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Escrito por

Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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Natividad europea

La primera preocupación de los europeos hace un año --un 45 por ciento de los encuestados-- era el desempleo, como resultado de un entero lustro de crisis devastadora para los trabajadores que condujo las cifras de parados hasta 24 millones en el conjunto de la UE y de 18'5 en la eurozona. Hoy la primera preocupación en idénticas fechas navideñas --58 por ciento de los encuestados-- es la llegada de inmigrantes desde fuera de la UE, fruto esta vez de la crisis de los refugiados de Oriente Próximo y de una pésima gestión por parte de los Gobiernos y las autoridades de Bruselas.

Al cierre del año llegan las estadísticas y las encuestas. Las cifras anteriores son de la agencia europea Eurostat y coinciden con las que acaban de publicar la Organización Internacional para la Migración y ACNUR respecto a la llegada de refugiados e inmigrantes a territorio europeo, que se han multiplicado por cuatro respecto a 2014 y alcanzan ya la cifra de un millón. La súbita entrada de tantos sirios en busca de refugio en Europa no se explica tan solo por guerra civil a varias bandas, iniciada en su país también hace cinco años, y por la brutalidad genocida demostrada con los civiles por parte de dos de las facciones, el ejército de Bachar el Asad y las tropas terroristas del califato islámico; sino sobre todo por la estrategia de Turquía, que acogía a dos millones de refugiados y decidió utilizarlos como arma de presión sobre los europeos para obtener ayuda financiera, un régimen libre de visados para sus ciudadanos y la reanudación de las negociaciones de adhesión a la UE.

La llegada de estos refugiados debiera ser una bendición para los países europeos de población envejecida, que necesitan talento y mano de obra joven y dispuesta a ascender, pero al parecer no todos los europeos lo ven así. Eurostat también registra un incremento de las opiniones negativas respecto a la inmigración en 18 países de la UE, entre los que destacan especialmente los del antiguo bloque comunista. En apenas un año, la crisis de los refugiados ha destruido el sistema de asilo europeo que confiaba la responsabilidad sobre el refugiado al primer Estado miembro en el que ingresaba; ha paralizado la libre circulación de personas dentro de la UE garantizada por el Tratado de Schengen; y ha obligado a la UE a proponer un paquete de medidas que incluye las cuotas obligatorias de refugiados a repartir entre los 28 y la creación de una policía de fronteras con poderes para actuar sin permiso del Estado concernido. También ha producido efectos muy negativos en las opiniones públicas e incluso en los resultados electorales a favor de los partidos populistas y xenófobos. La reacción valiente y moral de Angela Merkel a favor de los refugiados la ha convertido en la mujer europea más admirada y a la vez en blanco de los ataques de la derecha europea más xenófoba, incluyendo a políticos de su propia coalición.

Un millón de refugiados es una gota de agua perfectamente absorbible en relación a los 510 millones de ciudadanos que alcanzará el año próximo la UE. Según las cifras sobre saldos netos de entradas y salidas de población publicadas por el Banco Mundial para el período entre 2011 y 2015, Estados Unidos, con una población de 320 millones, ha sumado cinco millones más de inmigrantes en los últimos cinco años, mientras que la UE en el mismo período no alcanzaba ni siquiera los 2'5 millones. La crisis de los refugiados interpela muy directamente a los valores que los europeos solemos exhibir como propios y genuinos. Hace un año, Jesús era un parado. Hoy es un refugiado.

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24 de diciembre de 2015
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Si cae Schengen, cae Europa

Grecia es el eslabón débil de la construcción europea. Las dos grandes crisis europeas de los últimos cinco años, que han hecho temblar la entera estructura en la que se sostiene la arquitectura de la Unión, han entrado por el país heleno. Primero fue la crisis del euro, cuya existencia llegó a peligrar por el endeudamiento insostenible de Grecia, y obligó a los tres sucesivos rescates de la economía griega, además de conducir a profundas reformas del sistema monetario y bancario europeo para evitar una repetición. Ahora es la crisis de los refugiados provenientes de Siria, Irak y Afganistán ?un millón y medio en lo que va de año, de los que la mitad al menos han llegado por Grecia?la que está situando al borde del estallido el Acuerdo de Schengen que garantizaba la libre circulación de ciudadanos dentro del espacio europeo.

Angela Merkel estableció una ecuación cuando empezó la crisis de la deuda griega ?si cae el euro, cae Europa?, que bien podría valer ahora para la crisis de los refugiados: si cae Schengen, también caerá Europa. A la vista de lo sucedido durante todo 2015 y de las previsiones para 2016, no está claro que la UE sea capaz de aguantar la llegada de dos millones de refugiados o incluso más, casi todos por un mismo camino que pasa por Grecia, un país sometido al desbordamiento de sus sistemas de control fronterizo y de su capacidad de acogida justo en mitad de la crisis política producida por los recortes sociales a los que obligaba el tercer rescate.

