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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Estado burbuja

Hay un placer sumiso en ­hacer estallar burbujas, porque son ilusiones que representan lo efímero. Glóbulos de aire que reventamos en los plásticos protectores, complacidos con su sonido similar al de despegar los labios. Otras se deshacen con la punta de la lengua cuando suben desde el fondo de la copa, bullendo. De jabón doméstico, higienizantes, o a lo Cleopatra, blancas como una fantasía nevada en agua caliente, evocan la alegría causada por una belleza fugaz. Las encontramos ya en la pintura flamenca del siglo XVII, y Chardin, Millais o Monet se entretuvieron dándoles forma en sus cuadros, al igual que Calderón y Machado en sus versos.

Burbujas que ya casi ni percibimos, pues la vista nublada por la Covid apenas permite espacio mental para lo minúsculo. ¿Se acuerdan de aquellas actrices y bailarinas caracterizadas de burbujitas doradas de cava? No ha habido mejor disfraz, tan festivo como ridículo, para sugerir un estado ingrávido. Hoy nos producirían pudor, y sería extraño que alguien se sintiera espumoso haciendo de burbuja. Porque en un arrojo de obediencia semántica, la sanidad pública nos ha cambiado el uso de la palabra.

Oigo decir a los invitados de una tertulia que pasarán sus Navidades en su burbuja social , tal como han recomendado las autoridades sanitarias. Burbujas de seis, que, si se aplica la norma, deben ser siempre los mismos. Sin cruces de saliva más allá del sexteto. Podemos transitar de dentro a fuera, pero imprimiendo soledad a nuestros hábitos. Nos vamos desmembrando de la multitud, ya no pertenecemos a ella, custodiados en nuestra burbuja profiláctica y reescribiendo los cálculos de la proxemia: el estudio entre la distancia íntima y la pública, que nunca había sido tan dilatada. La idea de cabaña se apropia con más fuerza que nunca de nuestro corazón abatido, tal vez porque trae ese aire de fantasía infantil, el goce seguro entre dentro y fuera.

Etéreas y delicadas, en su iridiscencia las burbujas tienen algo de hipnótico. Su simbolismo alude a lo pasajero que, al no tener consistencia sólida, puede estallar de forma imprevista en cualquier momento y desaparecer sin dejar rastro; pero también expresa la libertad total: ¿quién puede controlarlas? Sinónimo de solipsismo y frivolidad, ahora nos agarramos a su resignificación, conectada con la seguridad y la responsabilidad. Aunque lo esencial es que, a pesar de este gran cambio, el efecto Marangonisiga cumpliéndose y nuestras burbujas no se desvanezcan cuando por fin lleguemos a la superficie de una verdadera normalidad.

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9 de diciembre de 2020
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Los mediocres

En los hervores de esta crisis, cada semana recibo una noticia procedente de mi entorno que constata el ascenso de alguien mediocre, así como la tóxica influencia que ejerce en las vidas de otros. Pienso en la palabra mediocre. Acaso sea injusta. En realidad se trata de hombres y mujeres revestidos de un tipo particular de talento que consiste en no hacer nada o muy poco, y aparentar lo contrario. Suelen ser ases haciendo pasillos, y no, no tienen la lacerante sensación de apartarse de su cometido mientras enredan, forman alianzas, conspiran y lanzan escupitajos de rencor.

Les irritan las buenas ideas si no las proponen ellos -pues, aunque no las tengan, las roban y copian-, ya que, como advirtió Stendhal, "no existe nada que odien más que la superioridad de talento: esta es, en nuestros días, la verdadera fuente del odio". Y, a pesar de su mezquindad, van creándose una minirreputación gracias a sus modales altaneros y a menudo iracundos, siempre faltos de modestia y empatía, excepto cuando, en un rapto de calculada magnificencia, deciden perdonar la vida a sus pobres lacayos o invitar a una ronda aduladora.

Pero también están los mediocres silenciosos, aquellos que suelen pasear un perfil bajo a fin de no ser descubiertos, o que han aprendido del coach de turno que lo ver­daderamente importante no es el conocimiento, ni la preparación o la experiencia, sino que se aferran a una palabra resba­ladiza, actitud , que camufla su oportu­nismo sonrojante. Y si es cierto que todo ejercicio del poder, desde la política hasta la em­presa o la universidad, implica cierto grado de cinismo que pisotea la ética entre ­iguales, en su caso, la única verdad inamovible es que para ser popular hay que ser aborregado.

¿Por qué las personas más cultivadas, ­generosas y sensibles no suelen ocupar puestos de poder? Me dirán que su propia inteligencia, una cualidad a menudo despreciada por la jauría competitiva, juega en su contra. Demasiado buenos, moderados y poco ambiciosos, argumentarán otros. Escribía el incontestable Paul Johnson que las buenas acciones son más fáciles de describir que de realizar. Malcolm Muggeridge le comentó una vez a Graham Greene: "Yo soy un pecador que trata de ser un santo, y usted es un santo que trata de ser pecador". Pero ¿qué hay de la insípida mayoría que, como yo, no desea ni la notoriedad ni una aureola?". Y, a su pregunta, añadiría otra: ¿a qué podemos aspirar todos aquellos que asistimos con cara de pasmarotes al desfile de mediocres que vampirizan el aire que respiramos?

