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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Miembros censurados

Que los penes sigan siendo censurados fuera del ámbito gay o el cine independiente es un síntoma del mal acomodo de la masculinidad en los cánones establecidos. Si bien se ha sobreexcitado la anatomía femenina, redondeando senos y sombreando pubis desde la mirada del hombre, resulta de un recato absurdo que en tiempos de fluidez sexual exista tan escasa normalización del desnudo masculino frontal. Como si el sexo del hombre fuera sucio, antiestético o cómico. Un tabú. Disturba la mirada, sube grados de contenido sexual y pone de manifiesto la contradicción: hemos vivido inmersos en una falocracia, pero la visión de un pene hace levantar los hociquillos de unos y otros.
El revuelo causado en la última edición del Festival de Toronto por las secuencias de El rey proscrito en las que el actor Chris Pine muestra su miembro, o la reciente eliminación por parte de Facebook del mítico desnudo de Burt Reynolds sobre una alfombra de piel de oso, dan fe de lo infantil que resulta ese repudio pertinaz de la virilidad expuesta. Hace un par de años, en San Petersburgo colocaron una réplica del David de Miguel Ángel en la vía pública, y una vecina, Inna Lvovna, montó un pollo descomunal. “¿Cómo han podido poner a este tipo sin pantalones en el centro de la ciudad, cerca de un colegio y una iglesia? Este gigante afecta negativamente a las almas de los niños”, se quejó la mujer. Las autoridades, incluido el director del colegio, trataron de convencerla de que no era denigrante ni peligroso, no confundía a los chavales –al contrario– y que se trataba de un desnudo artístico. Pero ella siguió empeñada en vestir al David. El episodio recordaba a lo que pasó con aquel Cristo de la Minerva, esculpido por un maduro y abiertamente gay Miguel Ángel, al que se le acabaría cubriendo el sexo con un pequeño lienzo de bronce. ¿Cómo íbamos a enfrentarnos al pene de Dios, hecho hombre?
Nuestra mirada es hoy mucho más recatada que en tiempos del Renacimiento, cuando el arte europeo abrazó la tradición visual grecolatina del desnudo para ampliarla sin pudor. La Royal Academy de Londres acaba de anunciar para la próxima primavera la exposición The Renaissance Nude, donde podrá admirarse la libertad con la que Rafael, Tiziano, Durero o el propio Miguel Ángel se enfrentaron al cuerpo, idealizado y también envejecido, a veces amanerado, otras cristalino, voluptuoso o sin distinción de sexo y sin rubor. La posición moral, y estética, del desnudo es paradójica. Unos lo utilizan para protestar, y ya aburre, otros para escandalizar, que casi es peor, y así falos y pezones están vedados por las compañías de Silicon Valley con el fin de mantener blanco el mantel, pero en sus propias redes se producen multitud de confusiones y aberraciones respecto a la relación con el cuerpo.
Acaso el día en que no censuremos más penes, la percepción de nuestros cuerpos, y nuestra manera de relacionarnos, sea más sana y nosotros algo más renacentistas.
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15 de octubre de 2018
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Reservado

