balance, solo disminuido por las dimensiones de la carnicería que se avecinaba apenas a dos años vista con la guerra civil. Fueron 74 los muertos y 252 los heridos, entre cuatro y siete millares los detenidos, entre ellos el gobierno catalán en pleno con su presidente a la cabeza, así como el alcalde de Barcelona, numerosos funcionarios, diputados, cargos públicos y dirigentes políticos y sindicales. La autonomía fue intervenida, el Parlamento quedó suspendido, fueron prohibidos los principales periódicos catalanistas, se reinstauró la censura sobre los otros y dos militares se hicieron cargo de la presidencia accidental de la Generalitat y de la comisaría de Orden Público.

La insurrección catalana fue un episodio más y no el más grave de una intentona revolucionaria de mayor alcance contra el Gobierno derechista surgido de las elecciones de 1933, que tuvo en Asturias su capítulo más cruento. Pretendía frenar el fascismo pero dio pie en cambio a una brutal regresión de la democracia y del autogobierno catalán de la que Cataluña apenas se recuperaría durante unos pocos meses, antes de caer en el caos y el desgobierno de la guerra civil.

Sobre las causas y lecciones del Seis de Octubre ha corrido desde entonces mucha tinta, y una parte muy importante precisamente en los últimos años, con motivo del proceso soberanista y de los temores y esperanzas que ha suscitado. "No queremos un nuevo Seis de Octubre", se ha oído decir desde hace ya unos años en el campo nacionalista. Para unos es un error a evitar; pero para otros, en cambio, es la experiencia que conviene corregir y mejorar para que ahora salga bien.

Sobre las diferencias de circunstancias entre 1934 y hoy no hace falta extenderse, porque casi todo es distinto, la época y las sociedades. Esta vez no es el balcón presidencial sino el parlamento donde se produce la proclama o acontecimiento inicial. No hay ahora una proclamación unilateral de la independencia con pretensiones de efectos inmediatos, sino una declaración que anuncia la ruptura o desconexión diferida o a plazos con la legalidad constitucional y la desvinculación de la autoridad del Tribunal Constitucional.

A diferencia de los violentos años 30, todo parece jugarse en los límites de la acción democrática y pacífica, en manifestaciones cívicas, en los medios de comunicación, en la actuación de los gobiernos y los parlamentos o en los recursos a los tribunales. Aunque unos y otros pronuncian palabras graves y duras, más o menos eufemísticas, como desconexión, ruptura, insurgencia o rebelión, nada de momento sitúa la confrontación en el plano del uso de la fuerza. Y lo que menos lo permite es precisamente el contexto europeo, la desaparición de las fronteras y las soberanías compartidas --la disolución precisamente de la idea de independencia nacional-- bien distinto al de la época de los nacionalismos agresivos, la escalada armamentística y los totalitarismos.

Pero también hay semejanzas. La mayor, probablemente la más insidiosa para la democracia y la que más se ha subrayado, es que se trata en ambos casos de una ruptura con la legalidad por parte de una institución surgida de la propia legalidad constitucional. En los dos casos se confía en la acción unilateral para modificar la relación con el resto de España, sin una negociación ni un acuerdo previo. Tal como han señalado algunos historiadores, Lluís Companys no pretendía la separación, sino repetir la jugada de Francesc Macià el 14 de abril de 1931, cuando proclamó la República Catalana dentro de la Federación de Repúblicas Ibéricas, adelantándose así a la proclamación de la República en Madrid por parte de Niceto Alcalá Zamora, para conseguir con ello una negociación posterior, que es la que desembocó en el Estatuto de 1932; nada muy distinto a lo que pretende ahora Artur Mas, que quiere forzar una negociación tirando millas en el camino de la independencia unilateral.

Algunas de las analogías sugieren comportamientos recurrentes. Entonces como ahora, los dos presidentes no eran inicialmente secesionistas; y en ambos casos nada puede entenderse sin la radicalización izquierdista y el abandono de la moderación. También entonces como ahora, todo se juega al final en la correlación de fuerzas y en la capacidad de hacer un buen cálculo de las propias y las ajenas. En 1934, la insurrección no contó con la movilización obrera y callejera y quedaron en nada las milicias armadas que debían apoyar el golpe. En el actual proceso, Artur Mas no ha obtenido la mayoría parlamentaria indestructible que pedía ya en las elecciones de 2012 y tampoco ahora cuando pedía un resultado plebiscitario que los electores le han negado, aunque haya ganado las elecciones con una mayoría insuficiente para gobernar sin el apoyo de la CUP. Su aislamiento internacional es pavoroso, pero además no cuenta con aliados en España; y se ha enajenado a la mitad de la población catalana.

