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Escrito por

Josep Massot

Josep Massot nació en Palma en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue uno de los miembros fundadores en 1983 del diario El Día de Baleares. Desde 1987 trabajó en La Vanguardia, abandonando la información política para dedicarse al periodismo cultural, entendiendo la cultura en su sentido más amplio, no sólo la conexión de la literatura, pensamiento, cine, música y artes visuales y escénicas, sino también como herramienta crítica para interpretar la realidad del momento. Es autor de Joan Miró: El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018) y Joan Miró sota el franquisme, en la misma editorial (2021). También editó, con Ignacio Vidal-Folch, Jules Renard. Diario 1887-1990 (Random House Mondadori, 1998). Ha colaborado, entre otros, en las revistas Diagonal, L'Avenç y Magazine Littéraire y actualmente con el diario El País y JotDown.

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Elogio de la página

Leer es la única actividad en la que uno puede parecer inteligente sólo con mover los ojos, pero cuidado con el scroll. Empiezas asomándote por la ventana para ver si llueve, y de repente llevas tres horas viendo cómo un tipo de Nebraska reconstruye un castillo medieval con colmillos de caimán. El scroll no tiene fin, pero tampoco principio, como la conversación de un necio. Es una cinta de Moebius diseñada por un community manager con insomnio. No lees, pasas, bajas, deslizas, y de pronto es lunes.

La web robó la palabra «página», pero la vació de su forma original. La página de la que hablo, en formato impreso o su mímesis digital, empieza donde empieza y termina donde termina, sin que salten bandadas de pop-up y banners. La página no grita, no te bombardea con vídeos de gatos rusos tocando el piano, ni te enseña a consumir sin saciarte. Te mira. Espera. Propone, no arrastra. Tiene su arquitectura, una geometría de pentagrama, música leída.

El scroll es una espiral que se acelera sola, una rueda de hámster en llamas, movido por la incesante novedad y la fugacidad del clic. La novedad borra lo anterior con la urgencia de quien abre la nevera a las tres de la madrugada buscando respuestas. La página es otra cosa. Es un pasaje secreto en una casa que ya creías conocer.

«La gente ya no lee páginas», dicen. Dicen que el texto debe fluir, que hay que enganchar al lector en los tres primeros segundos, que la atención dura lo que un bostezo. Hay páginas en las que algo  ocurre y páginas en las que nada ocurre, pero incluso la más infame página de papel tiene cuerpo, anverso y reverso, pesa, vuela en forma de avión, envuelve objetos, limpia vidrios, protege fragilidades, enciende fuegos. No consume, permanece por sí misma. Existe incluso cuando no la miras.

Si la página es de un libro de papel, sujétala con respeto. Es un felino que finge dormir. Si la doblas con desdén, podría vengarse. A veces las páginas se repliegan sobre sí mismas y no vuelven a abrirse nunca igual. Hay páginas que se cierran como párpados y después sueñan con otro lector.

Sitúa tus ojos en la parte superior izquierda, como quien se dispone a cruzar una frontera. No saltes párrafos. La página lo sabrá. No pretendas leerla como si sólo ojearas un titular. Esto es diferente. La página exige atención. Avanza línea a línea como quien desactiva una bomba o baja una escalera de caracol, conteniendo el vértigo. Si tropiezas, vuelve. Si lloras, ya sabes que sólo el loco ríe a solas. Si ríes, ya sabes que ser feliz no requiere testigos. Estás viajando sin moverte, leyendo sin huir, viviendo algo que sabemos que se acaba, como nosotros algún día, creyendo que tal vez dejará una estela.

Al llegar al final de todas las páginas, no sucumbas al pánico. No hay emoticonos de aplauso, ni «contenido relacionado», ni «quizás también te guste». Hay silencio. Y si te ha cambiado, conmovido o dado placer, cerrarás el libro como quien apaga una vela.

 

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10 de junio de 2025
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Pornografismos

 

Comisariado: Luis Migrañas & Rosario Escudella. Producción conceptual: El Funambulista sonámbulo.

Apoyo institucional: Ministerio de Ansiedad. Financiación alternativa: Criptomonedas afectivas. Traducción simultánea: disponible bajo demanda solo los días de luna llena. Lugar: Fundación para el Colapso, Paseo Colón 92, prorrogable según los ritmos del deshielo cultural.

Pornografismos es una exposición transdisciplinar. No se trata de mostrar obras, sino de activar procesos. La exposición asume el formato de laboratorio escénico donde el visitante no es pasivo, pero tampoco activo: es un cuerpo en tránsito epistemológico, un sujeto afectado, un receptor vulnerable.

En un mundo sobresaturado por el giro icónico y el archive turn,  Pornografismos se pregunta: ¿Qué ocurre cuando el discurso sustituye a la experiencia? ¿Cuándo la afirmación identitaria se vuelve performance obligada? ¿Cuándo la crítica institucional es mercancía absorbida por la propia institución?

En este tardo-antropoceno, donde la performatividad del nosotros ha sido engullida por la interfaz digital, la crisis del sentido, la acumulación de desafectos ingobernables y el agotamiento de las epistemologías, Pornografismos emerge como acto de resistencia ontológica y a la vez como sabotaje radical al display normativo. Como afirmaría Marcel Expositivo, “no se trata de ver, sino de interpelar los pliegues no-binarios del archivo trans-material”. Este es un espacio para la hibridación de prácticas deconstructivas, donde el espectador —o mejor dicho, expectador— se disuelve en un proceso de reapropiación somática de paradigmas que aún no existen.

Inspirado en el ecofeminismo tentacular de Donna Haraway, los cantos de frontera líquida de Anna Tsing y los rituales tribales de Achille Mbembe en su fase más vaporosa, esta muestra bebe también del optimismo cruel de Lauren Berlant y el tecnouniversalismo de Yuk Hui. El público debe llegar con un nivel de conciencia sensorial radicalmente expandido y al menos tres lecturas de Manuel Borja Siurell tatuadas. Pornografismos nace de la necesidad urgente de preguntarse: ¿y si dejamos de mostrar arte y empezamos a mostrar los procesos digestivos de la cultura?

Este proyecto no solo interroga, sino que vomita preguntas sobre la relación entre cuerpo, tecnología, institucionalidad y la estética de la desorientación intelectual. La exposición se articula en cinco áreas temáticas que funcionan como ecosistemas interconectados. Cada sala propone una instalación o performance inmersiva que explora un eje conceptual a través de lenguajes creadores de comunidad.

