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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El tamaño del alma

Ocurrió cuando era muy joven y empezaba a coger aviones por trabajo. Llegué tarde al embarque; atasco, accidente, nervios. La azafata me dijo que la puerta estaba cerrada, y me sofoqué, sentí un clavo en el estómago. Tenía la entrevista de mi vida, o eso creía entonces. El avión aún estaba en tierra, el finger cosido, y entonces le dije a la mujer que se escudaba en que sólo hacía su trabajo: “Estoy segura de que si se tratara de un ministro o de alguien importante, y no de una don nadie como yo, usted le abriría la puerta. ¿Por qué a ellos sí, y a mí no?”. Y aquella mocosa subió al avión.
Tienen santa razón los podemitas: el caso Cifuentes rebosa cultura de casta. Lo afirma la diputada de la Asamblea madrileña Lorena Ruiz-Huerta, que las clava en tono bajo: la inmoralidad que supone el privilegio, incuestionable, del pez gordo que está por encima de todo y de todos. “Estamos gobernados por lo peor de Madrid”, repiten los de la formación ­morada. Y sirven la imagen en bandeja: la cara dura de la aún presidenta de la Comunidad –a quien presuntamente le brindaron un máster a medida para hinchar su currículum– frente al esfuerzo de los chavales que se curran trabajos y exámenes, que se sientan en un pupitre para sumar horas y cré­ditos, almax e ibuprofenos, apuntes y ­calificaciones ante un futuro incierto, y aun así avivan su ansia de querer ser mejores. “¿Es más importante ­lucir un currículum y ostentar un máster supuestamente no cursado que trabajar honestamente por el bien común?
¿No es más importante decir la verdad que exhibir títulos que no han su­puesto para uno mismo esfuerzo y cono­cimiento?”, se preguntaba en voz alta el portavoz del PSOE en la Cámara y catedrático de Filosofía, Ángel ­Gabilondo.
Y justo cuando asistimos a este espectáculo tan poco ejemplar, una anomía del modelo de vida, según la filosofía de Javier Gomá, aflora la relación pantagruélica del poder con los chanchullos. Casi nos habíamos olvidado de la casta, palabra silenciada por mandato de la cocina ideológica de Podemos cuando, por inteligencia política, se quiso dar unos cuantos pasos atrás respecto al discurso populista. Digamos que hubo propaganda contra las élites y sus ventajas, los logros conseguidos gracias a determinado tipo de influencia: apellidos, cargos, dinero. Un auténtico cambio de mentalidad, junto al surgimiento de nuevos partidos y el afloramiento de un activismo ciudadano, que ha ido oxidando la palabra privilegio. Su estética es rancia, pues no se apoya en los principios democráticos del bien común ni la igualdad. Es exclusiva y discriminadora. Está desprovista de frescura e improvisación, aunque no debemos confundirla con el respeto ni el reconocimiento de aquellos que se han ganado a pulso que les cedamos el paso. Y no por ser mujer, hombre, rico o famoso, sino por el tamaño de su alma.
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9 de abril de 2018
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El ruido y la prisa