Ocurrió cuando ya acababan los aplausos. La mujer de la fila de delante se levantó con un cartel adherido al trasero. “Reservado”, se leía. Se escucharon algunas risitas mientras ella miraba confusa a su alrededor, sin entender nada. En unos minutos se había convertido en una especie de intocable, una pantomima de sí misma al haberse sentado en un sitio vedado. Pensé en la multitud de personas que se van de esta vida sin que sus posaderas conozcan el confort de un silla exclusiva, gente de buen conformar que se sienta donde puede, que incluso permanece de pie cuando los vips impuntuales atraviesan la sala para ocupar su puesto; ellas de puntillas para no taconear en exceso, ellos cabizbajos aunque ufanos por pertenecer a esa élite que les garantiza simbólicamente un lugar mejor que el del resto en el mundo.
Hubo un tiempo en que los reservados de los restaurantes tuvieron ascendencia. Pudientes o caprichosos que querían evitar la exposición pública le conferían un aire de privacidad a sus comidas, en las que se suponía que hablarían de cosas importantes. Daba igual que fueran agujeros de madera oscura, sin ventanas, tapizados con estilo masculino, porque lo habitual era que allí conspiraran bigotes y corbatas. Su aire rancio presagiaba el ocaso. Y se impuso lo diáfano. Las élites, cada vez más cuestionadas y radiografiadas, han empezado a despeinarse. A veces veo a ministros viajando en clase turista como acto político en sí mismo. No están cómodos, los escoltas al lado, apretados en el sándwich aéreo, pero no cejan en su intento de ser ejemplares y simular vaciarse de privilegios.
Ríos de tinta se han vertido para advertirnos de los muchos peligros que el populismo esconde, y, en cambio, qué poco se ha glosado ese renovado elitismo –presentado más neutramente como “tecnocracia”– que reacciona contra la culpabilización de las élites de todos y cada uno de nuestros males y ansía alcaldías y gobiernos. En verdad son dos caras de una misma moneda: ambos insisten en que las ideologías han caducado para presentarse como opciones prácticas, convencidos de que las ideas no importan, sólo los resultados. El populismo organiza el Estado como una casa en la que todos deben sentirse cómodos y activos, mientras los tecnócratas sueñan con gobernar como se dirige una empresa de trabajadores eficientes y motivados. El punto en el que chocan es, precisamente, el que atañe al trato de favor: los primeros, partidarios del igualitario “de todos o de nadie”, consideran que es extractivo y antidemocrático, negando incluso la venia a quien lo merece, mientras que los segundos, más que acostumbrados al protagonismo, se benefician de él sin cuestionarlo, creyendo que llevan pegado en el culo el cartel de reservado.
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10 de octubre de 2018
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‘Formentor- sur-mer’

Qué hacen más de ochenta escritores y periodistas concentrados en un hotel de lujo con leyenda literaria y glamur cos­mopolita debatiendo sobre vírgenes, diosas y hechiceras? Sucedía el pasado fin de semana en Formentor, entre cortinas verde pino y azules mansos. Los convocados no se entregaron al sexo libre –y si lo hicieron, habrá que aplaudir su fina discreción–, a diferencia de sus antecesores mucho más libertinos y alcohólicos. No estaban llamados a arreglar el mundo ni a resolver los constructos que han maniatado durante siglos a las mujeres. Pero con ingenio y solvencia mostraron cuán deformes han sido las interpretaciones sobre arquetipos fe­meninos y construyeron un relato conversacional que exaltaba la verdad poética de ­Safo o Virginia Woolf, asumía la ­androginia de la voz creativa, resucitaba a Molly Bloom, Cleopatra, Casandra o Las tres hermanas de Chéjov con lecturas refrescadas.
Qué contar y qué callar; escribir sobre la realidad o desde la fantasía, escapar o enfangarse. Así arrancó la introducción a la obra del ganador del premio Formentor 2018, Mircea Cartarescu, de quien aprendimos algunas palabras de su rumano. “Suena a pura teología”, ­comentaba el editor Jorge Herralde, y así es como el autor de Solenoide (Im­pedimenta/Periscopi), una de las novelas más sorprendentes del año, siente la escritura: una religión. Durante su infancia gris metálico en la periferia de Bucarest guardaba el dinero que su madre le daba para comprar bocadillos y lo convertía en libros. Apenas comía, o mejor dicho, sólo comía libros. “¿Por qué escribo? ¿Porque sí?”, citó de Samuel Beckett.
Emmanuel Carrère también expresó con determinación de qué forma las letras le redimieron: “Escribir en primera persona me salvó la vida, o al menos mi vida de escritor”. “Exponerse y arriesgar”, fueron sus palabras más repetidas, y en verdad sentías el temible fondo de miseria que ha desbrozado el escritor. El director de la Fundación Santillana, ­Basilio Baltasar, alma de les Converses de Formentor, hizo una lectura del Eurípides feminista que acabó por aterrorizar a los atenienses, advirtiéndoles acerca de la tragedia que podía caerles encima si se casaban con otra mujer que no fuera la suya. Y recordó la frase de Jasón a Medea –que hoy en día sigue siendo la frase–: “Si lo hago es por tu bien”. Esa terrible displicencia. Pierre Assouline evocó, a propósito de Marguerite Duras, la escritura desnuda y salvaje, y confesó que se enamoró de su voz: “La voz de un escritor es su escritura”. Mientras que Cartarescu, con su porte aflamencado y otras palabras, venía a decir lo mismo: “Escribir es no decir nada, escribir es escuchar”. Y entonces se dio paso a un bufet de palabras libres.
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3 de octubre de 2018
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¡Guardadles la espalda!