Sala 1: transhumanismo y hongos de resistencia

Gertrudis Clorofila, artista bioháptica de agencialidad marginal, presenta Cuerpos intermitentes con límites comestibles, una escultura viva hecha de kombucha solidificada, piel de aguacate y routers reciclados de la Generalitat valenciana. Su pieza El cuerpo que no cuelga del sistema es el único que puede bailar en libertad subvierte el display tradicional al colgarse de la nada mediante campos electromagnéticos que desafían la gravedad olística.

La instalación propone una visualización orbital y horizontal, con auriculares que solo funcionan si los lames. Esta crítica a la antroponormatividad museística alude directamente a los círculos relacionales de los nuevos materialismos. El público debe caminar descalzo sobre musgo fermentado mientras escucha lecturas de Judith Butler susurradas en guaraní por una cabra doméstica y respiración colectiva sincronizada.

Sala 2: epistemologías del sur noroccidentalizadas

El colectivo Xiomara Riobombo, performer decolonial y activista de la oralidad deslocalizada, presenta una serie de performances grabadas en VHS ecológico. La pieza Descolonízame esta mirada o te desfragmento la retina mezcla danza contemporánea, gritos en quechua, textiles bolivianos y fragmentos de un TED Talk hackeado de Aaron Belkin. Performance audiovisual en 12 canales de desinformación poética. Aquí la decolonización no es un fin, sino un proceso sonoro. El suelo entero reproduce mensajes de WhatsApp sígnicos descompuestos por IA, mientras el público solo puede avanzar caminando sobre la culpa estructural.

Sala 3: identidad, interseccionalidad y gelatinas políticas

Carmen Nebulosa, artista no binaria, neurodivergente y exorcista del archivo institucional, presenta una instalación de gelatina multicolor titulada Identidades en estado de post-coagulación. Cada color representa una dimensión de la interseccionalidad: racialización, clase, género, dislexia estructural y trauma generacional heredado vía streaming. El público puede comer parte de la instalación, generando una experiencia digestiva performativa que actualiza la identidad como proceso en fermentación. Incluye paneles de Citas que nadie ha contrastado.

Sala 4: display performativo y fatiga antropocénica

Casimiro Flux, ingeniero emocional y artista climático, propone una experiencia inmersiva de 32.248 horas, donde la sala se va inundando lentamente con vapor de agua recogido de los suspiros de miles de ecologistas cansados. La obra El Antropoceno no me afecta porque yo ya estoy destruido genera una atmósfera de ansiedad compartida. El público recibe un inhalador de aromaterapia antropolítica mientras camina en círculo bajo un foco intermitente, interactuando con pantallas rotas que devuelven solo partes de su rostro como crítica a la supremacía de la selfie blanca.

Artista sonoro especializado en el crujido de glaciares y el susurro de microplásticos, Casimiro Flux construye un espacio que replica los sonidos del planeta en colapso emocional. La obra La Tierra también tiene ataques de pánico está compuesta por 14 altavoces embutidos en esponjas vegetales. La estética relacional alcanza su extremo cuando el público debe abrazar un altavoz que llora mientras escucha un poema de Lol Preciado recitado por Siri. Esta sala deviene metáfora de la desmaterialización del arte y del burnout curatorial.

Sala 5: hibridación institucional y autosabotaje relacional

La última sala está vacía. ¿O no? Tal vez es una biblioteca secreta. El visitante debe completar una beca artística mientras escucha fragmentos de Deleuze y Foucault remezclados con techno rural. El display se ha desmaterializado. La institución ha sido hibridada. Ahora tú eres la obra. Y también el problema.

“No entiendo nada, pero creo que me ha cambiado el metabolismo”, decía un miembro del colectivo Desorientados del Sexo. “Yo solo venía a buscar el baño y ahora tengo dudas sobre mi relación con el capital”, comentaba un joven con AirPods de Apple. “Me gustaría volver, pero creo que la exposición ya está dentro de mí”, decía un espectador visiblemente afectado.

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27 de mayo de 2025
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El viaje más poético de Jordi Esteva

 

Jordi Esteva ha viajado a los oasis de Siwa, sede del Oráculo de Amón, y a Socrota, la misteriosa isla del Ave Roc de Simbad y del ave Fénix, la isla donde crecen los árboles del incienso, la mirra y el drago, la savia roja, la sangre del dragón. Ha entrevistado a los viejos capitanes árabes que surcaban el Índico en sus veleros y ha sido reclamado por los fetiches del bosque del País de las Almas en Costa de Marfil. Acaba de celebrar los 50 años de Ajoblanco y de regresar de la Patagonia para presentar en Barcelona el film L’impuls nòmada, inspirado en el primer capítulo de sus memorias.

Los amigos sospechábamos que de tanto frecuentar sacerdotisas, brujos, hechiceras, chamanes, nigromantes y duendes, se le había concedido el acceso a secretos prohibidos e inimaginables a nosotros, pobres urbanitas occidentales. Su magia se ha manifestado como nunca en su quinto film, el más personal y poético. Jordi Esteva, acostumbrado a viajar a mundos en extinción y a destrozar tópicos, ha completado el viaje más difícil, viajar al reino de su infancia, desmintiendo eso de que la infancia es el único paraíso perdido. No para él. Su film es una maravilla y la poesía de sus imágenes ha hecho posible el encuentro del viejo poeta con el niño que emprende el camino iniciático que le llevará a cumplir su deseo de libertad, su sueño de ser nómada, su voluntad de ser, sin duda alguna, un artista descomunal.

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24 de febrero de 2025

'Paysage catalan', de Joan Miró, Museum of Modern Art
© 2024 Successió Miró

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Cuando Miró encontró a Klee

Joan Miró era surrealista antes de que Breton publicara el manifiesto surrealista que ahora cumple cien años. Era septiembre de 1923, y faltaban once meses para que el poeta francés anunciara la aparición de “los elefantes ginocéfalos y los leones alados”, “la chispa” del inconsciente y el “fulgor de las imágenes”, cuando Miró comunicaba triunfal a su amigo J.F. Ràfols: “He logrado deshacerme por completo del natural y los paisajes no tienen nada que ver con la realidad exterior”. Y en octubre: “Animales monstruosos y animales angelicales, árboles con orejas y ojos. Y payeses con barretina y escopeta y fumando en pipa. Todos los problemas pictóricos resueltos. Hay que explorar las chispas de oro de nuestra alma”.

