Skip to main content
Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

Blogs de autor

Vergüenza

La vergüenza se alimenta de vergüenza”. La frase pertenece a la gran escritora Annie Ernaux –premio Formentor de las Letras 2019–, sublime etnóloga en este sentimiento tan inexplorado. “Para mí, la vergüenza se convirtió en una forma de vida. En el peor de los casos era algo que ya ni ­siquiera percibía: la llevaba dentro de mi propio cuerpo” escribió en La vergüenza(Tusquets). Releo estas líneas pensando en Verónica, la mujer que se suicidó a causa de un vídeo sexual que circuló en un chat de trabajadores de su empresa destinado a informar de horarios y dar avisos. Un chat, por tanto, de uso profesional, aunque mientras escribo estas líneas, trans­currida una semana, no ha habido ­todavía declaración oficial por parte de Iveco.
La vergüenza es sucia y paralizadora, produce un escozor anímico que trae galopantes deseos de esconderse, pero no hay cobijo alguno. Íntima y devastadora, se agarra implacablemente al alma y la inhibe. La psicología ha explicado su función de autodefensa para el ser humano: un resorte cohesionador que contribuye a mantener buenas relaciones con el entorno. Un corrector invisible que refrena impulsos. Pero ¿y cuando nos es impuesta con vileza desde fuera y, además, la humillación se amplifica digitalmente? No hay mayor daño que airear escenas sexuales, una persistente desigualdad de género que radica en la difusión de vídeos íntimos –que acostumbran a pertenecer al pasado, otra pareja y otro dormitorio–, como modo de agredir a mujeres simplemente porque ya no son suyas.
He leído que Verónica padeció múltiples acosos y burlas al difundirse sin su consentimiento unas imágenes de otra vida. Porno de venganza, lo denominan, pero ni es porno ni hay venganza, ya que no media ataque ni ofensa. Es maltrato. Y lo peor es que se trata de una violencia ejercida de forma colectiva, viralizada: en este caso, al parecer, el 80% de los compañeros de la víctima ha tenido acceso a las imágenes. Vergonzosa es una sociedad que tolera el juicio público a una mujer por asuntos privados. Que tolera la voracidad sexual de los machos, mientras castiga la libertad sexual de las mujeres.
Es necesario acabar con esa tolerancia. La misma que una compañera comprobó el otro día en el metro: una mujer le pidió a un hombre que por favor se apartarse un poco de ella –estaba literalmente pegado con su traje y corbata a su cuerpo–. Y él le respondió: “Si no te gusta, coge un taxi”. Nadie dijo nada. Apenas dos hombres le miraron severos, y mi compañera y otras dos mujeres rescataron a la chica, que había empezado a llorar. No deberíamos sentir vergüenza ni respeto ante quienes actúan de tal modo. Son delincuentes sexuales que faenan en el transporte público y violan a través del WhatsApp. A Verónica la hubieran podido salvar todos aquellos que jalearon su vídeo en lugar de negarse a verlo y correr a denunciarlo.
Leer más
profile avatar
4 de junio de 2019
Blogs de autor

