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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La era ‘rosé’

Los colores tienen vida propia, y la evolución de sus usos y significados es un indicador de cómo la cultura visual se afana por identificar un mensaje. El rojo es peligro, pero también oferta, pasión y fórmula 1. Los zapatos rojos del Papa y las alcobas escarlata de los burdeles. El verde representa ante todo el código ecológico: no hay producto sostenible que no luzca ese valor en la tonalidad que identifica el paisaje; también es propio de las paredes de guarderías y habitaciones juveniles, aunque sea también el color del quirófano. Relacionamos inmediatamente el naranja con el budismo y con Holanda, pero fue el icono cromático de la llamada revolución naranja en Ucrania y hoy tiñe el emblema de Ciudadanos como si quisiera representar el cambio. El lila, atesorado por la liturgia, el feminismo y Prince, hace lo propio con Podemos. El rosa, en cambio, no ha sido un color de banderas hasta que la lucha contra el cáncer de mama lo enarboló para universalizarlo. Se ha asociado a lo cursi, lo débil y lo femenino, aunque durante siglos los niños, como el príncipe Arturo en el cuadro de Franz Xaver Winterhalter, lo vistieran. Hoy, las pequeñas de siete años lo detestan por empacho y en su lugar se apoderan del azul.
Por ello, asisto con interés a la nueva biografía del rosa. En los restaurantes ya no basta preguntar “¿blanco o negro?”. El rosa empolvado se impone esta temporada, y el marketing ha entrado en él a brochazos, mientras sigue espumando el deseo de champán rosé en las noches de verano. No podía ser menos: Brad Pitt y Angelina Jolie producen en sus viñas de la Provenza francesa un caldo rosé llamado Miraval. En la moda, las modelos robóticas de Louis Vuitton han demostrado que el rosa es el nuevo color de pelo. Lo llevan en mechas Barbie equipo de investigación, it girls, blogueras y estrellas del pop del estilo de Nicki Minaj. También esmalta los smartphones, que este verano se rosifican, ya sea el iPhone 7, el Samsung Galaxy S7 Edge o el LG G5, con tonos pálidos pero lustrosos. Pantone ha elegido el rosa cuarzo (13-1520) como uno de los colores del año, y en el diseño de interiores, la última edición de Casa Decor ha demostrado que las paredes, sofás y alfombras rosadas son tendencia.
El rosa se manifiesta igual que una tercera vía: ni los blancos nucleares y tediosos, ni los negros oscuramente antipáticos. “Think pink”, dicen los británicos cuando quieren invocar el pensamiento positivo y la confianza en el futuro. Las encuestas presagian un renovado colorido en el resultado que nos dejarán las urnas el próximo domingo. Ni blanco ni negro. No sé yo si no aguardan impacientes las burbujas de la nueva política rosé.
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22 de junio de 2016
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Las fachadas de Hollywood

Los Ángeles expande su horizontalidad de tal forma que parece una ciudad holgada, pero no es este su factor más identificativo, ni tan siquiera el aroma del Pacífico, que nada más nombrarlo te embriaga de un azul Malibú, sino el hechizo de sus fachadas. En pocos lugares del mundo las cuidan tanto, con una voluntad que oscila entre lo original y lo orgánico, entre lo conceptual y el estilo desencorbatado de Palo Alto. De las galerías de arte a las tiendas de alfombras –el de los kilims parece uno de los negocios más boyantes de Hollywood–, las fachadas lucen singularidad artística compitiendo entre ellas. Es hasta lógico que la meca del cine cuide sus decorados. Los afiches históricos siguen pendiendo de un hilo, a pesar de su decadencia, como el célebre Whisky a Go Go o la extinta Tower Records, que colorea el relieve de Sunset Boulevard aunque sus cristales permanezcan ciegos y mudos. Pero ahora se estila otro ánimo; en los restaurantes se bebe un vino llamado Iconoclast, los clubs de moda se apodan Dialog y, en Venice Beach, jóvenes y viejos fuman marihuana frente a agentes de la mismísima LAPD con sus Ray-Ban, sus viseras y sus porras.