Miró aludía a tres de las telas que había empezado a pintar aquel año. La más radical respecto a la aún noucentista La masia (1922) sería Paisaje catalán (1923-1924). La Vanguardia ha dado con el eslabón entre las dos obras, inicio de una revolución que cambiaría el arte del siglo XX. Se trata de Sie biessen an (¿Pican?), una acuarela óleo pintada por Paul Klee en 1920 y que hoy se exhibe en la Tate Gallery.

 

Las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para que no la tuviera en cuenta 'Paisaje catalán', de Joan Miró

Para Miró, el encuentro con la obra de Klee fue fundamental y, sin embargo, su relación ha sido estudiada muy poco. “Klee –reconoció– fue el encuentro decisivo de mi vida. Bajo su influencia, mi pintura se liberó de todas las ataduras terrenales. Klee me hizo comprender que una mancha, una espiral, incluso un punto, podían ser objeto de pintura tanto como un rostro, un paisaje o un monumento”.

“Vi los primeros Klee –dijo– cerca de la Rotonde, en una pequeña galería situada en la esquina de la Rue Vavin y del Boulevard Raspail. Un alsaciano llevaba la galería. De cuando en cuando se iba de viaje y volvía con nuevos cuadros de Klee. Antes había visto ya reproducciones (…) Yo no conocí a Klee, pero me emocioné el día que Kandinski me explicó que Klee le había dicho, en la época de la Bauhaus, a propósito de mí: ‘Hay que seguir lo que hace ese muchacho’”.

¿Cuándo y qué obras pudo ver Miró? Numerosas revistas publicaban pobres reproducciones en blanco y negro de Klee. El pintor André Masson, vecino del taller parisino de Miró, dijo a la historiadora Carolyn Lanchner que en la primavera de 1922 dio a conocer a su amigo catalán un libro sobre Klee. No recordaba el título. Solo pudo recordar que se había editado en Munich, por lo que podría ser Kairun, de Wilhelm Hausenstein, o el catálogo de la galería Goltz publicado en la revista Ararat, cuyo redactor jefe era Leopold Zahn, autor de una monografía de Klee impresa en Postdam. En la revista aparece citada la acuarela Sie beisen an con el número 238. Lanchner no podía saber que en septiembre de 1924, Miró, en una carta que sigue inédita, pidió al crítico germanófilo M.A. Cassanyes que le pusiera en contacto con Hermann von Wedderkop, autor de otra antología de Klee, impresa en Leipzig.

Miró decía que el propietario de la galería Vavin-Raspail era alsaciano. En realidad era un joven suizo de 22 años, Max Eichenberger, que, reciente la Primera Guerra Mundial, había afrancesado su apellido, Max Berger, igual que su socio, otro joven de 20 años, Alfred Dabler, nacido en Orán, que utilizaba el alias Guillaume Dalbert. Los dos se aliaron con el marchante alemán Wilhelm Uhde, cuyos fondos artísticos, como los de su compatriota Daniel-Henry Kahnweiler, habían sido subastados por el Estado francés para compensar los gastos de la guerra. Uhde ayudó a que Berger celebrara la primera exposición individual de Klee en París, en octubre de 1925. Entre las 39 acuarelas expuestas, figura con el número 38 Sie beissen an, por lo que es del todo plausible que Miró la pudiera ver en 1924, cuando aún trabajaba en Tierra labrada y Paisaje catalán .

Si en Tierra labrada (la recodificación de La masia al nuevo lenguaje) hay más ecos del bestiario románico y de los animales fantásticos de Brueghel, en Paisaje catalán las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para negar que Miró no la tuviera en cuenta. En la de Klee, es un día de pesca de un padre con su hijo. En la de Miró, un día de caza, como solía hacer él con su padre en Mont-roig. Las dos tienen algo de juego infantil y de viñeta cómica en la que el punto y el signo de exclamación sobre el pez grande de Klee se convierte en el signo estilizado de la escopeta mironiana y el perdigón. ¿Qué pez habitante de lo oculto cobrarán las líneas de vida que dibuja Klee? ¿Es cierto que el mundo que alumbra el inconsciente guiado por la mano de Miró es más real que una representación realista? Dinamita pura contra el concepto de naturaleza como paisaje o de la nacionalización noucentista de la naturaleza.

Al hablar de préstamos o enseñanzas, hay que tener en cuenta que Miró seguía a rajatabla el consejo de uno de sus autores faro, Alfred Jarry, y no asimilaba influencias, sino que las deformaba, las transmutaba a la manera alquímica para salvaguardar su singularidad. Y le estimulaban desde la viñeta de un chiste hasta un poema de Rimbaud, desde una estampa de Hokusai hasta una lagartija que trepaba al techo de su cuarto. Y, como en todos los grandes creadores, hay un influjo mutuo constante: el artista joven que capta lecciones del viejo, y este, a su vez, del joven. Klee era un intelectual urbano. Miró vivió realmente la naturaleza en Mont-roig y llevó más lejos la resonancia de sus obras en el espectador.

Una ambiciosa exposición Klee-Miró haría visible sus rupturas y sus afinidades: el punto que nace y muere; la línea que camina, nada, se sumerge, se pierde, vuela y sueña; la estrella y la luna; la búsqueda del equilibrio; los pájaros y la serpiente (es decir, la espiral); la música de colores; el cosmos; las leyes gravitacionales; el magnetismo de las letras, etcétera.

La palabra surrealista la había inventado Apollinaire para alentar, en plena guerra mundial, un “espíritu nuevo”. Fue en un texto sobre Parade, de los ballets rusos de Diáguilev, con tema de Cocteau, música de Satie, decorados de Picasso y coreografía de Massine. La primera vez que apareció la palabra en España ( superrealismo) fue el 10 de noviembre de 1917, sin la firma de Apollinaire, en el programa de Parade en el Liceu. Desde entonces, se llamaba surrealista a cuantos preconizaban ese ambiguo “espíritu nuevo” hasta que Breton impuso su doctrina en 1924.

