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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El día violeta

No es por el maquillaje, ni la molestia del rímel que aquilata las pestañas. Tampoco por las medias de 10 deniers que se rompen al estrenarlas; ni por la dependencia del tinte que asusta a las canas. No es por la regla, que acaba gobernando nuestro humor o nuestra frustración, la que esperamos ansiosas en los años en que no debíamos quedarnos embarazadas y odiamos cuando se resiste a retirarse durante nueve meses.
No, en verdad no es por la minifalda, muslos helados, moral caliente; ni por el piropo tontuno ni por la compleja relación con nuestras tetas, que siempre o bien nos sobran o nos faltan y alternan el erotismo con los sacaleches. Tampoco es por hablarle a tu pareja y que no responda, o sólo articule alguna onomatopeya porque ya empieza a ser una costumbre el monólogo femenino. No es por tener en la cabeza los horarios de tus hijos junto a la lista de la compra, las averías de casa y las citas con el oncólogo de tu madre. No es porque el ángel del hogar persiga al diablo de la autonomía.
No es porque resultes insoportable al tener algún tipo de poder, o que molestes por ser poco o demasiado femenina, por no estar nunca comme il faut.
Pero sí es por perder los apellidos de nuestras madres, que abandonamos con naturalidad siguiendo el orden natural de las cosas. ¿Natural? También es por el poco espacio público que la sociedad patriarcal les cedió a ellas, esclavas, musas, secretarías y psicólogas de sus maridos y hasta de su prole, que hoy se conforman con una pensión limosna. Madres a tiempo completo que nada supieron de horas extras, realización personal o narrativa feminista, cuyo esfuerzo nunca ha sido contabilizado en el PIB (cuando el trabajo no remunerado de las españolas supondría el 41% del mismo). Sí es por las mujeres precarizadas: las paradas, las kellys, las aparadoras de zapatos, las madres solas, las inmigrantes que han tenido que postergar a sus hijos para cuidar de los nuestros. Sí es por las deprimidas, las que fueron encadenando pérdidas hasta que se apagó su luz interior porque la enfermedad mental también está feminizada, igual que la pobreza.
El 8 de marzo no es cuestión de sexo o género, ni de número o ideología. Es de las mujeres que callan el miedo y quieren tirar la toalla. De las acosadas, perseguidas, violadas y asesinadas. De lassintecho. También de las abuelas que sostienen el orden, y de las trabajadoras que tendrían que afanarse 52 días más al año para cobrar lo mismo que sus compañeros. Pero, sobre todo, este 8 de marzo será el de nuestras hijas, porque en ellas prende la esperanza de la igualdad real, sin sucedáneos ni engañifas ni costillas de Adán. Para que logren vivir la igualdad como un bien cotidiano y no sólo en el día más violeta del año.
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6 de marzo de 2019
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El buen impostor

Los hay que diseñan muebles, trajes o barcos, y quienes diseñan campañas. Así se denomina al proceso de salir a vender el pescado en política. Queda fino apropiarse del verbo diseñar, hoy multiusos, y otorgar así un toque de artes aplicadas al acto de definir listas, programar mítines, buscar eslóganes, fotografiar carteles e idear cientos de posibles réplicas y contrarréplicas para lograr la victoria.
Existe, no obstante, un punto de partida que tiene mucho de inconveniente, y es su determinación en convencernos de que son los mejores. ¿Quién puede creer a alguien que dice ser el número uno? Se nos escapa un hilillo de vergüenza ajena frente a la exhibición de tanta trascendencia.
Porque aquellos que dicen de sí mismos ser excelentes acostumbran a esconder graves carencias, propietarios de una piel marmórea que los protege de los espasmos interiores que sacuden a la mayoría de las personas cuando son ridiculizadas o injuriadas. Alardean de tener las ideas muy claras hasta el extremo de atemorizarnos con su rectitud, ya sea en forma de 155, aborto o Franco. Y probablemente nunca hayan sentido esos síntomas que torturan a las víctimas del llamado síndrome del impostor.