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26 de noviembre de 2020
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Contactless

 

El déficit de luz y abrazos nos decolora como si nos hubiéramos echado un líquido para apagar el bronce de la piel. "Falta de vitamina D" reflejan masivamente las analíticas, a pesar de que el sol de invierno sea capaz de doparnos los huesos. Pero los paisajes fantasma no calientan el corazón, al contrario, por huidizos y mudos, huérfanos del eco de los pasos sobre el empedrado. La idea de multitud sigue en cuarentena y nos sentimos desprogramados, parece que aquella densificación nos amparara en lugar de magullarnos. El apelotonamiento humano en los centros de las ciudades o las mesas pegadas en los restaurantes, donde la conversación vecina se nos metía dentro del plato, han caducado igual que los aforos a rebosar, o los turnos sin intervalo que dejaban las sillas calientes.

Otra noción de la distancia social nos hace más vulnerables y pobres en oxitocina. Sí, la hormona de la felicidad que segregamos al tocarnos, besar mejillas y enroscar lenguas nos ha sido arrebatada con la muerte del tacto social. Y de la sensorialidad. "El contacto lento, parecido a una caricia, no solo es importante para nuestra supervivencia, sino también para nuestro desarrollo cognitivo y social: por ejemplo, puede influir en la forma en que aprendemos a identificar y reconocer a otras personas desde una edad temprana", explica Laura Crucianelli, investigadora Marie Skłodowska-Curie en el Instituto Karolinska y el University College de Londres. Según sus conclusiones, sentir la piel del otro puede reducir la frecuencia cardiaca, la presión arterial y los niveles de cortisol, es decir, rebajar el estrés. Crucianelli recuerda que, cuando abrazamos a un amigo, nuestro cuerpo libera oxitocina reforzando nuestra motivación para mantener el contacto con los demás.

El coronavirus ha declarado la guerra a los sentidos. Una de sus flechas directas asaeta el olfato y el gusto: no oler ni saborear, menudo castigo. Pero sobre todo proscribe el tacto, de forma que los adultos hacemos regresión y recordamos aquella reprimenda infantil que se convirtió en cantinela: "¡No toques eso!". Hoy, vista y oído deben jugar en solitario la partida sensorial, no exentas de limitaciones. Gafas empañadas a causa de la mascarilla, y oídos a menudo blindados a los ruidos exteriores por los auriculares que informan de las últimas cifras de infectados y las nuevas medidas implementadas. El neuromarketing de los noventa quiso combatir la emoción cada vez más plana que proporcionaba lo material dotándola de atributos más elevados. Se extendió el término japonés kansei , que puede traducirse por "sensibilidad y sensitividad" y se relaciona estrechamente con el sentido del tacto en el ámbito del "diseño emocional", demostrando, como afirmaba Margaret Atwood, que "el tacto es el primer idioma y el último, y siempre dice la verdad".

La nueva urbanidad, además del miedo, nos ha hecho dimitir de nuestros hábitos tocones pese a que parecía imposible para nuestra expansiva cultura latina. Hemos renunciado a la fisicidad sin apenas rechistar. Ni una palmada en la espalda, por si acaso. Mejor reunirse a través de la pantalla, comer y beber en solitario, bailar en modo aerobic... Ahora nos palpamos el corazón igual que si fuéramos fríos nórdicos, aunque hay perspectivas interesantes que tener en cuenta dentro de esa virtualización. Por un lado, se ha extendido la soledad como enfermedad silenciosa y global. Vivir solo y sentirse solo no siempre están vinculados. Sin embargo, cuando acontece, la tristeza se expande igual que una mancha de aceite y robotiza los gestos humanos. No es una sensación exclusiva de las personas mayores: los millennials son la generación que más sola se siente. Así mismo, es propio de esta promoción un menor interés por el sexo: descienden los encuentros sexuales y aumenta el onanismo. Dado que los españoles dedicamos de media cinco horas y 18 minutos diarios a internet, y una hora y 39 minutos a las redes sociales (en las que algunos tienen hasta ocho perfiles diferentes), es evidente que el muro que no nos deja olernos ni manosearnos está hecho de pantallas. Nos entregamos a ellas sin reservas. Aplaudimos la sofisticada tecnología que iba sustituyendo la mano humana por la inteligencia artificial, la moneda por el bitcoin, e imponiendo la huella digital para acceder a la información que antes guardábamos en un archivador. Fuimos reemplazando las charlas telefónicas por los mensajes cortos y absurdos -¿cuántas veces escribimos gratuitamente OK tan solo para constatar que estamos al otro lado de la red?-. Abandonamos el papel que crujía al pasar la página por la luz lechosa del iPad. Vimos que la distancia no era impedimento para obtener placer, y aceptamos que el sexo virtual también era sexo.

Y ahora, doblemente huérfanos de tacto, imploramos un abrazo y un beso, tan proscritos como la peste. Ayer, con una PCR negativa en la mano, le estampé un beso a una amiga de mi hija y sentí una vieja emoción: cómo no absorber su energía capturando esa mezcla de olor a pizza y a perfume de fresa. Fue un efímero, aunque embriagador, retorno sensorial a la vida.