Me ocupo en revisar las nuevas tendencias, que acostumbran a ser un espejo de cómo nos apañamos en el mundo: dicen que en Francia la hamburguesa ha derrotado por primera vez a la baguette, y, paralelamente, los nortea­mericanos, a quienes siempre había avergonzado el bidet, empiezan a descubrir las ventajas del chorro de agua a fin de com­batir los graves problemas de contaminación producidos por el abuso de toallitas húmedas.
Son tiempos con una elevada tasa de cambio. La palabra prestigio ha perdido su ascendente, y los cargos públicos, pero también los artistas o los intelectuales, huyen de ella como de la peste. El populismo hace tabla rasa, y las sociedades creen no tener líderes capaces, creíbles y con ­fondo, pero aun así los votan. En Occidente, estalla una gran crisis de repu­tación, favorecida por la plaga de fake news, la masiva fuga de datos de Facebook y la ciberpiratería, todas ellas señales de la inconsistencia de los mensajes que nos rodean. ¿Cuánta palabrería hueca escuchamos al día? ¿Cuánta miseria de pensamiento se promueve desde las redes, y cuánta ­permanece?
Al igual que el fast food, el pensamiento rápido es indigesto y poco saludable. Y, si a mediados de los años ochenta el denominado “movimiento slow” surgió en respuesta al atropello cotidiano que encumbraba la velocidad como antídoto ante el tedio, me encuentro ahora con un manifiesto firmado por el profesor de psiquiatría Vincenzo Di Nicola en favor del pensamiento lento. Asentado en cimientos filosóficos que van de Sócrates a Badiou, pasando por Erasmo de Rotterdam, Walter Benjamin o Lévinas, el pensamiento lento promueve la ­concepción de nuestra vida como un largo camino que no debe jalonar la inmediatez de la e-comunicación. Por encima de todo, apela a la reflexión antes que a la convicción –de la que nuestra sociedad va muy sobrada– y reivindica los verbos demorar, esperar, apelar o resistir, porque la claridad mental tiene que ser previa a la acción. El profesor recuerda aquella recomendación de Wittgenstein para todo aquel que quisiera filosofar que hoy sólo pronuncian los mejores vendedores ante la puerta del probador: “Tómate tu tiempo”.
La noción de lo útil ha aparcado a la de valioso. Que los currículums escolares hayan prescindido de la filosofía en secun­daria, que las humanidades sean tratadas como basurilla y que importe más llenar las aulas de iPads que de contenidos re­sultan claros síntomas de empobrecimiento cultural así como de la mentalidad taquicárdica que nos domina. El pensamiento lento propone una actitud reposada, dispuesta a desenmascarar y decodificar automatismos, a escuchar y repensar. A abstraerse del ruido y la prisa. A liberar al propio pensamiento de sus limitaciones. El pensar relajado.
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4 de abril de 2018
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Roboapocalipsis

No hubo más jubilosa consideración dirigida a la clase media que la democratización de los electrodomésticos; la misma que convirtió las casas en una verbena de cajas de cartón y embalajes plásticos cuyas burbujas hacíamos crujir adictivamente con los dedos. Era todo un acontecimiento familiar ir a comprar un lavaplatos o una secadora y, gracias a sus beneficios –ganar en tiempo y confort–, incluso les veíamos cierta belleza.
Entonces no soñábamos con la nanotecnología porque todo lo grande era mejor. Pero con la llegada de internet, la afición por los electrodomésticos viró hacia los gadgets. El sueño de la robótica enamoró a la industria y ­encendió el deseo. No nos bastaba la humana, necesitábamos la inteligencia artificial (IA) para rodearnos de dispositivos que, más allá de hacernos la vida más fácil, se ocuparan de todo. Y de las máquinas que limpian la casa pasamos a los coches que se conducen solos. Hasta que la semana pasada, en California, un Tesla Model X se estampó contra una mediana, chocó contra dos coches y mató a su conductor. ­Inmediatamente cayeron las acciones de la firma, y los agoreros volvieron a advertir de la amenaza de un Blade Runner real.
Hace algo más de tres años, en la ciudad surcoreana de Changwon, los bomberos recibieron la llamada más insólita que quepa imaginar: una mujer decía estar siendo atacada por su aspiradora. Dormía sobre la alfombra cuando el robot doméstico identificó su melena como pelusa y la engulló con tal fruición que le causó gravísimas lesiones. Probablemente ese día juró que barrería ella misma el piso hasta el último de sus días. El año pasado, el departamento de IA de Facebook tuvo que desconectar a dos robots que habían creado un idioma incomprensible para los humanos. Admitieron que se les fue de las manos. Topaban con el llamado principio de la singularidad tecnológica: el desarrollo técnico y científico humano no es lineal sino exponencial. La IA, haciendo realidad las predicciones de la ciencia ficción, parece encaminada a acabar con toda noción de límite: los sistemas robóticos serán capaces un día de mejorarse a sí mismos recursivamente, creando una línea de desarrollo autónoma que excedería las limitaciones del pensamiento humano. De hecho, la inteligencia artificial de Google ya programa mejor que sus creadores originales. Y según cálculos del Instituto para el Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford, la capacidad de los robots superará definitivamente a la del hombre en el 2060.
Este vuelco tecnológico abre un incierto debate sobre trabajo y economía, intimidad y relaciones personales. El problema lo planteaba el visionario Asimov: “La ciencia gana en conocimiento más rápidamente que la sociedad en sabiduría”. Robots programados para ser poseídos y manejados, hasta el día en que se superen a sí mismos y se hagan con el mando. ¿Un mundo mejor?
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2 de abril de 2018
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Como volver a casa

Querido Van

 

Qué largo es este amor, el milagro que me ha nutrido desde chica. Me ocurre a menudo: al escucharte me siento mejor persona, creas una atmósfera donde lo humano brilla y el clima siempre es suave. Nunca fallas, George Ivan. Tus notas llegan a lugares inalcanzables, acordes en toboganes. Con tu latido negro, mamado desde la cuna, absorbido del viejo tocadiscos que sonaba en el taller de tu padre, me has levantado cuando la el día se embutía en una caverna Y, por azar, en la radio del coche, aparecías haciendo gruñir la armónica, tus cuerdas blandiendo hinojo, oxígeno, carretera, terciopelo, whisky y caballos. Escucharte es viajar sin billete, alcanzar un estado leve, confiado, a ratos melancólico, casi místico; también es un lugar seguro, sin ínfulas, sin palabrería ni espectáculo.