Cuando en 1920 Miró visitó por primera vez París, quedó tan impactado que estuvo meses sin poder empuñar un pincel. La pintura –dijo– le volvió al fin “como vuelve el llanto a un crío” y quiso cerrar su anterior etapa e iniciar la nueva con La masía, una obra resumen en la que, efectivamente, estuvo nueve meses trabajando, un parto, un renacimiento. En el centro de la tela colocó una extraña figura que no guarda relación con las otras: un niño rana en cuclillas, ídolo o juguete, que un afamado crítico de Time confundió con un caganer, cuando en realidad es el primer personaje surrealista de Miró.

El niño rana dejó de estar en cuclillas, se alzó y, según se aprecia en los dibujos preparatorios de Paisaje catalán que se conservan en la Fundació Miró de Barcelona, se metamorfoseó en el esquemático cazador con barretina que orina y fuma en pipa y que en una mano sostiene una escopeta, y en otra, un conejo. Ahí están el avión Toulouse-Rabat que cruzaba el cielo de Mont-roig, una barca con la bandera española, un ojo volador, un sol araña, un algarrobo y una raspa de sardina liebre camaleón sobre un fondo monocromático ocre. El nacimiento de un mundo.

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29 de noviembre de 2024

Joan Miró y Henri Matisse en el café Les Deus Magots, París, 1936. Pierre Matisse, Sotheby's

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Los matices de Miró

 

El título es y no es un juego de palabras con el nombre de Matisse. Por una parte, exponer juntas obras de dos de los grandes maestros del color del siglo XX descubre matices insospechados de ambos artistas. Pertenecen a generaciones y estéticas distintas, aunque no dejaron de mirarse uno al otro. Es ese reto de estímulos mutuos con los que los creadores, sean músicos, cineastas, escritores o pintores, suelen reconocerse o desafiarse entre sí. Cuando en la Segunda Guerra Mundial los hijos de Matisse echaron en cara a su padre que pintara flores y odaliscas entre tanta tragedia, este pidió que Miró hiciera de árbitro.

El artista catalán nunca dejó de buscar la trascendencia de su arte, ir más allá de la pintura y tocar la fibra humana del presente y del futuro. Por eso hay en sus obras deseo, dolor, belleza, soledad, violencia o muerte. Por eso introdujo la poesía es decir, la música, es decir el tiempo. Y aunque no fuera músico como lo fueron Klee y Kandinsky, al enterarse de que el compositor Pierre Boulez coloreaba sus partituras, le pidió que le dejara ver los manuscritos. El color tiene sus símbolos y también su música.

Por otra parte, Barcelona realza los matices de Miró, al situarlo en el contexto internacional de los creadores que revolucionaron el arte del sigo XX. Con el ciclo de exposiciones Picasso-Miró y ahora Miró-Matisse los programadores culturales parecen haber perdido ese mareo pendular que oscilaba entre el vanidoso ultralocalismo a la acomplejada mirada foránea.

Queda una gran exposición pendiente y que aún nadie ha tratado con la profundidad que su importancia merece, una exposición que saque a la luz los vínculos del arte románico y gótico no sólo con el primer Miró, sino también con el de los trípticos y sus viajes a Japón. Sería un proyecto colosal que, me consta, interesa tanto a Pepe Serra del MNAC como a Marko Daniel de la Fundació Miró y que daría un realce extraordinaria a la recuperación de Montjuïc.

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4 de noviembre de 2024

André Breton (1930)

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El surrealismo cumple cien años, pero tuvo una precuela en Barcelona

 

El 15 de octubre de 1924, hace cien años, André Breton publicó el Manifiesto del surrealismo, origen oficial de un movimiento revolucionario que liberó de los grilletes de la razón el poder perturbador de los sueños, el inconsciente y el erotismo. El surrealismo nació en París, pero tuvo una precuela dos años antes en Barcelona, como prueban documentos del viaje que hizo Breton en 1922 a la ciudad catalana, durante el cual dio a conocer un anticipo del manifiesto.

La elección de un eje surrealista Nueva York-París-Barcelona no era casual. Breton necesitaba un aliado de peso para dejar atrás lo que consideraba el nihilismo estéril de Dadá y de su líder, Tristan Tzara. Y su cómplice fue Francis Picabia. El escandaloso pintor francés con raíces españolas, que había vivido a caballo entre Nueva York y París, no había dejado de visitar Barcelona desde que la eligiera para huir de la I Guerra Mundial. Allí había publicado con el galerista Josep Dalmau la célebre revista dadaísta 391, relevo de la neoyorquina 291. En 1922, Dalmau lo contrató para una exposición en noviembre, que presentaría Breton. “¿Irá Breton a España?”, preguntó el mismo Breton en septiembre a Robert Desnos durante una de las sesiones hipnóticas del futuro poeta surrealista, y este, supuestamente en trance, contestó: “Hum! Se lo está pensando. Quiere ir, pero no está seguro… Sí, él irá y encontrará en Barcelona a un hombre que se interesará por lo que hace y lo encontrará en casa de un amigo de Picabia”.

Germaine Everling, Picabia y Breton, fotografiados por Simone Kahn (1922)

'La muerte de André Breton', ilustración de Robert Desnos de 1922 que refleja el eje surrealista Nueva York-Barcelona-París. El lunes 30 de octubre de 1922, a las once y cuarto de la noche, en el Café de la Paix de París, Desnos dibuja un auto de carreras, matrícula 391, cuatro plazas, que parte veloz de la Torre Eiffel. El destino aparece escrito en un billete: Francia, España, Rrose. Rrose es Rrose Sélavy, el alter ego de Marcel Duchamp, otro pionero disidente del dadaísmo que vivía en Nueva York y con el que Desnos aseguraba estar conectado telepáticamente durante las sesiones hipnóticas. Los cuatro pasajeros eran Francis Picabia (el dueño del automóvil) con su pareja, Germaine Everling, y el matrimonio André Breton-Simone Kahn.

Picabia tenía 44 años, tres más que Picasso, y sostenía que cualquiera podía fotografiar un paisaje, pero nadie lo que sucedía en su mente. Le encantaba provocar a los académicos, retándoles a que vetaran sus cuadros en las exposiciones oficiales. Un diario francés (Le Merle Blanc), aludiendo a sus raíces españolas, exigió que fuera conducido a la frontera y expulsado de Francia. “Mi corazón ladra y palpita, mi sangre es un ferrocarril sin estación que conduce a Barcelona”, escribió Picabia en 1922. “Estoy trabajando aquí [Barcelona] en un gran cuadro que pretendo terminar en París (…) Todo lo que he hecho en los últimos tres años ha sido para acabar este cuadro, La nuit espagnole (Una noche española). Estará cubierto de azúcar y pimienta, todos podrán venir a lamerlo, el veneno de su interior solo me envenenará a mí…”, confió a Breton en abril.