“¿Cómo vamos a hablar de minorías si representamos la mitad de la población?”, plantean las mujeres del cine, organizadas y reorganizadas en lobbies y fundaciones como Women in Film (WIF), que la semana pasada entregó sus Crystal Awards en el Beverly Hilton. Ahí estaban ocho productoras recogiendo su galardón ex aequo por su labor para abrir las pantallas a la diversidad, ávidas en criticar la anomalía de que sólo el 7% de películas y series estén dirigidas por mujeres. La también productora Cathy Schulman, presidenta de WIF, subrayaba: “Es nuestra misión equilibrar la desigualdad de género, un mal endémico en la industria del entretenimiento; y las mujeres a las que hoy reconocemos son catalizadoras de ese cambio”. Pusieron voz a la reivindicación Cate Blanchett, Claire Danes y Natalie Dormer, que recogió el premio Face to Future patrocinado por Max Mara. Todas se salieron del tópico hollywoodiense con humor, pero apuntando a ese decorado de cartón piedra raído delante del cual trabaja un desequilibrado reparto entre actores y actrices.
Un estudio realizado por Polygraph, que ha analizado los diálogos de más de 2.000 películas, demuestra que los personajes masculinos hablan más que las mujeres en un 78% de las cintas. A más edad, ellas tienen menos guión en sus papeles, lo contrario a los hombres, que como más adultos, más hablan. En los hoteles caros de Beverly Hills, la pasión por ambientar las fachadas se acompaña de figuras célebres a tamaño natural que colocan al lado de la puerta. Los turistas se hacen fotos con una ajada Marilyn Monroe con la falda levantada y yo pienso en su infortunio, tras esa fachada de muñeca de feria.
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20 de junio de 2016
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Horror sin venganza

La meteorología fue particularmente mala en Ginebra aquel 1816, el llamado año sin verano, debido a la masiva erupción del volcán Tambora. Llovía sin parar y los días parecían noches de enero. Un grupo de jóvenes románticos aficionados a los cementerios y a la vida en fuga se reunía en la casa que uno de ellos, Lord Byron, había alquilado a orillas del lago Lemán, Villa Diodati. “Cada uno de nosotros escribirá una historia de terror, propuso y su propuesta fue aceptada. Éramos cuatro”. Así lo resume Mary Shelley en la introducción a la edición de 1831 de su célebre obra surgida de dicho reto, un texto que conmueve por su hondura. Se lee como si hubiera sido escrito ayer, tocado por una belleza estoica, la que pudo enfriar una mujer de treinta años que a los veinticinco había perdido ya a su amado, el poeta Percy B. Shelley y a varios de sus hijos, y escrito una de las obras cumbres de la literatura: Frankenstein o el moderno Prometeo.
Nunca conoció a su madre, Mary Wollstonecraft –autora de Vindicación de los derechos de la mujer–, que murió tras el parto porque el médico no se lavó las manos al acabar de extraerle la placenta. Su padre fue el anarquista William Goldwin, quien, ahogado de dolor, llevaba a su hija al cementerio de St. Pancras a visitar la lápida de su madre. Mary aprendió a leer sobre tumbas. Cinco años después, Goldwin se casó de nuevo y Mary se convirtió en una especie de cenicienta, aunque destinada, según su padre, a grandes empresas. “Fui amamantada y criada con amor para la gloria. Ser algo grande era el precepto dado por mi padre; Shelley lo reiterará… Pero Shelley murió y yo me quedé sola”, escribió en su diario.