Topografía íntima

Recordar los pisos en los que hemos vivido es una buena fórmula para hacer inventario biográfico, decorativo y también existencial. De nuestra habitación propia pasamos a conquistar una isla: así se nos antojaba el primer miniapartamento en aquel sexto sin ascensor. No nos importaba. Celebrábamos la independencia a pesar de las goteras y la cocina de gas butano, de la cisterna de los vecinos rugiendo de madrugada. En cambio, los jóvenes españoles frisan en la actualidad en la treintena cuando abandonan el hogar familiar con el susto metido en el cuerpo.
El de inquilino es un estado provisional, amenazado desde hace años y puede que hasta en vías de extinción. A mi alrededor, cada vez son más los freelance que realquilan una habitación a alguien que tampoco puede hacer frente a la mensualidad y necesita ampararse en esta economía colaborativa. No se trata de aquellas señoras mayores necesitadas de compañía que ofrecen cuartos a estudiantes como en la España de La colmena o Tiempo de silencio. Hoy, el alquiler supone el 37% de los ingresos del español medio, pero hay casos en que se come hasta la mitad del sueldo. El resto, en el caso de la mayoría de las familias, se funde antes de que termine la primera semana de cada mes, prolongando una domesticidad a crédito.
No obstante, existen más de 2,3 millones de viviendas vacías, no disponibles para venta ni alquiler, según datos de un estudio elaborado por la empresa de gestión inmobiliaria Anticipa –la última cifra oficial del INE es ya antigua, del 2011, y aún más elevada: 3,4 millones–. Y es que la burbuja inmobiliaria se hinchó en nuestro país como en pocos del mundo. La política de vivienda apenas tiene latido, y no llega a quienes más lo necesitan. Da igual que la Carta Magna sancione el “derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”; aquella en la que el multidisciplinar Gaston Bachelard veía “la topografía de nuestro ser íntimo”.
Tener una casa –propia o alquilada– se ha convertido en un lujo, también en una laboriosa gestión de recursos. Este invierno, en las tertulias de la tele me he encontrado con compañeros que no encendían la calefacción a fin de evitar los sablazos de Naturgy. Las tripas de un hogar son intrincadas y caóticas, del cableado eléctrico a las tuberías y bajantes, pasando por calderas y radiadores, falsos techos, zócalos, etcétera. Muchos se rieron del gesto de Pablo Iglesias enarbolando la Constitución –esa palabra que hace virtuosos a unos y malvados a otros–, pero ante los efectos colaterales de la ley de oferta y demanda, el adjetivo digna sobra. Digamos derecho a una vivienda ratonera, a un empleo basura, a una sanidad sin camas.
Leer más
profile avatar
29 de mayo de 2019
Blogs de autor

Canas al aire

Soy una del trillón de mujeres que se tiñen el pelo de forma periódica. Experimenté precozmente, y a los dieciocho años un peluquero leridano que parecía neoyorquino me cortó la melena y me tiñó de rubio platino. No tardó en quedarme la cabeza igual que un café cortado, y tuve que recurrir al moreno español para volver a empezar de cero. Mi cabello fue uno de los primeros y más abiertos campos de batalla contra la ­autodestrucción. El pozo donde muchas jóvenes ahogábamos la inseguridad de no gustarnos, regando la fan­tasía de querer ser otras. Por ello llevábamos en el bolso la foto de Meg Ryan, Madonna o Jessica Lange. El placer de verlo ­mutar de tonalidad, pasar de su onda natural a un rizo pequeño a lo Roberta Flack, nos saciaba igual que nos desesperaba. Éramos débiles ante las tijeras soñadoras de aquellos primeros estilistas del peinado; recuerdo cómo me ­admiraba ver al pionero Llongueras peinando cabezas como si esculpiera una Venus. Nuestras madres fueron unas enamoradas de las peluquerías: ir bien peinadas es una garantía, un signo de que no se ha dimitido del espacio ­público.
Hoy ya no me tiño para encontrarme a mí misma, sino para no perderme. Las canas asomaron discretas e impuntuales; cuando emergen lo hacen en forma de hilos plateados y crean destellos inquietantes. Un gran porcentaje de mujeres de más de cuarenta lucen rubias: es el color que mejor engaña a la cana rebelde. Para algunas consiste en un acto más de cuidado estético, otras lo entienden como una esclavitud, esa tercera jornada laboral –depilación, maquillaje, peluquería y manicura– que nos somete a una ley no escrita que hasta hace bien poco prohibía las canas femeninas. Una mujer con el pelo blanco parece “envejecida, desaliñada y/o descuidada”. Lo piensa el 70% de las españolas, según acaba de publicar un estudio de la firma Pantene. Los hombres, en cambio, cuando las nieves del tiempo platean sus sienes, resultan “interesantes, atractivos o sexis”. Ellos, empoderados; nosotras, homeless. La campaña se titula El poder de las canas y se inscribe en la tendencia en auge de lucir el cabello albo, convirtiéndolo en fortaleza en lugar de debilidad. Y es aguda en el sentido de mostrar lo arbitrario que resulta el prejuicio. La moda es un excelente sacacorchos de tradiciones generando nuevos deseos.
También hubo un tiempo en que una mujer con pantalones parecía una camionera, y ya ven. Es difícil interiorizar la belleza de nuestras canas sin aclarar la mirada de los hombres, y también la de las propias mujeres que antes de lucirlas al viento necesitamos una buena sesión de terapia.
Resulta algo paradójico en un mundo que envejece imparable: la ONU prevé que en el 2045 los mayores de 60 años superarán a los menores de 14. Estamos abocados a un futuro libre de clichés a fin de considerar las canas, parafraseando a Cicerón, parte de “la conciencia de una vida bien vivida y el recuerdo de muchas buenas acciones” en lugar de una persistente y desigual dejadez.
Leer más
profile avatar
27 de mayo de 2019
Blogs de autor