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12 de noviembre de 2020
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Más visibles, ahora o nunca

Cuando las mujeres de mi generación teníamos veinte años, nos producía auténtico pavor el concepto de invisibilidad aplicado a nuestro futuro. Nuestras colegas nos alertaban: "A partir de los cincuenta años desapareces del espacio público, y los hombres dejan de mirarte". Bueno -nos decíamos a modo de consolación aunque sintiendo el ardor del escándalo-, todavía nos faltan treinta años para alcanzar esa tremenda inmaterialidad, la sensación de habitar un desguace. ¿Cómo era posible que nuestras pocas referentes, las sabias, las activistas, las artistas que admirábamos, perdieran su encanto al llegar la edad de la menopausia, mientras que para los hombres marcaba la nueva edad del pavo, la del segundo matrimonio y la del coche ­fantástico?

La sentencia de invisibilidad se sostenía desde la tradición y desde la androcéntrica mirada de la seducción, la que dicta que cuando dejas de ser fértil ya no interesas. Ahí estaba aquella inolvidable estadística recogida por Susan Faludi en Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna : a los cuarenta años una tenía más ­probabilidades de sufrir un atentado terrorista que de casarse. Aquel mismo 1993, una eminente cardióloga, Bernadine Healy, fue nombrada por George H.W. Bush directora de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de EE.UU. y estableció una novedosa norma: únicamente financiarían aquellos ensayos clínicos que incluyeran tanto a hombres como a mujeres. Porque no solo las pioneras de la historia y todas aquellas que cumplían los 50 eran invisibles, sino que las mujeres habían sido borradas de las investigaciones bajo el acientífico supuesto de que los resultados masculinos podían aplicarse automáticamente a ellas con efectividad. 

La doctora Carme Valls Llobet, en su interesantísimo libro recién reeditado por Capitán Swing, , profundiza en la masculini­zación de los protocolos médicos, un reduccionismo que no siempre ha tenido en cuenta las particularidades biológicas, psicológicas y sociales de las pacientes. El sesgo de género nos ha penalizado y ha acortado nuestras vidas. Curiosamente, estos mismos días puede visitarse en el Museo del Prado una exposición que lleva casi el mismo título - Invisibles - y exhibe obras de aquellas artistas que permanecían arrumbadas en el almacén del olvido. Y el Museu de l'Empordà, en Palafrugell, recupera la obra de 31 autoras que nunca fueron expuestas. Pero la cultura -en el ámbito de las letras somos mayoría tanto de licenciadas como de lectoras y consumidoras- no es el último bastión del poder masculino. En la medicina, más de un 77% de las profesionales sanitarias son mujeres, y hay más del doble de mujeres que de hombres matriculadas en las carreras de Ciencias de la Salud, aunque en la sanidad pública cobren y manden menos. "Desde hace más de diez años, con un 75% de mujeres estudiando en las facultades de Medicina, y con más de un 65% de médicas en atención primaria, no hay -al menos desde el año pasado- ninguna catedrática de Ginecología ni de Pediatría", afirma Valls, y añade: "Un ejemplo de lo que no es de recibo: el Comité de Emergencias de la OMS tiene un 80% de expertos y un 20% de expertas".

Elena Martín, 55 años, jefa de cirugía del hospital La Princesa, especializada en cirugía hepatobiliopancreática, nunca se ha quejado. Se ha dedicado a trabajar sin tregua. Su reputación es intachable, su currículum sólido y prolijo. Formada en la clínica Mayo, en la Cleveland Clinic y en el Hôpital Paul-Brousse de París, acaba de presentar su candidatura para presidir la Asociación de Cirujanos Españoles (AEC), entidad de cuya junta ha formado parte desde el 2003, con diferentes directivas. Elena no ha sido madre -"no he tenido tiempo"-, el suyo ha resultado un viaje al revés que el de nuestras pioneras, a las que su condición de progenitoras y cuidadoras acabó por expulsar de su sueño profesional (como prueba concluyente de que las mujeres siempre tienen que renunciar a algo).

Por mucho que los sobrinos de la doctora Martín se disfracen con batas blancas y estetoscopio, no quieren ser cirujanos. Su tía trabaja demasiado. "Las cirugías del páncreas son largas: una media de ocho horas. Hay que sacar el órgano, sustituir las venas, hacer injertos...". Le pregunto cómo es un tumor: "Es una masa pétrea, dura, que cuesta despegar". Elena ha salvado muchas vidas, al filo. Durante el primer pico de la pandemia de la Covid-19 fue una de las cabezas visibles de la AEC como interlocutora con el ministerio. Y no quiere argumentar su candidatura desde su condición sexual, sino desde la excelencia de su programa.

No hace falta decir que la AEC, fundada en 1934, nunca ha estado presidida por una mujer. Cierto es que ellas, pragmáticas y poco conspiradoras, renuncian a los cargos directivos para poder conciliar sus vidas. Pero también lo es que, hasta que no se supere esta anomalía, su visibilidad no logrará ser iluminada por los focos de una realidad que sigue apegada a las sombras de la desigualdad.

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5 de noviembre de 2020
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Si Dios quiere

Seguimos nombrando a Dios, creamos o no en su existencia, en una costumbre fijada por el idioma, aunque se haya alejado del sentido original. En las despedidas cruzamos adioses, palabra que se hizo independiente uniendo la preposición y el nombre y se pluralizó de forma politeísta. Adeu , adieu , addio ... las lenguas románicas no han despegado la divinidad de los labios, y tampoco lo ha logrado el inglés, que se contentó con contraer el God be with you del final de la misa en el goodbye de despedida. Me detengo en una expresión que todavía escucho con frecuencia, mezcla de aceptación de una voluntad superior y nuestra humana impotencia: "Si Dios quiere".
 