Tras aquella noche suiza, la precoz adulta de dieciocho años daría forma a la idea de un monstruo desgraciado en una profunda novela filosófica acerca de los límites de la ciencia y el progreso y la humana obsesión por el poder. 200 años después, sigue planteando un problema de absoluta actualidad. Y para terminar de convertirla en mítica, los espantos conjugados durante aquellas noches de tormenta devinieron en maldición. Borges escribió que “algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas”. Polidori se envenenaría a sí mismo con ácido prúsico, Shelley se ahogaría tras el naufragio de su Ariel sin llegar a cumplir los 30 y Byron no entraría en combate por la independencia de su amada Grecia, falleciendo en Mesolongi dos años más tarde. El resto es historia.
Frankenstein es una obra que permite lecturas poliédricas. Por un lado es la crónica de un tiempo donde la noche estaba llena de profanadores de tumbas y científicos hambrientos, pero también es una novela sobre la creación y la procreación: “¿Quién era yo, qué era? ¿De dónde venía?, ¿Hacia dónde iba? Eran preguntas que se me planteaban continuamente, pero que era incapaz de responder”, se preguntaba Frankenstein, pero bien podía parecer la voz de su autora, señalaba Elisabeth Rusell en el prólogo de una vieja edición en catalán, traducida por Maria Antònia Oliver (Llibres de l’Eixample).
En Suiza se celebra por todo lo alto el bicentenario. Incluso los actuales dueños de Villa Diodati –que alberga hoy la Fundación Martin Bodmer– la han reabierto con motivo de una exposición sobre Frankenstein y su autora. Nunca volvió a casarse, decía que el nombre de Mary Shelley debía figurar en su tumba. Y siempre declaró el afecto que sentía por su creación, “ya que fue el resultado de unos días felices cuando la muerte, el dolor eran nada más que palabras”. Cuentan que vivió con el corazón de su marido envuelto en la página de uno de sus poemas, Adonais. Los recuerdos tejieron su identidad.
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18 de junio de 2016
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La epidemia ‘selfie’

Omar Mateen, el asesino que disparó a quemarropa y acabó con la vida de más de cincuenta personas en un club gay de Orlando, era aficionado a las selfies. Observar sus autofotos produce la sensación de ver una escena pornográfica en el comedor familiar. En algunas posa con un mohín burlesco, en otras ladea la cabeza mientras se toca la barbilla y frunce los labios entre la chulería y la autocomplacencia. También ensaya frente a su propio objetivo una mirada indolente, propia del que se gusta demasiado, investido de esa seguridad que tan a menudo revelan las fotos de uno mismo y que poco tienen que ver con cómo somos. En una de las selfies tiene las pupilas fijas, semienterradas por el párpado superior: un maltratador de mujeres, homófobo y yihadista ahogado en su propia ceguera.
Nos paralizamos más de una vez ante las selfies de nuestros hijos, tan expuestos, cuando entrecierran los ojos y aprietan sus labios marmóreos acompañados de un par de dedos marcando cuernecitos. Es muy probable que le dediquen silenciosamente la foto a alguien, ya que una utilidad de la selfie es mandar subrepticiamente un mensaje. Ser visto y leído, pero sobre todo narrado, aunque lo que puede percibirse al otro lado nada tenga que ver con la realidad por muy real que parezca. ¿Qué hace alguien mirándose en el espejo del autorretrato? ¿Capturar las vistas metiéndose dentro de la foto para rubricar un momento excepcional? ¿Exhibir su vida social, sus hobbies, su intimidad de puertas adentro comiendo un arroz o pintándose las uñas de los pies? ¿O bien quieren reflejar su facilidad para divertirse? A menudo me pregunto si hace falta autorretratarse con tal frenesí, o más concretamente autopresentarse, autopromocionarse, como si además de vivir tuviéramos que hacer un spot de nuestra propia vida. Sin duda a la mayoría les divierte y les resulta placentero, aunque se contraiga su esfera privada de la que creen tener el control: aquellos que se exhiben en las redes eligen lo que muestran y lo que esconden igual que una pareja cuando se enamora y suele revelar una selección de lo mejor de sí misma: sus grandes éxitos.
