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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

'El abrazo' de Juan Genovés

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El abrazo perdido

 

El cuadro muestra a un grupo de per­sonas de espaldas, aunque creemos ver sus sonrisas. Visten gabardinas, jerséis, faldas de tabla, y se abrazan. Desbordan camaradería a pesar de la unidad del marrón –el color de la transición–. El lienzo fue creado en 1976 por Joan Genovés, pintor de multitudes, y cobró­ un enorme valor sim­bólico: la reconciliación entre dos Españas. A finales de la década, un coleccionista de Chicago se hizo con la obra, aunque luego comprendió que estaba demasiado vinculada a la memoria colectiva y accedió a cambiarla por otro Genovés. Fue Adolfo Suárez quien logró que regresara: el Estado compró El abrazo a la Marlborough por medio millón de pesetas. Pero ocurrió algo inexplicablemente muy español: acabó preso en los almacenes del museo durante décadas.

En el 2016 entró en el Congreso de los Diputados, y el pintor celebró que saliera de la oscuridad, aunque sin demasiado entusiasmo afirmó: “Siempre es tiempo de los abrazos, sin duda, pero no me parece que ahora la gente esté tanto por abrazarse”.

En su intenso periplo, la pieza, cada vez más resignificada, regresó al Reina. Y en la Cámara Alta quedó una copia que ha inspirado poco a nuestros parlamentarios, cuya ira asalta el juego democrático. Porque, más allá de la lógica amigo-enemigo que Carl Schmitt juzgaba condición sine qua non de lo político, el insulto es pura antipolítica. Subraya la impotencia crítica de quien recurre a él, lejos de nutrir un diálogo que cristalice en bienestar.

El abrazo, como el que el jueves dio Txema Guijarro, secretario de Unidas Podemos, a Adolfo Suárez Illana, deseándole suerte en su retirada, se convirtió en un gesto político tan desacostumbrado como necesario: el respeto entre iguales que piensan diferente.

En cuanto al cuadro de Genovés, coincide que ahora se exhibe en València en una justísima retrospectiva póstuma, ya que el Reina Sofía, su museo, no se ha decidido a abrazarlo.

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9 de diciembre de 2022

MANÉ ESPINOSA

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Caminar para salvarnos

"Voy a estirar las piernas", decían nuestros padres sin necesidad de mejor excusa para salir de casa. Era una frase adulta, una manera de estar en el mundo que nos producía cierta admiración. El hombre salía a dar una vuelta y airearse tras horas de trabajo, mientras que la mujer se limitaba al paseo y el vermut del domingo, del que participábamos los críos, muertos de aburrimiento. En la infancia andar cansa. Se camina ­corriendo, saltando, arrastrando los pies porque se quiere llegar a destino sin contemplaciones. Y en la juventud, hacerlo demasiado significaba perder el tiempo, a no ser que se tratara de una ciudad extranjera.

La posmodernidad abandonó el paisaje, lo desembelleció y dejó los bosques animados para Hockney, harto de las piscinas. Porque el placer –fuera en forma­ de música, sexo, cine o fiesta– se convocaba en lugares cerrados, y su máximo encanto radicaba en esa idea de privacidad. Las parejas recién enamoradas, en cambio, recuperan el paseo orgullosamente enlazadas, a fin de confirmar su vínculo, hasta que se hace insulso al mermar en palabras y capacidad de asombro.

Hoy, hombres y mujeres de todas las edades caminan para salvarse. Para cuidar su salud mental, además de la física. Pasos sin destino que acumulamos y contabilizamos como un modo de luchar contra la incertidumbre. Y de sacudirnos esa melancolía que Freud describía como una falta de reconocimiento de la pérdida de cualquier tipo: una negación sostenida de modo inconsciente. Judith Butler –premio Princesa de Asturias– se pregunta en ¿Qué mundo es este? (Arcadia Editorial) cómo hacer para que la vida sea digna de ser vivida. Ante la crisis climática y sus desafíos, el colapso de la sanidad pública y la crueldad que significa postergar pruebas y cuidados para los enfermos, o la dificultad de acceder a una vivienda digna, Butler apela al reconocimiento de la interdependencia, a la implicación de unos y otros, y a formalizar un compromiso firme con el planeta para tejer un mundo común más habitable.