 

Dicen que te cuesta hablar, gruñón y huidizo que en las entrevistas te haces el hombre rudo. Pero le has cantado a Dios y te has lavado con la filosofía. Has leído a Jung y sacas el subconsciente en tus letras como buen aventurero existencial. También admites que la música para ti solo es un empleo, una manera de ganarse la vida. Aunque luego te desdigas: “lo único que me encanta es la música. El resto es pura mierda. El tipo de mierda que la fama atrae es muy oscura. Es muy oscura. Me gusta la música, eso es todo”.

 

Van, qué inmenso eres. Raro y grande. Escueto. Habitando ese personaje que se toca con un sombrero Trilby y unas gafas setenteras. Nunca te excedes con la vista. Apenas levantas la cabeza de tu música, cierras los ojos, te trasformas en aquello que cantas: “Crazy Love”, “Caravan”, “Brown-Eyed Girl", “Philosopher’s Stone" o “Saint Dominic’s Preview”. Detestas el show business, la mitología del rock, la codicia. Puntual, implacable, tirano para algunos, descrees de la industria, manejas tu propio sello como tu tienda de discos, y cantas , a veces viejo otras joven, con un rango que funde el quejío negro con los sonidos de Belfast.

 

 

Los discos que compró tu padre, electricista naval, cuando viajó a Detroit –Solomon Burke, Ray Charles, Muddy Waters– te lanzaron. “Sin esos tíos no estaría aquí”. Dices “tíos”, porque tu nunca has sido cursi, a pesar de componer baladas que han alargado el amor de muchas parejas después de bailar “Someone Like You". ¿Cómo no voy a adorarte si me has regalado septiembre con “When the Leaves Come Falling Down, o me has traído la espuma del día con Dweller On the Threshold? Van, invítame a tu próximo concierto, que me harás escribir como los ángeles, que lo nuestro es para siempre.

 

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Querida Meryl

 

Nunca has parecido de este mundo, aunque lo hayas conquistado por los cuatro costados gracias a ese don tuyo para interpretar el más obstinado de los sentimientos. Ninguna otra actriz transmite así el matiz, la emoción antes de serlo, cuando apenas se la intuye. La experiencia de la emoción. Tú la anticipas; basta con que muevas ligeramente un músculo, con que levantes un milímetro la comisura de los labios o llenes tu mirada de palabras, sin nombrarlas. Pienso que habita en ti un tratado de psicología, un diván freudiano y una mecedora en un porche soleado. Tu don enamora, por mucho que te nombren la peor vestida de la alfombra roja y te sigan ofreciendo papeles de bruja o diabla.  

 

Te hiciste actriz para enseñar a crecer a las mujeres. No empezaste joven, rubia animadora, reina del baile de fin de curso.Pasaste por la Escuela de Drama de la Universidad de Yale antes de reverenciar al público. Tu madre tenía temperamento artístico, tu padre “procedía de una familia de impregnada tristeza”. Meryl, progre y comprometida, madre de cuatro hijos; la sensatez y el pulso creativo, sin alaracas ni escándalos. En tus biografías se relata aquel desplante que te hizo Dino de Laurentiis durante el casting de “King Kong”: "Che bruta! ¡Es muy fea! ¿Por qué me traes esto?”, le dijo a su hijo. El papel fue para Jessica Lange. Allí empezó tu carrera. 