Lo que hacemos en privado cada vez está más programado para ser compartido a fin de celebrar las apariencias, marcar un me gusta o lograr levantar el pulgar. Pero los que nos resistimos a inmortalizarnos constantemente sentimos una gran incomodidad ante quienes, infatigables, hacen monerías ante su propio objetivo, que luego acicalarán y colgarán en su Facebook para que “su mundo” se entere de que son felices y valientes y viajan contra las corrientes salvajes, haciéndonos olvidar que esa instantánea sólo es un disparo, un fugaz instante congelado entre las infinitas horas grises que suma cualquier vida.
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15 de junio de 2016
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El arroz y el reloj

Le pregunté hará unos tres meses a Pablo Iglesias de dónde había salido lo de “tictac”, esa onomatopeya a la que durante un tiempo se aficionó, y respondió que fue “completamente improvisada” en un tren rumbo a Valencia, mientras preparaba un discurso. El traqueteo y el ruido de un reloj al escaparse se acoplaron. Tictac. Presión. Le sonó bien y empezó a repetirlo. El mensaje de Iglesias caló rápido en el disco duro de sus seguidores. Se sintió aludido el estudiante que amasa con dientes los últimos minutos antes de entregar el examen con el que se juega el futuro, o la familia apretada en una casa de sardinas forrada de ultimátums. La sensación de ir contrarreloj provoca un tipo de sed que se enrosca en el fondo de la garganta, una sequedad punzante, la certidumbre de que el tiempo corre contigo dentro.
Que se lo pregunten a las mujeres, que han tenido que soportar esa imagen tan propia de Alicia en el país de las maravillas, con un conejo que las persigue agitando el llamado reloj biológico mientras ellas se preguntan si de verdad existe. Si es la naturaleza salvaje, la que puja por engendrar vida, o bien responde al mandato cultural, aquel empeñado en sostener que una mujer sin hijos es una mujer frustrada. “Las mujeres en muchos momentos y lugares han sentido la presión de tener hijos. Pero la idea del reloj biológico es una invención reciente. Apareció por primera vez a finales de 1970”, asegura la escritora Moira Wiegel en su nuevo libro Labor of love: The invention of dating del que esta semana adelantó una entrega The Guardian. “La idea de que ser mujer es una debilidad está incrustada en el fondo del término reloj biológico”.
Es curioso que un concepto acuñado para describir los ritmos circadianos acabara acotado al territorio de la fertilidad, señalando una limitación y a la vez cierto histerismo. Algunas feministas no han querido contemplar esa llamada de la naturaleza, que otras han asegurado sentir en forma de deseo totalizador. Las hay que consideran el reloj un cuento sexista, una cortapisa a la libertad de las mujeres, ya que los hombres parecen excluidos de la bomba del tiempo para ser padres. Nadie les dirá que se les pasa el arroz, ni los azuzará para congelar sus espermatozoides como a ellas sus óvulos, a fin de no dimitir de sus expectativas de género.
Periódicamente aparece un santón dispuesto a resolver la cuadratura del círculo de la feminidad. El último ha sido el presidente turco, Erdogan, quien ha asegurado que rechazar la maternidad y las tareas del hogar supone para la mujer “perder su libertad”. “Le falta algo y es mitad persona”, afirmó sin pestañear. La cuenta atrás se sirve en todos los formatos posibles, desde la edad para dejar de llevar minifaldas hasta la de volar en parapente. Y un invisible metrónomo de cuerda se empeña en marcar el compás a las mujeres, como si no supieran leer la partitura de su propia vida.