Durante la pandemia nos convencimos de que salir a la calle es una de las pocas religiones universales, no solo para atrapar la imprescindible melatonina, sino para hablar con extraños, que a menudo alivian más que los viejos conocidos. Tras aquellos meses confinados, volvimos a sentir la ráfaga del perfume cítrico de la vecina, vimos a niños sentados en una escalera, moviendo las piernas con las manos bajo el trasero, y pisamos la hojarasca. Resucitó la noción de paisaje, y la urgencia del paseo supuró por las cuatro paredes. “Andar hace que saquemos lo mejor de nosotras”, escribe Vivian Gornick en Apegos feroces (Sexto Piso), y recuerda que, en las caminatas por Manhattan con su madre, a menudo se pelean, e incluso a veces no se quieren, pero siguen paseando.

El espacio exterior nos interpela: pasamos el 80% de nuestros días resguardados en interiores desconectados del paso del tiempo, de la luz cambiante. “La gran conversación de la naturaleza con el hombre se ha roto, ya solo hablamos entre nosotros”, escribe Marta D. Riezu en su delicioso Agua y jabón (Anagrama), que también exalta la cultura de los jardines, “hoy refugio de románticos y rebeldes (de acción, no de boquilla)”, señala la autora, temiendo que en donde hoy florecen rosales y madreselvas llegue pronto un Starbucks con patinetes eléctricos a su puerta. No hay que recuperar el paseo como medicina, no, sino como un consciente acto de resistencia. ¿Cuántos senderos siguen aguardándonos?

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24 de noviembre de 2022
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El aparato imaginario

Es jueves por la tarde y faltan veinte minutos para que se estrene la obra teatral Miércoles que parecen jueves –escrita por Juan José Millás, dirigida por Mario Gas e interpretada por nuestra enorme Clara Sanchis–, pero todavía estoy en un taxi que encadena semáforos en rojo como si le hubieran echado una maldición. Cientos de pequeñas luces y sirenas me matan lentamente mientras suena la canción homónima en la voz de Roberta Flack. Atenta a la hora que marca la pantalla, mi ánimo bascula entre el desaliento y el rayito de esperanza. Bajo del coche dispuesta a emular a Ana Peleteiro, y resoplo de amor ante la guardiana de la puerta. “Imposible entrar, empezó hace un minuto!”. ¡Un minuto!

Advierto que no estoy sola. El corro de seres despeluchados que guardan duelo por quedarse sin esos Miércoles que parecen jueves va en aumento. Saludo a Vicky Peña y le pregunto cómo está, igual que podría hacerlo en un velatorio. “Ahora mismo, hecha polvo”. Llega jadeando un joven que parece Macron con perilla. “¡Vengo de París para ver la obra!”, suplica a la impertérrita portera, y le susurra: “Déjame entrar très discrètement”. Por un momento la coleta estirada de la mujer parece aflojarse. “Tenemos treinta butacas vacías”, nos consuela. Y entonces se oye un disparo. Es un instante de gracia en el que creemos formar parte de la función.

Regresé un sábado que pareciera jueves, por si acaso. En escena, Clara Sanchis con gabardina, un ejemplar de Crimen y castigo y un revólver, le preguntaba a la policía si no era lo suficiente Millás para que le dejaran hablar, y recordando que, en el colegio, conoció a una niña que se llamaba Inés Bastante García, siendo extraordinario que alguien de corta edad ya hubiese alcanzado ser bastante algo.