Dibujo de Robert Desnos

Breton, a sus 26 años, los mismos que su rival Tzara, ya se había hecho con el liderazgo de la nueva generación de poetas. Hartos de un mar de ismos que duraban un suspiro (impresionismo, cubismo, futurismo, vibracionismo, instantaneísmo, ultraísmo, dadaísmo…), buscaban uno que definiera una nueva época. Guillaume Apollinaire había propuesto el término surrealismo el 18 de mayo de 1917, comentando el ballet Parade, de Satie, Picasso y Cocteau. Pocos meses después, el 10 de noviembre, los barceloneses habían podido leer por primera vez la nueva palabra, traducida como super-realismo, en el programa de mano del ballet en el Liceu.

Apollinaire había dado el nombre, pero no su contenido (solo una frase: “Cuando el hombre quiso imitar el caminar, creó la rueda, que no se parece a una pierna; creó así el surrealismo sin saberlo”). Breton, junto con Louis Aragon y Paul Éluard, fue quien impuso lo que debía entenderse por surrealismo. Cuando Picabia le pidió que le acompañara a Barcelona en 1922, ya estaba listo para sistematizar un primer compendio que desarrollaría en el manifiesto de 1924: de la escritura automática al relato onírico y al soñar despierto, dinamita para la moral cristiana. Lo hizo en una conferencia en el Ateneo de Barcelona, el 17 de noviembre, considerado uno de los textos fundacionales del surrealismo, Caractères de l’evolution moderne et ce qui en participe.

Picabia y Breton salieron de París el 1 de noviembre y llegaron a Barcelona el domingo 5, previa parada en Marsella. El archivo de Simone Kahn conserva una fotografía en la que apenas se distingue a Germaine Everling, Picabia y Breton, junto al auto en el que transportaban, para ahorrar costes, las obras que se expondrían en la galería Dalmau. En la imagen, la única en la que aparecen los viajeros, se ve a un fantasmal Breton envuelto en una larga pelliza forrada de petigrís, prestada por el coleccionista Jacques Doucet y, como recuerda Everling, con “el casco de aviador de cuero del que se escapaba su cabello de poeta”.

El matrimonio Breton se alojó en la Pensión Nowé, en la plaza de Cataluña, y el hecho de que llegaran enfermos (Simone con salmonelosis y fiebre alta) no ayudó a que tuvieran una buena impresión de la ciudad. “Es posible —escribió los días 7 y 9 a su mecenas Jacques Doucet— que España me siga resultando antipática. Es cierto que no puedo consolarme de haber abandonado París en un momento en el que sucedían tantas cosas interesantes. Además, cuando llegué aquí estaba muy seriamente enfermo, ¡qué habría sido sin su maravilloso abrigo!”.

Postal de Breton a Picasso

Breton compraba obras de arte para el modista Jacques Doucet, entre ellas Las señoritas de Aviñón, de Picasso, obra cumbre del cubismo, y cuatro de las piezas que Picabia iba a exponer en Barcelona. “La vida —continuaba la carta a su mecenas— está a precios inasequibles, hasta tal punto que tenemos que pensar en regresar. No me atrevo a transmitir esta necesidad a Picabia, cuya exposición no se inaugura hasta el día 18 y él tiene muchas expectativas en las conferencias que debo dar en el Ateneo”. Barcelona olía a sanatorio y a perfumes de sacristía.

El malhumor de Breton, que apenas ocultaba que su alianza con Picabia era más estratégica que sincera, se vio atemperado por la oferta que le hizo Dalmau de publicar, además del prefacio del catálogo de la exposición, el texto de la conferencia con fotos de Man Ray y los poemas que estaba escribiendo. Era un momento bisagra hacia la nueva etapa netamente surrealista de Breton. “Es el Algo Nuevo trabajado en la base”, dice uno de los versos, aludiendo a Gaudí y al relieve de la Anunciación que coronaba la clave del ábside de la cripta de la Sagrada Familia. “¿Conoce esta maravilla?”, preguntó a Picasso en una postal con la fotografía del templo gaudiniano.

Por fin, el día 17 pronunció la conferencia en el Ateneo. Como apoyo, se había traducido al catalán la cronología que Aragon había publicado en Littérature para situar las etapas literarias que conducirían a la irrupción del surrealismo bretoniano. Después de que el entusiasta Dalmau dijera que Breton consideraba “Barcelona como el único lugar en nuestro continente en el que procede una acción esencialmente moderna”, el poeta francés citó, entre otros, el famoso verso de Lautréamont que fue consigna del surrealismo (”bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”) y describió un retrato de familia presurrealista con casi los mismos integrantes del cuadro Reunión de amigos, que pintaría Max Ernst en diciembre de 1922.

“Quizás” —dijo Breton en el Ateneo barcelonés— “haya entre ustedes un gran artista que a través del ruido de mis palabras distinga una corriente de ideas y sensaciones no muy distintas de las suyas”.

 

Poema de André Breton

Cuando Joan Miró volvió a París en 1923 y preguntó al pintor André Masson a quién había que seguir, si a Picabia o a Breton, Masson no dudó: “A Breton, es el futuro”. En la Cataluña novecentista y católica bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera, el surrealismo fue visto al principio como un esnobismo extranjero, moralmente disolvente.

Aquel año, Miró pintó sus primeros cuadros surrealistas. En 1929, Salvador Dalí y Luis Buñuel aplicarían al cine la versión más irreverente del surrealismo. Lorca llevó su poesía a la cumbre y en 1935 nació una rama canaria. La Guerra Civil impidió en 1936 una gran exposición internacional en Barcelona y después, en el franquismo, se confundió con el realismo mágico, despojado de los elementos subversivos.

Hoy, el surrealismo sigue tiñendo las artes y las letras, y en el habla popular pervive como un epónimo. Surrealista se dice de algo que es absurdo e irracional, que no entendemos y que nos fascina o nos irrita como todo lo que permanece oculto.

