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Escrito por

José Saramago

José Saramago (Azinhaga, 1922-Tías, Lanzarote, 2010) es uno de los escritores portugueses más conocidos y apreciados en el mundo entero. En España, a partir de la primera publicación de El año de la muerte de Ricardo Reis, en 1985, su trabajo literario recibió la mejor acogida de los lectores y de la crítica. Otros títulos importantes son Manual de pintura y caligrafía, Levantado del suelo, Memorial del convento, Casi un objeto, La balsa de piedra, Historia del cerco de Lisboa, El Evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, El viaje del elefante, Caín, Claraboya y Alabardas. Alfaguara ha publicado también Poesía completa, Cuadernos de Lanzarote I y II, Viaje a Portugal, el relato breve El cuento de la isla desconocida, el cuento infantil La flor más grande del mundo, el libro autobiográfico Las pequeñas memorias, El cuaderno, José Saramago en sus palabras, un repertorio de declaraciones del autor recogidas en la prensa escrita, El último cuaderno, Qué haréis con este libro. Teatro completo y El cuaderno del año del Nobel. Recibió el Premio Camoens y el Premio Nobel de Literatura.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Formentor

El hombre propone, pero son las circunstancias las que disponen. Después de tantos meses saboreando anticipadamente el proyectado encuentro en Mallorca, la reunión con amigos, el debate anunciado, he aquí que las razones de una salud que necesita ser vigiada acabaron desaconsejando el viaje: las ya citadas circunstancias y casualidades determinaron que algunos exámenes que debo hacer coincidiesen con las fechas del encuentro. Paciencia. Habrá otros Formentor y en algunos de ellos estaré. Estas palabras van dirigidas a todos los participantes del encuentro, conferenciantes y público. Expresan mi pesar por la forzada ausencia, pero, al mismo tiempo, quieren dar testimonio de la importancia de la continuidad de Formentor, tanto por las obligaciones contraídas en el pasado como por las esperanzas que su regreso traerá a la definición de nuevas estrategias en la acción cultural. El espíritu libre de Formentor de los años 60 debe ser revivificado, y este es el momento exacto para hacerlo. Todos sentimos que ha llegado la hora de levantar otra vez la palabra para promover la reflexión libre y, que no se escandalicen los oídos castos, la justa disidencia. De eso se trata: disentir es uno de los dos derechos que le faltan a la Declaración de Derechos Humanos. El otro es el derecho a la herejía. Los participantes del ?viejo? Formentor, entre ellos, además de a Carlos Barral, quiero recordar a mi colega José Cardoso Pires, lo sabían, todo su empeño se orientaba hacía una necesaria desmitificación de conceptos y en aclarar la función social del escritor, con independencia de lazos ideológicos o de partido. Hablemos claro y nos entenderemos los unos a los otros. A todos les mando un saludo, amigos y desconocidos, a Perfecto Cuadrado, que por ahí está, y también a mis compañeros de mesa (y algo más) Basílio Baltasar, gracias, querido Basílio, y a Juan Goytisolo, a quien quiero dejar expresos en esta breve declaración todo mi respeto y toda mi admiración.



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28 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Despedida

Dice el refrán que no hay bien que cien años dure ni mal que perdure, sentencia que le sienta como un guante al trabajo de escritura que acaba aquí y a quien lo hizo. Algo bueno se encontrará en estos textos, y por ellos, sin presunción, me felicito, algo mal habré hecho en otros y por ese defecto me disculpo, pero sólo por no hacerlos mejor, que diferentes, con perdón, no podrían ser. Es conveniente que las despedidas siempre sean breves. No es esto un aria de ópera para poner ahora un interminable adio, adio. Adiós, por tanto. ¿Hasta otro día? Sinceramente, no creo. Comencé otro libro y quiero dedicarle todo mi tiempo. Ya se verá por qué, si todo va bien. Mientras tanto, ahí tienen ?Caín?. P. S ? Pensándolo mejor, no hay que ser tan radical. Si alguna vez sintiera necesidad de comentar u opinar sobre algo, llamaré a la puerta del Cuaderno, que es el lugar donde más a gusto podré expresarme.