Sanchis es bastante Millás durante una hora y diez minutos. En su conferencia apócrifa, una lluvia de irrealidad va empapando de clarividencia al público, que alcanza esa paz que desprende advertir cómo lo absurdo se convierte en sentido común. “¿Qué es más real, lo que se nos ocurre o lo que ocurre?”, interpela al respetable Ascensión/Juanjo. ¿Por qué nunca nos preguntamos sobre lo que se nos ha ocurrido, en lugar de lo que nos ocurre, que suele ser más prosaico? Y ¿por qué nos han influido más personajes irreales como Quijote o Spiderman que nuestros propios hermanos? Al salir del teatro, una se siente revolucionada, consciente de que el aparato imaginario reclama cuidados urgentes, ya que una desaprensiva realidad lo ha encerrado en el manicomio.

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7 de noviembre de 2022

Una pareja de la mano
UNSPLASH/CC/ DƯƠNG HỮU

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¿Por qué no nos enamoramos?

A las mujeres, un coro invisible pero cuya presencia no despegábamos de nuestros pasos, nos concedió carta blanca para vivir la pasión amorosa a tutiplén. Heterosexual, eso sí. La pasión totalizadora se nos ofrecía como única vía de realización personal. A modo de dogma se instaló entre nosotras la idea de que una mujer sin un hombre que la ame es un ser incompleto. De forma que aceptamos tácitamente el papel de objeto –que no sujeto– de deseo, y en más de una ocasión nos contentamos con las migas de cariño de tipos que hoy nos producen sonrojo. “¿Cómo pude enamorarme de este imbécil?”, nos repetimos incrédulas, maldiciendo nuestra inseguridad y, sobre todo, aquel fútil encantamiento.

En la juventud, fuimos a remolque: ellos marcaban los tiempos. Corrían manuales de socorro –nunca te acuestes con él la primera vez, no respondas a sus mensajes enseguida...– que intentaban domar los impulsos erráticos de la defensa del romanticismo a ultranza. En Reinventar el amor (Paidós), premio Europeo de Ensayo, Mona Chollet emprende una ardua tarea: revisar y alejar todo sometimiento de las relaciones sentimentales para defender el amor de forma inventiva y confiada. La autora examina cómo las representaciones románticas están construidas sobre la sublimación de la inferioridad femenina.

Y cierto es que la sumisión, la tragedia y el abandono han construido el guion amoroso, tanto en las películas de Hollywood –esa Marilyn que hablaba con voz infantil a sus parejas– como en la literatura, desde Tristán e Isolda hasta El amante, de Duras, pasando por la novela río de Albert Cohen Bella del Señor o el Hamnet de Maggie O’Farrell, en la que Agnes, la esposa de Shakespeare, lo espera paciente sin arrugarse. Un día habría que reunir a todas las esperadoras de hombres célebres en la historia de la literatura, desde Penélope. En Pura pasión, Annie Ernaux escribe que cuando sonaba el teléfono y no era él, odiaba a quien la llamaba. Y en su imaginación va componiendo otro relato, que poco tiene que ver con el real: el de un hombre casado que nunca renunciará a su otra vida.

Los principios son siempre idílicos. Editamos lo mejor de nuestras vidas para ofrecer un retrato atractivo y vemos señales del otro en todas partes. No suele pensarse en los finales. Hasta que descubrimos que nuestra manera de vivir el amor carece de reciprocidad al otro lado. Hombres difíciles, narcisistas, alérgicos al compromiso integran una variedad muy cotizada en el flirteo. Ahora, no solo la inmadurez, el masoquismo y una visión patriarcal del amor son los responsables del fracaso en unos tiempos en los que el mercado del emparejamiento a través de las apps cotiza al alza.