Ahora Schengen cuelga de un hilo. El Tratado prevé suspensiones temporales y excepcionales que pueden llegar hasta los seis meses, como la que ha aplicado Francia con motivo de la Conferencia del Clima y otros países como Austria, Dinamarca o Suecia por la llegada de los refugiados. Algunos responsables de Interior quisieran contar con la posibilidad de suspender el acuerdo durante dos años, con la idea de dejar fuera a Grecia mientras dure la crisis de los refugiados. Como sucedió con el euro, el país más periférico de la UE se enfrenta a la idea de una marginación que podría empezar como temporal pero fácilmente podría convertirse en definitiva.

Bruselas se reconcilia con Turquía y prepara una guardia de fronteras para salvar la libre circulación También como en la crisis del euro, es Alemania quien carga con la factura más abultada. Es el país que ha recibido el grueso de los refugiados y el que lleva la batuta en la salvación de Grecia, con una cadena de iniciativas de difícil aceptación dentro de la UE: primera, asegurar un reparto racional de los refugiados que ya han llegado a territorio europeo entre los otros socios; segunda, obtener un acuerdo con Turquía para que frene la llegada de nuevos refugiados y acepte la devolución de los que sean rechazados; y tercera, convertir las actuales fronteras porosas y descontroladas de la UE en Grecia, los Balcanes y el Mediterráneo en unos límites exteriores bien custodiados.

Cada una de las tres tareas encuentra sus propios obstáculos, aparentemente de improbable salvación. Respecto a las cuotas de asilados, la resistencia de los países socios es enorme, por una cuestión de principio como es la soberanía; también por la carga económica y política; e incluso por la presión de una inconfesada islamofobia que les conduce a aceptar solo refugiados cristianos. De momento, hay un acuerdo de reparto de 120.000 en dos años, sobre los dos millones que se esperan; pero solo se han asignado 200.

También la colaboración de Turquía requiere contrapartidas que no todos los socios de la UE aceptan de buen grado. Para que Ankara asuma el papel que los europeos le quieren asignar hay que reabrir las negociaciones de adhesión a la UE paralizadas por Francia y Alemania desde que empezaron hace diez años; aprobar una exención de visados para los ciudadanos turcos que viajen a la UE; y disponer 3.000 millones de euros del presupuesto europeo en ayuda a Turquía para atender a los refugiados en su territorio.

La mayor dificultad radica en la tercera pata, la más estratégica, como es la creación de una Guardia de Costas y Fronteras europea que vigile los límites exteriores de la Unión, tramite las solicitudes de asilo, rechace a quienes no las cumplan y garantice los controles de seguridad para evitar la entrada de delincuentes y terroristas. Las resistencias nacionales a tal iniciativa serán todavía mayores, no tan solo por el incremento de costes y el aumento de personal de la actual Frontex, la modesta agencia que se encarga de apoyar a los Estados en su gestión nacional de la frontera exterior, sino de nuevo por la cesión de soberanía real que significaría dejar en manos de Bruselas la posibilidad de intervención en las fronteras, incluso sin el acuerdo del Estado miembro afectado.

Si el euro ha conducido a la pérdida de la soberanía bancaria y presupuestaria, la Guardia de Fronteras conduce a una cesión de soberanía que afecta a la seguridad e incluso a las relaciones con terceros países. Una Europa con una frontera exterior custodiada en común sería un salto hacia la unión política que los euroescépticos temen y rechazan.

En Grecia se han juntado la crisis de endeudamiento con la de los refugiados, pero en el conjunto de Europa la amalgama es todavía mayor. Los atentados de París del 13-N han conducido a la injusta identificación entre terrorismo y refugiados, que ha sido atizada por las extremas derechas de varios países con beneficios electorales para sus posiciones populistas y antieuropeas. La crisis también afecta a las relaciones con Turquía y Rusia, países que están sacando ventajas de las debilidades de la UE.

Las mayores dudas respecto al futuro de Schengen surgen de la lentitud exasperante de la reacción europea frente a la velocidad de una crisis que afecta a la seguridad interior, a las fronteras exteriores e incluso a los valores democráticos y liberales de nuestras sociedades. Si se supera, será verdad que es en el peligro extremo donde los europeos encontramos la salvación.

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22 de diciembre de 2015
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Contra, sin, para con Cataluña

Con esta, son ocho las ocasiones en que los catalanes han acudido a las urnas desde 2010, cuando Artur Mas ganó por primera vez las elecciones autonómicas y anunció que Cataluña iniciaba su propia transición democrática con el propósito de ejercer el derecho a decidir. Han sido dos legislativas, dos municipales, tres generales y una consulta alegal sobre la independencia de Cataluña, que han sacudido, fragmentado y modificado el mapa político catalán, en un adelanto de la transformación que ahora acaba de producirse en el mapa español.

Nunca se había votado tanto en Cataluña y nunca se había votado bajo tan solemnes advertencias sobre el efecto del sufragio para el futuro. ?El voto de tu vida?, advertía la propaganda del Gobierno en las últimas autonómicas, las que fueron convocadas con pretensiones plebiscitarias. La historia ha llegado cansada a la cita electoral de ayer, después de haber sido invocada una y otra vez para firmas de documentos, conmemoraciones, declaraciones y naturalmente llamamientos a las urnas. Pero al final ha llegado, aunque ha sido en unas elecciones españolas que superan en capacidad transformadora a cualquier elección democrática desde las de 1977.