Aquellas madres coraje

Hubo un tiempo en el que todo lo que ocurría fuera de casa era lo importante, lo prometedor, lo novedoso, mientras en el espacio doméstico la vida discurría con su letra pequeña e inclinada. Mucho antes de que se inventara el coaching, las madres ejercían ya ese papel, entregadas y sacrificadas, pero también críticas y a veces severas. Respondían a la figura de madre asistente, que cuida y educa, aconseja, acompaña y lo que sea necesario. Algunas nos inocularon vocaciones, pues secretamente deseaban que pudiéramos cumplir los sueños que debieron abandonar bien temprano. En teoría no aplaudíamos su sacrificio y las espoleábamos para que tuvieran vida propia, pero, en la práctica, volcábamos en ellas nuestras debilidades dando por hecho que se nos debían por entero.
Acaso por ello les sorprenda tanto a las madres encontrarse con que sus hijos les han preparado un buen ágape como ocurre en el programa de Cayetana Guillén Cuervo Cena con mamá. Ellas, que no esperan nada, que lo único que se atreven a reclamar es más tiempo con sus hijos, igual que la de Lorenzo Caprile, que lo miraba con un amor totalizador. La gene­ración de las que fueron madres en los sesenta y setenta se aplicó a fondo en la exclusividad de su papel. Sin ellas, no se sostenían el hogar físico ni el mental. Lo cargaban en sus espaldas, procurando que las carencias apenas se apreciaran. Ni se les pasaba por la cabeza pensar que eran obligadas sustitutas del Estado en sus funciones de enfermera, cocinera, limpiadora, puericultora... Dedicaron media vida a velar por sus hijos, y la otra mitad por sus padres. Y nosotros aceptamos el papel que les había sido asignado, en lugar de combatir sus dictados junto a ellas. Cayetana, con su habitual complicidad, les coge la mano y las hace hablar, y ocurre algo prodigioso: se agarran al hilo de la memoria y disfrutan recordando, porque el pasado les abrillanta la mirada.
La hijidad es más cómoda que la maternidad. Lo explica Nuria Labari en su libro La mejor madre del mundo (Random House), que va ya por la tercera edición. La maternidad es colonizadora. Enseguida toma territorio, o mejor dicho, lo okupa, capaz de transformar por completo la identidad de una mujer. Madres trabajadoras, se nos llama aún, y, en cambio, nunca se ha hablado de padres trabajadores. “Ellos mantienen su identidad intacta, sólo añaden una nueva categoría. A nosotras nos cambian –o nos deben cambiar– todas las prioridades. Ese es nuestro deber ser”, razona Labari. Es urgente la resignificación simbólica del espacio doméstico, porque considerar que el espacio público –político y socioeconómico– es el único que importa devalúa nuestra intimidad. Y nos envilece como hijos que únicamente somos capaces de hacer la cena para nuestra madre por obligación, y no por amor.
Leer más
profile avatar
22 de mayo de 2019
Blogs de autor