Su origen se encuentra en la costumbre musulmana de nombrar siempre a Alá -"In š ā All āh" (si es la voluntad de Dios)- en la fe de que, si no, el deseo o plan acariciado podría fracasar. En nuestro acervo de dichos y refranes perviven todavía, si bien cada vez menos en uso, una treintena larga de expresiones relacionadas con la palabra dios . Constituye un buen testimonio del profundo arraigo del deísmo en nuestra civilización. No solo la pronuncia Concha Velasco en el teatro Quijano cuando dice que si Dios quiere, regresará a los escenarios, también Berto Romero afirma, con esa humildad propia de los grandes, que si Dios quiere, fracasará de nuevo. He oído a escritores ateos afirmar que si Dios quiere terminarán la novela en marzo. Y a Sergio Ruiz, el chófer chivato de Luis Bárcenas, decir en las grabaciones del caso Kitchen: "A ver si Dios quiere que cuando salga el señor [Bárcenas] estoy yo en Ávila", en referencia a la academia de Policía en la que quiere ingresar.

"¿Dónde está Dios?", nos preguntamos tras siete meses de pulso con una realidad cruel y desfigurada. Vivimos un tiempo de enfermedad, tan colonizadora que es capaz de fracturar la línea del tiempo. Incineramos a nuestros muertos -1.132.300 personas han fallecido por el coronavirus en el mundo- mientras, desde la tribuna del Congreso, la ultraderecha alimenta la nostalgia del régimen nacionalcatólico, muy alejada de la idea del Dios que es amor, y en las antípodas de la última encíclica del papa Francisco, titulada Fratelli tutti , en la que critica los desbarajustes del neoliberalismo, el racismo "siempre al acecho" y la condenación de tantos pobres que nunca podrán escapar de la miseria. Algunos llaman a Bergoglio Papa comunista ; quizá les soliviante su radical coherencia frente al voto de pobreza: recordemos que es el único Sumo Pontífice que no habita entre las aterciopeladas paredes del palacio Apostólico del Vaticano, sino en la Casa de Santa Marta, administrada por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl.

Parece que aquel Dios severo e implacable del que tantos jóvenes que no podíamos entender la castidad obligada nos escindimos, el Dios iracundo y flagelador defendido desde una falsa piedad con mentalidad censora, se desdibuja en la hermenéutica de estos nuevos tiempos. Hoy ya no es Dios quien nos vigila, sino las cookies y los algoritmos, Google, Microsoft, Facebook, Apple o Huawei, los gobiernos y sus cámaras de videovigilancia... Y tampoco es él quien riñe, sino los políticos, ensimismados en su bronca partidista. La sobredosis de realidad nos obliga a mirar de frente a los problemas, sintiendo que todos estamos en la misma barca, así lo dijo Bergoglio: "Con la tempestad cayó el maquillaje de aquellos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos, siempre pretenciosos de querer aparentar. Y nos ha mostrado nuestra pertenencia como hermanos".

Las nuevas pandemias y los intereses de la industria farmacéutica, el populismo y el debilitamiento de la democracia, la creciente desigualdad, la persistencia del desempleo, la devastación ecológica, el sentimiento anti-inmigración o el aumento de patologías psíquicas y conductas sociales anómicas son algunos de los desafíos globales en el horizonte inmediato del mundo. El sociólogo alemán Ulrich Beck, que acuñó el concepto sociedad de riesgo , sintetizaba el cambio de paradigma distinguiendo: "En situaciones de clase, el ser determina a la conciencia, mientras que, en situaciones de riesgo, sucede al revés: la conciencia determina al ser".

Una nueva ética colectiva nos desnuda al tiempo que nos fortalece. ¿Quiénes somos sin el otro? ¿Hasta dónde es capaz de hacer el ridículo nuestra soberbia? Y la búsqueda de la espiritualidad es consustancial a toda crisis del pensamiento materialista. La práctica del yoga, tan generalizada, resulta una forma de hacerse leve, a la vez que la meditación garantiza calma y orden interior. Conozco a no creyentes que rezan el rosario durante su hora de piscina: veinte largos, cinco por misterio. Mantras de la infancia que les ayudan no solo a respirar mejor bajo el agua, porque desde el fondo de su alma desean firmemente que Dios quisiera, que estuviera de nuestra parte, y que, además de acompañarnos en la dura convivencia con el mal, intercediera para amansar el virus, doblegar las miserias politiqueras y reconfortar al moribundo que clama, como Jesús clavado en su cruz, "¿Dios mío, por qué me habéis abandonado?".