En las condiciones en que se han celebrado las elecciones generales en Cataluña, sin gobierno y sin rumbo claro del proceso soberanista, era evidente que su resultado iba a dilucidar varias incógnitas. Sobre el liderazgo del rupturismo en Cataluña, en favor de Podemos, que supera largamente a Esquerra. Sobre el liderazgo del nacionalismo, en favor de Esquerra y en detrimento de la vieja Convergència, imparable hacia la autodestrucción, y solo consolada por el cero absoluto de Duran i Lleida, el antiguo socio y ahora archienemigo.

También se ha dilucidado la fuerza del derecho a decidir, extensísima en votos y en diputados catalanes ?¡y ojo!, españoles? , y comprobado la inclinación de la pendiente en votos y diputados en que se desliza la independencia. Estos resultados son un consejo oportunista para independentistas: antes Mas que marzo, mejor evitar el batacazo en las urnas de marzo y hacer a Mas presidente, aunque esté descalificado y debilitado, sea un presidente agónico, un cadáver político al frente de un proceso que se halla bajo la amenaza de ser absorbido por un proceso mayor y más potente como será la transformación renovadora de la democracia española.

La aportación de Cataluña a esta trasformación es notable, especialmente el impulso de cambio de la nueva izquierda aglutinada por En Comú Podem, al estilo de lo que sucedió en la transición entre el PSC i el PSUC. Pero no se trata únicamente de una aportación desde Cataluña, sino desde el conjunto de la pluralidad hispánica, sin la que no se explica que Podemos llegue a situarse tan alto, como segunda fuerza en número de votos. Sin Cataluña no se entiende el resultado de Podemos, pero ahora se trata de saber cuánto contará Cataluña, es decir, la España plural, en la organización de este paisaje transformado que hoy se abre ante nuestros ojos.

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20 de diciembre de 2015
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Un Oriente cada vez más complicado

?Hacia el Oriente complicado volaba yo con ideas simples?. Ha quedado muy corta la sentencia del general De Gaulle, escrita hace más de 70 años en sus Memorias de guerra. Corta sobre el terreno, donde hay una larga ristra de estados fallidos y en guerra civil --Irak, Siria, Libia, Yemen...-- en los que nunca se da el caso convencional de dos bandos enfrentados, sino que son tres como mínimo los que se combaten entre sí. Corta respecto a las coaliciones de contendientes, iniciativas diplomáticas e incluso conferencias de paz (cada país en guerra tiene la suya). E incluso respecto a sus repercusiones globales, como demuestran las interminables columnas de refugiados que llegan a Europa o los ataques terroristas que se reclaman del misterioso contendiente que es el llamado Estado Islámico.

La última complicación viene de Arabia Saudí, país aliado de Estados Unidos y destacado protagonista, por su doble condición de reino que alberga los lugares santos del islam, en La Meca y Medina, y primer productor de petróleo, con fondos para convertirse en 2014 en el primer cliente mundial de la industria armamentística. El reino saudí acaba de anunciar la formación de una coalición de 34 países para combatir al terrorismo del ISIS, la tercera en la que se integra en poco más de un año y la segunda que dirige directamente. En la nueva coalición solo hay países suníes, desde Malasia hasta Senegal, algunos sin capacidad militar como es Palestina. Arabia Saudí participa de forma más nominal que efectiva en la coalición que lidera EE UU para bombardear en Siria, pero donde invierte sus mayores recursos, incluyendo tropas, es en la exclusivamente árabe y también suní que levantó en marzo para combatir a los rebeldes houthis en el vecino Yemen, en apoyo del presidente derrocado Abdrabbo Mansur Hadi.

Riad armó esta coalición en la recta final de las conversaciones para el desarme nuclear de Irak y en mitad del incendio del califato terrorista en Siria e Irak. El nuevo hombre fuerte saudí, el hijo del nuevo rey, número tres y ministro de Defensa Mohamed bin Salmán, estaba más interesado en dedicar recursos a la guerra por procuración contra Irán en Yemen que en el combate directo a los terroristas del Estado Islámico, tan próximos en ideas y prácticas al wahabismo saudí.

A cinco años del inicio de la guerra civil siria y uno y medio de la proclamación del califato terrorista, es difícil llevar la cuenta de las coaliciones que combaten en la zona y de las potencias singulares que efectúan tareas aéreas de observación y de bombardeo sobre Siria e Irak. Más de 60 países están comprometidas en ellas: algunos solo para bombardear en Siria, otros solo en Irak y algunos más en ambos países. Hasta hace poco era Washington quien ejercía el liderazgo; pero desde el pasado septiembre Moscú también ha querido bombardear y levantar su coalición, y ha organizado un centro de coordinación militar en Bagdad, con Irán, Siria y naturalmente Irak. Y ahora Riad hace su propia aportación a la maraña de coaliciones que dicen combatir el ISIS, a falta de la coalición en la que estén todos, también Irán y Turquía, que es la única que puede terminar con el califato terrorista.

