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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Reencuentro con las musas

 

El termómetro digital del Prado me toma la temperatura: 35,7 saludables grados, y el domingo queda secretamente sellado, ya hay garantía de contagio artístico. El guarda, con mascarilla, saluda con la cabeza y se mueve igual que un personaje del Greco mientras indica la entrada al templo de las musas. Elevadas en un pedestal, una quiere sentirse bajo la mirada de Talía, Calíope, Clío, Erato o Terpsícore, las musas romanas que adquirió la reina Cristina de Suecia y que posteriormente traerían a España Felipe V e Isabel de Farnesio en 1724. Las hijas de los dioses Zeus y Memoria ­permanecen derretidas de belleza bajo los pliegues de las túnicas que desnudan sus hombros. Ellas dan nombre a los museos, contenedores de belleza que provocan encuentros -o choques- entre la mirada y la imaginación, que te conducen al pasado pero superan el futuro. Volver al museo significa recuperar la llave del templo.

Durante la última fase del confinamiento, en el Prado se obró magia para poder reabrir con un plan. No imagino mayor habilidad de ilusionismo que la de un servicio de brigada subiendo y bajando doscientos Goya, Murillo, Rubens o Velázquez para recomponer un nuevo itinerario post-Covid. Contemplar la pintura de Fra Angelico en silencio, con apenas veinte personas en una sala ¡un domingo!, resulta electrizante. Los greatest hits del Prado parecen conversar entre ellos. Te invitan a entrar y a salir de un cuadro a otro como si pasaras del frío al calor. Los dos Saturnos, de Rubens y Goya, juntos, devorando doblemente a sus hijos, reflejan el horror de la incomprensible supervivencia. Enfrente, Dánae recibiendo la lluvia de oro , de Tiziano, desnuda pero con pulsera y pendientes bajo un cielo que llueve placer. Las meninas al lado de los bufones producen un efecto extraño: la dignidad no entiende de clases. La historia de la civilización permea en esas paredes que invitan a volver a empezar. A mirar de nuevo los cuadros como si fuera la primera vez. A viajar por Villa Médici, pasear por el Edén con el Adán y la Eva de Durero, a preguntarte por la invención del color ante Tintoretto o Reni, a paladear el virtuosismo del detalle de Artemisia Gentileschi y Sofonisba Anguissola, cuyas obras respiran equilibrio y ambición.

Reencuentro es un chute de Prado exprés, la evidencia de que el arte es un medicamento sin metáfora. De cerca, sin los reflejos virtuales de la pantalla, los cuadros te dejan sobras en el plato para continuar el banquete. Y sales del museo recordando el azul de Elpaso de la laguna Estigia, de Joachim Patinir, con vicio. No sé si el arte nos hace mejores, pero sí invencibles frente a la nada.

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8 de julio de 2020
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Quiero ser negra como tú

La infancia es un mapa que se cuela en nuestros bolsillos adultos, arrugado y ­borroso pero aún fiable. Porque nuestro paulatino descubrimiento del mundo va cartografiando un trazado que nos acompañará toda la vida, aunque de niños ignoremos cómo nos marcará.

Se llamaba Doudou y era senegalés. Llegó a casa un mediodía, con mi padre, que ufano y cariñoso nos los presentó como un ayudante para echar una mano en la granja. Contó que llevaba días observándolo solo en un rincón del bar, y no creo que fueran su silencio ni su falta de techo, sino su mirada limpia, lo que le acercó a él. Fue el primer negro que conocimos, y de él, solo nos sorprendieron las palmas descoloridas de sus manos. En aquella España de Machín, Pepe Legrá y Basilio, la de los Reyes Baltasar embetunados, representaban un exotismo lejano que no entraba en el comedor de casa. Entonces la inmigración era residual, prevalecían otras castas. En aquellos años setenta, y todavía en los ochenta, el trabajo en la recolección de cosechas era realizado por gitanos que acampaban en la plaza con sus caravanas y nos producían una mezcla de miedo y atracción. Su estigma parecía inamovible, pero lucharon -siguen haciéndolo-, y sus manos callosas fueron relevadas por las de los subsaharianos. El racismo es una enfermedad crónica que se extiende de norte a sur e infecta a comunidades dentro de otras, aunque compartan color de piel y lengua.