 

Se te conocen dos amores. El primero, John Cazale, murió en tus brazos. Te echaron del loft y te refugiaste en casa de un amigo, el escultor Don Gummer, con quien te casaste seis meses después. Hasta hoy. También eso te envidiamos, Meryl, la fantasía de un largo amor y un fuego de chimenea. Admiramos  la maleabilidad de tu yo, los personajes que incluso desde el disparate o la ambición has hecho creíbles. La Hepburn y Bette Davis te nombraron su digna sucesora. Con tu récord imbatible de nominaciones, 21, pero sobre todo con tu gracia y tu don, te has erigido en mentora de varias generaciones que han bebido de tu compromiso. Que te escuchan desde la parálisis de su botox cuando dices: “Que nadie me arrebate las arrugas de mi frente, conseguidas a través del asombro ante la belleza de la vida; O las de mi boca, que demuestran cuánto he reído y cuánto he besado; Y tampoco las bolsas de mis ojos: en ellas está el recuerdo de cuánto he llorado. Son mías y son bellas”. Marie Louise, Meryl de todas las mujeres, nos has demostrado sobradamente que la belleza se arroja desde dentro. De la cabeza.

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31 de marzo de 2018
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María Magdalena y el 8-M

Cuando la vida no tenía prisa nos gustaba que llegara la Semana Santa. El olor a incienso hacía más misteriosas las calles y el hojaldre que se horneaba en casa resultaba una deliciosa coartada vegetariana, els panadons, para respetar la Cuaresma absteniéndose de la carne. Nos encantaban las interminables películas que ponían en la tele cada la tarde, de Espartaco a Ben-Hur, e incluso Las sandalias del pescador. Las veíamos enteras, comiendo pipas y torrijas. Y después íbamos a probarnos el disfraz para la procesión o la Pasión, entre los nervios y la dicha. Recuerdo que siempre ansiaba el papel de María Magdalena, lo prefería mil veces al de Samaritana o Verónica. Magdalena había probado otros mundos, y por tanto se trataba del personaje femenino más interesante. De generación en generación, nadie se ha librado del peso de aquellas palabras antiguas y limpias que, se dijo, la salvaron: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”.
Su personaje ha dado buena tinta a la ficción. De la carta de Saramago a Nikos Kazantzakis y La última tentación de Cristo, que Scorsese convirtió en película. Sus brochazos eróticos escandali­zaron. Pero la literatura y la teología feminista iban abriendo el personaje y ­rescatándolo de su valle de lágrimas pecadoras. Gracias a Anna Caballé, descubrí recientemente a otra María Magdalena, la que describe Isabel de Villena, nacida Elionor Manuel –educada en palacio, monja clarisa y abadesa del convento de la Santísima Trinidad de Valencia–, de quien sólo se conserva su Vita Christi, una reescritura del Nuevo Testamento desde una perspectiva teológica determinada tanto por su adscripción a la regla de san Francisco como por su condición de mujer, en la que revisa varios personajes femeninos relegados a la oscuridad. Esta religiosa y escritora medieval que nadó a contracorriente no describe a María Magdalena como la exprostituta del cristianismo, sino como una joven noble huérfana, adinerada, amiga de las fiestas, sensual, “inventora de vestidos”, a quien no importaba el qué dirán: “Y como en tales casos la fama de las mujeres no puede perseverar entera, aunque las obras no sean malas, son demostraciones que dan que hablar y sospechar a los murmuradores encargados de juzgar y condenar la vida de tales personas”.
Hasta hace apenas dos años, en el 2016, la Iglesia no restituyó –por orden del papa Francisco– su figura, estableciendo la celebración de santa María Magdalena en el calendario romano. Y ahora se acaba de estrenar un biopic protagonizado por Rooney Mara, una María Magdalena que nada tiene que ver con la que nos escupió la historia, envilecida desde una tradición misógina y patriarcal. Santas, putas o malvadas, no podían ser tantas. A María Magdalena por fin le ha llegado su 8-M.
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29 de marzo de 2018
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Señores y criadas