Fragilidad masculina

Siempre hubo hombres coquetos que iban a comprarse la crema hidratante con más reparo que si fueran al sex shop, hasta que daban con una vendedora que les lavaba la culpa con sus labios de tiramisú y les proveía de otros placeres instantáneos. Cuánta delicadeza empleaba para enseñarles a aplicar el contorno de ojos mediante suaves golpecitos en la sien. “Así, con ligeros toques”, les ilustraban aquellas diosas iniciáticas en el arte de la cosmética masculina, aunque ellos debían servirse de la oferta para mujeres, pues la suya, aparte del after shave, no existía. “Ayer fui al Cortes Inglés y me llevé tres mariconcreams”, le oí contar una vez a un periodista de fama a otro, a pesar de que aquel chistecillo oscureciera su acto, o ¿no era una forma de exculparse y a la vez festejar su nueva filia? La industria cosmética bascula entre dos polos antagónicos: es tan conservadora como astuta. Hace casi veinte años, Jean-Paul Gaultier intentó poner de moda los lápices de khol para hombres, corrigiendo la renuncia a la coquetería del nuevo constructo de hombre. Se adelantó demasiado en el tiempo.
Éxito, vigor, dureza, determinación, escasa emotividad, capacidad de proveer, autoridad… todo eso incluía el catálogo de lo que debía ser un hombre del siglo XX, lo que causaba gran angustia a muchos de ellos. Los más conscientes buscaron la manera de conciliar el rol con su verdadera identidad aflojando en rigidez, pero la gran mayoría se instaló en lo que los anglosajones denominan fragilidad masculina. El psicoterapeuta Roger Horrocks la define así: “Es una paradoja: la masculinidad patriarcal rompe al hombre, formado y a la vez destruido por su propio poder”. En verdad tembloroso, pues se siente cuestionado a cada instante y ve a las mujeres como el enemigo que pronto acabará por usurparle su lugar preeminente.
Los hombres frágiles son aquellos que se preocupan de aclarar que no son gais –y ni siquiera afeminados– aunque nadie se lo haya preguntado; airean a los cuatro vientos su pasión por las mujeres, también sin que venga a cuento, y urden tramas de sexismo conspirativo contra los varones. Además, albergan una auténtica aprensión hacia el colectivo LGTB, les espanta el color rosa y en caso de utilizar cosmética recurrirán a marcas que apelan a hombres como ellos, de una pieza, cazadores épicos, mientras que juzgarán con falsa perplejidad, propia de quienes no pueden mover sus columnas mentales, a aquellos que se maquillan.
Gaultier fue un visionario: la cosmética que supera el género hoy crece entre los gurús del lujo, sin olvidar el furor coreano, una cultura pionera en estética en que los muchachos invierten más en cuidarse que en cualquier otro lugar del mundo. Se les llama khonminam, combinación de las palabras flor y hombre bello, sin connotaciones femeninas, sin temor a que su virilidad sea examinada por un tribunal de mujeres, las mismas que en este Occidente frágil siguen soñando, muy a su pesar, con los marlboro man.
Leer más
profile avatar
20 de mayo de 2019
Blogs de autor

La sociedad del uf

Tras un muestreo rudimentario sobre las interjecciones más utilizadas en mi círculo cotidiano sonsaco que ¡uf! no tiene competencia. A pesar de que ¡ay! –que tanto vale para dolerse al chocar con la esquina de la mesa como para defenderse de los chistes de la candidata del PP Isabel Díaz Ayuso– le va a la zaga, y de que ¡uy! tiene un uso desmedido en las retransmisiones deportivas, las desbanca a todas: al arrebatado ¡guau!, al laxo ¡bah!, al regañón ¡chist! y al in­fantil ¡pum!
Vivimos en la sociedad del uf, y no por cansancio físico. Tiempos peores hubo para expresar extenuación y flaqueza. Se acabaron los corredores ahogados en las calles, hoy han sustituido los bufidos de antaño por respiraciones concen­tradas en su alegría. Los uf son muchos más molestos, pues revelan la existencia de un marrón o de una frustración tediosa. No encuentras el cargador del móvil, y lo repites, volviendo a mirar donde ya lo hiciste, entre el contra­tiempo y la fa­talidad. Exclamas uf tras contarte que han echado a tres antiguos compañeros de trabajo o cuando de repente te llaman del colegio de tus hijos.
En verdad, te das cuenta de que tú no puedes ser víctima de esa rendición tan espesa y gris. Afirman que viene del árabe uff, igualmente cargado de desagrado y fastidio; que noruegos exportaron a Norteamérica una expresión muy similar: uff da, “estoy abrumado”. Para algo se inventaron el yoga, el mindfulness, las series de Netflix o el sexo, sí, para atontar la válvula del uf. Madurar significa dejar de sentir que el cuerpo se parte en dos cuando vocalizas uf con todas tus fuerzas; ya no se derrite algo dentro ni sientes mariposas de las malas. Porque en las cuestiones de vida y muerte no se dice uf; se calla o se llora.
Qué gran título es el Uf, va dir ell de Quim Monzó. Cuánta promesa e interés despierta, aunque el protagonista del cuento apenas pueda articular palabra; el paladar impregnado de pastel y de pereza. Los hay de losers cabizbajos, y los hay dramáticos, de diva: esos que emiten los jefazos, con eco, alargando las efes y echando la espalda hacia atrás a causa del café frío o de que han caído las acciones.
Habrán advertido que en esta primavera electoral a la mayoría de los candidatos les duele España. La máxima de Unamuno ha circulado en un boca-oreja de Rivera a Sánchez o Casado. Ellos son más de ay, expresando el ardor de una herida que busca compartirse con los votantes. Pero a quien le duele algo no se le suele votar, sino que se le recomienda descanso. Hasta que sea capaz de verse desde el otro lado, reposado, frente a la bandeja de la cena en el sofá, y, ante su propio reflejo en el telediario, exclame “¡uf!”. Ese sería el principio de algo.
Leer más
profile avatar
16 de mayo de 2019
Blogs de autor