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31 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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A junta do motor

Desde há mais de sessenta anos que eu deveria saber conduzir um automóvel. Conhecia bem, naqueles remotos tempos, o funcionamento de tão generosas máquinas de trabalho e de passeio, desmontava e montava motores, limpava carburadores, afinava válvulas, investigava diferenciais e caixas de mudanças, instalava calços de travões, remendava câmaras de ar furadas, enfim, sob a precária protecção do meu fato-macaco azul que me defendia o melhor que podia das nódoas de óleo, efectuei com razoável eficiência quase todas as operações por que é obrigado a passar um automóvel ou um camião a partir do momento em que entra numa oficina para recuperar a saúde, tanto a mecânica como a eléctrica. Só faltava que me sentasse um dia atrás do volante a fim de receber do instrutor as lições práticas que deveriam culminar no exame e na sonhada aprovação que me permitiria ingressar na ordem social cada vez mais numerosa dos automobilistas encartados. Contudo, esse dia maravilhoso nunca chegou. Não são apenas os traumas infantis que condicionam e influem a idade adulta, também os que se sofrem na adolescência podem vir a ter consequências desastrosas e, como no presente caso sucedeu, determinar de maneira radicalmente negativa a futura relação do traumatizado com algo tão quotidiano e banal como é um veículo automóvel. Tenho sólidas razões para crer que sou o deplorável resultado de um desses traumas. Mais ainda: por muito paradoxal que a afirmação vá parecer a quem das íntimas conexões entre as causas e os efeitos somente tiver ideias elementares, se nos meu verdes anos não tivesse trabalhado como serralheiro-mecânico numa oficina de automóveis, hoje, provavelmente, saberia conduzir um carro, seria um orgulhoso transportador em lugar de um humilde transportado. Além das operações que comecei por referir, e como parte obrigatória de algumas delas, também substituía as juntas dos motores, essas finas placas forradas de folha de cobre sem as quais seria impossível evitar fugas da mistura gasosa de combustível e ar entre a cabeça do motor e o bloco dos cilindros. (Se a linguagem que estou a usar parecer ridiculamente arcaica aos entendidos em automóveis modernos, mais governados por computadores do que pela cabeça de quem os conduz, a culpa não é minha: falo do que conheci, não do que desconheço, e muita sorte que não me ponha aqui a descrever a estrutura das rodas dos carros de bois e a maneira de atrelar estes animais ao jugo. É matéria igualmente arcaica em que também tive alguma competência). Ora, um dia, depois de ter acabado o trabalho e colocado a junta no seu sítio, depois de ter apertado com a força dos meus dezanove anos as porcas que sujeitavam a cabeça do motor ao bloco, dispus-me a realizar a última fase da operação, isto é, encher de água o radiador. Desenrosquei pois o tampão e comecei a deitar para a boca do radiador a água com que tinha enchido o velho regador que para esse e outros efeitos havia na oficina. Um radiador é um depósito, tem uma capacidade limitada e não aceita nem um mililitro mais do que a quantidade de água que lá caiba. Água que continue a deitar-se-lhe é água que transborda. Algo de estranho, porém, se estava a passar com aquele radiador, a água entrava, entrava, e por mais água que lhe metesse não a via subir dançando até à boca, que seria o sinal de estar acabado o enchimento. A água que já vertera por aquela insaciável garganta abaixo teria bastado para satisfazer dois ou três radiadores de camião, e era como se nada. Às vezes penso que, sessenta e muitos anos passados, ainda hoje estaria a tentar encher aquele tonel das Danaides se em certa altura não me tivesse apercebido de um rumor de água a cair, como se dentro da oficina houvesse uma pequena cascata. Fui ver. Pelo tubo de escape do carro saía um avultado jorro de água que, pouco a pouco, diante dos meus olhos estupefactos, foi diminuindo de caudal até ficar reduzido a umas derradeiras e melancólicas gotas. Que se passara? Tinha colocado mal a junta, tapara entre a cabeça do motor e o bloco o que deveria ter aberto, e, muito mais grave do que isso, facilitara passagens e comunicações onde não deveria havê-las. Nunca cheguei a saber que voltas teve de dar a pobre água para ir sair ao tubo de escape. Nem quero que mo digam agora. Para vergonha bastou. Possivelmente terá sido nesse dia que comecei a pensar em tornar-me escritor. É um ofício em que somos ao mesmo tempo motor, água, volante, mudanças de velocidade e tubo de escape. Talvez, afinal, o trauma tenha valido a pena.



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28 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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República

Pronto hará cien años, el 5 de Octubre de 1910, que una revolución en Portugal derribó la vieja y caduca monarquía para proclamar una república que, entre aciertos y errores, entre promesas y desaciertos, pasando por los sufrimientos y humillaciones de casi cincuenta años de dictadura fascista, ha sobrevivido hasta nuestros días. Durante los enfrentamientos, los muertos, militares y civiles, fueron 76, y los heridos 364. En esa revolución de un pequeño país situado en el extremo occidental de Europa, sobre la que ya se ha asentado el polvo de un siglo, sucedió algo que mi memoria, memoria de lecturas antiguas, ha guardado y que no me resisto a evocar. Herido de muerte, un revolucionario civil agonizaba en la calle, junto a un predio del Rossio, la plaza principal de Lisboa. Estaba solo, sabía que no tenía ninguna posibilidad de salvación, ninguna ambulancia se atrevería a recogerlo, pues el tiro cruzado impedía la llegada de socorro. Entonces ese hombre humilde, cuyo nombre, que yo sepa, la historia no ha registrado, con unos dedos que temblaban, casi desfallecido, trazó en la pared, conforme pudo, con su propia sangre, con la sangre que le corría de las heridas, estas palabras: ?Viva la república?. Escribió república y murió, y fue como si hubiese escrito: esperanza, futuro, paz. No tenía otro testamento, no dejaba riquezas en el mundo, apenas una palabra que para él, en aquel momento, significaba tal vez dignidad, eso que no se vende ni se deja comprar, y que es para el ser humano el grado supremo.