En los años setenta, diferentes investigaciones psicológicas resumieron que se trataba de un rasgo propio de las mujeres con un alto rendimiento profesional. Cuanta más preparación, más inseguridad se extendía sobre una misma. Con los años, acabó aceptándose que se trataba también de un temor extendido entre los ejecutivos, y más cuando conseguían cerrar grandes tratos. Su voz interior les decía que eran unos falsarios, que habían engañado al prójimo, y salirse con la suya les hacía cuestionar su valor y su capacitación.
Cuánto nos lamentamos por sentir este vértigo, el frenazo de encontrarnos estúpidos al mirarnos al espejo y reprocharnos la falta de habilidad o de talento. También nos asaetea otro síndrome, el llamado espíritu de la escalera –es tras haberla bajado cuando nos viene a la cabeza lo que no supimos decir en el momento preciso, con brillantez, mientras estábamos arriba–. Lo padecen quienes secretamente se sienten impostores y dan más de un paso atrás, atrapados entre el ansia y la temeridad, pero también macerando la idea. Y eso obliga a estar en guardia, a no creerse halagos ni vejaciones, pero también a gustarse lo justo.
Leo a Kristin Wong en Medium recoger las opiniones de psicólogos que revierten la mala fama del mito y aclaman las virtudes de sentirse impostor. En ocasiones, la parálisis y el bloqueo impiden crecer profesionalmente, pero la porosidad de la duda contribuye a tener la mente abierta, a ser más observadores y a saberse moldear ante lo nuevo. Lo curioso es que los impostores de verdad se engañan a sí mismos de tal forma que acaban creyéndose auténticos salvadores de patrias, desconocedores de las agujetas anímicas –e inspiradoras– que atraviesan las tripas de los pseudoimpostores.
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4 de marzo de 2019
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Se busca sustituto

Qué sería de nosotros sin los sustitutos; y no me refiero a los empleados temporales sino a todo aquello que reemplaza lo original, bien sea por nocivo, escaso u obsoleto. Nuestra fe en el futuro se alimenta del cambio –de amistades, de trabajo o de colchón, ahora un tema presidencial que no debería tomarse a mofa, pues hasta los colchones tienen fecha de caducidad (aunque duran casi tanto como la vida media de un matrimonio: unos 16 años)–.
Hombres y mujeres siguen repitiéndose con camaradería “un clavo saca otro clavo”. No lo han probado literalmente, pero la experiencia les ha demostrado que para librarse de la ira que acompaña al desamor hay que cubrir afectos y modificar hábitos: el tabaco por las pipas o una relación tóxica por otra deportiva y leal. Nos corroe un ansia de rellenar huecos, acaso para enmascarar la sensación de desnudez que provoca la falta de alguien, o el avenirse al fin de una costumbre. Creemos hallar atajos que encaminamos azorados, aunque acaben resultando itinerarios aún más polvorientos. Parejas rotas que buscan a quien mejore lo anterior, adictos que cambian la muerte en vida por las salas del gimnasio, jefes que despiden a un viejo empleado con ánimo de renovación y a los cuatro días detestan al nuevo.
A veces sustituimos hábitos por cuestión de modas, para no perdernos en una conversación: el cine por las series, la quinoa por el arroz, la infusión de jengibre por el poleo menta. Pero no se trata tanto de suplir como de acertar, demostrándonos que sólo desde el desapego se puede vivir sin placebos. Los sustitutos del azúcar o del plástico ejemplifican a la perfección una época nociva y contaminada. Las exigencias sociales dictan ponerse a dieta permanente a partir de los cuarenta. Hay que conformarse con hamburguesas de tofu o huevos de tres claras, sucedáneos energéticos vacíos de grasa placentera. Lo mismo ocurre con la icónica bolsa de la compra, que pronto pasará a editarse en series limitadas firmadas por artistas y diseñadores que ya promueven gabardinas de metacrilato transparente. La socorrida bolsa de plástico que tantas señoras han utilizado como improvisado paraguas, altamente contaminante, es reemplazada por el papel de estraza, moderno y ecológico pero que se moja enseguida. Hay más: coches sin conductor, bitcoins, ­máquinas cajeras en lugar de dependientes. Y no siempre se trata de ir a mejor. Las fotografías de Jamie Diamond y Elena Dorfman –en la Fondazione Prada de Milán hasta finales de julio– muestran escenas cotidianas con muñecas hinchables acompañando a hombres ­solitarios, en silencio. No hay mayor símbolo de derrota en el sustitutismo que cambiar la piel por el látex.