En los años de plomo, cuando ETA afinaba su puntería con propios y extraños, el número de escoltas llegó a rozar en Euskadi los 3.000, y hasta 5.500 hubo en toda España, según cifras de la Asociación Española de Escoltas y Profesionales de Seguridad (ASES). Llegaban a la simbiosis con aquellos que protegían, discretos aunque con mirada de águila y los pómulos marcados a fuerza de contraer los músculos en señal de alerta. Algunos de sus usuarios, los más laxos, querían imaginarlos como esos guardianes de los ricos que acaban haciendo de chico para todo: aún recuerdo cómo dos hombretones, custodios de la entonces ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, le sacaban a sus perros en el barrio de las Salesas. Los que frenaban insultos y balas trabajaban entre 12 y 15 horas diarias, y cobraban en 1997, el año del asesinato de Miguel Ángel Blanco, alrededor de un millón de pesetas al mes. Un dinero que nadie cuestionaba, todo era poco cuando se trataba de plantar cara a la amenaza terrorista. Esta encuadraba en su punto de mira a políticos, empresarios, periodistas e incluso disidentes de la banda; hubo años en que las víctimas casi llegaron a cien. Después de anunciarse la disolución de ETA , los escoltas empezaron a reciclarse. Y algunos se propusieron asistir a las víctimas –mejor dicho, supervivientes– de los malos tratos. En 2016 se creó en Bilbao una asociación sin ánimo de lucro, Edemm, que ofrece guardaespaldas a mujeres amenazadas por la violencia machista, y hoy más de cincuenta mujeres vascas cuentan con su protección, según el Departamento de Seguridad del Gobierno vasco.
Ya van 26 mujeres y 23 niños asesinados en lo que llevamos de año. La pasada semana escuchábamos una doliente petición de perdón, la del presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Juan Luis Ibarra, tras el asesinato de Maguette Mbeugou, quien había pedido una orden de alejamiento que nunca obtuvo. “Esto es un fracaso de la justicia con mayúsculas”, asumió Ibarra. El primer mea culpa que recuerdo por parte de aquellos que deberían proteger con todos los recursos a quienes son perseguidos por la sinrazón de un machismo totalizador, propietario de vidas subrogadas que aniquila a su antojo ante un clima de fatiga social. Con prejuicio y distancia.
A las malas lo sabe Itziar Prats, a quien una magistrada –no es la primera– le cuestionó si su miedo era de verdad o de pacotilla, y le negó la tutela judicial. Sus dos hijas murieron esta semana acuchilladas por su padre. Que me expliquen por qué ella o cualquiera de las que denunciaron amenazas, no han podido tener protección policial en casa y en la calle. Salvar sus vidas y las de sus hijos debería quedar al margen de cuestiones monetarias: ni la sociedad ni el Estado pueden seguir echando cuentas ante una de las lacras más abyectas que destripa un futuro manchado de sangre inocente.
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1 de octubre de 2018
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El amarillo es el nuevo negro