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17 de diciembre de 2015
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Réquiem soviético

Hay muchos periodistas en la nómina del Nobel de Literatura, aunque ninguno hasta ahora galardonado estrictamente por su obra periodística. Formalmente, tampoco es el caso de Svetlana Alexiévich, distinguida por la Academia Sueca por ?su obra polifónica, un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo?; aunque, si nos acercamos a sus narraciones, no encontramos ficción, poesía o literatura dramática, los géneros usualmente valorados como literatura, sino unos relatos casi siempre en primera persona de millares de desconocidos ciudadanos rusos y de las antiguas repúblicas soviéticas, gente común que explica sus propias vidas, emociones, experiencias e ideas. Los libros de Alexiévich tienen mucho de historia oral e incluso de antropología social, también de memorialismo colectivo o coral, pero son ante todo fruto de un trabajo periodístico. El buen periodista es aquel que sabe preguntar y, sobre todo, repreguntar, hasta extraer el máximo grado de verdad de sus entrevistados. La Nobel bielorrusa, además de poseer el don de hacer hablar a la gente hasta confiarse a su interrogadora, tiene la virtud antiperiodística de la paciencia. Su trabajo es persistente y lento. Charla con sus testigos durante meses en entrevistas sucesivas; repasa las transcripciones de las grabaciones una y otra vez, y deja, al final, que reposen durante años hasta componer, mediante un trabajo de montaje narrativo muy cuidado, esos libros polifónicos sobre los grandes acontecimientos trágicos del pasado soviético. La obra de Alexiévich también se distancia del periodismo en la medida en que adopta un tono filosófico, incluso metafísico, sobre todo en las escasas intervenciones que hace la autora con su voz y que se leen en pequeñas introducciones, algunos capítulos singulares o se cuelan en los títulos de los capítulos. Lo mismo sucede con los monólogos de sus protagonistas, de los que se destilan de vez en cuando sentencias más propias de libros sapienciales que de reportajes periodísticos. Hay incluso en esta obra narrativa un aliento profético, de advertencia respecto a la naturaleza humana y a las pretensiones prometeicas; a los males que se derivan del culto al Estado y de la disolución de la personalidad individual en el sujeto colectivo, o al descontrol de la técnica y de la ciencia cuando caen en manos ineptas e irresponsables, sin aprecio alguno por la vida humana. Los libros de los que dispone el lector español tratan sobre tres tragedias profundamente soviéticas, como son la guerra contra Hitler vista por las mujeres (La guerra no tiene rostro de mujer), la catástrofe de la central nuclear (Voces de Chernóbil) y el hundimiento de la Unión Soviética misma (El fin del ?Homo sovieticus?). Falta Los muchachos del zinc, libro que aquí no ha sido traducido, sobre la última guerra soviética, la de Afganistán (1979-1986), en la que murieron 50.000 jóvenes soviéticos y precedió en poco tiempo al hundimiento del comunismo. Cada uno de ellos, como las propias historias individuales que los componen, puede leerse por separado, pero juntos conforman un gran friso narrativo, una narración de narraciones que trata al final sobre una tragedia única y es una especie de Las mil y una noches del horror y la mentira del sistema soviético. La obra de Alexiévich da la razón a Vladímir Putin sobre la envergadura de la catástrofe geopolítica y de la tragedia humana que ha representado la desaparición de la URSS. Con una salvedad notable: siendo un auténtico réquiem narrativo por el imperio desaparecido, extiende el carácter trágico y catastrófico del acontecimiento a la historia soviética entera, al igual que extiende su denuncia del estalinismo al propio Putin y a los nostálgicos que pretenden resucitar los instintos soviéticos a través de los ensueños imperiales rusos. La obra de Alexiévich es también una revancha del periodismo, que busca las fuentes más modestas y las experiencias más sencillas para explicar lo que fue silenciado durante las siete décadas soviéticas. Algo hay de terapia personal y colectiva e incluso de penitencia personal por el consenso y la aquiescencia con el régimen soviético, compartidos por casi todos, también por la escritora en su juventud. Basta con leer los ?Apuntes de una cómplice?, con que abre el ?Homo sovieticus?, y la ?Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo?, en Voces de Chernóbil. Esta no es una literatura amena ni de entretenimiento. Como las literaturas del Holocausto o del Gulag soviético, géneros bien característicos del sangriento siglo XX, estas son narraciones estremecedoras, más para el llanto que para la alegría de la lectura, y todo lo contrario del periodismo efímero y frívolo. Estas narraciones verdaderas, que dan voz e identidad a millares de personas, pertenecen a una especie de periodismo profético y trágico, que nos proporciona visiones del apocalipsis en pleno siglo XX e incluso nos advierte respecto al futuro a través de las estampas soviéticas de la guerra o de la catástrofe. (La guerra no tiene rostro de mujer. Svetlana Alexiévich. Traducción de Yulia Doblovolskaia y Zahara García González. Debate. Barcelona, 2015. 368 páginas. 21,90 euros. El fin del ?Homo sovieticus?. Svetlana Alexiévich. Traducción de Jorge Ferrer. Acantilado. Barcelona, 2015. 656 páginas. 25 euros. Voces de Chernóbil. Svetlana Alexiévich. Traducción de Ricardo San Vicente. Siglo XXI. Madrid, 2006. 300 páginas. 15 euros.)

