La epidemia ‘selfie’
Omar Mateen, el asesino que disparó a quemarropa y acabó con la vida de más de cincuenta personas en un club gay de Orlando, era aficionado a las selfies. Observar sus autofotos produce la sensación de ver una escena pornográfica en el comedor familiar. En algunas posa con un mohín burlesco, en otras ladea la cabeza mientras se toca la barbilla y frunce los labios entre la chulería y la autocomplacencia. También ensaya frente a su propio objetivo una mirada indolente, propia del que se gusta demasiado, investido de esa seguridad que tan a menudo revelan las fotos de uno mismo y que poco tienen que ver con cómo somos. En una de las selfies tiene las pupilas fijas, semienterradas por el párpado superior: un maltratador de mujeres, homófobo y yihadista ahogado en su propia ceguera.
Nos paralizamos más de una vez ante las selfies de nuestros hijos, tan expuestos, cuando entrecierran los ojos y aprietan sus labios marmóreos acompañados de un par de dedos marcando cuernecitos. Es muy probable que le dediquen silenciosamente la foto a alguien, ya que una utilidad de la selfie es mandar subrepticiamente un mensaje. Ser visto y leído, pero sobre todo narrado, aunque lo que puede percibirse al otro lado nada tenga que ver con la realidad por muy real que parezca. ¿Qué hace alguien mirándose en el espejo del autorretrato? ¿Capturar las vistas metiéndose dentro de la foto para rubricar un momento excepcional? ¿Exhibir su vida social, sus hobbies, su intimidad de puertas adentro comiendo un arroz o pintándose las uñas de los pies? ¿O bien quieren reflejar su facilidad para divertirse? A menudo me pregunto si hace falta autorretratarse con tal frenesí, o más concretamente autopresentarse, autopromocionarse, como si además de vivir tuviéramos que hacer un spot de nuestra propia vida. Sin duda a la mayoría les divierte y les resulta placentero, aunque se contraiga su esfera privada de la que creen tener el control: aquellos que se exhiben en las redes eligen lo que muestran y lo que esconden igual que una pareja cuando se enamora y suele revelar una selección de lo mejor de sí misma: sus grandes éxitos.
Lo que hacemos en privado cada vez está más programado para ser compartido a fin de celebrar las apariencias, marcar un me gusta o lograr levantar el pulgar. Pero los que nos resistimos a inmortalizarnos constantemente sentimos una gran incomodidad ante quienes, infatigables, hacen monerías ante su propio objetivo, que luego acicalarán y colgarán en su Facebook para que “su mundo” se entere de que son felices y valientes y viajan contra las corrientes salvajes, haciéndonos olvidar que esa instantánea sólo es un disparo, un fugaz instante congelado entre las infinitas horas grises que suma cualquier vida.