Son casi invisibles a pesar de que recojan nuestros calcetines del suelo, enrosquen la tapa del tubo del dentífrico, nos hagan la cama y pasen la bayeta para abrillantar el cuarto que volveremos a desordenar, igual que niños mimados, porque –nos diremos– para eso pagamos el servicio.
A veces nos las cruzamos por los pasillos; nunca esperan un saludo. Son sombras silenciosas que empujan un carro y se arrinconan cuando los ­huéspedes salen de la habitación. Evitan mirar a los ojos: se han acostumbrado a no ser percibidas, acaso como una pieza más del mobiliario del hotel. En su postura corporal, en sus hombros cargados y en sus manos rotas, hay abatimiento, el precio de saldo que tienen sus vidas, su condición de semiesclavitud.
Muchas de ellas provienen de sectores vulnerables, soportan grandes cargas, y no quieren seguir tentando a su suerte. Se llaman kellys, y no podría haber mayor realismo en abrazar esa contracción abreviada de las que limpian, en anglificarla y ponerle nombre de mujer, porque en verdad son escasos los hombres que trabajan de camareros de piso –excepto en los países árabes, donde los sojuzgados y explotados son paquistaníes o srilankeses–. Cobran entre 1,5 y 2 euros por hacer una habitación, trabajan por obra cerrada: 18 o 26 habitaciones en 8 horas, más piscina y jardín. Sufren accidentes, deben de tolerar situaciones incómodas –no sólo hay un Dominique Strauss-Kahn en el mundo–, saber callar y agachar la cabeza ante la mota de polvo que encuentra la gobernanta. Aún y así representan el 30% del empleo turístico, el último escalón, desprotegidas tras la reforma laboral del 2012, que permite externalizar servicios como la limpieza y pagar muy por debajo de los mínimos que marcan los convenios colectivos. Hará un par de años que se han asociado y su reivindicación hace palidecer a una sociedad que apenas las había mirado. Sus derechos siguen bajo cero: representan la mano de obra barata para un sector boyante, pilar de nuestra economía: habitaciones impolutas a precios competitivos constituyen una señal elocuente, lo mismo que las etiquetas de ropa, de cómo se logra desregularizar el mercado y condenar a la precariedad más lastimera a un colectivo de mujeres que se han convertido en las ultimas parias de nuestro Occidente tan políticamente correcto.
Lucia Berlin, que planchó coladas y fregó suelos ajenos, escribía que no le importaba trabajar como mujer de la limpieza: “Se parece mucho a leer un libro”. Los testimonios de las kellys tienen mala literatura. Porque a medida que se van conociendo sus historias, la obstinación de la patronal y del propio sector en no regularizar su situación resulta más caciquil.
No sólo Amnistía Internacional y otras oenegés claman por sus derechos; debemos hacerlo todos los que alguna vez descansamos en una habitación de hotel, reluciente, con las cortinas echadas.
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26 de marzo de 2018
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Pueblo es