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13 de junio de 2016
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Amor extremo

¿Qué es el amor? En primer lugar es la pérdida de peso, luego la ascensión ligera, segura, de un vuelo directo; es el tormento que lo invade y lo cubre todo como una cúpula gigantesca; es un estrecho sobre cerrado, es una angustia infinita junto a una generosidad ilimitada…”. Estas líneas pertenecen a los diarios íntimos de Gala que la editorial Galaxia Gutenberg publicó hace cinco años, tras el hallazgo en un baúl del castillo de Púbol de un cuaderno manuscrito, inédito, redactado por ella con pulso literario, intención e imágenes bellas. “No sabes dónde acaba Gala y empieza Dalí”, razonaba Montserrat Aguer, directora de los Museos Dalí. En sus textos se aprecia un sentir vulnerable y apasionado, lejos del cliché de la mujer fría, dura e interesada, la que afirmaba: “Me importa poco si Dalí me ama o no. Personalmente yo no amo a nadie”. Aquella a la que le cambiaba el color de los ojos, quien inventó parte de su biografía, la que tanta tinta vertió con su relación casta y a la vez extrema con el pintor, fue tachada de vampira, pragmática marchante que obligaba al pintor a banalizar su arte firmando joyas, cerámica y objetos variados. La figura de Gala parece cortada por el arquetipo jungiano de la destructora, que tiene que ver con “lo secreto, escondido, lo tenebroso, el abismo, el mundo de los muertos, lo que devora, seduce y envenena, lo angustioso e inevitable”. Y cierto es que fue espiritista, voyeurista, oscura hasta lo enigmático. Un personaje que responde a dos clásicos antagónicos: la bruja y la musa.
“Llamo a mi esposa: Gala, Galuchka, Gradiva (porque ha sido mi Gradiva); Oliva (por el óvalo de su rostro y el color de su piel); también la llamo Lionette, porque ruge, cuando se enoja, como el león de la Metro-Goldwyn-Mayer; (…) Abeja (porque descubre y me trae todas las esencias que se convierten en la miel de mi pensamiento en la atareada colmena de mi cerebro). Me trajo el raro libro de magia que debía nutrir mi magia, el documento histórico que probaba irrefutablemente mi tesis cuando estaba en proceso de elaboración, la imagen paranoica que mi subconsciente deseaba, la fotografía de una pintura desconocida destinada a revelar un nuevo enigma estético”, escribió el pintor. Cuando se conocieron, en el verano de 1929, durante un viaje a Cadaqués y Figueres junto a su primer marido, Paul Éluard, Magritte y Buñuel, Madame Éluard supo que pronto dejaría de serlo. Fue igual que el impacto de un rayo. La pareja se instalaría en el estudio que el pintor poseía cerca del parque de Montsouris y Gala pronto asumió tareas de musa y agente –dicen que no siempre en este orden–. Su relación fue complicada y fértil; yació sobre la atracción que él sentía por ella como en la construcción de un mundo irreal que desafiaba lo real.
El amor de Gala y Dalí es fuente inagotable. Este mes, Espasa publica una novela firmada por Carmen Domingo, Gala-Dalí, en la que elabora un retrato del personaje: “Una mujer que siempre tuvo múltiples hombres y cuyas relaciones desinhibidas le ayudaban a controlar a los demás”. Por ello siempre ha sido “la mala” de la historia. Como si bastara el juicio maniqueo para deshacer satisfactoriamente el nudo de los amores diferentes. Pero volvamos a las líneas del inicio en las que ella definía el amor como: “(…) la desesperación, la duda, la decadencia, la alegría extrema, sin lindes, la alegría que te hiere y te clava en tu sitio, alegría inmensa. Fe sin verificación, admiración vivificante”. Gala dedicó la última parte de su diario a Dalí, al que describió como un árbol que la abrazaba con sus ramas. Las raíces estaban en ella. Cuando murió, Dalí se negó a comer.