Qué ha ocurrido para que las prendas negras hayan empezado a reducir ventas mientras los colores flúor, clorofila y magenta desbordan las pasarelas y copan la principal calle de la moda que es Instagram? La hegemonía del azabache, que durante décadas ha sido símbolo de elegancia, rigor y esbeltez, minimalista y sexy, capaz de transmitir ascetismo o rock & roll, se desvanece ­incluso como color protesta. Según la agencia WGSN, el pasado enero la ropa de colores brillantes suponía un 20,2% de la oferta del mercado británico, al tiempo que la de color negro caía y el amarillo vivía una evolución espectacular, con un aumento de hasta el 50%. Este fue siempre un color optimista y vacacional; un color de ricos de Palm Springs o Montecarlo. Aunque pocas famosas se atreven con él: Amal Clooney lo eligió para casarse ajena a supersticiones, y la reina de Inglaterra –que no escatima en visibilidad– lo utiliza sin reparos, igual que el verde lima. En las calles catalanas, los independentistas han elegido esta tonalidad gritona para pedir la libertad de sus políticos encarcelados.
Del negro victoriano, significante de clase y luto, al little black dress de Coco Chanel –inspirado en los uniformes del servicio–, este no color ha sido durante décadas algo más que un código de moda, un emblema existencialista al que el punk le añadió agujeros, suciedad y desafío. Y ya no tuvo adversario en la posmodernidad. Hoy, en cambio, los analistas de tendencias pronostican su declive, que responde a la suma de varios factores: para empezar, nos hallamos en la era más visual de la historia a golpe de clic. También pesa –y mucho– la cuestión del género y la afirmación de la propia identidad. Nuria Basi, según ella misma una de las primeras mujeres cuota, me explicaba que cuando iba a ser la única fémina en un consejo elegía un traje rojo. Porque vestirse de oscuro o con tonos neutros, “como un hombre más”, ha sido un recurso entre aquellas que han ejercido poder, sin riesgo de despertar efectos secundarios: sea mofa, lujuria o desprecio. ¿En qué estado mental vivíamos al considerar que una mujer con mando vestida de colores vivos podía resultar una provocación o una frivolidad?
Nuestra sociedad infantilizada se comunica con dibujines heredados de la cultura pop y los cómics manga. Las relaciones se han digitalizado abrazando un mundo animado con todo tipo de mohines que parece sustraído de las factorías Disney o Pixar, porque vestir a un bebé de negro sigue siendo una excepción. Las pasarelas demuestran que el color saturado ya no equivale al exceso, sino que responde a una actitud empoderada por mucho que pierda glamur y hiera a los ojos.
¿O la vida no era un circo?
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26 de septiembre de 2018
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No me llames loca

Un tribunal francés ha dictado que a Marine Le Pen se le practique un examen psiquiátrico, y la croissanterie política se ha arrugado al completo, desde la discretona burguesía hasta la izquierda despeinada de Mélenchon: mon Dior!, cómo van a psiquiatrizar la política, por disparatada que sea, han reaccionado. El caso de Marine, dejando de lado su freudiano combate con el padre –un ultra desfasado que quería convertir el país en un salchichón con denominación de origen–, ha preocupado a los jueces, que ignoran si es capaz de distinguir entre el bien y el mal.
Le Pen es una mujer didáctica que no conoce melifluidades, siempre a la greña con propios y extraños. En el 2015, un periodista comparó la propaganda de su partido con la del autodenominado Estado Islámico y ella respondió implacable, sin tonterías: ¿Cómo podían compararla con los bárbaros salafistas radicales? Por ello colgó en su cuenta de Twitter varias fotografías de ejecuciones yihadistas. “¡Esto es Daesh!”, escribió en uno de sus tuits junto a las fotos de un soldado sirio aplastado por un tanque, un piloto jordano quemado vivo dentro de una jaula y el cuerpo decapitado del periodista norteamericano James Foley, cuya familia tuvo que apelar al respeto. A Le Pen se le atribuye un delito de difusión de imágenes violentas que atentan contra la dignidad humana. Me pregunto qué ocurriría si todas aquellas personas que son a menudo acusadas –muy banalmente– de nazis inundaran las redes con los horrores del Holocausto a fin de defenderse. La piel descarnada de la humanidad seguiría sangrando. El caso es que Marine ha dicho que ni loca dejará que le hagan el test de salud mental.
La relación entre política y desórdenes mentales es ya muy extensa, e incluso parece demostrado que el 75% de quienes han ejercido de prime minister en Gran Bretaña sufrieron desórdenes mentales significativos. Los ha habido en todos los continentes: megalómanos, obsesivos, narcisistas y psicópatas. Rafael Trujillo, dictador de la República Dominicana, nombró coronel a su hijo de siete años; Lindon B. Johnson, sucesor de Kennedy tras el magnicidio de Dallas, probó al llegar todas las duchas de la Casa Blanca y, días más tarde, ingresó en un hospital preso de un ataque de nervios porque ni la temperatura ni los chorros de agua eran los adecuados; y Kim Jong-Il, padre del actual mandamás norcoreano, sólo comía aquel arroz que había sido cocinado sobre un fuego hecho con madera traída del sagrado monte Paektu. Por no recrearnos en Trump y sus patologías confesas. Ahora bien, ojalá estos líderes que actúan como niños malcriados y tiranos aprendieran de la sensibilidad, la resiliencia y la empatía que poseen muchas personas con trastornos mentales. Bien lo dejó dicho Julio Cortázar: “No cualquiera se vuelve loco, esas cosas también hay que merecerlas”. Porque los locos de verdad acostumbran a estar mucho más cuerdos que quienes se presentan cual mesías justicieros.
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24 de septiembre de 2018
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Acentos como narices