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11 de diciembre de 2015
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La nueva economía del terror

La guerra siempre es misteriosa. Solo se sabe algo de cómo empieza y nada de cómo sigue y termina. Ahora estamos entrando en un conflicto que el papa Francisco ha calificado de ?tercera guerra mundial a trozos? y del que sabemos bien poco, como demuestran los debates semánticos sobre si es o no una guerra o sobre la identidad del enemigo; si es un auténtico Estado Islámico, una banda terrorista o el Islam mundial, como pretende la extrema derecha blanca y occidental y su mejor representante que es Donald Trump.

Todo esto se irá aclarando. Y, por desgracia, será sobre todo a fuerza de duras lecciones de muerte y de dolor. La primera lección versa sobre la novedad radical del fenómeno, hasta el punto de que exige nuevos conceptos a la vista de que los viejos van quedando superados uno detrás de otro.

Nos habían contado que la diferencia entre Al Qaeda y el autodenominado Estado Islámico consistía precisamente en que el primero realizaba acciones contra un enemigo lejano y carecía de territorio, mientras que el segundo controla e incluso administra un territorio y se dedica a combatir allí a sus enemigos, especialmente chiíes. Los atentados de París y de San Bernardino nos han demostrado la insuficiencia de esta distinción: se han producido contra el enemigo lejano de los terroristas y por parte de individuos que en algunos casos ni siquiera han viajado a las tierras del califato terrorista.

Tampoco sirve la teoría del lobo solitario que se dedica a sus actividades terroristas por cuenta propia a la vuelta de su guerra en Siria o Irak. Cabe que se trate de individuos aislados, incluso por parejas, como los terroristas de San Bernardino, Syed Farook y Tashfeen Malik; pero actúan de forma planificada y acorde con los métodos e ideas del califato terrorista. Nada tienen que ver con la figura inspiradora de los nazis solitarios como lobos extraviados que seguían combatiendo contra los aliados una vez terminada la guerra. Ni siquiera es suficiente la explicación sobre el uso de las tecnologías de la información, los móviles y las redes sociales sobre todo, que los hace más eficaces y clandestinos.

Una buena explicación de este nuevo tipo de terrorismo, capaz de organizar un nuevo tipo de guerra, la ha proporcionado el fiscal designado por la Casa Blanca para ocuparse del terrorismo digital, John Carlin (nada que ver con el periodista de EL PAÍS), con un concepto que conecta con el meollo de la economía digital. Se trata de un caso de crowdsourcing, es decir, una forma de externalización abierta por parte de una marca u organización, que se alimenta precisamente de la demanda de ideología terrorista por parte de individuos radicalizados. No es el islam radicalizado sino la islamización de la radicalidad, tal como ha aclarado Olivier Roy, uno de los mejores conocedores del islam contemporáneo. La idea es temible, porque significa que esta guerra que nos han declarado, aunque exhiba un enorme yacimiento en Siria e Irak desde donde se nos ofrece violencia y muerte a raudales, se asienta en la demanda de ideologías violentas que surge desde lo más profundo de nuestras sociedades, dentro de las cocinas y los dormitorios de nuestros suburbios.

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10 de diciembre de 2015
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Paciencia estratégica