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27 de febrero de 2019
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Un dandy posmoderno

Ha muerto Karl Lagerfeld, que reinó en París y gobernó el olimpo de la moda durante 50 años, pero está prohibida la palabra nostalgia. No formaba parte de su vocabulario. La detestaba. A nadie he escuchado pronunciar con tanta verdad y encanto “ je déteste ça”. Se tomaba la molestia de renombrar su universo cercano. Prefería discreción a respeto. No leía poesía traducida, opinaba que era masacrar la lengua del verso. Lagerfeld se comía las palabras, no era fácil entenderlo aunque hablara fluidamente cuatro lenguas y leyera siete periódicos al día. Pensamiento rápido y desconexión con el reloj. Era brutalmente impuntual, defecto que su equipo le toleraba porque compensaba con creces. “Hace que lo complejo sea fácil. Cada día aprendes de él”, me explicaban. Su cambio radical se produce al morir sus dos mejores amigos, el ilustrador Antonio López en 1987 y, sobre todo, su compañero Jacques des Bascher en el 89. Es entonces cuando Karl empieza a vestir su mítico uniforme y su círculo deja de incluir a famosos, para centrarse en una tribu fiel: su maître d’hôtel, su guardaespaldas, su mano derecha Caroline Lébar, la gente del taller.
Avanzaba a saltos, con paso de ardilla; siempre pareció alto aunque no lo fuera, y oficiaba con aires de Sócrates y de Diderot, pero también de Jim Morrison, Warhol y Madonna. Sin alcohol y sin drogas, fue el rey del iPod: los regalaba como generosa cortesía, en la última onda de la música electrónica. “Le he traído uno con novedades que nadie conoce, lo hecho yo mismo, así que si no le gusta es culpa mía”, me dijo en una ocasión.
En su casa de Saint Germain almorzaba sobre mantel fino, con Coca-Cola servida en una jarra de cristal de Baccarat. Fue uno de sus combustibles desde que adelgazó casi 40 kilos. No se soportaba obeso, y adoptó una disciplina militar. Se inventó otra identidad, y levantó polémicas por su forma de hablar de la obesidad; a la cantante Adele la llamó gorda. Detestaba lo políticamente correcto, y decía que nos empobrecía, pero en una ocasión le costó un desmentido en televisión. En una entrevista que realicé para Marie Claire España en el 2012, y ante una foto de Zapatero, dijo: “Es un imbécil, como Hollande”, y se mostró contrario a su política fiscal respecto a lo que los franceses saben hacer mejor: moda, coches, vinos y quesos. El exabrupto fue titular del Telediario de France 2: “Karl Lagerfeld afirma que François Hollande es un idiota”. Su equipo me rogó algún tipo de rectificación; digamos que es un problema de contexto, les propuse.
En su infancia, en Hamburgo, admiraba a Carmen Amaya y hasta empezó a vestirse como ella y renovó el traje masculino con sus camisas Hilditch & Key, derrochando un estilo neogótico y veneciano, y actualizando la estética de un Occidente que, decía, estaba cansado, igual que su Europa, que pocas clases de moral podía dar… Su madre ejerció un papel fundamental en su vida. En una entrevista me contó que, de niño, le preguntó por la homosexualidad; “Es como el color del cabello, unas personas son rubias y otras morenas, no es nada”. En su leyenda se hallan renglones torcidos con Saint Laurent, años de voracidad sexual y pasiones turbulentas. En más de una ocasión dijo que sus memorias, escritas en inglés, se publicarían al morir y prohibiría su traducción.