Su padre, fontanero –sin metáforas– del ayuntamiento de Sevilla, a menudo le decía: “niña, no te metas en política”. Triana era un solo de guitarra, el puente ,con sus puestos de pescaíto frito y mojama, aún virgen de ese urbanismo caprichoso que con la Expo quiso ponerle laureles al Guadalquivir. Porque existe una Sevilla literaria y surreal, una Sevilla obrera y flamenca, y una Sevilla sevillí, engominada y engallada, con palacios decadentes donde solo calienta una estufa en el invierno raso. Susana Díaz emergió cual la bisagra dispuesta a renovar el socialismo andaluz desde las manos agrietadas de sus orígenes. Desde la piedad también. Tanto es así que, de joven, Susana Díaz fue catequista, en la humilde parroquia de San Joaquín, en El Tardón, el barrio donde se anudó el corazón trianero: de allí proceden estirpes como Los Montoya, Lola Cardona o La Pantoja.
Hay personajes andaluces cuya ascendencia resulta casi religiosa. Yo he visto de qué manera algunas madres le pedían a su ídolo que impusiera la mano al hijo. Susana tiene tirón popular, y dicen que abraza con ahínco. Devota de la Virgen de la Esperanza de Triana y de la del Rocío, cumple con los tópicos: ejemplifica a la perfección el orgullo andaluz, y exhala una autenticidad que es al tiempo su mayor fortaleza y su talón de Aquiles, el motivo de su magnetismo en Andalucía y los prejuicios que despierta en buena parte del resto de España. Una mujer que se pasea con el traje de flamenca por la Feria de Abril, que luce una pulsera verdiblanca en la muñeca –aunque también podría llevarla rojigualda–,forofa del Betis y Morante de la Puebla..."¿Cómo la van a entender catalanes o vascos?, debe pensar Pedro Sánchez.
Para algunos es una política soberbia y sobrevalorada. Comedianta y sentía. Abraza “al pueblo” con una familiaridad gozosa; se escucha al hablar, con una cascada de reiteraciones, y le pone ritmo y suspenso. Pero también tiene colmillo y experiencia, habla alto sin gritar, se apoya en gestos simples, como las manos en posición abierta, y se abre paso con sus haches jondas invocando a  “la hente”. “No pienso recortar en mis colegios, en mis hospitales, en mis dependientes” le lanzó a Montoro a santo del déficit autonómico.
La comunidad flagship de los socialistas ha querido olvidar a sus padres políticos, la corrupción y los ERE, confiando en el regazo de Susana, esa chiquilla morena rizada convertida hoy en rubia papisa del Sur.
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Miguel Ángel Revilla es el cuñado de España, el pariente carismático que dice todo lo que piensa y, aún y así, le ha ido muy bien en la vida. Los shares se han disparado durante años con sus artes de justiciero, de azote de las ambiciones de los ricos y poderosos, y tanto le da a Amancio Ortega como Pujol, la austera Merkel, la Iglesia o el Rey. El suyo ha pretendido ser un populismo blanco, el del pepito grillo de las corruptelas y las prebendas. Siempre fue en taxi a palacio. Y eso le dio fama nacional, de tío cojonudo y limpio que ha convertido la Presidencia de Cantabria en un no-lugar austero, sin nada que brille. El lujo le indigna, al igual que la palabra élite: es una aversión visceral sin filtro, hiperbólica. Pero ahí encontró su nicho. El que le ha dado grandes réditos como autor de best sellers. Y una se pregunta quién puede leer un libro de Revilla con tanta melancolía literaria de la buena por resolver, pero la respuesta está aquí: "Nadie es más que nadie" lleva 27 ediciones y 150.000 ejemplares vendidos. Recibe cien cartas al día. Es la Elena Francis de la hipermodernidad populista, el chamán de la España de los aeropuertos desiertos, el imán de la clase media necesitada de nuevos Paco Martínez Soria.
El adjetivo 'campechano' celebra la afabilidad y sencillez de la gente llana. Directo, cordial, alérgico a las medias tintas. Así es Revilla, a medio camino entre el profeta y el predicador mediático, anchoas de Santoña incluidas. El presidente cántabro gastó 500.672 euros públicos a lo largo de dos legislaturas en comprar las miles de latas del “caviar de Cantabria” que generosamente regala a todo el que se cruza en su camino, contabilizados al detalle en el epígrafe regalos institucionales. Ese ha sido su exceso, ser el hombre-anuncio de la anchoa cántabra.
“Que yo sea tan querido refleja lo mal que está España” ha declarado en un exceso de modestia que escama al venir de un animal mediático. Sabe mirar a cámara calculando hasta el tiempo de los aplausos para que su guinda dialéctica se oiga alta y clara. Igual que su gusto por los dichos populares o el autoafirmativo índice de su mano derecha. Ya lo advirtió Todorov: "Los populistas (...) quieren que estemos entre nosotros, entre gente parecida, cuando la democracia no es una extensión de la familia o del clan". Revilla es ese tipo curtido, capaz de arreglar el mundo en un cambio de semáforo, mientras el taxista le lleva a ver al Rey. 
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26 de marzo de 2018
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La gula del mundo

Aristóteles llegó a pensar que las anguilas se engendraban espontáneamente en el fondo de los lagos, dada la imposibilidad de encontrar sus huevos en las aguas de la Hélade. Ni una cría, ni un anguililla adolescente, tan solo los miembros adultos de su especie plateaban en las riberas mediterráneas, del Egeo a las Columnas de Hércules. El misterio de su origen resultó un desafío para la zoología, hasta que a comienzos del siglo pasado, en 1920, Johannes Schmidt descubrió que nacían y morían inevitablemente en el Mar de los Sargazos. Después de nacer y dejarse arrastrar por las corrientes marinas, bien hacia las costas norteamericanas, bien hacía las europeas, alrededor de los diez años emprenden un largo viaje cruzando el Atlántico que las llevará a empequeñecerse y morir en ese supermar sin costas ni vientos, el desierto flotante de Verne, tan temido por su calma chicha, cementerio de barcos y marinos.
Los buenos gourmets, y muy especialmente los orientales que las consideran un botín gastronómico, siempre ha sentido fascinación por las anguilas. Moverse como ellas ha sido metáfora de audacia y rapidez, un hacer propio de personas salaces, astutas, pero también livianas. Hoy, la anguila europea ostenta la categoría CR, la que indica que se trata de un animal en peligro crítico de extinción. Era imposible que tanta épica y belleza permaneciera en nuestro mundo; que ese lejano mar que, gracias a la literatura, solo con evocarlo hace sentir el temor por lo desconocido, siga siendo visitado por las anguilas que ya han vivido lo suficiente para cumplir su ciclo. La codicia humana es capaz de crear las variantes más sofisticadas de contrabando. Y el de las anguilas, capturadas como angulas, lleva años generando auténtico furor en muelles y aeropuertos, también los españoles. Y aunque las leyes requieren que el 60% de las menores de 12 centímetros de longitud capturadas se reserven para repoblación (y no para acuicultura ni consumo), los comerciantes japoneses o chinos cuentan con piratas que las pescan y transportan igual que si fueran percebes.
Mi obsesión con la azarosa agonía de las anguilas, escurridizas y brillantes, grandes viajeras y dueñas de varias vidas, se debe a que un contenedor de angulas secuestradas, para proceder a su engorde y acabar siendo degustadas en los restaurantes más caros de Shanghái y Tokio, me ha  servido de espejo. En él se refleja una sociedad cansada y autodestructiva, caprichosa e infantil, ensimismada en sus placeres. Ya lo escribió Chéjov: la absurda lucha por el poder, cinco hombres luchando encarnizadamente contra una pobre anguila. Hoy, estas toneladas de angulas secuestradas para convertirse en criaturas gordas y grasientas, y así poder satisfacer la voracidad de un mundo que deglute leyendas marinas, representan una muestra más de la explotación del planeta, en constante persecución de la belleza.
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20 de marzo de 2018
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Mala mujer