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11 de junio de 2016
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La estafa ‘single’

Mis amigas solteras de segunda o tercera vuelta han perdido la confianza en los viajes para singles. La noche de la despedida suelen acabar bailando con mujeres, reproduciendo justo aquello que tanto les había avergonzado de muchachas, cuando las vecinas se agarraban para bailar un pasodoble bajo los entoldados de verano mientras sus maridos veían el partido en el bar. Esas mujeres son hoy las viudas que viajan en los autocares del Imserso a los lugares cálidos de España en temporada baja, eso sí, cuando la arena de la playa se vuelve parduzca, los paseos marítimos parecen decorados de cartón piedra y los hoteles de verano en noviembre se tornan inhóspitos y desangelados. Por la noche, después del bufet, si quieren soltar el cuerpo y el poquito de alcohol, están condenadas a seguir bailando con otras mujeres ya que en esas excursiones nunca viajan hombres solos. Muchas de ellas, cuarentañeras o septuagenarias, han decidido dimitir de los formatos para encontrar pareja que la tecnología y el mercado, ávido de respuestas, han multiplicado. Lees “plan para singles” y automáticamente imaginas una fiesta despeinada, en la que suenan tanto Beyoncé como Marvin Gaye, capaz de caldear el cuarto al instante. Caminatas emocionantes por cañaverales o cenas a la luz de la luna donde la pandilla acaba jugando al póquer picante. Son una estafa, dicen mis amigas. Porque en esos planes cuyo enunciado parece llevar luces de colores los tíos con los que se han topado son tan colgados, maniáticos y obsesivos como ellas. Con la diferencia de que, en lugar de romanticismo, sólo buscan una buena acompañante para atravesar en bicicleta los Países Bajos. Ana ha tenido una colección de minirrelaciones a través de Tinder o de AdoptaUnTío, cuyos resultados le darán para escribir un libro sobre el desequilibrio mental en tiempos de Facebook, o algo parecido. Hombres deportistas, sí, que nadan, corren, suben montañas, que hacen la compra como si resolvieran un sudoku y se irritan si te dejas el tarro de la mantequilla abierto en el primer desayuno en su casa. Lo peor de todo es la ilusión: pasar el dedo por encima de la pantalla del smartphone, mirando rostros y cuerpos de la misma forma que podemos ver ropa, pensando en lo bien que te quedará uno u otro, olvidando que se trata de material humano inflamable. A tanta gente le ha ido bien, se dicen, aunque lo oculten porque les parece demasiado banal confesar que se conocieron en un portal de citas. Me temo que ellas, en cambio, seguirán recogiendo miradas al cruzar el semáforo, pensando que aquel que acaba de pasar podría ser el amor de su vida, el que nunca se subirá a un autocar de singles para acabar invitando a algún corazón desdichado a recorrer Holanda en mountain bike.
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8 de junio de 2016
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La realidad tiene granos

La fotografía se titula Monzón: tres hombres y un rickshaw avanzan bajo la lluvia intensa que peina la imagen de gotas inclinadas hasta empaparla, logrando una pátina de irrealidad. Uno empuja, los otros tres van atrás y miran a la cámara con sonrisas fotogénicas. A su alrededor, los colores raídos, el reflejo de los charcos en el asfalto y unos precarios techos de plástico sirven de subtexto: estamos en India. La instantánea es para algunos perfecta, para otros tediosa, pero parece capturar una escena cotidiana que al tiempo ilustra la variada amplitud del mundo. Su autor, Steve McCurry, es uno de los fotorreporteros más prestigiosos del mundo, un clásico de National Geographic, autor de aquel icónico retrato de una niña afgana que deslumbra a través de su mirada esmeralda. Pero McCurry quita y pone. El crítico de The New York Times, Teju Cole, disparó la primera flecha: “Sus fotografías son perfectas y aburridas. Y esa perfección sólo se puede conseguir orquestando la imagen”. De hecho, lo hacía: eliminaba personajes molestos para la composición, borraba un puesto de fruta que descentraría la mirada y reencuadraba ratón en mano. El célebre autor se justificó: “Yo no soy un fotoperiodista sino un contador de historias. Tomo mis imágenes con un sentido estético de la composición”. Algunos de sus colegas han sacado la Biblia del oficio: su deber es informar, guiados por la ética informativa, nunca recrear; además McCurry nunca antes había renunciado a su faceta de reportero gráfico, aunque hoy, a tenor de sus palabras, se sienta un artista llamado a recomponer el desorden real.