Lagerfeld albergaba múltiples sensibilidades y visiones. Se anticipó a la extinción del plástico, considerándolo materia de lujo y haciéndolo desfilar para Chanel, a la que resucitó cuando la marca había quedado huérfana y él empezó a cortar los tweeds por encima de la rodilla. Antes, por la casa, habían pasado varios creadores, pero nadie recuerda sus nombres. Cuando se puso el uniforme, adquirió una actitud distante y empezó a soltar frases lapidarias. Después de Gabrielle Chanel, Karl ha sido el creador más carismático, un icono pop, capaz de repetir cada temporada los mismos códigos de la maison, logrando que parecieran nuevos. Además, con su propia marca, Karl Lagerfeld, y con Fendi, ideó nuevos formatos en los tempos de la industria como las pre colecciones. Decía que eran ideales las ricas que pasaban las navidades en el Caribe, pero a la vez fue de los primeros en diseñar una colección para H&M. Entendía el nuevo business de la moda, instagrameó sus diseños y logró dominar el nuevo paradigma: había listas de espera en las tiendas de todo el mundo ansiando su gadget de temporada, e hizo crecer la facturación de la casa a los 8.000 millones de euros actuales.
No inventó ninguna prenda, pero convirtió la moda en un fenómeno global. Rindió un extremado culto a lo efímero: sus desfiles eran proezas de la mise-en-scène: playas, glaciares, ríos, jardines recreados en el Grand Palais con un arte ilusionista practicado por un hombre que nunca se complacía del todo y citaba a Bourget: “Por suerte, todavía quedamos algunos que no tenemos ninguna estima por el mérito”. Oficialmente sólo declaró una enfermedad: los libros; era coleccionista de incunables y coffe-tables. Durante su estancia en el Hôpital Américain de París aseguran que fue un huésped encantador. A pesar de su fama de misántropo, le gustaba la gente, los jóvenes, los artistas y artesanos. En la cercanía era divertido, sagaz, muy curioso. Defendía su gusto por dormir solo. Consideraba el matrimonio homosexual demasiado burgués y defendía las pasiones “deportivas y limitadas en el tiempo”.
Karl, al que una vez vi sin gafas –tenía una mirada vibrante, sin bolsas ni monstruosidades–, combinó la tradición de los salones mundanos ilustrados con la posmodernidad. En los ateliers de París, las petites mains que bajo su mirada severa y tierna reprodujeron sus sueños recordarán siempre su espíritu, al hombre educado, al dandy posmoderno. Fue lector devoto de Catherine Pozzi, poeta de culto: “antes de entrar en la eterna morada/Cómo saber de quién soy la presa/ Cómo saber de quién soy el amor”. Solía despedirse apretando fuerte la mano y lanzando un beso al aire, como una estrella con guantes de cuero, el pelo empolvado, perfumado con Bal d’Afrique, sonriendo en la media distancia entre el hombre y la leyenda.
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26 de febrero de 2019
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Infierno

El infierno dejó de ser un lugar tenebroso, una selva oscura y ardiente donde se consumían las almas pecadoras, para convertirse en una metáfora de EGB. “Esto es un infierno”, aprendimos a decir ante cualquier situación sumamente fastidiosa o caótica, alejándonos de la amenaza del castigo eterno.
Hace poco menos de un año, el papa Francisco regaló titulares con una frase –“el infierno no existe”– de una entrevista firmada por Eugenio Scalfari, veterano periodista de 94 años y fun­dador de La Repubblica. No fue costosa la aclaración y no tanto porque Scalfari no tome notas ni grabe, sino porque Bergoglio, el pontífice que abrazó a la Iglesia de los pobres, ya había afirmado que el infierno no es una sala de tor­turas: “La condena eterna es alejarse de Dios”.
En verdad, el Papa tenía el infierno en casa. Su Iglesia había devastado a más de 100.000 víctimas en el mundo a lo largo de las tres últimas décadas, según ECA Global, una organización de supervivientes del abuso clerical, muchas de ellas menores de edad sobre las que se volcó una lujuria criminal. Quienes no se suicidaron, aquellos que soportaron la humillación de recibir dinero y callar para siempre, o los que fueron tachados de mentirosos o locos y nunca más enderezaron la espalda, han empezado a hablar. El #MeToo de las víctimas de los curas pedófilos y violadores resulta extremadamente doloroso, pues evidencia el perverso abuso desde todo aquello que representaban –incluso la mismísima llave del perdón–, depredadores camuflados de padres de la moral. Por fin se ha levantado un velo opaco, asociado al tabú y al estigma.