“¿Por qué no nos enamoramos?”, se pregunta Liv Strömquist en su novela ilustrada No siento nada, la frase con que Leonardo DiCaprio termina sus relaciones. Revisando a los clásicos, ahonda en los recovecos del amor y afirma que todos nos estamos convirtiendo en DiCaprios, a quienes una mentalidad controladora e individualista dificulta crear vínculos fuertes. Impacientes, caprichosos, insatisfechos, ¿cómo vamos a entender al otro si apenas nos soportamos? Strömquist habla de hombres emocionalmente desapegados y de mujeres empeñadas en crear una familia, aunque sea solas. Y su anhelo, como el de Chollet, y el de tantas mujeres feministas, no es matar al romanticismo, ni reformularlo, sino el de escribir un nuevo contrato sexual a fin de que el misterio del amor nos alimente sin devorarnos.

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20 de octubre de 2022

El presentador de radio y televisión, Jesús Quintero /LV

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Un hombre

 

"¿Y qué hacemos si falla el sonido?”, le preguntó de madrugada, hará apenas dos meses, Jesús Quintero a su hija, la nuestra, Lola. Su voz emergía desde las naves del sueño, donde parecía estar a punto de entrar en un directo. Lola le respondió con lógica: “No te preocupes, ya he contactado con unos técnicos de Martin Scorsese. Estáte tranquilo”. Quintero respondió: “¡Qué arte!”, y se durmió de nuevo, aliviado, a punto ya de empezar la entrevista.

Fue caluroso su último verano. Las marismas reventaban de plata, y él se agarraba a los poemas de Juan Ramón como a un rosario. “La luz con el tiempo dentro” se convirtió en su misterio. Entonces, el Loco de la Colina se echó encima una capa de silencio puro que vestiría hasta que su último aliento se deslizara suave con el sol de la tarde estampado en el ventanal de la residencia de Ubrique. Fueron sus días azules y su sol de la infancia. “Mi infancia son recuerdos de un pueblo de Huelva”. Hace un año me enseñó La Victoria, la confitería de Moguer a donde iba andando desde San Juan para comprarle dulces a su madre.

Y para explicarme la gracia andaluza ponía el ejemplo del puente que construyeron en su pueblo: al inaugurarlo, el tren no pasaba por el arco, y todos coreaban a carcajadas: “¡Qué aje!”. Dos días antes de morir, su mujer, María, lo llevó al campo, y allí sí que habló, bien corto: “¡Qué maravilla!”. También le pidió a Andrea, su hija mayor, con la mano en el corazón, que fuera a San Juan, al centro cultural que lleva su nombre, para custodiar su archivo. Porque a pesar de todo lo que se dice, murió rico. Cuatro mil entrevistas que indagan en la condición humana, sin navaja ni trampas, con esa ansia de encontrar oro en el pozo.

Fueron a despedirse de él los desheredados de cuna, aquellos personajes que para él eran verdad. Y los flamencos, y los poetas. Los toreros y las hermandades. Los locos. Encuentro una vieja cuartilla con su letra: “He venido a deciros que me voy. La colina no es una porción de mí mismo, soy yo mismo. Es mi alma. No voy a conquistar nada, voy a recoger y acoger lo que hay en mí, y un día os lo devolveré”.

Los vecinos siguieron el cortejo fúnebre sencillo, escueto, de pueblo. A las televisiones hace años que dejó de interesarles ese hombre a quien amé, el que me enseñó a crear corrientes de aire y azahar, a seguir el compás a golpe de paladar, a creer en la independencia insobornable del oficio. Los rizos indómitos. La voz nocturna. Hoy lo hemos enterrado con claveles rojos.

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7 de octubre de 2022
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Ola de frío en los pies

Estrenamos septiembre a treinta grados, con el ánimo arrugado y un principio de gastritis. Los malos augurios actúan de forma parecida a los reflujos ácidos que atropellan la calma. Afectan también al tamaño de la esperanza, que hoy nos cabe en el bolsillo. Nuestra mirada es tan borrosa como esa postal veraniega del gasoducto ruso Nord Stream 1 que nos ha helado el asombro. Hemos visto su llamarada agitándose sobre una neblina blanca, trágica y hermosa. Miles de millones en combustible desperdiciado en un acto de chulería ante la petite Europa que anticipa un invierno con frío en los pies.