Domina la creencia de que el mundo suele ser más espectacular visto en fotos; de ahí que hoy Instagram anime a competir en singularidad, emotividad y pose. También explica esa creciente neurosis por fotografiar el instante como si tuviéramos que documentar la vida, en lugar de vivirla a conciencia. ¿Acaso porque causa más placer coleccionar y editar nuestras propias fotos que disfrutar de nuestros propios actos? Con frecuencia se admiran imágenes cuya magnificencia no suele corresponderse con la literalidad del instante, como si el ojo no pudiera acostumbrarse a la fealdad. Ni siquiera a la trivialidad que documentan tantas de esas instantáneas. No está solo McCurry manipulando la realidad en pos del efectismo. Las imágenes de los miles de inmigrantes que siguen huyendo de Siria y buscando refugio en el Viejo Continente se estampan de bruces en una Europa soliviantada que sigue utilizando el Photoshop sin lograr iluminar una fotografía cada día más oscura y desenfocada. Las versiones de una misma imagen se multiplican, varían entre ellas, borran defectos, abrillantan una luz que nunca existió, como si esta ideología del cortar y pegar resumiera una omnipotente ilusión humana: quitarle los granos a la realidad.
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6 de junio de 2016
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Absolutamente moderna

Patti Smith puede hacer lo que sea por una taza de buen café, incluso viajar a Veracruz en busca de los granos que le recomendara William Burroughs. Adora perderse en cafés íntimos, donde se sienta a repasar su cosmogonía mental bajo la premisa de que la imaginación puede llevar a cualquier parte, no tiene fronteras ni límites. Libre. Como su mítico álbum debut, Horses, que ahora cumple 40 años. Superviviente de toda una generación que no pudo sobreponerse a sus utopías, Smith supo recogerse, enarboló su propia teología y se puso a rezar, exaltó el arte más elevado, crió a sus hijos, y nunca dejó de componer ni de susurrar versos filtrados por la luz.
Smith es un mito que no envejece. Sigue despeinada a conciencia, igual que en los años 70 cuando posaba en ese hotel que tanto la enamoraba por su densidad: el Chelsea. “Era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo. Yo deambulaba por los pasillos al acecho de sus espíritus, vivos o muertos. (…) Muchos habían escrito, conversado y sufrido en las habitaciones de aquella casa victoriana. Muchas faldas habían lamido aquellas desgastadas escaleras de mármol”, escribe en su primer y celebrado volumen de memorias Éramos unos niños (Lumen), en las que desgrana su despertar en las artes y la vida de la mano de su íntimo, el fotógrafo Robert Mapplethorpe.
Ella no nació realmente el penúltimo día de diciembre de 1946, sino el día que robó las Iluminaciones de Rimbaud en una librería de su barrio. Siempre ha sido su máxima inspiración. ¿Cómo no iba a ser una poeta libertaria siguiendo los pasos del “primer punk rock kid”, como lo definió en la inauguración de una exposición monográfica en Madrid hace ya casi una década? Los amores adolescentes nunca se olvidan, y ella ha confesado que se enamoró del rostro ensoñado del poeta y de sus versos rabiosos con sólo 16 años. Igual que él, dejó su ciudad y una vida odiosa –había empezado a trabajar en una fábrica tras acabar el instituto debido a los problemas económicos de su familia– con 20 años para buscar su arte en la gran manzana. En su maleta llevaba vaqueros, los discos de Dylan y los versos de Rimbaud. Su particular Verlaine fue un joven hermoso y sensible, Robert Mapplethorpe, quien se convirtió en compañero, amante, cicerone y pigmalión entre la creatividad, la ternura y la tormenta. Él financió su primera maqueta. La que Lou Reed –al que la canción le puso los pelos de punta– le puso a Clive Davis, presidente del sello Arista, que la contrató inmediatamente. Así se convertiría en la primera artista surgida de la new wave que firmó un contrato con un sello grande. En un momento en el que el rock buscaba cantantes sexis, ella, con su aspecto andrógino y su luto riguroso, con sus letras líricas, su ruido y su furia, iba a romper todos los esquemas y fórmulas. Ahora que se cumplen cuatro décadas de aquel imprescindible Horses, lo recupera en directo y visita Madrid, donde actuará en las Noches del Botánico. Acaba de salir su segundo libro de memorias, M train, cincelado por su prosa preciosista que oscila entre el ensueño y la realidad trazando un paisaje de aspiraciones e inspiraciones creativas –de la Casa Azul de Frida Kahlo en Coyoacán a las tumbas de sus admirados Genet, Plath, Rimbaud y Mishima–. Te atrapa como una tela de araña. Ella misma lo ha explicado: “Es lo que sentí. Simplemente me subí en un tren y emprendí la marcha”. Eso sí, tomó la precisa distancia entre la oscuridad y la luz. Patti Smith es una buscadora del lenguaje de los dioses menores que protegen el verdadero arte.