Una de las taras que siguen descolocando a nuestra sociedad consiste en la atracción sexual de adultos hacia niños, camuflada en sus entrañas. Los expertos afirman que median cinco pasos para que un pedófilo se convierta en pederasta: 1) tener deseos y pensamientos sobre el acto; 2) buscar justificación, excusas, juzgar a otros; 3) conseguir la confianza de la víctima, el grooming; 4) superar la resistencia y lograr que la víctima te entregue su voluntad vía manipulación o chantaje; y 5) cometer el crimen sexual. No se trata, por tanto, de un instinto, sino de una verdadera cacería: preparan calculadamente el crimen y, desde sus posiciones de poder y autoridad, acaban naturalizando su perversión, que se convierte en costumbre.
En el caso de sacerdotes, obispos y demás miembros del clero, su delito es doblemente oscuro, por ello esconden sus abusos y trafican con los sentimientos de sus presas. Maquinan con total impunidad ocultos bajo su sotana, tan alejados de su misión encomendada –que tantos otros religiosos desempeñan con vocación y entrega– y nunca deberían contar con la complicidad, la clemencia o el silencio de los suyos. El mea culpa entonado por el Sumo Pontífice y su llamada a terminar con esta podredumbre obliga a la Iglesia a enfrentarse de una vez por todas con sus propios demonios.
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25 de febrero de 2019
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Cerrado por paternidad

"Me cogeré unos días”, se respondía hace apenas año y medio cuando a los señores importantes, como el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, les nacía un hijo y renunciaban “generosamente” a su permiso de un mes en aras de la responsabilidad de gobernar. También ocurría con las políticas madres: Soraya Sáenz de Santamaría o Susana Díaz no consumieron sus bajas ni las juntaron con los días de vacaciones para alargar el apego y procurar el anclaje a la nueva vida. Así nos habían pintado el panorama, hasta el extremo de convertir en inmoral lo esencial, porque todos sabemos que se puede cambiar de todo en la vida, de casa, chaqueta, pareja, trabajo, sexo, nombre, pero nadie puede cambiar de hijos, un vínculo eterno. En nuestra sociedad patriarcal, el machismo relegó al padre al papel de abastecedor, expulsándolo del núcleo familiar, mientras que afecto e intimidad correspondían a las mujeres.
El feminismo y el progreso favorecieron la construcción de un nuevo modelo paternal en el que ambos progenitores tenían los mismos derechos y responsabilidades. Y por ellos han luchado a brazo partido, también para ser equiparados en sus diferentes precipicios cuando se rompe la unión (y pienso tanto en las mujeres que en los años sesenta perdían la custodia por ser infieles como en los padres de los noventa que, tras separarse, debían cruzar el infierno). En el 2003 escribí un libro sobre la transformación de la masculinidad a partir de 1.300 diarios de hombres contemporáneos. “No tendrá éxito porque aquí apenas ha cambiado nada”, me auguraron mis mejores amigos con acierto. Entonces, la custodia compartida era una rareza, y me impactaron los testimonios de padres divorciados que tan sólo podían ver a sus hijos cada quince días. Hoy sabemos que cualquier política de igualdad cojea si no otorga los mismos derechos y obligaciones a los padres, pues la coeducación es un principio vital para conciliar en familia.
En nuestra cultura medida por las urgencias y los personalismos, parece inaudito que el líder de Podemos, Pablo Iglesias, cumpla su baja paternal mientras ruge la marabunta, se convocan elecciones y se acusan en sus filas las fugas de talento. Acostumbrados a anteponer el mandato a la vida, algunos se hacen el harakiri en las tertulias; que salga volando Iglesias del pequeño mundo de la estimulación sensorial, la ternura y los cólicos del lactante para preparar la campaña. Y que Montero vuelva a casa a hacer las papillas. Dar un paso atrás de la primera fila para ejercer la paternidad activa y responsable, ¿es esa una forma de hiperliderazgo? Ojalá muchos de nuestros dirigentes interrumpieran sus rutinas profesionales al ser padres, sería un buen indicador de una sociedad menos miserable.