Me recreo en los acentos ajenos y en los familiares; los unos encienden mi curiosidad, los otros influyen afanosamente en el ánimo. En los clásicos formatos televisivos en los que se les hacen preguntas transcendentes a niños –del tipo “¿quién es Dios?” o “¿qué es la justicia?”–, lo que más me arrebata son sus acentos puros, aún sin filtros, marcados de origen y aprehendidos de la tierra. Siento debilidad por los que entonan en catalán occidental, acento mucho más escaso en los medios audiovisuales que el oriental, una vieja discriminación que parece asumida. Y más aún cuando deslizan alguna palabra antigua que me hace retorcer de risa al conectar con un lugar de la memoria donde habita el reconocimiento de la tribu.
También me maravillo ante los balanceos de consonantes que parecen patinar como las eses venezolanas o las tes mexicanas, que golpean con eco. Y qué decir de las oes cubanas exhaladas desde el ombligo igual que un tenor. Son postales fonéticas que te traen el eco de orígenes lejanos, como si el viaje viniera hacia ti sin moverte de sitio. Los acentos sig­nifican pluralidad y riqueza. Un mismo idioma altera su fonética dependiendo del lugar donde hayas nacido, del barrio donde te has criado, de la gente con quien te has mezclado, de capas y capas de barnices vitales que moldean el habla y educan el oído.
A los de Jaén y Granada no se les borra la e abierta aunque lleven años fuera. En Palencia –y así lo demuestra Pablo Casado día a día– convierten a menudo la d final en z. Cuando viajo a Galicia, de forma inconsciente me mimetizo con su cantiña y empleo sus mismos diminutivos, que deshacen la ñ castellana en una n y una h, espaciándolas. No sólo se trata de una reacción empática, sino que responde a la ambición de fusionarse en el todo.
“No tener acento es imposible”, afirma Roberto Rey Agudo, director del programa de idiomas en la Universidad de Dartmouth, y añade que no existe nada parecido al inglés o al español perfecto, pulido y aséptico. “Decir que alguien no tiene acento es tan creíble como afirmar que alguien no tiene rasgos faciales”.
Porque uno puede perder el poder, el bigote y hasta la memoria, como parece haberle sucedido a José María Aznar –que ayer comparecía en el Congreso–, pero nunca su acento. No me refiero a aquel ridículo deje tejano que impostaba con su compadre George Bush jr. cuando aún no sabía inglés sino a su castellano de Valladolid, que, pese a lo que se afirma, no tiene nada de neutro. Y, en el caso de Josemari, es fosco, sibilante y sonoro en las eses y enjuto en las guturales. El acento muestra no sólo quiénes somos, también quiénes nos empeñamos en ser. Porque, igual que la familia, no sólo se hereda sino que se construye.
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19 de septiembre de 2018
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Másters de boutique