El juego comparativo no ha terminado. También tiene sentido fijarse en las reacciones del Gobierno español. Entonces se respondió a la fuerza militar con la fuerza militar. Ahora las armas son jurídicas y gradualistas; el reproche, justísimo, es la falta de respuesta política. Ante la aprobación en el pleno, ahora responde Rajoy con el anuncio del recurso al Constitucional que produzca la inmediata suspensión de la declaración y de sus efectos.

Con Artur Mas en funciones y a la espera de una improbable investidura, el papel de Companys corresponde ahora a Carme Forcadell, la presidenta del Parlament sobre la que ha recaído la responsabilidad de un trámite tan irregular como precipitado para aprobar la declaración. Pero no será por esta actuación partidista en la interpretación del reglamento del Parlament por lo que se le pedirá responsabilidades, sino por las iniciativas que pueda tomar en el futuro en cumplimiento de la declaración que el Constitucional suspenderá en las próximas horas. Si Forcadell es la primera que actúa contra la legalidad de la que deriva su presidencia será ella y no Mas quien alcanzará una palma del martirio patriótico similar a la que obtuvo Companys el Seis de Octubre de 1934. Seguro que será un honor para ella, pero también que no le importará a Mas, si le sirve para seguir dirigiendo el proceso hasta su culminación.

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10 de noviembre de 2015
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Debate sin límites

En dos ocasiones el Tribunal Constitucional ha tenido la oportunidad de pronunciarse de forma directa sobre los límites del debate político respecto a la independencia de Cataluña. La primera, en marzo de 2014 con motivo del recurso presentado por el Gobierno contra la declaración soberanista; la segunda, esta pasada semana, en relación a la petición de suspensión del debate previsto para hoy sobre la declaración de independencia presentada por C's y PP. En ambas, el TC ha decidido por unanimidad que la cámara catalana tiene reconocido el derecho a debatir sin límite alguno sobre las propuestas encaminadas a convertir a Cataluña en un Estado independiente.

El tópico del argumentario independentista descalifica al TC como un instrumento político en manos de los partidos mayoritarios españoles y más específicamente del PP, pero no hay nada que permita deducirlo de las dos decisiones, ni de la sentencia sobre la declaración soberanista, ni de las providencias que rechazan la suspensión del primer pleno del nuevo parlamento programado para hoy lunes, perfectamente imaginables en un tribunal que no respondiera a las características y vicios que se le achacan desde el movimiento soberanista.

No está de más recordar que la sentencia contra la declaración soberanista declara ?inconstitucional y nulo? el principio que atribuye al ?pueblo de Cataluña (...) carácter de sujeto político y jurídico soberano?, pero como contrapartida considera aceptables dentro de la Constitución las referencias "al derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña", considerado como una aspiración política a la que se puede llegar siguiendo los principios de legitimidad democrática, pluralismo y legalidad. En la misma línea, las dos providencias de la pasada semana consideran ?como uno de los fundamentos del sistema democrático que el parlamento es la sede natural del debate político? y que en consecuencia ?el eventual resultado del debate parlamentario es cuestión que no debe condicionar anticipadamente la viabilidad misma del debate?. Para simplificar, en los órganos de representación democrática cabe debatir propuestas que desbordan el marco legal e incluso mociones que proponen su superación o anulación. Pero que todo se pueda discutir no significa que todo lo que se discuta y decida en un parlamento sea democrática y constitucionalmente aceptable.

C's y PP defendían en su recurso que no cabe ni siquiera admitir a trámite propuestas de debate que desbordan o pretendan anular la Constitución. El PSC, que considera inconstitucional la declaración y por ello la recurrió en amparo, no pidió la suspensión del debate. El resto de fuerzas, incluida al menos una parte de Catalunya Sí que es Pot, piensa que el Parlamento tiene legitimidad para discutir y también aprobar cuantas mociones y propuestas considere en la medida en que cuenta con el aval de las urnas.