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20 de febrero de 2019
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Pedro y el presidente

Hay un matiz sustancial que el presidente Sánchez ha repetido durante sus ocho meses monclovitas y que radica en su desdoblamiento. No es lo mismo hablar en tanto que jefe de Gobierno que hacerlo como Pedro Sánchez (en la web, Pdro Snchz), así lo han aclarado él y sus portavoces con naturalidad: una cosa es el mandatario y otra es el hombre que fue. Resulta una forma gráfica de ejemplificar de qué manera el individuo piensa en rojo, mientras la máxima autoridad piensa en azul aunque se trate de la misma persona. Aquello que anhelaba como ciudadano –y hasta como jefe de la oposición– se desbarata nada más pisar la moqueta de palacio, demostrando que hay que saber vestir el uniforme profesional aun a costa de acallar el yo íntimo e ideológico, y constatando una vez más la brecha entre deseo y realidad.
Pepa Bueno, tras el anuncio de elecciones generales, recordaba en su radio que el presidente Sánchez nos ha acostumbrado al cambio de opiniones, excepto en su plan de retirada si no conseguía aprobar los presupuestos. Y estos fueron tumbados, a pesar de haber logrado cuadrar en un Excel el remiendo de unas cuantas costuras del Estado de malestar social. Probablemente muchos de los que estaban en el Congreso hubieran votado sí desde su yo personal, pero la estrategia de partido les imponía el no.
La comunicación política bien podría concurrir hoy a la categoría de mejor guion en unos premios de cine, veamos si no la pirotecnia de los voxeros para salir en la foto de la mani, la incomodidad postural de Ciudadanos a su lado o el “Adiós, Sánchez” –el felón– recién estrenado por el PP. Y ese Pablo Casado bordando el papel del niño de derechas que resucita a la España de los balcones –una imagen de No-Do, peineta y cascabel– podría optar a actor revelación. Los insultos y desprecios que emplea el líder del PP tan sólo encienden a los suyos, devastados por la insaciable corrupción, manchados de tanto “paquí, pallá, cada día te quiero más, paquí, paquí...”. Casado ha construido su personaje gracias a sucios monólogos de derribo siguiendo la estela de Trump, quien ha demostrado de sobra que, cuanto más histriónico y transgresor se muestra, más cala su mensaje por muchas fake news que engendre. En su caso, hacer sentir a los votantes que es el mismo como persona y líder, aunque la Cámara de Representantes de Estados Unidos lo desautorice con sensatez. La espectacularización de la política ha venido para quedarse. Ya lo advirtió sir Lawrence Olivier, igual de shakespeariano sobre las tablas que en la gran pantalla: “¿Qué es en el fondo actuar, sino mentir? ¿Y qué es actuar bien, sino mentir convenciendo?”. La historia del cine está saciada de historias de actores que, tras imbuirse en sus papeles, acabaron pagando onerosas facturas. Cuán benéfico, y económico, resultaría que nuestros representantes salieran de sus papeles y recordaran que la honestidad también va en el sueldo.
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18 de febrero de 2019
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Atrapatiempos

Al día hay que entrarle con ganas, como si fueras a pescar una gran merluza en lugar de un chipirón, y por ello las televisiones saludan al espectador aún bajo de cortisol y le anuncian su ración de apocalipsis diario. Se me quedaron grabadas las palabras de un artista que aconsejaba dedicarse a una tarea delicada nada más despertar, fuera escuchar a Bach o mirar el cielo, y ponía a modo de mal ejemplo al cocinero que, cuando entra en la cocina, lo primero que hace es fregar platos en lugar de soñar sabores. Teles y radios vacían a la vez cuarenta mil lavavajillas, apilan la loza y trajinan los cubiertos con la misma inclemencia del afilador de cuchillos sabatino. El ruido nacional vende.