Esta vez también contarán votos y escaños. Sumarán juntos los sufragios a los partidos que llevan la independencia en su programa y también los que llevan el derecho a decidir o los que ofrecen una reforma de la Constitución. Habrá lecturas plebiscitarias y, a tenor de las encuestas, es probable que la independencia retroceda respecto al 27S. Será difícil que los resultados de entonces, este 47'8% de votos independentistas, no aparezca como la cumbre que precede al descenso. De momento, a diferencia de lo que ocurrió en las autonómicas, en todas las encuestas suman menos Esquerra y Democràcia i Llibertat (la antigua Convergència) --el sí a la independencia--, que Ciudadanos, PP y PSC --el no. La mejor lectura para el independentismo será rechazar toda clave plebiscitaria y sacar la consecuencia de que hay que evitar la celebración de nuevas elecciones en marzo. Tres derrotas seguidas certificarían la defunción del proceso para una larga temporada. Será un magro consuelo para los espíritus conservadores, porque el inmovilismo saldrá derrotado. Siguiendo siempre las encuestas, quien se acercará a la mayoría será la suma de los votos a partidos que propugnan el derecho a decidir: En Comú Podem, ERC y DiL sumarán entre 48 y 49 por ciento según varios institutos de sondeos. La lectura plebiscitaria quedaría asegurada desde el independentismo si superaran el 50 por ciento y con ella el retroceso de la actual pantalla del independentismo exprés a la pantalla anterior de la consulta pactada al estilo de Escocia. La adición será abrumadora, a pesar de la heterogeneidad de los sumandos, respecto a la reforma de la Constitución: los partidos que la propugnan enfilan resultados por encima del 60%. Apartemos al PP, que no la quiere aunque no la descarte, y a ERC que solo tiene interés en la Constitución de la República Catalana. No vamos a apartar por el momento a DiL, que quiere negociar la independencia y la consulta legal y pactada que la incluya como opción. Lo importante de este bloque será el peso de cada uno de sus componentes: desde quienes querrán una Constitución que cierre definitivamente el Estado autonómico hasta quienes querrán que quede permanentemente abierto con el derecho a decidir. Todo apunta a que el 20D debilitará al independentismo, reforzará el derecho a decidir y fijará la reforma de la Constitución en el horizonte de la legislatura. Aunque el optimista incansable que es Quico Homs quiere convencer a los españoles de los beneficios de la independencia, la única batalla viable girará en torno al derecho a decidir, en la que ERC y CiL encontrarán aliados en un buen bloque parlamentario, encabezado por Podemos, aunque en evidente desventaja respecto al bloque formado por PP, PSOE y C's, abiertamente contrario a su inclusión en la reforma. El proceso, ahora varado, ha impartido algunas obvias lecciones a sus seguidores: las prisas son malas consejeras, todo es reversible menos las muerte, mala cosa es quemar las naves porque luego hay que regresar a casa. Salen del pasado pero pueden servir para un futuro, en el que no está garantizado que el independentismo apresurado encuentre el ritmo y la velocidad que necesita. Si el independentismo quiere trocar sin más la independencia rápida y feliz que no ha conseguido por una consulta a la escocesa igual de rápida y feliz, se encontrará de nuevo con un muro insalvable y no es seguro que pueda sostener una nueva derrota. La paciencia estratégica requiere jugar a esa reforma de la Constitución que los partidos más encrespados contra el proceso independentista no querrán adaptar a las reivindicaciones más populares en Cataluña. No importa, porque la mayor virtud de una reforma constitucional es que, finalmente, también se pone a votación de todos los ciudadanos en un plebiscito auténtico, en el que solo cuentan los votos, pero se cuentan separadamente en cada circunscripción electoral. Para que sea útil, la reforma deberá dar satisfacción a una mayoría de los catalanes: cuantos más sean a partir del 50 por ciento de voto afirmativo, mejor. Y si el Congreso no es capaz de ofrecer al conjunto de los españoles lo que una mayoría de catalanes pueda aceptar, entonces se abrirán de par en par las puertas al derecho a decidir, es decir, a una consulta sobre la independencia, pactada y acordada. Todo esto es una legislatura más, es verdad. Y volver a empezar, ciertamente. Pero así es como son las cosas y no como nos quieren hacer creer algunos, como si la voluntad y los deseos democráticos tuvieran efectos automáticos e inmediatos.

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8 de diciembre de 2015
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Políticas de la tierra