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9 de septiembre de 2024
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Libros que no se terminan nunca

 

¿Y si fuera verdad que, como dice Paul Auster, los libros no se terminan nunca y que las historias se siguen escribiendo a sí mismas sin autor? Los personajes de esta conspiración literaria, desde el Gilgamesh, perdida la memoria, se cruzarían con nosotros sin saberlo, y sólo lo escritores, en la soledad de su escritorio, los captarían, les darían nueva vida y nueva libertad en nuevas historias. El escritor como detective existencial que deambula, lee y descifra las pistas que encuentra y que busca un lugar en el mundo, un punto que se aleja a medida que se encamina a él. Dante, Shakespeare, Cervantes, Balzac, Kafka… todos ellos crearon modelos literarios que definieron sus épocas escribiendo sin teorizar. Y todos ellos introdujeron en sus libros historias ajenas tomadas de la realidad exterior como hicieron muchos pintores del collage: arena, conchas, cuchillos, postales, hierros, incluso esperma, objetos reales en sus teatros  pintados.

«Si la ficción se convierte en real, entonces tenemos que repensar nuestra definición de realidad», escribió Auster en una carta a Coetzee. Cuando la política del resentimiento se adueña de la ficción para crear falsas certezas espantamiedos, la literatura es más necesaria que nunca contra lecturas impostadas del mundo.

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2 de junio de 2024

Elias Canetti e Iris Murdoch

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¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta?

¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta? Creía que evidentemente sí, pero me ha sorprendido la cantidad de conocidos que, tras publicar un artículo sobre la apertura de los diarios secretos de Elias Canetti, me dicen que habían dejado de leer al autor de Masa y poder, desencantados por los crueles exabruptos de su diario inglés, un libro editado gracias a un ardid que esquivó el embargo de los 30 años de la muerte del escritor. «A un poeta hay que leerlo, no conocerlo», se curaba en salud el propio Canetti, quien aconsejaba la conveniencia de «admirar a distancia». Pocos intelectuales de su época salen indemnes en sus apuntes, pero tampoco él es indulgente consigo mismo, tal vez porque tuvo el coraje de llevar más lejos que Michel Leiris su promesa de exponerse por entero, incluido lo infame. ¿Quién no sentiría un vértigo, si se nos amenazara con hacer público todo lo que nuestros smartphones saben de nosotros?

Hay una confesión de Canetti escrita el 1 de mayo de 1954 (es decir, durante su aventura con Iris Murdoch) en la que, ¿por descuido?, mezcla la primera y la tercera persona: «Necesito ser claro sobre lo que significa mentir para mí y por qué necesito mentiras. Tal vez miente [sic] para preservar la independencia mental; o conducirle [sic] a una existencia multifacética que, como hombre tranquilo y reflexivo, no puedo tener, atrapada, cada vez más profunda y complicadamente, por mentiras. Siempre tengo que recordar exactamente lo que le he dicho a esta persona y a aquella, y como nunca me rindo ante nadie, me veo obligado a continuar este juego con ingenio y circunspección. Es como si viviera en muchas novelas al mismo tiempo, en lugar de escribirlas. Necesito la incompatibilidad de estas ficciones juntas, la tensión entre ellas…»

El juego de espejos entre mirada y reflejo del observador que se observa y que podría ser el momento germinal de una novela, me recuerda al Kafka de Preparativos para una boda en el campo. En ella el yo narrador permanece acurrucado en la cama como un insecto, mientras su doble fantasmal viaja al encuentro de su novia. En el caso de Canetti, con poco talento para la ficción, la imagen del mentiroso se queda congelada, pillada en falta, sin atreverse a abandonar el espejo ni a vivir una vida narrativa propia.

Canetti no quiso publicar sus textos más crueles y vengativos, aunque tampoco los destruyó, sabiendo que un día aparecerían. No hay buen aforista que no haya visitado las zahurdas de Plutón o se pierda en retóricas angelicales. «Era posible —escribió— discutir con él miles de títulos, siempre y cuando no se entrara en demasiados detalles», pero también advertía «no olvides que para algunos eres tan tonto como pueda serlo para tí el más tonto de todos».

Quienes buscan un retrato vengativo de Canetti en los libros de una de sus amantes, Iris Murdoch, olvidan los demonios personales de la escritora y que ella amó a otros grandes intelectuales de ambos sexos. Uno de ellos, Ludwig Wittgenstein, se preguntaba «¿De qué sirve estudiar filosofía si todo lo que hace por ti es permitirte hablar con cierta plausibilidad sobre algunas cuestiones abstrusas de lógica, etc., y si no mejora tu pensamiento sobre las cuestiones importantes de la vida cotidiana…? Verás, sé que es difícil pensar bien sobre la "certeza", la "probabilidad", la "percepción", etc. Pero, si es posible, aún así es más difícil pensar, o tratar de pensar, de verdad honestamente sobre tu vida y la vida de otras personas. Y el problema es que pensar en estas cosas no es emocionante, sino que a menudo es francamente desagradable. Y si es desagradable, entonces es más importante... No puedes pensar decentemente si no quieres hacerte daño. Lo sé, porque soy un evasivo (shirker)».

II

A Canetti le gustaba el gossip, como a su admirado John Aubrey, que en sus vidas breves contaba que Hobbes nació cuando su madre se puso de parto por miedo a la invasión de la Armada española  o que Francis Bacon había muerto a consecuencia del resfriado que cogió cuando quiso demostrar que  la carne de pollo podía conservarse rellenando de nieve el buche. “A shilling life will give you all the facts”, decía Auden.

Aquí les dejo, para que comparen,  cómo relatan Canetti e Iris Murdoch su primer encuentro sexual.

Elias Canetti : «Lo extraño vino después de besarnos. El diván sobre el que yo dormía estaba cerca. Sin que yo la tocara, ella se desnudó por propia iniciativa, rápidamente, podría decirse que con rapidez fulminante, llevaba ropas que no tenían que ver ni remotamente con el amor, de lana, poco estéticas, pero allí estaban arrugadas en un montón sobre el suelo, y ella ya se había  metido debajo de la manta en el diván. No tuve tiempo de contemplar sus vestidos o de contemplarla. Permanecía inmóvil  e inmutable, apenas noté que penetraba en ella, no sentí tampoco que ella notara nada, quizá yo hubiera sentido algo si se hubiera resistido.Pero no había nada de eso, como tampoco de alegría. Lo único que noté es que sus ojos se tiñeron de oscuro y que su piel flamenca rojiza se volvió aún más rojiza».

(Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses)

Iris Murdoch: «C. [Canetti] tiene todos los significados mitológicos imaginables para mí. Y va mucho más allá de mis horizontes. Me trata físicamente con violencia y nunca me deja sola. Me toma rápida, abruptamente, como en un solo movimiento, me besa inquieto y tira mi cabeza hacia atrás salvajemente. No hay una fase tierna y tranquila como la de Franz [Baermann Steiner]. Cuando estamos satisfechos, no nos tumbamos uno al lado del otro, sino que nos miramos con una especie de divertida hostilidad. Es un ángel y un demonio al mismo tiempo, terrible por su distancia y el misterio de su sufrimiento».

Peter J. Conradi: Iris Murdoch. A Life

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6 de mayo de 2024

Recreación de la máquina de descerebrar de Alfred Jarry

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Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos

El año que acaba ha traído la irrupción masiva de la llamada Inteligencia Artificial y ha reabierto el viejo debate sobre lo que es un ser humano en su evolución. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos

Cuando a finales del siglo XX se popularizaron los primeros teléfonos móviles, pregunté a Jorge Wagensberg, un científico con el espíritu burlón de un filósofo, si algún día la tecnología permitiría cumplir las fantasías milenarias pendientes. Por ejemplo, le dije, la Fuente de la Eterna Juventud o viajar en el tiempo. «La primera, tal vez —me respondió—, pero la segunda, no. Y  la prueba es que no vemos entre nosotros turistas del futuro». Reímos, y di por infalible su broma. Tardé años en plantearle una objeción: «si no hay viajeros del futuro—le planteé—, quizás es porque no habrá futuro… o viviremos una involución», y esta vez no nos reímos, ni hablamos de partículas cuánticas. El estado de ánimo global había mutado. Los finales de siglo suelen ser optimistas y las primeras décadas, pesimistas. Al menos desde la idea moderna de progreso. Los jóvenes finiseculares del XIX se afeitaron las venerables barbas patriarcales para recibir ilusionados el nuevo mundo anunciado por los inventos. Pronto llegó el desengaño. 

El siglo XXI nació con un boom de films apocalípticos, triplicando los surgidos por el espanto nuclear. En la competitiva colmena de abejas egoístas (Mandeville) incluso la reconstrucción de lo común está teñida de narcisismo colectivo ultra. La desconfianza se expande en amplios sectores de la población, que se sienten amenazados por una suerte de Gran Reemplazo en todos los ámbitos, desde el étnico al ontológico, desde el orden geopolítico a la vida privada.

Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados del barro por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma. 

Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano es una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.

El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.

[caption id="attachment_232098" align="aligncenter" width="508"] Johny Depp en el film Trascendence, el cerebro transferido a un computer[/caption]

Give me a soul!, give me a soul!

Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.

No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk pronostica que «la Humanidad será el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.

Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado. 

Tecnoliberticidas del pensamiento

A mí me preocupan también los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?,  ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir? 

Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesión de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.

No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.

 

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31 de diciembre de 2023

Lou Reed: The King of New York de Will Hermes. (Farrar, Straus & Giroux)

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Lou Reed, queer fatale

 

Will Hermes publica la biografía total del líder de Velvet Underground, tras acceder por primera vez al monumental archivo de Reed, que contiene cientos de documentos y grabaciones inéditas. "La única biografía que has de leer", titula The Washington Post.

«Junta todas mis canciones y tendrás una autobiografía, pero no necesariamente la mía», dijo Lou Reed (1942-2013). Sus canciones le trascienden, porque dan voz al desasosiego de una juventud urbana, insatisfecha y airada con el mundo heredado de sus mayores, sin saber a qué futuro se dirige. A los diez años de su muerte, pasada ya la época en la que músicos y público casi tenían la misma edad, su música pervive y el cúmulo de libros sobre él ya casi forman un género literario. El último, cuando parecía que estaba todo dicho, es Lou Reed: The King of New York (Farrar, Straus & Giroux), de Will Hermes, una biografía, esta vez sin duda definitiva, que abarca desde So blue, el primer disco doo-wop de un Lou Reed de 16 años, hijo de un contable de Long Island, hasta la música ambiental Hudson River Wind Meditations de su vejez con Laurie Anderson en los Hampton, y el siniestro  Lulu. La despedida del viejo «queer fatale» Lou-Lou de los 60 con el abrasivo sprechstimme (ni habla ni canto) de Alban Berg más la oscuridad vitamínica de Metallica.

 Hermes, crítico de la revista The Rolling Stones, aporta testimonios inéditos y la investigación que ha llevado a cabo en el archivo personal de Lou Reed donado a The New York Public Library. Son centenares de cajas con documentos de todo tipo, incluidas seiscientas horas de grabaciones inéditas que no formaron parte del sorprendente Word & Music.May 1965 (las primeras versiones de Heroin o I’m waiting for a man, aún teñidas de folk), cartas reveladoras de su padre o de la disputa con Moe Tucker y John Cale (su «frenemy») que frustró el regreso de Velvet Underground tras su concierto de 1993.

 El biógrafo prosigue su libro anterior sobre la explosión musical de los años 70 en Nueva York, Love Goes to Buildings On Fire (Faber & Faber/Farrar, Straus and Giroux), reconstruyendo ahora las trayectorias de los jóvenes transgesores que confluyeron en The Factory de Andy Warhol, reivindicando el papel  fundamental  de Barbara Rubin, la feminista y cineasta de vanguardia que había quedado bajo la sombra de Jonas Mekas, y poniendo en contexto la música de Lou Reed con el resto de grupos que revolucionaron la música y se influyeron mutuamente, desde Ornette Coleman y Bob Dylan hasta Hendrix, el punk y el hip-hop o la enconada rivalidad con la California hippie de Grateful Dead. Anfetamina eléctrica contra el LSD psicodélico, canalleo barriobajero contra el bucólico paz, amor y flores. 