La mañana quiere hacerse la interesante con sus hombres y mujeres del día, con la gran noticia que se repetirá cientos de veces y a la que seguiremos atendiendo por si añade algo nuevo, aunque al atardecer ya será puro desecho. Pasadas las diez hay que alternar la política con la actualidad del suceso, pinchar el hígado, indignar hasta aterrorizar. Muertos lentos o rápidos, da igual, algunos son más mediáticos que otros, más vulnerables o más insólitos. Ocurre que la información espectáculo tiene sus picos de mayor consumo, igual que el marisco, sobre todo cuando su fin consiste en untarnos el paladar con palabras que provocarán indigestiones por su alta toxicidad. Se engorda el morbo y se amplía la nada informativa, igual que los chicles que han perdido el sabor pero se siguen masticando. Los cotilleos entran como un tiro a la hora del aperitivo, de la misma forma que el exceso, sea violento o porno, se reserva para la noche. Series y documentales están escritos para la sobremesa, calculando incluso su efecto de mecedora.
¿Cuántas generaciones comimos y cenamos con las noticias a tutiplén? Sí, ante las imágenes de hambrunas africanas, políticos feísimos o camiones volcados. Muchos españoles siguen rigiéndose por el horario de los telediarios, una tradición que perpetúa estupendos almuerzos a las tres, hora en que nuestros vecinos europeos empiezan a recoger el lápiz. Antes, los programas de humor rayaban la medianoche, mientras que en la actualidad han avanzado el reloj para contribuir a la laxitud. Aunque vivamos esclavizados por franjas horarias, cerramos los ojos ante su impacto. Cuesta entender que los días son como frutos –sostenía Bergson– para ser comidos a nuestro antojo. Dicen que a lo largo de nuestra vida dormimos de media unos 25 años, y quienes trabajamos en oficinas pasamos cinco años sentados ¡y otros dos en reuniones! Pero nuestra relación con el tiempo sigue siendo un combate de horas que faltan. Tanto es así, que una de las fantasías más universales sigue siendo la de conseguir un tiempo sabático a medida que van quedando menos telediarios.
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13 de febrero de 2019
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Españoles de bien

En apenas dieciséis días los taxistas de Madrid han mudado la piel. Compungidos, todavía se quitan el fango que les ha llegado hasta el cuello, no esconden su abatimiento e incluso su vergüenza. Sus coches se han convertido en auténticos gabinetes psicológicos a pesar de los respaldos de las bolitas de madera. No hay fotos de Freud, aún conservan las estampas de santos y los corazones con foto, puede que pronto cuelguen la del Che. De su asociación libre de ideas enseguida se advierte que el mundo en el que creían hasta ahora se ha desmoronado. De llenarse la boca como votantes peperos, hoy declaran su simpatía por Podemos. “No todos son perroflautas. Hay gente muy preparada, aunque les han creado mala fama, igual que a nosotros”, afirma Julián, 42 años, exdeli­neante. “Este no es el trabajo de mi vida, pero, al caer la construcción, acabé en el taxi, lo mismo que mi padre”.
Una doble ración de hielo se sentía en el asiento de atrás el pasado martes, cuando la flota blanca y roja empezó a rodar por la Castellana tras su plante mayor. Se trataba de una tensión parecida a la de los ex que se encuentran de nuevo; y, albricias, los diales de sus radios habían girado. “No volveré a escuchar la Cope, ni Onda Cero”, me dijo Raúl. También ha entrado en su rutina un nuevo surtido de ambientadores comprados en familia durante la huelga. Que no sea por perfume ni por agua, como la botellita que me ofreció un conductor hundido: “Me siento engañado por los de toda la vida, siempre pensando que nos representaban, y qué va; sólo les interesa lo suyo: su dinero, su poder”.
El prototipo del taxista español representó gráficamente la expresión que tanto engola al moralista Pablo Casado, “españoles de bien”, aparentemente inocente pero que obliga a preguntarse: “¿Seré yo un español de mal?”. Antiguamente, la fórmula “buen hombre” en lugar de ser un anticipo a cuenta de la bondad ajena marcaba un tratamiento despectivo equivalente a “pobre diablo”. Bien se quejó Don Quijote cuando un sirviente le llamó así: “¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?”.