¿Somos capaces de gobernar nuestro mundo? Se atribuye al fundador de uno de los Estados más rígidos y autoritarios de la historia como fue la extinta Unión Soviética la idea de que, una vez conquistado el poder, cualquier cocinera un poco sensata podía hacerse cargo de la tarea de Gobierno. Hace un siglo ya de tal manifestación de optimismo leninista, facilitada por los manuales de doctrina marxista y los márgenes infinitos de acción arbitraria que proporcionan las dictaduras a quienes las ejercen. Gobernar hoy es muy difícil, en cualquiera de los niveles, desde una gran ciudad hasta un país y no hablemos ya de las grandes organizaciones como la Unión Europea. No sirven recetas ni doctrinas como las que imaginaban los revolucionarios de hace un siglo ni hay tampoco, afortunadamente, facilidades para sus drásticos y sanguinarios métodos. Pero, sobre todo, no hay materia de gobierno, sea local o nacional, que no se enfrente a una compleja dimensión global y exija concertar internacionalmente las actuaciones más allá de los límites administrativos y fronteras. Al terminar la Guerra Fría la humanidad atisbó el breve espejismo de un nuevo orden internacional regido por Naciones Unidas, que gradualmente iría extendiéndose a todo el planeta. El mundo iba a ser gobernado; e iba a serlo por la construcción de instituciones internacionales al estilo de la pionera Unión Europea. De ahí surgieron iniciativas como la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992, donde se firmó la Convención Marco sobre el Cambio Climático, un primer tratado internacional con el objetivo de limitar la emisión de gases a la atmósfera, aunque todavía sin cuantificación de objetivos ni mecanismos de control y sanción. El incremento de la temperatura de la tierra como producto de la industrialización es solo una dimensión de los profundos y acelerados cambios que está produciendo la acción humana, hasta dibujar un planeta catastrófico en un futuro que ya se nos ha echado encima. En los primeros compases de esta conciencia ecológica eran muchas las voces escépticas que rechazaban la idea de que fueran los humanos los responsables del calentamiento global. O que discutían la legitimidad y la eficacia de las actuaciones sobre el clima desde gobiernos e instituciones internacionales y preferían dejar que el mercado actuara sin cortapisas. Casi todas estas ideas han quedado obsoletas y ya nadie discute la necesidad de cambiar el viejo modelo basado en el carbón y los combustibles fósiles por energías alternativas. Pero las resistencias de los grupos de presión mineros y petrolíferos siguen siendo potentes, sobre todo en la primera economía mundial que es Estados Unidos, donde hay que dar por descontado que el Senado, donde se sientan los representantes directos de los Estados, jamás ratificará tratados internacionales que cuantifiquen objetivos y establezcan mecanismos de control vinculantes. Exactamente lo contrario es lo que ha sucedido en Europa, especialmente ejercitada para la cooperación y la construcción de instituciones multilaterales. La Conferencia de las Partes (COP), que ahora se reúne en París, en la que se reúnen los firmantes de la Convención del Cambio Climático, tuvo su primero encuentro en Berlín en 1995 bajo la presidencia de una jovencísima ministra de Medio Ambiente llamada Angela Merkel, y de ahí salió el impulso para el Protocolo de Kioto, tratado internacional de 1997 en el que se establecían por primera vez reducciones de emisiones cuantificadas y comprometidas. Diez años después, las emisiones habían aumentado un 24% y, aún así, quienes más y mejor cumplieron fueron los europeos. Aquel fue un tratado que afectaba solo a los países industrializados, aunque algunos no lo ratificaron, como EE UU, y otros, como China, ahora el mayor contaminador, no estaba concernida. Cuando en 2009 se quiso firmar en Copenhague un nuevo tratado que sustituyera al de Kioto, los europeos quedaron marginados por los países emergentes y sobre todo por EE UU y China, el G2, las dos superpotencias con vocación de controlar el siglo XXI y actualmente las más contaminadoras del planeta, que limitaron los resultados a una declaración de intenciones. Ya nadie se acuerda de que Angela Merkel era reconocida entonces, gracias a sus esfuerzos desde la presidencia del G8 para asegurar el éxito de Copenhague, como la canciller del clima, su primer y efímero título antes de destacar primero como canciller del rigor y ahora canciller del asilo. Con la Cumbre de París, que se reúne hasta el 11 de diciembre, han cambiado las reglas. No habrá un tratado vinculante y los objetivos serán meras propuestas voluntarias que se sumarán y analizarán conjuntamente, aunque todavía no están claros los sistemas y períodos de revisión. Como en anteriores cumbres, se han incorporado muchas instituciones y especialmente las grandes ciudades, pero al final solo cuentan los Estados reconocidos, las Partes del Convenio, y ninguno de ellos está dispuesto a ceder soberanía a los otros o a entidades supranacionales. A diferencia de las otras conferencias, los países llegan con sus propuestas cerradas previamente, con la dudosa pretensión de alcanzar conjuntamente la reducción a dos grados del aumento de las temperaturas del planeta al final de siglo en relación a la era preindustrial. China y Estados Unidos, los dos mayores contaminadores, llegan con los deberes hechos: en septiembre acordaron sus respectivos recortes de emisiones en un acuerdo bilateral. La otra parte de su éxito radica en la financiación para evitar las injusticias climáticas en una negociación que, al final, termina siendo una especie de lucha de clases, ricos contra pobres, para repartirse los derechos para seguir contaminando, los estímulos para no hacerlo o la factura de los desperfectos. Como ensayo de gobierno mundial, esta COP21 es una rareza. Tenemos un mundo multipolar sin gobernanza multilateral. Será un milagro si hay resultados satisfactorios y a largo plazo, más allá de la actual propaganda y del escaparate diplomático y político. La conferencia de París es, en todo caso, un excelente espejo del paisaje geopolítico mundial, en el que se registra el peso de cada uno de los países, esas partes soberanas que se reúnen anualmente con el propósito al menos nominal de salvar la vida en la tierra.

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7 de diciembre de 2015
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No es una guerra, es una época

Lentamente va tomando forma esta difícil coalición. Reino Unido manda su fuerza aérea. Alemania, 1.200 soldados de apoyo logístico y tareas de reconocimiento, además de aligerar la carga de Francia en Mali con 650 soldados más. Estados Unidos despliega un puñado de militares de élite en Siria, para realizar operaciones especiales contra el califato terrorista y apoyar a las milicias que le combaten, como hacen ya 3.500 de sus militares en Irak.

No es fácil organizarse frente a un enemigo como este, que actúa en un territorio delimitado, pero tiene multitud de sucursales en Asia y África y es capaz dar golpes devastadores en el corazón de los países a los que combate utilizando a ciudadanos reclutados en ellos. Tampoco lo facilitan las contradictorias y nocivas alianzas tejidas en torno a Siria, donde cualquiera de los potenciales socios cuenta con un enemigo al que detesta más que al autodenominado Estado Islámico. Pero donde se produce la mayor avería es en la dirección de esta coalición todavía improbable, vacante desde que Obama empezó su dubitativo repliegue de Oriente Medio.

Las guerras que habíamos visto hasta ahora eran más sencillas. Podían estar equivocadas, --muchas lo estaban-- pero de una forma u otra estaban dirigidas y era posible pedir las cuentas por los desperfectos. De entrada, eran guerras en todo, y solo guerras, que permitían así imaginar otros caminos pacíficos, la diplomacia, la erradicación de las causas reales o inventadas, a quienes se oponían a ellas.