Tras el asesinato de George Floyd, la fuerza del movimiento "Black lives matter" ha obligado a reflexionar globalmente acerca de la importancia de ser antirracistas activos; y todos nos hemos escudriñado con lupa. La identidad europea sigue siendo refractaria a la integración y la mezcla, aquejada de una "blanquitud defensiva", como denomina Stephen Small, sociólogo y profesor de Estudios Afroamericanos en Berkeley, a la imposibilidad -no solo de los negros, también de los árabes e incluso los latinos- de abandonar los márgenes que con superioridad les concedemos.

Le pregunto a mi amiga Bárbara Valdez, de origen dominicano, 15 años ya en España, si alguna vez ha sentido racismo por su color de piel. "Nunca. Siempre he sido bien acogida, aunque ahora a mi niña a veces la llaman negra en el colegio. Pero yo le digo que nosotras no somos rubias, que somos negras, y que no faltan a la verdad". Es más, Bárbara acaba por darle la vuelta a mi pregunta, tal es su poder: "Lo que sí recuerdo es que tu hija, de pequeña, a menudo me cogía la mano en el ascensor y llorando me decía: quiero ser negra como tú".

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24 de junio de 2020
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La ciudad y sus tripas

 

La nueva realidad se emplea a fondo para librarse del olor a cerrado, y saca sus mesas y sillas a la calle, reclamando una vida verdadera de puertas afuera. Las terrazas toman las plazas, evidenciando que beber y comer en la vía pública posee un atractivo liberador, tal vez sobrevalorado, al igual que el bullicio. Nuestra presencia en las calles es aún desconfiada y torpe, pero se esparce el ansia de contacto, de ver y dejarse ver, ocupando un espacio legítimo en el callejero. Parece que todos juguemos a la rayuela, fijándonos en los dibujos de colores pegados en el suelo de tiendas y mercados o sucursales bancarias para no pisar en falso. Somos actores de teatro disfrazados de nosotros mismos, igual que esos comediantes atentos a las marcas que acotan sus movimientos sobre el escenario.

Postcity Covid, denominan los arquitectos Mamen Domingo y Ernest Ferré las tramas urbanas de desconfinamiento que han diseñado, y que permiten marcar distancias de seguridad con precisa geometría. La proyección en el plano ofrece una visión surreal: una ciudad aireada donde se corrigen la densidad y el amontonamiento, se evitan las aglomeraciones y, por tanto, se esmera en limpieza. ¿No era lo que habíamos soñado? Esta semana, en Rotterdam han ampliado las aceras, y, al igual que en San Francisco, plazas y parkings se han convertido en espacios comerciales para los negocios más heridos. En Milán se destinan calles enteras a carriles bici, y, en Vilna han transformado su lúgubre aeropuerto en un cine de verano al aire libre.

La recuperación del espacio público tras la pandemia implica un interrogatorio sumarísimo sobre la ciudad y sus tripas. Poco pensamos en las alcantarillas que drenan nuestras aguas nauseabundas, en la pátina de polución que se cuela bajo las alfombras, o en las consecuencias invisibles, más allá del hedor, del hacinamiento. "En los últimos 150 años, la expectativa de vida ha aumentado a alrededor de 80 años, y es justo afirmar que se debe mitad a la arquitectura y la ingeniería, mitad a la comunidad médica", declaraba a BBC World hace unos días Jakob Brandtberg Knudsen, decano de la Real Academia de Bellas Artes de Dinamarca. Hoy, los urbanistas tienen una oportunidad única de repensar las ciudades ante el imperioso reclamo de holgura y salubridad. El ideal de ciudad moderna inmortalizado por Baudelaire, que glosaba el encanto de las primeras luces de las farolas, acabó arrodillado ante una furiosa luminotecnia. Ahora que no podemos tocarnos, necesitamos más que nunca que la piel de nuestras ciudades esté bien hidratada.

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18 de junio de 2020
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Amores a flote

Hemos tocado fondo", se han dicho algunas parejas tras setenta días de convivencia ininterrumpida, en los que la pasión no estuvo invitada a cenar, ni tan siquiera hueco en el sofá le hacían. Acaso, en la cama, juntaban los pies fríos durante las noches de abril. El trabajo entraba en las casas sin límites a medida que el amor iba saliendo a deshoras. Nunca hubo tantos hombres encargados de la compra, colgadas del hombro unas bolsas ostensibles como prueba de que no iban solo a por tabaco. El piso de 75 m2 se fue achicando: una celda doméstica en la que día a día se iban perdiendo calcetines, y eso no ayudaba. Cualquier pequeña catástrofe doméstica podía acabar convertida en tragedia griega, desencadenando un historial de antiguos reproches que, aunque indoloros, demostraban no haber perdido su valor contable.
 