Para la consejera y portavoz del Gobierno catalán, Neus Munté, es una cuestión de respeto a la libertad de expresión y al mandato democrático, aunque ambos argumentos han sido rebatidos por el TC. Respecto a la primera, el tribunal la resuelve al aceptar el debate de hoy y también en la sentencia sobre la declaración de soberanía al considerar que el texto ?puede producir efectos jurídicos? y no es una mera declaración fruto de la libertad de expresión. Respecto a la segunda, el mandato democrático, el TC no entra, como es natural, a valorar los resultados electorales que, ciertamente, han proporcionado una mayoría de diputados independentistas, pero sin el aval plebiscitario de una mayoría de votos que pidieron en la campaña; pero sí coloca ciertos límites a dicho mandato a la hora de tomar ciertas resoluciones.

Las providencias del TC que autorizan el debate parlamentario de hoy recuerdan ?el deber de fidelidad a la Constitución por parte de los poderes públicos?, de forma que es ?a la propia Cámara autonómica a la que corresponde velar porque su actuación se desarrolle en el marco de la Constitución?, aunque añade que eso se producirá ?sin prejuicio de que la última palabra, cuando así se le pida, le corresponderá a este TC?. En estos párrafos, reforzados por la unanimidad, los magistrados reivindican su autoridad última e incluyen una advertencia implícita a la presidencia del Parlament de forma que, al final de las cuentas, el choque de legimitidades será entre los 72 diputados de la mayoría independentista, encabezados por Carme Forcadell, y el TC con los poderes constitucionales en la mano para frenarla.

Todo se puede discutir en democracia, pero no todo se puede hacer en democracia. Y lo que menos, vulnerar la legalidad por mayoría simple, como en una asamblea de facultad, sin seguir las reglas legales establecidas para modificar las leyes.

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9 de noviembre de 2015
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Turismo y terror

Es una cuestión estadística. Diariamente levantan el vuelo más de 100.000 aviones en todo el mundo. De los 7.300 millones de habitantes que tiene el planeta, cada día se suben al avión 4,5 millones. Pocos, comparativamente, pero suficientes para la aparición de riesgos y novedades inquietantes. Podemos imaginar, a ojo de buen cubero, que en cualquier momento hay al menos un millón de terrícolas sentados a nueve mil metros de altura, en estado de sobrevuelo, una novedad radical en la historia de la humanidad que introduce factores hasta ahora imprevisibles, sobre todo en el capítulo de la seguridad. Nada más natural que las grandes crisis, sobre todo cuando adquieren forma violenta, en vez de afectar exclusivamente a los humanos en su estado natural, pie en tierra, conciernan también a esta población volante y sobre todo a los vehículos aéreos en los que se desplazan, convertidos en armas de ataque o en objetivos militares.

El caso más reciente ha sido el del vuelo de la compañía rusa Metrojet que trasladaba el pasado 31 de octubre a 224 pasajeros rusos desde la localidad balnearia egipcia de Sharm el Sheij hasta San Petersburgo, interrumpido por una explosión de origen todavía desconocido sobre el Sinaí. La tesis más plausible es la del ataque terrorista, mediante un artefacto explosivo introducido antes de partir. Lo abona la peligrosidad de esta península egipcia en la que el yihadismo luce sus enseñas como si fuera una provincia o wilaya del Estado Islámico (ISIS en sus siglas en inglés).

Reino Unido ha suspendido todos los vuelos a Sharm el Sheij y está repatriando a los 20.000 turistas británicos que estaban en la zona, actitud en la que le están siguiendo otros países europeos. Rusia y Egipto, en cambio, rechazan la teoría del atentado por razones muy comprensibles. Si es obra del ISIS significa un revés militar y político para Putin, pues se trataría de la respuesta exitosa a los bombardeos sobre Siria en apoyo del dictador Bachar El Asad. También para el presidente egipcio Al Sisi es una pésima noticia que ataca una de las mayores fuentes de ingresos como es el turismo y precisamente en la localidad más conocida y prestigiada que es Sharm el Sheij, a orillas del mar Rojo.

La explosión de una crisis en el aire no es una novedad. La guerra global contra el terror, declarada por Bush, empezó propiamente en 2011, como respuesta a los atentados del 11-S, cuando cuatro aviones secuestrados por militantes de Al Qaeda fueron utilizados para atacar las Torres Gemelas y el Pentágono. Tampoco es una novedad la aparición de relatos contradictorios y manipulados, que a veces no terminan nunca de aclararse, sobre la autoría de los atentados o incluso sobre su carácter, como sucedió el 11-M con los atentados de los trenes de Atocha, en los días anteriores a las elecciones generales de 2004.