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27 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dos escritores

Se llaman Ramón Lobo y Enric González. Ejercen de periodistas y lo son de hecho, de lo mejor que se puede encontrar en las páginas de un periódico, aunque yo prefiero verlos como escritores, no porque establezca una jerarquía entre las dos profesiones, sino porque en la lectura de lo que escriben percibo emociones y defino sentimientos que, al menos en principio, son más naturalmente mostrables en una obra literaria de calidad. A Ramón Lobo ya llevo algunos años leyéndolo, Enric González es un descubrimiento reciente. Como corresponsal de guerra, Ramón tiene la superior cualidad de colocar cada palabra, en su exacta medida expresiva, sin retórica ni deslizamientos sensacionalistas, al servicio de lo que ve, oye y siente. Parece obvio, pero no lo es tanto, sólo es posible hacerlo con un dominio excepcionalmente seguro del idioma que se utiliza, y él lo tiene. De Enric González no era lector. Veía sus columnas en ?El País?, pero mi curiosidad no era lo bastante fuerte para hacerme integrar sus escritos en mi lectura habitual. Hasta el día en que me llegó a las manos su libro ?Historias de Nueva York?. La palabra deslumbramiento no es exagerada. Libros sobre ciudades son casi tantos como las estrellas en el cielo, pero, por lo que conozco, ninguno es como éste. Creía que conocía satisfactoriamente Manhattan y sus alrededores, pero la dimensión de mi equivocación se manifestó clara en las primeras páginas del libro. Pocas lecturas me han dado tanto placer en estos últimos años. Tómese este breve texto como un homenaje y una manifestación de gratitud para con dos excepcionales periodistas que son, al mismo tiempo, dos notables escritores.



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26 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un tercer dios

Creo que las tesis de Huntington sobre el ?choque de civilizaciones?, atacadas por unos y celebradas por otros cuando fueron expuestas, merecerían ahora un estudio más atento y menos apasionado. Nos hemos habituado a la idea de que la cultura es una especie de panacea universal y que los intercambios culturales son el mejor camino para la solución de los conflictos. Soy menos optimista. Creo que sólo una manifiesta y activa voluntad de paz podría abrir la puerta a ese flujo cultural multidireccional, sin ánimo de dominio por ninguna de las partes. Esa voluntad tal vez exista por ahí, pero no los medios para concretizarla. Cristianismo e islamismo continúan comportándose como irreconciliables hermanos enemigos incapaces de llegar al deseado pacto de no agresión que tal vez trajera alguna paz al mundo. Pues bien, ya que inventamos Dios y Alá, con los desastrosos resultados conocidos, la solución tal vez esté en crear un tercer dios con poderes suficientes para obligar a los impertinentes desavenidos a deponer las armas y dejar en paz a la humanidad. Y que después ese tercer dios nos haga el favor de retirarse del escenario donde se viene desarrollando la tragedia de un inventor, el hombre, esclavizado por su propia creación, dios. Lo más probable, sin embargo, es que esto no tenga remedio y que las civilizaciones sigan chocando unas contra otras.



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21 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tristeza

Una irresistible y ya automática asociación de ideas me hace siempre recordar la Melancolía de Durero cuando pienso en la obra de Eduardo Lourenço. Si Solo de António Nobre es el libro más triste que alguna vez se haya escrito en Portugal, nos faltaba quien reflexionara y meditara sobre esa tristeza. Llegó Eduardo Lourenço y nos explicó quienes somos y porqué lo somos. Nos abrió los ojos, pero la luz era demasiado fuerte. Por eso, volvimos a cerrarlos.