Deseo, respeto, admiración y algo de misterio, esos cuatro pilares del amor, empezaron a perder agua. Porque el desastre suele iniciarse con una pequeña fuga de gotas perladas, tan indefensas como inocuas, que al poco van transformándose en un chorro que se torna en cascada y acaba en una ola gigante, monstruosa, capaz de barrer un mapa sentimental en el que se volcaron esfuerzos e ilusiones. Con la gallardía propia de los enamorados levantaron una casa para el amor romántico aun sabiendo que es huidizo: ¿cómo pensar en el final cuando se empieza algo? Hoy, se considera a los nuevos divorciados víctimas colaterales de la Covid. Pero ¿y los que continúan juntos? ¿No son acaso más noticiables? Tolstói fue un gran pensador del amor y lo consideraba el vínculo imprescindible con el mundo. "El amor es una actividad que habita exclusivamente en el presente. El hombre que no manifiesta amor en el presente no tiene amor que dar", afirmaba. Los protagonistas de su libro La felicidad conyugal , Masha y Serguéi, van experimentando sus variadas metamorfosis, comprobando cómo las mariposas en el estómago son reemplazadas por ataques de acidez. Entre líneas se describe la melancolía de las burbujas disipadas: de la fase cero, en la que se aprenden las geometrías del otro cuerpo, a una fase cuatro donde las manchas de aceite acaban por pringar aquel ideal platónico. Una serie de parejas contaban en un blog cómo intentaron superar el reto: haciéndose reír hasta las lágrimas unos, planeando próximos viajes otros, y poco más. Cuando asisto a debates sobre si el Gobierno sale desgastado de la crisis, o todo lo contrario, fortalecido, pienso en los no divorciados del confinamiento y en sus noches juntando los pies fríos.

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11 de junio de 2020
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Oficinas vacías

Qué bienestar me produjo probar la silla de la primera oficina que ocupé y colocar mis cosas en aquellos cajones que olían a nuevos. Se parecía al inicio del curso escolar, cuando nos proyectábamos en las flamantes carpetas, gomas y lápices como garantía de futuro. También recuerdo el sudor frío que me humedecía las manos cada vez que traspasaba el corredor que unía la construcción moderna con el Palauet Casades, sede del Col·legi d'Advocats de Barcelona. En menos de tres minutos, te transportabas al siglo XIX. El despacho del decano era una isla forrada de boisseries y tapices con regias butacas negras. La importancia del cargo se medía por los kilos de caoba, los retratos enmarcados en pan de oro y la cantidad de papeles que cubrían la mesa. Con los años fui entrando y saliendo de los más diversos y anodinos espacios de trabajo: de los cubículos con mampara se pasó a las islas de mesas, salas abiertas con teléfonos fijos tan anacrónicos como las secretarias que aún mandaban las corbatas de su superior al tinte.
 

Ir a la oficina fue siempre una locución de cuello blanco, pronunciada con un aparente fastidio que en realidad no era sino alivio. El ritual de levantarse cada día y apelotonarse en el metro o el autobús para acudir a un lugar cuya existencia no ha sido cuestionada durante más de un siglo ha perdido hoy su centralidad vital. En los últimos años, con el desarrollo de las llamadas tecnologías de la información y comunicación (TIC), el trabajo se ha convertido en un ente portátil. Los hogares acogen tareas de oficinista mientras un estilo de organización más horizontal y participativa ha favorecido un diseño más relajado de las sedes empresariales. En Silicon Valley animaron incluso a que los empleados llevaran la mascota a la ofi y les proporcionaron un nuevo mobiliario diáfano y sin esquinas donde podrían tumbarse, dueños y perros, en unos balancines para pensar.

La crisis sanitaria ha sustituido las cuatro paredes por el marco de una pantalla y una estantería de fondo -según atestiguan Skype y Zoom, exaltando el poder decorativo de los libros con mayor o menor convicción-. Muchas compañías han comprobado con estupor que la cadena de producción no se ha interrumpido y Twitter ya ha anunciado a sus empleados que pueden seguir teletrabajando "para siempre". En la era de la virtualidad, el modelo colmena, que por un lado implicaba control y por otro conexión, competitividad, reuniones, brainstormings, fiambreras y rencillas, ha demostrado que también puede ser prescindible, como la propia presencia.