Los estercoleros de Twitter y Facebook han chapoteado en su propia inmundicia, amasando odio y propagándolo con lengua muy sucia, ante el terrible desenlace de la desaparición de Gabriel Cruz, el pequeño de Níjar nacido de Patricia y Ángel, pero ahora hijo y nieto de España entera. Su sonrisa, su inocencia, su amor por el mar, sus 22 kilos: todo eso lo siente como suyo un país soliviantado por el mal, atrapado en un suceso contado a capítulos que va supurando morbo a medida que se alimenta la narración y se abren sus costados.
Ocurre pocos días después de las manifestaciones feministas que han metido en la agenda política el debate de la igualdad real –hasta ahora esquinado, con la teoría bien aprendida y la práctica desastrada–. El pasado 28 de febrero buceaba en este mismo espacio en el componente genérico de violencia y agresividad. Los hombres también copan los rankings luctuosos, los de crímenes y suicidios. Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), más del 90% de los homicidas a nivel mundial lo son. Se trata de datos fríos, constantes, indomables. La masculinidad pide a gritos una reformulación, pero, que nadie crea en la santificación universal de las mujeres ni en que su genética las ­exonera del mal.
Desde Medea hasta aquella Mónica Juanatey, mentirosa y calculadora, que ahogó a su hijo de 9 años en la bañera y siguió cobrando el subsidio de desempleo con la prestación de madre soltera durante 28 meses, o la veinteañera que golpeó mortalmente a su bebé en Florida hace un par de años porque no le dejaba jugar al videojuego Farmville. La desnaturalización de la maternidad siempre se ha vivido como una anomalía aberrante. Mucho se ha abundado en el mito de la mala madre, formulado invariablemente desde el modelo dual de la pérfida progenitora y la amantísima pero débil mamma. Probablemente no soportaríamos los cuentos infantiles si, en lugar de la madrastra, fuera la propia madre quien desea que Hänsel y Gretel mueran en el bosque. De ahí esa terrorífica figura de la madre postiza, la que se convierte en adversaria por el amor paterno y lucha para postergar al que no es fruto de su vientre. Cuando las parejas se separan, siempre existe cierta prevención hacia la novia de papá o el novio de mamá. La madurez de una sociedad se mide por su capacidad de adaptación: cómo se encajan las nuevas familias y construyen un nuevo orden en el que la aceptación y el esfuerzo son las bases. El crimen de Gabriel se circunscribe de nuevo en la dicotomía bondad-maldad. La presunta asesina, sobreactuada y perversa, frente a la madre que elimina el odio del recuerdo de su hijo, dispuesta a transformar el dolor desgarrado en un ejemplo de vida.
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14 de marzo de 2018
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Ferretería pesada