Hay en la derrota de los taxistas un sentimiento de impotencia, el de no encontrar la manera de comunicar su desdicha: la de un futuro con carreras que valen 15 euros cobradas por los VTC a 45 en los picos de mayor demanda. La liberalización del sector implica estos excesos. Hay quienes esgrimen la competencia perfecta o el estatus que brindan los chóferes con coche oscuro y cristales tintados, olvidando que muchos son aprendices explotados y que su crecimiento debería estar firmemente regulado, al menos como el del uso del patinete.
La humillación sufrida por los taxistas madrileños, otrora españoles de bien, ha tenido un impacto brutal en su identidad y, sin apenas transición, el Me va... de Julio Iglesias ha dado paso al Clandestino de Manu Chao cuando la noche cae sobre el retrovisor.
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11 de febrero de 2019
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No todos los hombres

Aquella mañana, la becaria que cada día llegaba la primera y se preparaba una infusión de jengibre no acudió al trabajo. No había avisado. Un lapsus, nos dijimos, porque sólo con los propios hijos se disparan los temores más sombríos. Pasado el mediodía, la veinteañera entró temblando en la redacción. Sollozaba; se retorcía con náuseas. Y nos contó lo que había ocurrido en el metro: “Un hombre se me restregó por detrás, con todo el cuerpo. A lo bestia. Empecé a decirle que parase, le llamé cerdo. Al principio no me hacía caso, se reía… hasta que un policía de paisano avisó a sus colegas vigilantes y lo detuvieron. Tenía antecedentes”.
Tocar un culo ajeno, por morbo o por un deseo incontrolado, siempre ha salido muy barato en estos lares. Una palmada en las posaderas, ese gesto rotundo y acaparador, un envalentonamiento que no entiende de respeto ni de libertad. Recuerdo un viaje de fin de curso y una discoteca, Granada 10; sentí aquella mano en la nalga con todo su ardor, su dueño también sintió la mía, en su mejilla. Puro instinto de protección.
Lisa no pudo defenderse, ayudaba en casa, era extremadamente tímida, apenas había cumplidos los veinte. Una mañana salió a comprar y no regresó. Me llamaron por la tarde. Había sido retenida por dos hombres en una caseta de obra del barrio. La desnudaron y le pasaron un cigarrillo encendido por los pechos. Mientras esperaba al Samur en su domicilio, un zulo compartido por doce personas, vi a la muchacha transformarse en un ovillo de dolor. Me confesó que se sentía sucia, dejó el trabajo, recibió atención.
Estos días, con los testimonios de casi mil madrileñas, la oenegé Plan International ha trazado el mapa del acoso en la ciudad. Las más jóvenes confiesan padecerlo a diario. Y ojalá tan sólo fueran piropos trasnochados. Una estudiante de bachiller llegó a grabar al individuo que la seguía por la calle masturbándose. También él era reincidente. ¿Por qué padecemos tan pronunciado déficit de educación sexual? Se dice esa cosa tan zafia de que ellos “piensan con el pito”, como si en lugar de materia gris sólo tuvieran testosterona en el cerebro. Instintos sacudidos y raciocinio mermado a modo de atenuantes de una consciente voluntad de dominio, un desprecio a los derechos ajenos.
Pero hay un dato muy relevante que a menudo se ignora en la generalización del delito sexual. No son todos los hombres quienes aterrorizan y vejan a las mujeres. La cuenta es fácil: en España viven casi 23 millones de varones, y el Registro Central de Delincuentes Sexuales contabiliza algo más de 45.000 condenados en firme. Bien, no todo se denuncia, pero quienes no han avasallado a una mujer representan la gran mayoría. Y no tendría que pasar desapercibida su voz: hombres que se relacionan como iguales; ni delante ni detrás, sino a nuestro lado (y no por ello dejan de ser galantes). Su manera de vivir la masculinidad debería de ser espejo para quienes la han deformado.
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4 de febrero de 2019
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El Boomeran(g)
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