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3 de junio de 2020
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La gran resaca

Han transcurrido ya más de sesenta días regados con alcohol sin culpa. Una bruma se instaló en las nucas confinadas que salían a tomar el vermut al balcón o agendaban citas virtuales para seguir abriendo cervezas y echando una rodaja de pepino al gin-tonic. Cuando algunos iban a reciclar, observaban la bolsa de botellas vacías con un gesto que basculaba de la autoafirmación a la vergüenza. Nunca se había disparado tanto el consumo de vino, cerveza, ginebra o whisky como en este robado mes de abril; qué hacer si no cuando se prolonga una existencia desprovista de sentido y las horas se ensucian las unas a las otras, sin color ni dueño. Beber contra el aburrimiento -del latín: ab ( sin), y horrere (asustarse)- fue desde siempre una religión que abre sus gigantescas puertas abiertas para traspasar la senda que va de la sobriedad a la ebriedad. Los lingotazos se asocian aún a rebeldía aunque sean parches de autodestrucción. Estos dos meses, los más bebedores han llegado a utilizar como excusa su hipotética capacidad para matar al virus aconsejando gárgaras con aguardiente.
 

Cuentan que Alejandro Lerroux, tras la fracasada revolución de 1934, comía con sus compadres en un restaurante barcelonés y quiso regar los postres con dos botellas de Cordon Rouge, su champán preferido. Fue entonces cuando un colega le preguntó qué les diría a los obreros barceloneses que ­pudieran verle en ese instante. "Pues les ­diría que estoy probando el vino que beberá el proletariado del porvenir". Y se jactó de que cuando lo probaran, dejarían de ser obreros. No fue así: tuvieron que contentarse du­rante décadas con el espumoso de los aguinaldos.

Bebemos para celebrar, pero también para huir e incluso a modo de pequeño premio con el que aliviar la lata que dan los bufones del odio con sus cacerolas oxidadas y los falsos periodistas con sus falsas noticias. No es extraño que hoy se llenen las calles de corredores que escapan, avanzando contra sí ­mismos, sacrificando su sed, sin tiempo para sudar. Por fin liberan las toxinas tras sus encierros bañados en alcohol y los días de resaca permanente a fin de poder olvidar mejor la jornada anterior. Pero la resaca, si se aprovecha, proporciona una fantasía de resurrección que, más allá del sentimiento de desprecio por uno mismo y del terror ante el futuro, nos empuja a encontrar un punto medio entre la nostalgia y la utopía. Frida Kahlo lo resumió con humor: "Quise ahogar las penas en alcohol, pero las condenadas aprendieron a nadar". Bien lo saben los ­maratonianos, capaces de llegar a la meta aunque sea a gatas.

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28 de mayo de 2020
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La nueva rareza

Rastreo la expresión nueva normalidad que el Gobierno repite a modo de mantra, un preaviso para interiorizar que los estándares serán otros. Hay que cuestionarse cómo les fue a nuestros antepasados cuando tuvieron que enfrentarse a un novedoso sentido de lo normal. Se trata de una vieja paradoja usada como interrogante existencial tanto en periodos de duelo como en procesos de reorganización de la comunidad. El activista agrario y pensador canadiense Henry Wise Wood se preguntaba en 1917: "¿Cómo pasaremos de la guerra a la nueva normalidad con el menor fracaso y en el menor tiempo? ¿La nueva normalidad debe tener una forma diferente a la anterior?". Dos años después de las inquietudes de Wise, esa nueva normalidad imponía en EE.UU. la ley seca, gracias a la cual estallaba una burbuja de champán y charlestón, de flecos y mafiosos pegados a un habano.
 

La caída de las Torres Gemelas el 11-S dejó tan desnudo al mundo, que volvió a recurrir al anticoncepto. Lo normal no puede ser nuevo: no se regresa al mismo escenario, sino que se construye otro. Se instauraron pro­tocolos: llegar a un aeropuerto y tener que medio desvestirse convertido en potencial sospechoso. "¡Bendita seguridad!", dijeron unos, mientras otros arrugaban la nariz, recelosos ante lo que Ignatieff denominó el mal menor . El miedo se cronificó, pero sin afectar al imparable ritmo de las cadenas de producción. Producir, contaminar, competir, ambicionar... Los verbos volvieron a ser tan viejos como en tiempos de Augusto, aunque nuestro ecosistema se llenara de pantallas y nos sintiéramos más ufanos, normales, ­autónomos.