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29 de octubre de 2020
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Hasta el codo

Observo el estilo que ha adquirido Pedro Sánchez al chocar el codo con sus interlocutores. Como si lo hubiera hecho toda la vida. No parece un espantapájaros ni pone ese rictus de jugador de rugby que muchos esbozan cuando acercan su cúbito al del otro a modo de saludo. Su codo es presidencial, y se nota. Ni excesivamente simpático ni torpemente robotizado. Aunque la OMS haya recomendado saludar llevándose la mano al corazón -un especie de namasté de andar por casa con el que las culturas orientales dan la bienvenida-, muchos españoles se han enganchado al codo como placebo. Si hablara, sin duda se sentiría muy agradecido por el protagonismo que hoy disfruta, desterrado de la centralidad de nuestra anatomía. ¿O no figuraba siempre en las secciones de belleza como la parte del cuerpo más olvidada? Cómo íbamos a presumir de codos, en lugar de abdomen, cuádriceps o tríceps. Ese hueso diabólico que cuando impacta contra algo te fulmina brevemente, igual que una descarga eléctrica. Ese pellejo distendido, surcado por arrugas concéntricas, descabalgadas del orden epidérmico que mantiene el brazo.
 

Estábamos acostumbrados a utilizar el codo para hablar con metáforas. Empinar el codo, sí, al levantar el brazo una y otra vez apurando vasos y copas, aunque se trate del mismo gesto flexor que hacemos para peinarnos. O hablar por los codos, agitando manos y brazos como síntoma de una verborrea infinita. Luego está el codazo, quizás la expresión más gráfica de este vértice del cuerpo que se transforma en un arma puntiaguda. Los codazos pueden causar perplejidad y encender la rabia, que te expulsen de una oficina o de un partido. Pero los figurados suelen ser mucho más dañinos. La exclusión del otro. La tendencia boyante del linchamiento lo demuestra: en las redes se quiere anular la voz de quien difiere del pensamiento de un grupo, aunque el verdadero agravio se produce cuando los codazos proceden de la envidia y la inseguridad de los tuyos, la consabida penalización del talento.

Paradójicamente, los codazos que antes servían para hacernos sitio y despachar al que nos molestaba sustituyen hoy a apretones de manos y abrazos. Es un contacto ilusorio, muy escenográfico, que intenta expresar acercamiento: hacer chocar algo de nuestro cuerpo sin que se trate de una patada -también se propuso al principio, pero el tendón de Aquiles empezó a sufrir-. Somos bichos raros que abrazamos la costumbre como un narcótico proustiano, capaz de acomodarnos a lo que antes detestábamos. Nuestros agradecidos codos nunca habían estado tan exfoliados.

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21 de octubre de 2020
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La esperanza como mandato

Susan Sontag y Walter Benjamin compartieron la pasión por coleccionar libros y ruinas, además de habitar una personalidad torturada y vivir bajo el yugo de su hiperexigencia. Ambos estuvieron marcados por el infortunio, que los atornilló a los límites, pero a la vez los empujó hacia arriba: Sontag, huérfana de padre, enferma de cáncer; Benjamin, un hijo de la burguesía acomodada que acabó viviendo en la miseria económica, atraído por el hachís y la pulsión de la muerte. Los dos abrazaban un ideal de alta cultura que les ofrecía la llave de la independencia intelectual, aunque les exigiera dejar atrás orígenes e ideología -el sionismo y judaísmo de Benjamin, el comunismo de Sontag-.
 

Las frases de una y otro que ahora hallo en sendas bio­grafías recién aparecidas, Sontag. Vida y obra, de Benjamin Moser (Anagrama), y Walter Benjamin. Una biografía (Gedisa), de Bernd Witte, podrían hilvanar un diálogo oportuno en nuestra época. Benjamin consideraba que el único placer del melancólico era la alegoría, a su vez una forma de leer el mundo. Y en su ensayo, Bajo el signo de Saturno , ­Sontag que tenía en un altar a Benjamin admitía: "Puesto que el temperamento saturnino es lento, propenso a la indecisión, a veces hay que abrirse paso a través de él con un cuchillo". Hay algo terrorífico en esta ex­presión, una especie de autovio­lencia que se infligen quienes ven el ­mundo con distancia y acaban decidiendo que no forman parte de él, aun sin perder la ambición de influenciar en su rumbo.

En la primavera de 1940, Benjamin, que ya ha acusado al capitalismo y al socialismo de la explotación salvaje de la naturaleza, mira la imagen de un cuadro de Klee - Angelus Novus - y se da cuenta del fracaso de la historia y del suyo propio. El ángel de ojos ­desorbitados quiere irse mientras las ruinas alcanzan el cielo. "Esa tem­pestad es lo que llamamos progreso". Pero la desesperación ya no anidaba en su alma. Witte escribe: "Y sin embargo, Benjamin conservaba la esperanza"; a la manera de Kafka, quien dijo: "Hay infinita esperanza, pero no para nosotros". Este año se conmemora el 80 aniversario de su muerte.

Entre el materialismo dialéctico y su profundo sentido espiritual, se muestra un hombre que teme la suerte que puedan correr sus manuscritos, obsesionado por el coleccionismo, pero que acaricia al tiempo la esperanza de que la humanidad se salve. Bien conocido es su final, su suicidio con morfina en un pequeño hotel de Portbou, pocos días después de que la ocupación alemana llegase a París. Nunca se encontró la maleta con sus originales. Por su parte, Sontag luchó con todos los cuchillos a su disposición contra el cáncer. Cuando ya no soportaba la medicación y se la retiraban, cuenta Moser, exclamaba: "No quiero rendirme, dadme otra medicación". En sus últimas noches de agonía, soñaba que Hitler la perseguía.