Extranjeros de sí mismos

Su nombre suena a broma: mena, siglas lexicalizadas de “menores extranjeros no acompañados” que se antoja un error ortográfico entre el meme y la nena. El nombre engulle la identidad. Precoces sintecho que emigran a pesar de los riesgos del viaje en busca de una vida, porque lo que conocen se parece más a la muerte. Dejan atrás los pocos agarraderos que tienen, cruzan Estrecho y frontera solos, barbilampiños, chiquillos de plumier y cartabón. Más de doce mil fueron acogidos o tutelados por los servicios de protección de menores de las comunidades autónomas de nuestro país en el 2018. Su llegada ha aumentado espectacularmente en los últimos años. ¿Por qué? “¡Ajajá! –dirán los astutos de mirada torva–. Tontos que somos. Aquí les servimos una sopa caliente, un par de mudas, el papeleo y hasta vivienda y paga; y luego nos robarán”.
Nuestra sociedad desconfía más del hambriento que del poderoso, un asunto digno de diván. Aunque en Catalunya y Euskadi se garantizan condiciones más decentes, los centros de acogida no son resorts ni colonias. El desbordamiento y la precariedad es recurrente. Numerosos trabajadores han denunciado la involución social de los muchachos tras experiencias de aislamiento, hacinamiento y hasta maltratos físicos y psicológicos. También han alertado sobre el hecho de que apenas haya chicas entre los menas –que, se nos dice, son casi todos varones–, aunque en realidad sí existan, sumergidas en el mundo de la trata y, por tanto, invisibles.
Un 18% de los que llegaron en los últimos tres años a Catalunya han delinquido, robos con violencia y asuntos de drogas sobre todo. La principal preocupación de Mossos y Fiscalía se centra en los mayores de edad que han acabado por convertirse en reincidentes y funcionan como red de apoyo para los menores fugados de los centros de acogida, organizando tribus que duermen en las calles u ocupan pisos del centro de Barcelona. Drogas, peleas a cuchilladas y redadas policiales dan para llamativas alarmas, pero ¿qué ocurre con el resto, con la inmensa mayoría de estos niños de la calle? Porque el 82% son pacíficos, algunos más asustados que otros, con una gran capacidad de sacrificio a diferencia de nuestros chavales mimados y poco tolerantes a la frustración.
El Gobierno de Sánchez aprobó un aumento de los fondos por real decreto –38 millones– con el objetivo de mejorar la atención de los centros, pero incluso la buena voluntad política no es suficiente. Falta una herramienta común de recogida de datos para poder realizar un seguimiento global; tampoco existen estándares de protección destinados a los más vulnerables, y es necesario fortalecer el sistema de acogida familiar en pos de la integración real.
Sin duda tenemos un problema, pero no consiste tanto en la amenaza de estos menores solitarios y desamparados como en nuestra incapacidad para recibirlos como lo que son, niños, en lugar de convertirlos en bestias acorraladas.
Leer más
profile avatar
13 de mayo de 2019
Blogs de autor