Con la crisis del 2008 de repente ­fuimos más pobres. La corrupción se había convertido en práctica conso­lidada ante nuestras pasmadas narices. La clase media se eclipsó, la preca­riedad y el malestar social se gene­­ralizaron... incluso Eurovisión dejó de ser normal. Nos acostumbramos a vivir en suspenso, a viajar como sardinas, a que la expresión lista de espera nos ­resultara sexy.

Hoy, la nueva normalidad se anuncia distante y retraída. La simpatía social será autocensurada, y los metacrilatos aislarán nuestros alientos desinfectados. "Toda la historia es la historia de luchas entre distintos sistemas inmunológicos", escribe el filósofo Peter Sloterdijk, que considera a la humanidad un agregado de organismos y no un superorganismo. Y así es: nos tomaremos la temperatura aguardando la vacuna para alterar la normalidad y, una vez inmunes, volveremos a contagiarnos de nuevas rarezas.

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20 de mayo de 2020
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Contengo multitudes

La adolescencia regresa a nuestras vidas, y esta vez nada tiene que ver con el descubrimiento del amor, sino con esta vida por vestir que se nos ha quedado entre las manos. Ahora no corremos contra el tiempo, y, así, podemos satisfacer aquel deseo aparcado de abrir cajas de Pandora de las que extraemos auténticos fósiles: viejas fotos con disfraces, cartas de amor que afortunadamente nunca enviamos, hasta un pedacito de cordón umbilical he encontrado. Cápsulas del pasado por descargar, e incluso por descifrar, vuelven a nosotros para recordarnos que la felicidad ocurre a deshora, en instantes inadvertidos.
 

La agenda está en blanco, acaso alguna cita virtual ahora que todos somos milénicos. No hay lugar adonde acudir que no sea nuestro interior. Días enteros encerrados en un cuarto, con la mirada empachada de plasma y bombillas. Días de flojera en las piernas, ante un proceloso mar de incógnitas que nos hace sentir náufragos. El dios Dylan va compartiendo con cuentagotas canciones que acaban de envenenar nuestra melancolía. Con su cadencia salmódica nos ofrece un tema cuyo título -tomado prestado del poema de Walt Whitman, Canto a mí mismo - no podría ser más descriptivo justo cuando el concepto de multitud queda temporalmente suspendido: I contain multitudes ("Sí, me contradigo. Y ¿qué? / Yo soy inmenso... / y contengo multitudes"). Probablemente los ­teens de hoy no lean Hojas de hierba ni celebren la orgía de aquel vitalista que se declaraba "un hijo de Manhattan, turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, ni sentimental, ni superior a hombres y mujeres, ni alejado de ellos, tan modesto como inmodesto". Somos nosotros, disfrazados de adolescentes, sin horarios y en chándal, quienes queremos aprender a holgazanear a la manera de Whitman, a quien hasta le holgazaneaba el alma. Una ebriedad vital que contrasta con la crisis existencial que nos atrapa.

"¡Creatividad!" exclaman los gurús del coaching; "de esta crisis cada uno debería salir de casa con 100 ideas", animan. Nos preguntamos dónde estarán esas ideas una vez hemos perdido el control y las hipótesis no pasan aún de borradores. Pero empiezan a cotizar las nuevas propuestas para un nuevo mundo más retraído, más distante e individualizado. Habrá que seguir la receta de Stefan Zweig: inspiración, más trabajo, exaltación, más paciencia, deleite creador más tormento creador. Porque no sólo nos sacudirá la economía, también el vacío existencial si no alentamos la creación y respetamos a los creadores, estimado ministro de Cultura.

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13 de mayo de 2020
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Contacto sin tacto

Con toda sinceridad, el beso ­social de algunos desconocidos -e incluso conocidos- siempre nos asqueó. Tomábamos la iniciativa de estrechar la mano, a fin de evitar el roce de nuestros labios con una cara sudada o una barba tan frondosa como ajena a nuestro cariño. Y nos desa­gradaba sentir nuestra mejilla húmeda hasta el extremo de pasarnos disimuladamente el dorso de la mano, igual que hacen los niños a esa edad en que no les gusta besar ni ser be­sados. Pocas veces salíamos airosos de la tentativa, pues mientras estrujaban tu mano te estampaban los dos besos de rigor en­tendidos como puerta de acceso al otro. La gente bian aprendió enseguida a esquivar alientos, y más si el besador había ingerido un par de canapés de salmón maridados con champán -que deberían limitarse en los cócteles-. Besos al aire, falsos, aprensivos, frente a los besos de puchero, con lágrimas de alegría o de dolor.
 