Encandiló a sus ciudadanos con un buen repertorio de zapatos: ababuchados, con machas de leopardo o de terciorpelo rojo, aunque enseguida deshizo el malentendido. Ella no era una venerable dama a punto leer una novela costumbrista de George Eliot o acudir a una subasta benéfica, sino una política tenaz, instruida en el gabinete en la sombra de Cameron, diputada en Westminster desde hace más de dos décadas, Ministra de Interior que logró cruzar el umbral del 10 de Downing Street con una suave inclinación de cabeza. 
Que tus dos abuelas trabajaran en el servicio doméstico y tu padre fuese pastor de la Iglesia Anglicana tiene que imprimir carácter en la todavía clasista Gran Bretaña. Los tacones que lució nada más hacerse con su escaño, o que eligiera en una entrevista una suscripción vitalicia a Vogue entre aquellas pocas cosas que se llevaría a la proverbial isla desierta, sirvieron para el vermut feminoide. Hasta que el peso del cargo se impuso, y May empezó a calzarse plana, moderó sus rizos y homologó sus trajes chaqueta, eso sí, colgándose unos collares vistosos. Ríete de la clásicas perlitas nacaradas de la Reina Isabel, Jackie o Margaret Thatcher; no, poderosas bolas a modo de los orbes reales adornaron el cuello de quien se ha erigido en la guía de Gran Bretaña en su particular travesía del desierto del Brexit.
La seducción le llega tarde, en plena deseuropeización de las islas. Porque May es ante todo, y según la hemeroteca, la mujer que quiso ser 'La dama de hierro'. Tuvo que conformarse con ser su secuela. Y no soporta a Thatcher por haber llegado antes. Aún se chafardea sobre su enfado la noche electoral de 1979, cuando se juró a sí misma que haría historia. En verdad, ha sido única mujer en alcanzar el poder –y mantenerlo– en el todavía rancio partido conservador del siglo XXI.
Colecciona recetarios de cocina, lleva treinta y ocho años casada con su marido, Philip May –les presentó Benazir Bhutto en una discoteca para cachorros bien–, y se pone marchosa con el "Dancing Queen", de ABBA. Siempre correctísima, sin arrogancia aunque con ferretería pesada, es una aleación conservadora que no acaba de cuajar en el tan cosmopolita como ajado Reino Unido, al estilo de  sus moquetas. El aislamiento al que voluntariamente se han sometido sus compatriotas es liderado por Miss May, que negocia una soledad a medias, acaso con el regusto de seguir siendo objeto de deseo, igual que un tweed de Saville Row o un perfume de Penhaligon’s. 
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Es ese algo marmóreo y opaco, el hielo en las estepas rusas, la blancura gélida cubriendo las malas hierbas que crecen sobre las tumbas de Chéjoy y Mayakovsky en el cementerio de Novodévichi; sí, es el hielo lo que engrandece al personaje de Vladimir Putin, entre la incógnita y el abismo, el mismo que refleja casi tanto hermetismo como poder de autocontrol. No en vano, antes de cocinero mayor del reino, fue espía.
Los hombres que apenas mueven la boca al hablar suelen intimidar. Y la inclinación de Putin al silencio no es espiritual, ni pacífica, sino intimidatoria; el silencio es su principal escuela, además de su escudería. Él es el hombre que surgió del frío, consciente de que los secretos costaban mucho dinero. Criado en una familia humilde de Leningrado –su padre era oficial de la Marina Soviética y su madre obrera en una fábrica–, venció a la grisura y escaló las alturas del aparato comunista gracias a la KGB, que lo reclutó a los veinte años. A día de hoy aún no se ha librado de la máscara de agente: labios finos, ojos azules congelados, y un hablar de ventrílocuo con el que se expresa a la perfección en alemán e ingles. También practica la lucha rusa sambo, judo y kárate; es un tirador experto, amante de la caza mayor; monta a caballo, esquía y hace submarinismo; pilota aviones y coches de carreras. Y para darle un toque excéntrico al retrato robot del perfecto infiltrado, toca el piano y adora la fotografía narcisista. 
La lista de damnificados de Putin atestigua su peligrosidad: espías pero también periodistas, opositores y hasta punkis feministas. Y ¿acaso no es el único líder con el que Trump se ha mostrado linsonjero, dispuesto a todo para contagiarse de su masculinidad que no pestañea, tan rusa como una botella de Stolichnaya y una colección de matrioshkas? Putin habita en una de ellas. A veces saca su efigie más grande y su mirada rabiosa, y otras la figurita pequeña, e incluso ensaya alguna sonrisa, como cuando su ministro de Agricultura patinó al anunciar que Rusia exportaría cerdos a la musulmana Indonesia. 
Como un zar moderno, ha establecido un estado todopoderoso que regresa al papel de Gran Rusia. Sin el sonrojo ebrio de su antencesor, Borís Yeltsin, ni la honorabilidad de quien se reciclara en modelo de maletas de Louis Vuitton, Mijaíl Gorbachov, ha sacado nuevo brillo al Kremlin. Eso sí, siempre con los puños apretados, ese gesto tan propio de un señor de la guerra.
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13 de marzo de 2018
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El Boomeran(g)
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