Esta guerra, si acaso es una guerra, es distinta. Basta con leer la resolución discutida y aprobada ayer en Westminster. Ciertamente, tiene su núcleo bélico: la autorización de los bombardeos sobre Siria invocando la defensa propia ante una amenaza terrorista que también se dirige a Reino Unido. Pero hay más: las conversaciones de Viena para conseguir un alto el fuego y un arreglo político en Siria; la ayuda humanitaria a las poblaciones desplazadas; el bloqueo del ISIS para evitar que reciba armas, comercie o reclute terroristas o los mande de nuevo en misión fuera de sus fronteras. Y todavía hay otros frentes civiles de los que nada dice la resolución: la estricta seguridad de nuestras ciudades, perfectamente mejorable a la vista del 13N en París y de la paralización de Bruselas en los días siguientes; o las múltiples y complejas causas de la marginación de los jóvenes candidatos a terroristas.

Comparada con guerras anteriores, las dos de Irak, Kosovo, Afganistán, Libia incluso, eso no es exactamente una guerra, aunque tenga un indiscutible componente bélico. Los bombardeos pueden ser necesarios, pero nunca serán resolutivos. Lo sabe Obama que va poniendo botas sobre el terreno. Sabemos lo que no deben ser: propaganda o escapismo para evitar mayores compromisos. Y menos todavía instrumento de quienes carecen de escrúpulos para recuperar hegemonías perdidas.

Esa guerra, si acaso es una guerra, va a durar años, por mucho que nos esforcemos, cosa que, por cierto, no es el caso de los españoles en campaña electoral. De hecho, no es una guerra, sino una época. Cabe decir no a los bombardeos y no a la guerra, pero no podemos decir no a una época que es toda nuestra.

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3 de diciembre de 2015
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La niebla de la guerra

Es fácil declarar la guerra. Más difícil es librarla y ganarla. El llamamiento a las armas tiene un prestigio épico que la propaganda belicista aprovecha. Bate el tambor y los muchachos le siguen con entusiasmo. Siempre hay un comienzo exaltado antes de la tragedia.

Motivos para declararla no faltan: atacan nuestras capitales, persiguen y expulsan a millones de árabes de sus países en dirección a la tierra prometida europea, pretenden que restrinjamos nuestras libertades y cercenemos nuestras garantías individuales, arruinan los destinos turísticos del área mediterránea, destruyen fronteras y se proclaman soberanos sobre un territorio donde declaran un califato terrorista. ¿Hace falta algo más?

El filósofo de la guerra, Karl von Clausewitz, la definió hace casi dos siglos como ?un mar inexplorado, lleno de rocas (...) que hay que surcar entre las tinieblas de la noche?. De su visión sale la idea de que toda contienda se halla sumergida en una espesa niebla en la que solo los generales más perspicaces y resueltos son capaces de orientarse.

En nuestra época de guerras asimétricas, la niebla desborda el campo de batalla, alcanza a los objetivos estratégicos y penetra en nuestras vidas y nuestro lenguaje. Esa fuerza terrorista, minúscula al lado de las mayores potencias militares, saca ventaja de todo, incluso de las palabras. Primero busca que se le reconozca como un Estado con una fuerte identidad ideológica y religiosa: Islámico. Es decir, el califato mahometano redivivo. Luego reta a sus enemigos: quiere que sus acciones criminales sean actos de guerra y que se le declare la guerra. Tiene para ello herramientas teológicas especiales: el yihad, que libran los muyahidines en cumplimiento del deber religioso de defender la religión verdadera.

La niebla también se cierne sobre la identidad del enemigo. Apenas sabemos quién es y de dónde sale. Entre los suníes es fácil atribuir su nacimiento a la CIA y al Mossad. Quienes se llevan la peor parte conspirativa entre nosotros son los regímenes petroleros del golfo, con Arabia Saudí y Qatar en cabeza. Algo se le atribuye también a Turquía. Y a Bachar el Asad, naturalmente, puesto que se propone dividir a la oposición y convertirla en un enemigo peor que su propia dictadura.

Bajo la niebla, no se distingue entre amigo y enemigo. Y, para colmo, nadie se enfrenta a uno solo, sino que tiene al menos dos. O tres, como Turquía: los kurdos, Bachar el Asad y el ISIS, probablemente por este orden. Para los saudíes, el enemigo principal es Irán y el secundario los terroristas califales que cuestionan su liderazgo islámico. Para Irán, son dos en uno, porque amalgama el ISIS con los sunitas del Golfo. Incluso los europeos tenemos dos, aunque pronto habrá que optar entre El Asad, principal responsable de la destrucción del país y de la oleada de refugiados, y el ISIS, que quiere destruirnos a nosotros.

Para ganar esta guerra, si acaso es una guerra, hay que salir de la niebla estratégica y distinguir bien al enemigo y a quienes pueden ser nuestros aliados. El derribo de un avión ruso por Turquía demuestra que andamos en dirección contraria, hacia donde la niebla se hace todavía más espesa.

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26 de noviembre de 2015
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El Boomeran(g)
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