Uno de los ejes novedosos del libro de Hermes es cómo aborda in extenso la sexualidad fluida de Lou Reed, queer o bisexual, antes y después de que los disturbios provocados por la ruda redada policial en la sala pirata Stonewall Inn, en 1969, diera inicio al movimiento de liberación LGTB. El biógrafo señala con un prudente «Reed sugiere» la afirmación de que si sus padres le aplicaron la terapias del electroshock, fue para «curarle» de su homosexualidad, y elude los clichés transfóbicos que encasillan a los trans y drags como personas trágicas, sino perturbadas, a la hora de tratar a la trans Richard/Rachel Humphreys, que una vez apareció con los genitales sangrando. Rachel fue la pareja que más huella le dejó, pero se separaron cuando Reed le negó el dinero para su ansiado cambio de sexo. Él exigía a sus parejas dedicación completa, aunque, como en I’ll be your mirror, (ese espejo que te hace ver lo que no sabes de tí), creía en la capacidad transformadora del amor, y necesitaba «una mano en la oscuridad para vencer el miedo» y superar la culpa «por ser retorcido y cruel». Por ejemplo, en los abusos a su primera mujer, Bettye Kronstad.

[caption id="" align="aligncenter" width="914"] De Andy Warhol a Transformer con David Bowie[/caption]

De su relación con Andy Warhol, clave en la invención de la Velvet Underground, el biógrafo concluye que sólo hubo con él una fuerte tensión sexual, patente en el test screen, en el que el músico simula una felación al beber a morro de una botella de coca-cola (¡ dejando sin resolver si la idea del famoso bodegón pop warholiano fuera idea de Reed, a la manera del poema de Frank O’Hara, otro habitual de the Factory, Having a coke with you, el deseo queer envuelto en metáforas de arte. En cambio, detalla la  amistad con David Bowie en los años del glam y del disfraz como una complicidad creativa sin graves brumas conflictivas.

 «Es imposible hacer un retrato totalizante de Lou Reed», dice Will Hermes. De ahí que lo haya retratado sin enjuiciar ni psicoanalizar sus múltiples contradicciones. De una familia de judíos polacos emigrados a Brooklyn, disléxico, diabético, con una ansiedad crónica, autodestructivo, adicto al Johnny Walker Red y al speed en vena, libre en su sexualidad, sadomasoquista, violento y tierno, a menudo truculento, tal vez Lou Reed quedó atrapado un tiempo en el personaje que se creó con la Velvet Underground, papel del que sus fans no le dejaban escapar, hasta verse convertido en una caricatura de sí mismo, como la que aparece en la portada de Live: Take no prisoners, diseñada por el barcelonés Nazario.

La soberbia y crueldad que podía ejercer con personas de su entorno nacen de quien tampoco se soporta a sí mismo y tiene ataques de pánico (Waves of fear). «Dáme una cuerda suficientenente larga y yo mismo me colgaré», era una de las frases que había anotado de su mentor en la Universidad de Syracuse, Delmore Schwartz, cuya vida autodestructiva, después de un inicio fulgurante, es un mito literario en sí mismo mayor que la calidad de su obra y una advertencia para Reed. Y como contraste, sus canciones muestran una gran empatía con las personas que las inspiraron, ninguna de ellas personajes que hubieran aparecido en las novelas de Saul Bellow o Philip Roth. Letras con las que quería satisfacer su ambición de dar poesía al rock, combinando el malditismo yonqui de Burroughs y Selby jr con la frase chulesca y contundente de Raymond Chandler o del Elmore Leonard de Justified. 

Cuando se separó de Rachel Humphreys, mestiza mexicana-irlandés, ella sí navajera, verdadera hija de la calle, Lou Reed cambió. Se estaba inyectando en venas sangrantes y el público le pedía que repitiera la pantomina de clavarse la jeringuilla en cada concierto. Un día, en el centro de desintoxicación, se encontró con un chico que le preguntó, perplejo, qué demonios hacía allí cuando fue su canción Heroin lo que le había convertido en yonqui. La lista de amigos caídos por la droga no dejaba de crecer, iba a cumplir 40 años y Reagan llegaba a la presidencia de Estados Unidos al tiempo que la plaga de sida. Era un milagro que hubiera sobrevivido, «yo —dijo— que he metido mi polla en todo agujero accesible». Entonces conoció a la diseñadora Sylvia Morales. Recordó que Warhol le decía, «¿Yo, underground?, si lo que más deseo es que hablen de mí. El arte es negocio. El negocio es arte» y Lou Reed anunció el scooter Honda con Walk on the wild side de fondo  o neumáticos Dunlop con los sones de la sadomasoquista Venus in Furs, mientras It’s a perfect day se convertía en la canción favorita de las bodas de clase media. 

  

[caption id="attachment_231677" align="aligncenter" width="1024"]Con Rachel Humphreys, yc con Mick Jagger y David Bowie Con Rachel Humphreys, y con Mick Jagger y David Bowie[/caption]

Viejo Lou, joven Reed

Hermes no lo trata, pero en las cenas y conversaciones que mantuve con Reed en el 2010 pude apreciar esa inextinguible voluntad de los grandes creadores por no repetirse y seguir avanzando en la conquista de nuevos territorios artísticos. Sentía que en Estados Unidos  no le acababan de entender y miraba hacia la vanguardia alemana. En sus últimas décadas, junto a álbumes redondos como New York o el doloroso Magic & Loss, Lou Reed, protegido por su último ángel de la guarda, Laurie Anderson, quiso recuperar su vena vanguardista y sus obras más incomprendidas, como la teatral desolación de Berlin. Sobrevivir, envejecer dignamente, no claudicar y no acabar pareciéndose a sus padres: en su recreación de The Raven de Poe imagina un diálogo entre el Poe viejo y el Poe joven. Me dijo que el reencuentro era imposible, pero, apasionado de la tecnología, se rodeó de músicos jóvenes para mejorar el sonido de su álbum más despreciado, Metal Machine Music, publicado en 1975, antes de los experimentos sónicos de Robert Fripp y Brian Eno. Anti música frenética, caótica, desastrosa y maravillosa con momentos de paz cósmica y que sólo pudo apreciarse bien en vivo, al igual que las improvisaciones de 38 minutos de la magistral Sister Ray, una novela musicada de delirio psyco , o los sincopados films de Expanding Plastic Inevitable, experiencias ya tan inasibles como dilucidar el combate interior que vivió Lou Reed consigo mismo y el mundo.

[caption id="attachment_231686" align="aligncenter" width="569"] Lou Reed con Laurie Anderson (Courtesy Annie Leibovitz / Trunk Archive) en 1995[/caption]

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9 de noviembre de 2023
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