Agosto nos ha protegido porque todavía es una religión en sí mismo. ¿Quién se atreve a vulnerar ese tiempo desmadejado en el que flota un aire de somnolencia? Pero el miedo no tiene perímetro y ha entrado en campaña para regocijo del putinismo. Los reiterados mensajes de nuestros gobernantes anuncian un otoño cargado por el diablo, y el término vulnerabilidad es ya candidato a palabra del año. No importa que los economistas prevean un crecimiento anual del PIB español en torno al 4%, ni que los beneficios de los bancos se multipliquen en el primer semestre de este 2022. El panorama es desolador, aunque sostenía Ortega que hay tantas realidades como puntos de vista. “Es el punto de vista el que crea el panorama”.

Los vaticinios de los nuevos profetas poco se parecen a los que José interpretaba sabiamente para el faraón. Escasea el agua y el campo se ahoga: los agricultores apenas cubren gastos, cierran explotaciones y se sacrifican reses. La vida parece más provisional que nunca, a punto de desenchufarse de su máquina de respiración asistida para dejarnos con el cable pelado en las manos. Llegamos tarde, asume Ursula von der Leyen, pero debemos emanciparnos de las servidumbres del sucio combustible ruso. Sánchez ha conseguido aprobar su plan de ahorro energético, que incluye escaparates sombríos y guayaberas. Y los necios se envalentonan, porque nadie manda en su aire acondicionado, mientras los obedientes agotan las existencias de termostatos.

En mi paseo vespertino las farolas se encienden anticipadamente en un atardecer aún claro. ¡Cuánta luz, cuánta riqueza! Invita a comerse un mantecado ante las fuentes iluminadas en la tarde azul. Borges buscó una palabra que definiera la ineficaz función de las farolas tempranas; hoy, instruidos en los rigores de la crisis energética, podría ser despilfarro. Aunque más lo son las pompas que adornan lo oficial y desvisten lo público.

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8 de septiembre de 2022
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¿Para qué se escribe?

Me hice periodista sin saberlo. Durante la infancia me impuse encubrir mi timidez, de forma que aparentaba ser una niña decidida que preguntaba demasiado. No sé cuándo empezó a crecer mi amor por la noticia ni cuándo aprendí a distinguirla del rumor. Probablemente tuvo que ver cuando la chiquillada se reía de una anciana que se sentaba en el suelo, al sol, ro­deada de gatos; los niños decían que no llevaba bragas y se le veían “los pelos”, y ella, a pesar de los insultos, permanecía impasible.

Coincidió con que mi madre me animaba a presentarme a concursos literarios infantiles, como ella misma hizo de joven. Y al ganar el primero me sentí obligada a continuar, por lo que sin pretenderlo encontré una manera de perfilar mi realidad. Aquella era una tarea que me apartaba de los juegos, sí, pero también me ofrecía la posibilidad de ajustar la palabra a la imagen, de batirme en ese misterio. Poco duró mi idilio con la fantasía y los cuentos de amores desgraciados que me inspiraban las canciones de la gran Mari Trini porque una secuencia de muertes volcó mi mirada hacia la realidad. En un paso a nivel ubicado en una curva y con escasa visibilidad, los trenes habían arrollado a vecinos despistados o temerarios. Los agricultores encontraban restos de sangre en sus huertos, y el pueblo entero suplicaba que se cancelase aquel peligro que tenían a tocar de casa. Para colaborar en la causa, le pedí al farmacéutico del pueblo, Abel Boldú, un personaje literario, que me ayudara a contactar con el diario Segre –él había participado en su creación–. Y de aquella manera, informando sobre el maldito paso de la muerte, me convertí ocasionalmente en corresponsal de provincias. Tres años después ocupaba la silla de becaria en la redacción del Diari de Lleida.