Con el nuevo siglo llegó la hermandad de la sudadera y el abrazo de oso. Los torsos empezaron a juntarse, palmoteando la espalda en señal de afecto y ánimo. Se trataba de una fraternidad nacida de las culturas suburbanas que consideran al otro un hermano del barrio, expresando una intención menos social y más auténtica aunque acabe convertida en pose. En cambio, los gais fueron más traviesos, saludándose con un beso seco en los labios, todo un redoble de confianza.

La Covid-19 anuncia un tiempo en el que no sólo mediremos las distancias, sino que evitaremos tocarnos. O lo haremos con preservativo. Ya no podremos sopesar el grado de compromiso por la vehemencia del apretón de manos, ni el cariño por la intensidad del achuchón. Hacer chocar los pies o los codos se me antojan fórmulas mucho más vulgares que la leve inclinación de cabeza de nuestros antepasados, o que la mano izquierda posada sobre el corazón. La nueva sociabilidad nos causará estrés. Por un lado, se legitimarán conductas que otrora resultaban incívicas, como el negar la mano -Trump con Nancy Pelosi- o ese girar la cara mientras alguien habla -Suárez Illana con Mertxe Aizpurua-. Y, por otro, ganaremos en espacio íntimo, el que a veces nos era burlado con incomodidad: el pie del pasajero de la fila de atrás en nuestro antebrazo o el sobaco del camarero en nuestra nariz. Ariscas burbujas nos aislarán de los demás, des­plazando aquella bella idea del poeta John Donne: "Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo". Porque el dichoso virus es también una enfermedad social dispuesta, si lo permitimos, a aniquilar la baba del cariño.

 @bonetjoana  

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5 de mayo de 2020
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También me acuerdo

Me acuerdo de Mar, la señora de la limpieza que se parece a Annie Lennox y que cada atardecer nos vaciaba las papeleras con sus manos de pianista. 

Me acuerdo del rumor de patio de colegio que entraba por la ventana deshaciendo la mañana con carreras risueñas y chillidos de empellones. De los niños que se sientan en un banco con las manos bajo los muslos y los pies colgando.

Me acuerdo de aquella maleta gris, resumen de una vida portátil, y de la alegría al verla rodar encima de la cinta esperando mi abrazo.

Me acuerdo del arroz de los domingos, de pelearnos por los bordes socarrados, y de la palabra paloma , que es como mi madre llama al azafrán.

Me acuerdo de la prisa. De la miserable, estresante, imprescindible sensación de ir siempre corriendo. De la lucha contra el tiempo, desactivada desde que pararon todos los relojes a 65 pulsaciones por minuto.

Me acuerdo de la taquillera del teatro que sabe más que yo; del crujido de las sillas y su terciopelo rojo, de los actores saludando al final, temblando porque aún llevan el personaje dentro y parecen sonámbulos entre aplausos.

Me acuerdo de los retratos de hombres relevantes que cuelgan en todos los edificios nobles: los colegios de abogados, las bodegas de Jerez, las salas de los consejos de administración, el Ateneo... mirándonos como si fuéramos bobas mientras se acicalan el bigote.

Me acuerdo del pueblo, de la primavera húmeda, del romero y los caracoles. De las ollas de caldo a fuego lento cuyo olor unta la raíz del pelo.

Me acuerdo de las peluquerías, templos egipcios donde unas diosas te masajean el cuero cabelludo y te piden con sus labios de nata que descruces piernas y brazos.

Me acuerdo de la noche extranjera, de agitar un cóctel con cinco países sumergidos en alcohol.

Me acuerdo del vendedor que dice: "Tómate tu tiempo" y canturrea Agua de beber doblando prendas con una destreza que te devuelve la fe en el orden del mundo.

Me acuerdo de cuando presumíamos: "En esta ciudad hay cinco actos por noche". Y no íbamos a ninguno.

Me acuerdo de aquel andaluz tan listo que saludaba a las estrellas en veinte idiomas, tres más que Borges.

Me acuerdo de vuestras manos, la una grande y morena, la otra pequeña y blanca, cuyas uñas no veo crecer desde hace más de cuarenta días.

Y también me acuerdo de la última vez que no sabíamos por qué brindábamos.

@bonetjoana 

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28 de abril de 2020
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