Mis amigas y yo teníamos un truco para estudiar: lograr la chuleta perfecta, la que en menos papel contuviera mayor información estratégica y legible. A fuerza de repetir tantas veces lo mismo, haciendo callo en el dedo corazón, memorizábamos sin querer fechas y reyes, de forma que ya no las necesitábamos aunque permanecieran en nuestro bolsillo, arrugadas y húmedas de tanto manosearlas. Muchos de quienes nos licenciamos en los noventa no codiciábamos un máster, nos bastaba con dejar de ser una carga para nuestros padres, empezando desde abajo y donde la vocación o la for­tuna nos hubieran lanzado. El cono­cimiento era un valor supremo, y las ganas de husmear en su corte nos hicieron aprendices au­to­didactas: la honestidad iba en el sueldo.
El prestigio intelectual nunca fue condición sine qua non para presidir un país, al menos así lo ha demostrado la historia. Pero sí lo fue la veracidad. Que lo que decían ser y creer nuestros representantes fuera honesto y verificable. Hoy, cuando ya se han caído todos los mitos y el poder ha corrompido aquello que ha tocado, desde la Iglesia al fútbol, la credibilidad de la universidad queda gravemente cuestionada a causa del chiringuito de la Rey Juan Carlos, cuyos alumnos matriculados hoy se avergüenzan al pronunciar su nombre. El adorno curricular ha generado un auténtico género periodístico, porque las imposturas ya no quedan en anécdota con la imposición de una ética global. “Burbujas de la prensa de Madrid”, lo califica el president Torra, cuando por copiar sus tesis dimitieron dos ministros de Merkel: el aristócrata Karl Theodor zu Guttenberg y Annette Schavan; y en Hungría tumbaron a su presidente, Pál Schmitt, por lo mismo.
La pureza del conocimiento debería ser inviolable, pero ¿quiénes son los rectores de nuestros rectores, los jueces de nuestros jueces, los vigilantes de nuestros vigilantes? Los círculos de poder endogámico actúan de la misma forma. Sacan tripa, no dan explicaciones ni responden, y, si se les molesta, amenazan con tirar de la manta. Debería hacer autocrítica la universidad española: ninguna de ellas figura entre las 200 mejores del mundo. En su libro póstumo, Pensar el siglo XX (Taurus), Tony Judt lamentaba el paso de “una meritocracia social e intelectual a un sistema regresivo y socialmente selectivo de educación secundaria en virtud del cual los ricos podían de nuevo comprar una educación a la que los pobres no podían acceder”. Bien lo expresó la exministra Carmen Montón, tan mal aconsejada, con su frase eslogan: “No todos somos iguales”, queriendo marcar distancias entre los tipos de fraude y de cáscaras vacías. Hay quienes sólo le echan codos para conseguir un grado, y quienes logran un máster con puente de plata, sin embargo siempre ignorarán la íntima satisfacción del esfuerzo intelectual. Y probablemente no les importe nada porque se han acabado creyendo su propia mentira.
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17 de septiembre de 2018
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También se duerme en la cama

La soberbia posmillennial se alimenta en la cama, el lugar preferido de los adolescentes. Viven más de la tercera parte del día en ella, tumbados en posición de estrella marina o de ravioli, y no se creen vagos, todo lo contrario. Sobre el colchón, las sábanas abatidas a los pies, comen, beben, se entretienen y comandan sus sentimientos desde una pantalla. En Francia, nueve de cada diez chavales no van al catre sólo para dormir. En Le Monde, le preguntaban sobre el fenómeno a un psicoterapeuta afamado, Pierre Lassus, que aseguraba que no hay que alarmarse, que este hábito consiste en un ejercicio de libertad, un rito de pasaje en su formación.

 

Es su territorio inviolable, atesoran la sensación mullida, la penumbra que todo lo retrasa. Hay tantas cosas que no pueden sucederte en la cama, deben pensar, sintiéndose a riesgo de casi todo, excepto de la propia mente que se ha habituado a la indolencia. Los de la Generación Y o Z deberían leer Oblómov (Alba); disfrutarían con el encantador personaje de Goncharov, un radical la vida echada cuya desafección del mundo únicamente halla acomodo en su lecho. Porque ellos han sustituido la verticalidad por la horizontalidad. Aseguran pensar mejor postrados, y así, estudian, escriben, cabecean y socializan en redes desde ella, con su bol de cereales o su lata de refresco.