Sontag y Benjamin perseguían un humanismo no idealista sino real, y formularon unas nuevas perspectivas para la estética. Sin embargo, vivieron sus luchas interiores con obstinación y melancolía. Sontag se apartó del comunismo a partir de su relación sentimental con Joseph Brodsky. El poeta había sido condenado a un campo de trabajo en el Ártico ruso, donde pasó 18 meses, y fue liberado gracias a una presión internacional en la que incluso llegó a intervenir Sartre, entonces proestalinista. Una vez en EE.UU., se entregó a "cultivar la tradición literaria universal". Me encuentro con el poeta ruso en otro libro de un contemporáneo, traductor de Grossman: Jorge Ferrer. En sus adictivas crónicas Días de coronavirus (Hypermedia), escribe sobre él y detalla el tiempo en que estuvo confinado en una media habitación, en la Liteini Prospekt de Leningrado. También cuenta el correo que recibe en plena pandemia de una periodista neoyorquina que fue amiga de Brodsky y charlaba con él en su planta baja de Morton Street. Y una vez narrada la epifanía, añade: "El virus te da y el virus te quita".

La resistencia es uno de los valores que ensalza una sociedad cada vez más abatida. Y los melancólicos estamos obligados a mirar la realidad de frente, sin paliativos. Pero debemos regresar a la vez a las raras avis de la historia, como Benjamin y Sontag, dos magníficos ejemplos del pedalear contra los propios demonios, y del hambre de revertir un orden tembloroso que negaba la condición esencial de la humanidad, por ello acabaron desvistiendo los pesados ropajes de la ideología radical.

Hoy el paisaje no es ruinoso a pesar de haberse fracturado la flecha del tiempo, porque la pandemia ha empezado a tejer un nuevo sentido de comunidad en plena crisis del capitalismo tardío. El consumo desaforado, la hiperproductividad, los peces muertos en el mar Menor, los bosques ardiendo en la Amazonia y las abejas en peligro de extinción informan acerca de la desastrosa normalidad en la que vivíamos. En el vértice de la pirámide, los dirigentes se atropellan unos a otros, extendiendo la desconfianza entre los ciudadanos. Apenas se escucha a los intelectuales. ¿O no tienen nada que decir? Pero nosotros, los melancólicos optimistas, estamos obligados a man­tener la esperanza, aunque sea la de los demás.

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7 de octubre de 2020
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Ebrios de enfermedad

Pertenezco a esa clase de personas que con solo ser visitadas por un médico ya se sienten aliviadas. Tal vez el mal no desaparezca del todo, pero sí al menos un 30% de los síntomas y, sobre todo, la negrura mental que me ha mantenido en alarma, imaginando el rictus severo de la doctora al darme la noticia. De pequeña quería ser médico, lo más cerca que se podía estar de Dios en la tierra. Me enamoré platónicamente del doctor Barnard al leer Tiempo de nacer, tiempo de morir , donde relata cómo logró trasplantar el primer corazón humano. Solo era un adelanto de lo que acabaría viendo con mis propios ojos, porque años después, en el Mount Sinai Medical Center, Valentín Fuster gesticulaba emotivamente con las manos para explicarme cómo se expandía el corazón de mi acompañante y, gracias a un stent, bombeaba de nuevo aferrándose a la vida.
 
El crítico literario Anatole Broyard defendía en Ebrio de enfermedad ( La Uña Rota) -un libro escrito en estado de gracia una vez le anunciaron un cáncer de próstata- la importancia de escoger a tu médico. Escribe: "Para llegar a mi cuerpo, mi médico tiene que llegar a mi carácter. Tiene que atravesar mi alma. No basta con que me atraviese el ano. Esa es la puerta de atrás de mi personalidad". Broyard demanda un doctor metafísico, que no hace falta que le ame, pero sí que le dedique tiempo, "que disfrutase de veras de mí" . Y recuerda que Proust contó que el suyo no había tenido en cuenta que leyera a Shakespeare, y "eso, al fin y al cabo, formaba parte de su enfermedad". Hoy, lejos de poder elegir a "nuestro médico", asistimos al colapso del sistema público de salud.
 

"No hay médicos en España", reconocen por fin nuestros gobernantes, tras años de salvaje poda a la base de la supervivencia -no es la economía, no, es la salud-. Desde el Colegio de Médicos de Madrid señalan que para enfrentarnos a la pandemia se precisan médicos de familia y pediatras en atención primaria, y que en los hospitales faltan internistas, neumólogos, infectólogos e intensivistas. Según datos del INE, se cuentan 23.900 médicos y enfermeros sin empleo. ¿Cómo pueden reunirse médicos y paro hoy en una misma frase? No existe síntoma más revelador de elitismo que la forma en que se reparten los presupuestos sociales. La dificultad de afianzar el puesto de trabajo para quienes taponan una hemorragia real pone de manifiesto la perversión de una política que ha precarizado al personal sanitario, ha consentido la fuga de talentos y ha ninguneado la vida mientras iba corriendo tras el dinero.

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30 de septiembre de 2020
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¡Qué bien se está aquí!