Elogio del desengaño

Anna Magnani acostumbraba a engañarse como método preparatorio. Hasta el extremo de pensar que no ganaría nunca un Oscar, razón por la cual –aparte de su pánico al avión– no asistió a la ceremonia en la que sería galardonada con la estatuilla por su papel en La rosa tatuada. En la recreación de su vida realizada por la actriz Arantxa de Juan se percibe continuamente la anticipación al desastre. Se trata de una brillante actuación y una audaz puesta en escena que tiene lugar en su propio domicilio, en la madrileña calle del Desengaño. La obra arranca en la habitación de la intérprete, a oscuras, ella sollozando de dolor en la cama y el reducido público, mitad sentado, mitad de pie, reprimiendo la tos.
Magnani tocó tanto fondo con el neorrealismo que llegó a detestar la magia. Se hizo a sí misma con mucho talento, elevadas exigencias y demasiado alcohol. El temperamento fue su refugio, su fatal autoengaño para soportar abandonos –empezando por el de sus padres–, envidias, silencios, malentendidos, rupturas. Y ese acto final propio de un The end de melodrama hollywoodiense: Roberto Rossellini, el gran amor de su vida (que la sustituyó por Ingrid Bergman), acompañándola al hospital donde fa­lleció. Contra todo pronóstico, según ella misma, a Nannarella le dieron un Oscar, y el amor de su vida la escoltó en su ­muerte.
El autoengaño es un asunto reservado a las divas, sólo a ellas se les puede perdonar que se cieguen de gloria. Los hay veniales, por ejemplo, pensar que no te llama nadie por tu cumpleaños porque coincide con el día de la Madre, y mortales, ¿o no lo es creer que tu marido te es infiel por culpa de las artes de seducción de la zorra de su amante? Pero, de entre todos, el más vil de los autoengaños es la autoexculpación. La que estos días escuchamos en el PP, como si su estrepitosa derrota tuviera otra explicación que la involución ideológica. Ha sido por culpa de Sánchez y su campaña del miedo, sentenciaron. Y ahí está el análisis del politólogo Aznar, un visionario: la verdadera razón del estropicio es la fragmentación de la derecha. Lo que al principio parecía aceptación de la derrota teje hoy un guion de buenos y malos, temeridad e ingobernabilidad, comunistas y ultras.
Nada vende más que la sinceridad, un mea culpa que no necesariamente tiene que ser a la japonesa, como el de aquel presidente de Toyota que se postró – dogeza se denomina al gesto de arrodillarse en señal de profundo lamento y disculpa– ante la prensa y el país entero pidiendo perdón. Espolear la contienda y justificarse con marketing político acaba siendo un mal negocio. Hagan igual que Magnani: piensen que no ganarán, y su ausencia, como la de Mariano Rajoy en el PP, será doblemente lamentada.
Leer más
profile avatar
8 de mayo de 2019
Blogs de autor

Bolsillos vacíos

Había uno en cada esquina, con dos dispensadores de dinero externos y un tercero en el interior del banco. Bastaba doblar la manzana en cualquier gran ciudad para encontrar un ­cajero automático que expendiera una pequeña dosis de felicidad, porque el ­límite diario no da para ir a cenar a París. Es tarde de festivo,y he andado veinte minutos en Madrid norte hasta encontrar uno de mi entidad, cansada de pagar comisiones por la urgencia y la rémora. Los cajeros, primero ubicados en interiores apestosos provistos de puertas que amenazaban con cerrarse a cal y canto, después empotrados en el ladrillo de la fachada, inauguraron un estilo de vida que disponía de dinero a cualquier hora. Sin interlocutores, colas ni papeleo. Pero, hoy, vaciados de utilidad por el cambio de paradigma que digitaliza nuestro día a día, padecen la misma agonía que en su día sufrieron las cabinas telefónicas. Cuánto juego dieron regalándonos una idea de intimidad en el espacio público que no se ha vuelto a repetir.
Los sintecho son los mayores dam­nificados de la desaparición de cabinas y cajeros. Entre cartones no hay wifi. “La pobreza está asociada a la falta de tecnología”, señala Brett Scott, activista y experto en automatización financiera, en Wired. Los que viven de la limosna se topan a menudo con personas caritativas pero, cada vez más, sin metálico encima. Ni siquiera dos euros. La máxima precariedad significa carecer de banco, de firma electrónica, de pins y passwords. Incluso algunas start-ups sin ánimo de lucro estudian –en el Reino Unido u Holanda– fórmulas virtuales de donar pequeñas cantidades a los sintecho vía aplicaciones, códigos QR, etcétera.
En estos tiempos gaseosos, la imagen del fajo de billetes planchados reventando la cartera, con su goma de pollo, que otrora significó la dolce vita –a pesar de la horterada– se ha desvanecido para siempre. Ya nadie cuenta billetes a destajo, es un gesto propio de cajeros o delincuentes. Los gobiernos controlan los movimientos del dinero y su limpieza. Se acabaron los llamados Bin Laden, y menguan los pagos contantes y sonantes. El dinero ya no es de plástico, sino invisible. Un código en la pantalla del teléfono. Retrata una sociedad que acostumbra a llevar consigo desinfectante para las manos. Por otro lado, tiene un efecto liviano: nunca el peculio había sido tan inmaterial, aunque su praxis anule nuestro anonimato. Se controla lo que ganamos, lo que pagamos, cómo, a quién y cuándo, porque el rastreo del dinero es primordial en nuestros estados financieros antes que sociales. Vivimos en una economía de datos en la que estos representan una nueva riqueza casi incalculable, y por eso los gobiernos, las empresas financieras y los gigantes del big tech ejercen un control absoluto, y mercadean con nuestras huellas virtuales para enriquecerse. No valemos por lo que somos, sino por lo que hacemos para no llegar a fin de mes sin apenas tocar el dinero.
Leer más
profile avatar
6 de mayo de 2019
Blogs de autor