En la administración de Bush hubo todo un intento de vincular la autoría del 11-S con Sadam Husein mediante la fabricación de pruebas falsas sobre la vinculación del dictador iraquí con Al Qaeda y hoy todavía circulan versiones delirantes que atribuyen los atentados a la CIA e incluso a Israel. Veremos si ahora también se instalan dos versiones de los hechos, al estilo de lo sucedido con el avión de Malaysia Airlines en sobrevuelo sobre Ucrania alcanzado por un misil el 17 de julio de 2014, cuyo disparo Moscú atribuye al Gobierno de Kiev y el gobierno de Kiev a los rebeldes apoyados por Moscú; algo que no se puede descartar, visto que las nuevas guerras, asimétricas, híbridas, con profusión de medios electrónicos y gran protagonismo de la propaganda y de los medios, también generan nuevos y dispares relatos, que terminan convirtiéndose en parte de la contienda misma.

Guerra y turismo nunca han rimado y menos cuando se solapan incluso territorialmente gracias a las facilidades de comunicaciones y transportes. Quienes más habían sufrido hasta ahora esta sangrienta incompatibilidad eran los turistas europeos y americanos, pero ahora alcanza a los rusos, justo en el momento en que Moscú se compromete, por primera vez desde la guerra de Afganistán (1979) en una intervención armada de apoyo al régimen dictatorial de Bachar el Asad, enemigo acérrimo del ISIS. El califato yihadista no tan solo elimina o margina a las minorías religiosas y destruye el patrimonio arqueológico que atrae al turismo internacional, sino que concibe el espacio donde domina como una tierra sagrada y prohibida a todos los extranjeros que no sean musulmanes sunitas. Combatir al ISIS es probablemente incompatible con mantener abierta una plaza turística como Sharm el Sheij.

Rusia se está embarrando en una guerra en Siria que se funde con las anteriores lanzadas por Estados Unidos en Irak y Afganistán. Cada golpe que reciba, y el avión puede ser el primero y más doloroso, suscitará una reminiscencia de la derrota sufrida en Afganistán. Moscú tuvo allí su Vietnam, como Estados Unidos ha tenido su doble repetición del síndrome de la derrota en Irak y Afganistán que le conduce a evitar ahora el enfrentamiento en Siria con una especie de antiterrorismo con mando a distancia. De ahí que el avión accidentado o abatido sobre el Sinaí sea un símbolo muy exacto de la avería en la globalidad que significa la crisis de dimensiones todavía desconocidas abierta en Oriente Próximo y que tiene su epicentro en Siria e Irak, una especie de Vietnam global, donde los combatientes califales pretenden la victoria definitiva sobre Occidente.

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8 de noviembre de 2015
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Sueños de unidad y riqueza

A Xi Jinping le quedan seis años para hincar el diente al bocado más difícil que tiene ante sí el comunismo chino. En 2012 se convirtió en el quinto sucesor de Mao Zedong, el Gran Timonel, y si las reglas de juego actualmente vigentes no cambian y todo funciona como un reloj, en 2022 debería ser sustituido por el líder de la sexta generación, tras diez años en principio improrrogables como máximo responsable del partido y del Estado.

Dos son las tareas que han dejado encima de su mesa las anteriores generaciones de dirigentes comunistas con la esperanza de verlas completadas nada menos que en 2021, cuando se cumpla el centenario de la fundación del Partido Comunista de China, el emperador colectivo que arrancó al país de la dependencia extranjera, le incorporó al mapa de la globalización económica y le convirtió en una superpotencia emergente con una vocación de liderazgo más disimulada que reprimida.

La primera es continuar el camino emprendido por Deng Xiaoping, el Pequeño Timonel, es decir, coronar el ascenso económico iniciado en 1979 hasta abandonar del todo, incluso en sus más remotas regiones, aquel Tercer Mundo del que fue protagonista de primera fila. La segunda, la más ardua, es la recuperación de la soberanía sobre Taiwan, completando así los pasos emprendidos por Deng, que recuperó las colonias de Macao y Hong Kong pero dejó para las siguientes generaciones la resolución del contencioso sobre la isla de Formosa, donde se instaló el régimen nacionalista de Chang Kaishek tras su derrota en la guerra civil frente a Mao Zedong. Es decir, riqueza y unidad, como atributos imprescindibles para la primera superpotencia del siglo XXI.