 

La viuda del escritor Juan Carlos Onetti, la violinista Doris Muhr, comentaba recientemente algunos aspectos cotidianos de su vida en común. “Juan dormía, comía, leía y hacía el amor, todo en la cama, porque consideraba que era donde pasaba todo lo importante, pero en realidad era pereza”, confesó. Ahora, una cosa es ser Onetti y permitirte creer que en el lecho ocurre todo lo importante, y otra empeñarse en vivir echado. Al extremo de que a tal patología se le denomina clinomanía, una enorme desgana, además de una impotencia atroz para despegarse de la sábanas. Los expertos lo diferencian de la pereza, y aluden a una glorificación exagerada de la intimidad. Y a una negación a la vida activa.

 

Las madres recogemos latas vacías cuando los hijos no están en su cueva. Les llamamos vagos. No abren un periódico. No comen conejo, y si se lo recriminas te dicen que lamentablemente fueron socializados para no comerlo. En su determinación se refugia el malestar, un freudiano matar al padre o a la madre azuzado por el cambio de paradigma que tiene a sus viejos tarumbas. Más que nunca, la cama ocupa el centro de su vida, libres y a salvo, sin necesidad de añorarla como los adultos, que nos mantenemos de pie pero desearíamos dimitir de la bronca nacional y hallar solaz sobre el colchón y la almohada, en ese pequeño templo de la condición humana.

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12 de septiembre de 2018
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Lujo de juguete

Cómo no va a haber crisis de manteros si les llamamos a gritos para relamernos con sus Gucci y Vuitton a cuarenta euros sin necesidad de viajar a Chinatown, una procesión muy estilada en los noventa, cuando los españoles de clase media regateaban en los Rolex y Cartier con ahínco vicioso. A cuántas señoras perladas he oído encargar en la acera otro igualito para su cuñada; pronuncian marca y modelo, redichas, con el mismo orgullo que si fuera auténtico. Sin escaparate ni mostrador, pero brillando en sus poliespanes, se ofrecen como una mentira piadosa.
La vida sirve paradojas: subsaharianos que escaparon en patera de hambrunas o guerras civiles sobreviven a fuerza de diferenciar un Chanel de un Michael Kors. Qué entienden plagios y patentes. Son los ángeles del lujo para currantas o jubiladas que desearon llevar un bolso de marca y nunca pudieron costeárselo; ahora lo tienen, aunque sea de juguete. Y para las millennials low –las niñas mimadas del consumo global, que se proyectan en los valores de sus marcas con frenesí– el primer contacto con la firma soñada es el top manta.
La proliferación en el espacio público de estos tenderetes sin techo responde también a una demanda sumergida, la de una clase media desencantada, privada de la posibilidad de calmar sus infiernos con el opio del capricho. La burbuja del lujo es tan poderosa que a lo largo de los últimos veinte años ha triplicado su valor –de 97 a 262 billones de euros–, según el último informe de EAE Business School, Radiografía del nuevo universo del lujo, dirigido por el profesor Eduardo Irastorza. A pesar de la crisis, el paro, la austeridad y todos los temblores que han padecido profesiones y empresas, el lujo crece imparable, acompañado por el fulgor que contiene su palabra en todos los idiomas. En nuestro país nunca había habido tantos ultrarricos (quienes declaran fortunas personales superiores a los 30 millones de euros), según datos de la Agencia Tributaria. El llamado lujo experiencial y el luxury transportation son nichos al alza, además del marketing de las ciudades: viajar para ver escaparates y cenar entre estrellas Michelin colma aspiraciones y produce un sentimiento confortable.
Pero hay un dato romántico en el informe: nueve de cada diez de las marcas de alta gama más consumidas son europeas. Por algún lugar tenía que salir la frustración. El abandono de esa idea de Europa parecida a sus cafés, que hoy no es ni agua azucarada, recobra vigor espiritual. Los relojeros suizos, los curtidores franceses, los mecánicos alemanes y los poetas italianos que insuflaron de alma a un nombre han logrado que su memoria permanezca. Crearon un concentrado de deseo que se ha globalizado. Desde sus orígenes, lujo mundial sigue siendo liderado por un viejo continente, cuna de la cultura occidental, que no sabe muy bien qué hacer con sus top manta y sus copias falsas.
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10 de septiembre de 2018
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