El periodismo estaba hecho para impacientes y volubles, inagotables como las noticias: lo que escribías moría al terminar el día. Desde entonces el teclado se convirtió en desierto y paraíso. Leo Zona de obras, un libro que me obliga a dar estas respuestas. Porque en sus páginas asegura que ella se convirtió en yonqui de las siguientes preguntas: “¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe?”. Guerriero lo hace con metal de cristal. Parece conocer los secretos de la maquinaria de antiguos relojes que dan la hora según el grado de dolor o de belleza. Y siempre consigue que el lector termine sus textos, desde el hueco que ella abre con cuchara de plata. Creo que para eso se escribe.

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23 de agosto de 2022
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Madres que se van

El mito de la mala madre sigue muy presente en la puerta de cualquier colegio donde una chiquilla aparece en chándal el día de la foto de fin de curso o un niño va de carnaval con un fallido disfraz de robot en papel de aluminio arrugado. Y todavía peor, pende sobre aquella criatura a quien nadie espera a pie de autobús cuando llega de excursión. No nos ponemos en la piel de esa mujer –que podríamos ser nosotras– ni pensamos en una causa grave, sino que la juzgamos por dimitir del (aparente) cuidado de sus hijos, que serán objeto de mofa por parte del grupo. Pero, ¿por qué solo concebimos la negligencia o el desinterés en la madre? La inabarcable cultura del padre ausente sigue siendo tolerada, mientras ella, en cambio, será siempre la responsable porque “una madre es para siempre”.

Begoña Gómez Urzaiz ha escrito un magnífico ensayo titulado Las abandonadoras (Destino), donde perfila a algunas mujeres célebres que dejaron de lado a sus hijos por amor, o por no caer en el alcoholismo –como admitía Doris Lessing–. Se trata también de una historia sobre niñas y niños que fueron arrancados del vínculo maternal. Y lo más valioso es que sus páginas están escritas por la misma mujer que alterna las voces de una periodista autónoma, madre de dos pequeños, que se escapa jornadas enteras de casa para poder escribir, y la de aquella niña que fue, la misma que con una madurez impropia de su edad, se preguntaba dónde estarían los padres de Pippi Calzaslargas. Esa perspectiva moral domina el relato. Por ello, Gómez Urzaiz se pregunta por su malestar ante el egoísmo de Carol –la protagonista de la novela homónima de Patricia Highsmith– y reflexiona por qué le horrorizan tanto los internados. Y se detiene con esmero en “las víctimas”, las que no tenían a nadie que les hiciera una tortilla para cenar. Ahí están Pia Lindström, la hija que Ingrid Bergman abandonó por Rossellini; o Jordi Gurguí, el hijo de Mercè Rodoreda, de quien casi nunca se hizo referencia a su maternidad; o Robin, al que Muriel Spark dejó con cuatro años al cuidado de las monjas de un convento de Rodesia. También topamos con la trágica tristeza de Célile Éluard, que acude a abrazar a Gala, su madre, en el lecho de muerte de Púbol y esta no se lo permite. A través de sus historias, en las que se quiere despegar la culpa inmanente de la mala madre, reflexionamos sobre la cicatriz que permanece imborrable en las dos partes. Y es que Las abandonadoras es la lenta observación de un cortocircuito contra natura.

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26 de julio de 2022
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El riñón del hogar

Son como los riñones de los hogares que no solo filtran los deshechos, sino que recogen las sobras de nuestra ansiedad. Actúan de forma parecida a la red de un trapecio en la que nos dejamos caer para que doten de armonía nuestras casas o atiendan a los nuestros, menores y mayores, porque estamos urgente y terriblemente ocupados en proveer. La condición de extranjeras de muchas de ellas ha fijado en su posición corporal, cargada de espaldas, mientras que sus manos ejercen el milagro cotidiano de quitar la pelusa, la grasa de las ollas, los mocos de los niños. Después de llevarlos al parque y bañarlos, hablan por Skype con los suyos, que enseguida se aburren: “Los hijos pierden el amor de uno”, le cuenta Deybi Vanesa a Cristina Sánchez-Andrade en Fámulas (Anagrama): “Un libro hecho de silencios”.