Los plazos no corren tan solo con motivo del centenario del comunismo chino. El actual presidente taiwanés, Ma Ying-jeou, del nacionalista Kuomintang, proclive a la unificación bajo el lema lanzado por Deng de ?un solo país, dos sistemas?, termina mandato a principios de 2016 y según todas las encuestas será sustituido por un presidente del Partido Democrático Progresista, partidario de mantener Taiwan como una nación con identidad propia y separada de la China continental. Si no cambian los comportamientos electorales en relación a los dos últimos presidentes, el Kuomintang, partidario de la unificación, se hallará alejado del poder en Taiwan durante los próximos diez años, lo que duran dos mandatos presidenciales.

Xi ha querido aprovechar estas semanas antes del relevo para un gesto histórico como es el primer encuentro entre los presidentes de las dos repúblicas que antaño estuvieron en guerra y ahora mantienen unas complejas relaciones en las que fácilmente regresan las amenazas y los gestos hostiles. Si quería un hito que marcara su ambición, ya no le quedaba tiempo útil. Mao y Chang, los padres fundadores de ambos regímenes, se encontraron en la ciudad de Chongqing al término de la guerra sino-japonesa en 1945, antes de enzarzarse de nuevo entre ellos en la guerra civil; Xi y Ma lo harán el sábado en Singapur, el pequeño y exitoso país fundado por Lee Kuan-yew, en quien Deng encontró la inspiración para construir el capitalismo autoritario chino.

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5 de noviembre de 2015
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Dos goles iraníes

Ya van dos. En julio, el acuerdo nuclear. Ahora, a partir de hoy, la negociación sobre el futuro de Siria. La República Islámica de Irán, regida desde hace dos años por el equipo reformista de Hasán Rohani, ha dado en cuatro meses dos pasos de gigante como potencia regional, consolidando así en sus relaciones internacionales la ventaja geopolítica que obtuvo de la destrucción del régimen sunita de Sadam Husein y de su sustitución por un nuevo régimen democrático de hegemonía chiita.

Son solo dos puntos de una larga partida, en la que Teherán se reintegra en la comunidad internacional, después de 35 años de anormalidad, provocada por la ruptura de relaciones con Estados Unidos, y conquista dos casillas estratégicas como potencia islámica en competencia directa con Arabia Saudí.

El acuerdo nuclear, negociado durante 12 años en el seno del grupo P5+1 (los cinco países con derecho de veto en el Consejo de Seguridad, que son Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia, además de Alemania) y culminado en Viena el pasado 14 de julio, compromete a Irán a un régimen de inspecciones para evitar la obtención del arma atómica, pero le sitúa en el umbral nuclear en el que se hallan los países más desarrollados, poseedores de tecnología para obtenerla en poco tiempo, en abierta ventaja respecto al rival sunita de la otra orilla de Golfo Pérsico.

La participación en la negociación para finalizar la guerra en Siria, a su vez, sentará a Irán en pie de igualdad con Arabia Saudí y Turquía, las otras dos potencias regionales, junto a Rusia y Estados Unidos, sin que Teherán tenga que entregar en prenda la cabeza del dictador Bachar El Asad.

Si en la negociación nuclear fue Washington quien aportó la iniciativa, en la negociación sobre Siria es el caso contrario. Vladimir Putin es quien ha sabido aprovechar el hueco dejado por Obama con su política de bajo perfil para intervenir militarmente en Siria, en apoyo de su protegido El Asad, y ofrecerse como impulsor de un acuerdo de paz del que no quiere excluir al principal responsable de la guerra civil.

Es una ironía de la historia que uno de los valedores de la negociación con Irán sea el ex presidente Jimmy Carter, que sufrió en 1979 al final de su único mandato la crisis de la embajada en Teherán y fracasó en el rescate militar de los diplomáticos secuestrados, origen todo ello de la tensión de más de tres décadas entre ambos países. El plan propone la organización de un alto el fuego, un gobierno de unidad, reformas constitucionales y al final elecciones.

Entre el Estado Islámico y el régimen de El Asad, significa elegir a este último como mal menor para eliminar lo más rápidamente posible al primero. De prosperar, será un alivio para Jordania, Turquía y Líbano, donde se refugian los sirios y para los países europeos donde piden asilo político a millares. Políticamente, será un nuevo triunfo de la astucia geoestratégica de Putin, que saca partido de las debilidades ajenas para reavivar los ensueños imperiales rusos.

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29 de octubre de 2015
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