 

No puedo dejar de pensar en estas cinco palabras mientras la lluvia golpea con furia los cristales de la buhardilla. Septiembre ya no suena como en la canción de Dinah Washington, desprovisto del calor dulzón del violín; solo se escucha una insistente percusión que agita el pecho. Decibelios desbocados de tormenta que regurgitan miedo. Madrid es una caja de truenos. Los rayos se cuelan en casa como intrusos que empequeñecen la luz de las bombillas y borran las estrellas. Repito una y otra vez la frase que ha deslizado en un murmullo Irene Escolar: "¡Qué bien se está aquí!" . Ha sido el teatro el que me la ha devuelto. Palabras sencillas, comunes, que nos dijimos tantas veces al hallar un rincón de tarde al sol, y que permanecen enterradas desde que el mundo empezó a temblar.

Los espectadores esbozamos una sonrisa plácida bajo la mascarilla. Asistimos a la versión de La gaviota de Àlex Rigola, capaz de descascarillar la avellana de Chéjov sobre el amor no correspondido. El ruso intentó descifrar el (sin)sentido de la vida, y Rigola ha seguido el hilo: hay que entender el mundo antes de querer cambiarlo. En el teatro La Abadía estamos a gusto. Nos evadimos de la noche húmeda e infecciosa. Evitamos rozarnos, hay una butaca entremedio a modo de profiláctico. Los actores hacen de ellos mismos, no habitan al personaje ni ponen tonillo a los diálogos. "Los envidiosos son gente con muchas pretensiones y poco talento", dice uno. Asentimos. Pero,¿qué es el talento? La pregunta no acaba de ser respondida. Repensamos, encajonados en la butaca, si pervive esa capacidad de transformación y de reconocimiento durante el pulso contra la enfermedad, que ha dejado de tener edad. Pienso en la hija de 18 años de la periodista Helena Resano: "Creíamos que la perdíamos, hemos sido unos afortunados... aunque la gestión en la Comunidad es un desastre, un despropósito: no hay estrategia, no hay gestión, solo muchos sanitarios trabajando sin descanso para nada".

Regresan las ambulancias, el motín de sirenas y el hospital de campaña de Ifema. No, no se está bien aquí. Busco la obra de Chéjov en mis estanterías para comparar mentalmente el libreto de Rigola con el original, pero me cae a los pies otro pequeño libro: Oráculo manual y arte de prudencia , de Baltasar Gracián, definido por el propio autor como "un epítome del arte de vivir". Es mi manzana. Mi I Ching. Una lectura necesaria en tiempos de crisis. El jesuita díscolo fue reflexionando, entre la opacidad y la luz, y reescribiendo máximas clásicas que se resumen en: conócete a ti mismo, ojalá llegues a ser el que quieres, distingue la esencia de la apariencia, hay que saberse negar, saberse abstraer, saberse atemperar...

Me detengo en el mandato 52: "No descomponerse". Insiste en que el mal no puede salir a la boca, y que ni en lo mas próspero ni en lo más adverso hay que mostrar perturbación. Con las UCI de nuevo a punto del colapso, nos situamos lejos de la templanza que receta Gracián: el odio se ha desbordado al ritmo que marca el virus, y no retrocede, enrareciendo la calle, alejando a los ciudadanos de aquella otra premisa: "No tener voz de mala voz". Eso es: "Tener fama de contrafamas. No sea ingenioso a costa ajena, que es más odioso que dificultoso".

Gracián combate la engañifa de la vida deformada. Y dedica líneas a los necios, a los que ensucian la convivencia con lodo y asco. "Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen (...) el mayor necio es el que no se lo piensa y a todos los otros define".

¿Quién es el listo que tiene la solución? Profetas disfrazados de economistas declaran que el Gobierno quiere arruinar España. El concurso de saltos mortales que ejecuta la oposición ante el nuevo avance de la Covid produce mareo, e incita a buscar escudos contra la malevolencia. Pero ¿qué hay detrás de tal fuego cruzado de acusaciones de incompetencia? No, no debemos rendirnos genuflexos ante la incertidumbre, ni desbocarnos al temor y acelerar la neurosis del contagio. Más que nunca necesitamos reconocer las migas del bienestar, desatar las vendas de los ojos, atrapar el instante, apurarlo igual que un licor sin miedo a la acidez, y cerrar los oídos a la estulticia que corroe el espacio público, incluido el institucional. Unidad -lo que demandamos a nuestros representantes- es una palabra tramposa que pocas veces se siente de verdad, pero también es la precisa, la que requerimos para no doblegarnos ante la desesperanza.

No queremos ser Josef K., sino el Orson Welles que adaptó a Kafka. En su versión de El proceso , el protagonista no se entrega sumiso a sus verdugos, sino que se resiste. Críticos y académicos tronaron: ¡qué osadía reescribir a Kafka! Welles les replicó que, después de Auschwitz, no podía aceptar esa docilidad de oveja camino del matadero. Cuento las horas para regresar al teatro esta noche, veré Los nuevos abrazos , con Clara Sanchis y Pedro Casablanc. No nos los daremos, no, aunque los añoraremos como si volviésemos a ser niños que por fin pueden volver a decir: "¡Qué bien se está aquí!".