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4 de junio de 2016
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El cordón umbilical

Observo cada vez más una conducta neurótica en mí y en los otros capaz de paralizar el tráfico o de generar cualquier tipo de catástrofe doméstica. Ocurre al bajar a la calle, e incluso tras haber andado una manzana, cuando se sube al taxi y se da la dirección. Los primeros movimientos son cautos y silenciosos. El sujeto en cuestión va desatendiendo el diálogo a medida que se palpa los bolsillos, cierra los ojos y, presa de un pánico nervioso, empieza a rebuscar en el bolso o la mochila. Son instantes angustiosos: se puede perder un avión, hacer esperar a la abuela o incrementar el importe del taxímetro. El ansia se enmadeja hasta que el susodicho exclama con alivio “¡está aquí!” y enarbola el teléfono en el aire, como una bandera, movido por una energía jubilosa que quiere compartir con todos los que están a su alrededor, ufanos igual que él por no tener que retrasar sus planes. Porque el móvil es una pantalla del mundo, tu sala de operaciones, tu salvoconducto para acceder con contraseñas; representa el futuro, que parece depender de un mensaje que no llega, y el pasado, almacenado en fotos y mensajes.
Hace unos años reflexionaba acerca de la prótesis en que se han convertido los smartphones, su articulación dinámica para ofrecernos soluciones inmediatas que nos ayuden a vivir. Casi todos sufrimos nomofobia –ya saben, el miedo irracional a no estar conectados– y nunca habían sido tan reclamadas las tomas de electricidad de cafeterías o metros. El uso del móvil ha acrecentado aquella liberación tan celebrada que ofrecieron los primeros manos libres: andar hablando por teléfono. O salir al rellano de la escalera en busca de una privacidad que impedían aquellos cables en espiral que tanto toqueteábamos mientras se sucedían fragmentos de vida telefónica. Eso era entonces, cuando el teléfono se utilizaba para tomar decisiones, aunque fuera verse el domingo. En cambio, ahora se emplea por vicio, pese a que bombee e insufle sentido a la vida profesional y social de su portador. Por ello su desconexión crea una ansiedad que recoloca al individuo en su primigenia soledad.
En las urbanizaciones de verano, las mujeres tienden toallas en las galerías con el teléfono prensado entre el hombro y la oreja: “No me entero, llama de nuevo”, “yo me voy duchando”. Hablan libres de la presencia de los suyos, aligeradas por esa intimidad en bañador, y a gritos, igual que en los vagones del tren, como en la sala de espera, haciéndonos testigos de su intrascendencia: llaman para decirse que están bien, muy bien. Enumeran lo que han comido y a quiénes han visto. No parecen habitar, al menos conscientemente, otras ambiciones. Les basta mantener el cordón que les une a aquello que entienden por vida.
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1 de junio de 2016
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El Boomeran(g)
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