Se les buscó eufemismos menos clasistas que el de criada o chacha, pero su suerte quedaba a merced de sus empleadores, muchos con tendencia a la explotación. Lo suyo nunca ha sido un hobby, sino un trabajo intenso y reparador ­­–bien lo saben las amas de casa, doctas en economía sumergida–. A las empleadas domésticas se les exige paciencia y humildad, así como validar constantemente la confianza y soportar las inquinas que pueden caer sobre quien administra el orden en un espacio privado: que si roban, mienten, que si te odian como las famosas hermanas Papin, que asesinaron a su patrona y su hija, e inspiraron a Genet: “Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo”, dijo Christine Papin.

El Congreso ha aprobado por mayoría el convenio de la OIT que las protege igual que a cualquier otra persona trabajadora. La homologación de sus derechos repara una grave anomalía: el reconocimiento a lo que estaba sobreentendido como un trabajo miserable, sin derecho al subsidio, aunque consista en solucionarnos la vida mientras nos realizamos.

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1 de julio de 2022
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Un país en obras

Escribo en un lapso silencioso que debo aprovechar con diligencia. Los albañiles han parado para comerse el bocadillo de las diez, aquietando su grúa, la hormigonera y los martillos hidráulicos. Llevamos más de año y medio de forzosa convivencia, frente a frente, y sé que cada mañana a las siete y media, cuando abren la verja metálica, se acuerdan de mí desde que les rogué que lo hicieran con algo más de suavidad –una especie de sexo con amor–. Al día siguiente les llevé unos cruasancitos.

Ahora el silencio se incrusta en el aire todavía limpio y fresco, y puedo oír los ligeros bamboleos de la brisa que mece los árboles. Durante algo más de media hora dispondré de una calma cada vez más rara, y podré articular palabras sin que las chispas de la radial caigan encima del teclado. Vivo en una zona falsamente tranquila. Cuando los taxistas me dejan en la puerta de casa me dicen: “Aquí no hay atascos, ¿eh?”, y a menudo añaden: “¡Cuánto verde!”. No quiero desengañarlos. Mis vecinos son jardineros avezados que utilizan cada día una herramienta distinta (con especial querencia por la sopladora de hojas, que manejan como si fuera una extensión de su virilidad, colocada entre las piernas). Y al estruendo de las máquinas podadoras se le suma el lamento de la radial, un quejido monótono que se cuela en las meninges como la maldita canción del verano.

¡Cuántas veces he creído que las obras me persiguen! Allí donde voy se abre una zanja o demuelen trozos de vida anticuada. Y es que tirar un tabique o cambiar el suelo se ha convertido en un ritual muy español. Tendría que tener un nombre la adicción a las obras con afán de renovar, incluso cuando no es necesario. Tan es así que nuestras ciudades están saturadas de socavones y contenedores de escombros. Durante el 2021 se destinaron 58.001 millones de euros a la ejecución de 51.400 obras, un 78% más que en el 2020 y hasta casi un 40% más que en el momento prepandémico. Pero sospecho que en ese continuo construir y reformar se esconde un malestar: ¿son las grietas de la pared o las nuestras las que queremos arreglar con estridencia?

Cézanne afirmaba que la verdadera tarea del pintor era “hacer el silencio”, y ansiaba convertirse en eco perfecto del paisaje. Porque el ruido contamina y enferma, aunque sobre todo contribuye a que casi nadie esté dispuesto a escuchar. Hacer el silencio también supone la retirada del propio yo. Los operarios han regresado al tajo con sus soldadores, y yo seguiré llevándoles cruasanes para que no me despierten con tanto frenesí.

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8 de junio de 2022
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El Boomeran(g)
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