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20 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La sangre en Chiapas

Toda sangre tiene su historia. Corre sin descanso en el interior laberíntico del cuerpo y no pierde el rumbo ni el sentido, enrojece de súbito el rostro y lo empalidece huyendo de él, irrumpe bruscamente de un rasguño de la piel, se convierte en capa protectora de una herida, encharca campos de batalla y lugares de tortura, se transforma en río sobre el asfalto de una carretera. La sangre nos guía, la sangre nos levanta, con la sangre dormimos y con la sangre despertamos, con la sangre nos perdemos y salvamos, con la sangre vivemos, con la sangre morimos. Se convierte en leche y alimenta a los niños en brazos de las madres, se convierte en lágrima y llora sobre los asesinados, se convierte en revuelta y levanta un puño cerrado y un arma. La sangre se sirve de los ojos para ver, entender y juzgar, se sirve de las manos para el trabajo y para la caricia, se sirve de los pies para ir hasta donde el deber la manda. La sangre es hombre y es mujer, se cubre de luto o de fiesta, pone una flor en la cintura, y cuando toma nombres que no son los suyos es porque esos nombres pertenecen a todos los que son de la misma sangre. La sangre sabe mucho, la sangre sabe la sangre que tiene. A veces la sangre monta a caballo y fuma en pipa, a veces mira con ojos secos porque el dolor los ha secado, a veces sonríe con una boca de lejos y una sonrisa de cerca, a veces esconde la cara pero deja que el alma se muestre, a veces implora la misericordia de un muro mudo y ciego, a veces es un niño sangrando que va llevado en brazos, a veces diseña figuras vigilantes en las paredes de las casas, a veces es la mirada fija de esas figuras, a veces la atan, a veces se desata, a veces se hace gigante para subir las murallas, a veces hierve, a veces se calma, a veces es como un incendio que todo lo abrasa, a veces es una luz casi suave, un suspiro, un sueño, un descansar la cabeza en el hombro de la sangre que está al lado. Hay sangres que hasta cuando están frías queman. Esas sangres son eternas como la esperanza.



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19 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Carlos Paredes

No lo pensaba antes, cuando escuchaba la guitarra de Carlos Paredes, pero hoy, recordándola, comprendo que aquella música estaba hecha de alboradas, canto de pájaros anunciando el sol. Todavía tuvimos que esperar una década antes de que llegara otra madrugada abriéndose para la libertad, pero el inolvidable tema de Verdes Anos, ése cantar de extática alegría que al mismo tiempo se entreteje en arpegios de una sorda e irreprimible melancolía, fue para nosotros una especie de oración laica, un toque de reunión de esperanzas y voluntades. Ya era mucho, pero aun no era todo. Nos faltaba por conocer al hombre de dedos geniales, el hombre que nos mostraba lo bello y robusto que podía ser el sonido de una guitarra, y que era, a la vez que un músico e intérprete excepcional, un ejemplo extraordinario de sencillez y grandeza de carácter. A Carlos Paredes no era preciso pedirle que nos franquease las puertas de su corazón. Estaban siempre abiertas.

Verdes Anos, de Carlos Paredes



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18 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Acteal

Han pasado cas doce años de la matanza de Acteal, en el sudeste del Estado mexicano de Chiapas. El día 22 de diciembre de 1997, cuando los miembros de la comunidad tzotzil de Las Abejas se encontraban reunidos para rezar en su humilde capilla, una construcción rústica de tablas atadas y sin pintura, noventa paramilitares del grupo Máscara Roja, expresamente transportados allí, pertrechados de armas de fuego y machetes, en un ataque que duró siete horas, dejaron en el terreno, entre hombres, niños y mujeres, algunas de ellas embarazadas, 45 muertos. La culpa de estos muertos era haber apoyado al Ejército Zapatista de Liberación Nacional. A 200 metros del lugar, un control de policía no movió un pie para ver lo que estaba pasando. Demasiado lo sabían ellos. Estuvimos en Acteal, Pilar y yo, poco tiempo después, hablamos y lloramos con algunos de los sobrevivientes que consiguieron escapar, vimos las señales de las balas en las paredes de la capilla, los sitios de las sepulturas, nos asomamos a la entrada de una cavidad en la ladera donde unas cuantas mujeres intentaron esconderse con los hijos y donde fueron asesinadas todos a golpes de machete y disparos a quemarropa. Regresamos a Acteal unos meses más tarde, el horror todavía se respiraba en el aire, pero se iba a hacer justicia. Al final, no se ha hecho. Alegando errores de procedimiento, el Supremo Tribunal de Justicia mexicano acaba de poner en libertad a los casi veinte miembros de Máscara Roja que cumplían pena (imagínense) por posesión ilegal de armas, ignorándose deliberadamente que esas armas habían disparado y asesinado. A la media docena que todavía quedan en prisión no tardarán mucho en soltarlos también. Pero a los 45 tzotiles muertos con extrema crueldad, a esos no habrá manera de hacerlos resucitar. Hace pocos días escribí aquí que el problema de la justicia no es la justicia, sino de los jueces. Acteal es una prueba más.



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17 de agosto de 2009
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