Entrecot electoral

La expresión del rostro del candidato consiste en curiosidad de primer orden para el periodista. Es lo primero que se busca al conocerse los resultados oficiales. Porque si hay algo que el ser humano no puede disimular, es la decepción; también el desengaño. La gente en casa todavía hace sumas, contando con los dedos los totales de izquierda y derecha, mientras se espera a los líderes en las sedes. Empieza a paladearse el título de la última película de Almodóvar: Dolor y gloria. “Ha llegado con rostro serio”, dicen de Rivera en la Ser. El periodismo de los sentidos, el que escruta, olfatea, toca y escucha pero aún no tiene el filete en­cima de la mesa, describe sensaciones y emociones: “El portavoz aparece sonriente, acaso lleve la procesión por ­dentro”.
Los reporteros informan desde Ferraz de que “el ambiente es relajado” y “reina un ‘optimismo prudente’”, dos términos que nunca tendrían que emparejarse : ¿o es que la alegría puede ser cautelosa? Hasta que se deciden a hablar de euforia y de saltos de alegría. “En la sede del PSOE, ¿se espera un Resacón en Las Vegas?”, le pregunta Ferreras a Ana Pastor. “Un fiestón”, responde ella. Las crónicas de la noche electoral guardan un parecido razonable con las retransmisiones deportivas y no pueden evitarse términos como arrasar, remontada, estrepitosa derrota o apretada victoria.
La primera comparecencia de Pablo Casado y su equipo apeló a la responsabilidad solidaria. Sólo hacía falta calibrar la distancia entre Teodoro García Egea, que miraba al infinito a la derecha del líder; Adolfo Suárez Illana, tan gris a lo largo de la campaña como su cabellera, sin apenas levantar los ojos del suelo, a su izquierda, y Casado, parapetado en su atril. La proxémica calcula entre 15 y 45 centímetros la burbuja del espacio íntimo, y el decaído triunvirato se presentó codo con codo. Parecían entonar un “la culpa es de todos”. Casado encajó el resultado sin excusas, sonriente, estirando las comisuras de los labios como el niño que excusa una travesura. Fue el único que se atrevió a mirar de frente. Nadie recordaba una noche electoral en que por la calle Génova sólo pasearan dos gatos negros. Y los mariachis enviados por Forocoches entonando Canta y no llores bajo el balcón popular desalmaban aún más el paisaje.
En la sede del oeste de Madrid, Sánchez no se encaramaba a las alturas, sino que se subía a una simple tarima, celebrando cuerpo a cuerpo la victoria en mangas de camisa rosa bebé, enviando mensajes de suavidad en las formas. Porque, en verdad, ese ha sido uno de los grandes triunfos del socialista: ante los insultos, una sonrisa; frente a la difamación, la más bella indiferencia. Y el filete aún crudo.
Leer más
profile avatar
1 de mayo de 2019
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.