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23 de septiembre de 2020
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Artemisia Gentileschi, la artista barroca recuperada por el feminismo

Una exposición en la National Gallery abre Londres por vez primera a una artista descomunal, olvidada durante casi cuatro siglos: Artemisia Gentileschi, una de las pintoras más importantes del Barroco, cuya obra ha suscitado un profundo debate sobre la representación de la violencia. Su violación por Agostino Tassi ha servido a menudo de punto de partida para analizar su cruda y a la vez impasible mirada al horror. Feminista por su vida y su obra, independiente y libre, la muestra reúne una excepcional selección de la obra de la artista compuesta por una treintena de cuadros procedentes tanto de pinacotecas públicas como de colecciones privadas de todo el mundo, de los que la mayoría nunca se habían expuesto en Reino Unido.
¿Cómo podía ocurrirle algo malo a una joven llamada Artemisia, como la diosa griega representada con un arco y un carcaj de flechas? Huérfana de madre a los 12 años, pero acunada y complacida por su padre, Orazio Lomi de Gentileschi, un maestro de éxito en la Italia entre los siglos XVI y XVII, vivió una juventud deliciosa junto a sus tres hermanos, en una casa frecuentada por pintores y escultores. Languidecía el Renacimiento y un nuevo espíritu, que haría florecer el Barroco, exaltaba la realidad. A los 16 años, Artemisia entraría como aprendiz en el taller paterno, aunque el suyo fuera un oficio casi prohibido a las mujeres. Orazio la consideraba mejor pintora que él. Virtuosa del chiaroscuro, su tratamiento del color es único, construido sobre los contrastes lumínicos -con un pincel excepcional para plasmar al detalle los trajes, las joyas y las armas, dotándolos de relieve y de una perspectiva imantada.
 

El arte no se hereda, pero sí se contagia. Artemisia pronto superó a sus hermanos, que no pasaron de meros aprendices. Ella, con apenas 17, revelaba ya una personalidad propia, y proponía, según los críticos, una nueva mirada a los "afectos del alma" -la novedad máxima en el arte del siglo XVII-, que se concreta ya en su primera obra de la que se tiene constancia: Susana y los viejos (1610).

Pero un hecho oscuro, criminal, quebraría la línea entre el honor y la belleza que en ella había. Ocurrió cuando su padre dio entrada en el taller a Agostino Tassi, un depredador sexual que ya había sido juzgado por incesto y que años más tarde intentaría disparar a una cortesana embarazada que era su amante, como maestro de su hija. A pesar de su fama de violento, Orazio confió en Tassi, que violó a Artemisia. Y ella lo denunció públicamente: "Cerró la habitación con llave y una vez cerrada me lanzó sobre un lado de la cama dándome con una mano en el pecho, me metió una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos, y alzándome las ropas, que le costó mucho hacerlo, me metió una mano con un pañuelo en la garganta y boca para que no pudiera gritar y habiendo hecho esto metió las dos rodillas entre mis piernas y apuntando con su miembro a mi naturaleza comenzó a empujar y lo metió dentro. Y le arañé la cara y le tiré de los pelos y antes de que pusiera dentro de mi el miembro, se lo agarré y le arranqué un trozo de carne" declararía en un juicio en el que tuvo que padecer dolorosos exámenes ginecológicos.

Tassi fue condenado a un año de cárcel y a un destierro que nunca cumplió. Y Artemisia se fue de Roma. Su fama, a causa del escándalo -Tassi estaba casado y no pudo cumplir con la primera demanda del padre: que se casara con su hija para restaurar el honor- fue creciendo. Y con firmeza y determinación, además de autonomía, se instaló en Florencia, casada con el pintor florentino Pierantonio de Vincenzo Stiattesi para que su honorabilidad, según los dictados de la época, quedase reparada. Tiene cuatro hijos, de los cuáles solo sobrevivirá la hija, y emprende una carrera con una vocación y una convicción igualmente profundas.

Fue la primera mujer en ingresar en la Accademia del Disegno, y pronto se erigió en exitosa pintora de corte, también fue pionera del autorretrato y se autorrepresentó, negociando personalmente el precio sus obras con coleccionistas exquisitos como los Médici. Rechazó concepciones impuestas sobre la feminidad, y se proclamó libre sexualmente e independiente económicamente. Viajaba sola por Europa. Artemisia, la pittora era admirada en Florencia y en Nápoles -a donde regresó, acosada por los acreedores y separada de su marido para estar cerca de nuevo del padre enfermo-. Se trataba de una gran personalidad que no pasaba desapercibida por su finura de pensamiento. En los círculos artísticos, y en contra del canon, era considerada una gran pintora, creadora de un nuevo dramatismo. Pero, aunque fuese la más talentosas seguidora de Caravaggio, a quien pudo conocer a través de su padre, y sus obras fuesen codiciadas por los principales líderes de la época (como Cosme II de Médici en Florencia, Felipe IV en Madrid y Carlos I en Londres), solo sería reevaluada en el siglo XX.

En la ambiciosa exposición de la National Gallery se recoge, además de su trabajo, sus palabras en primera persona a través de fragmentos de su testimonio en el proceso judicial por la violación, comunicaciones privadas con su amante y cartas a patrocinadores y clientes. "400 años después, sus palabras suenan fuertes y verdaderas, evocando la imagen de una mujer ferozmente independiente que, a pesar de las limitaciones de género de la época, estaba decidida a encontrar el éxito y tomar el control de sus asuntos personales y profesionales", afirma Letizia Treves, comisaría de la exposición y conservadora de la pintura italiana, española y francesa de finales del siglo XVII de la National Gallery.

Desde que fuera recuperada por el feminismo en los años 70 del siglo pasado, con la historiadora del arte Linda Nochlin a la cabeza, -publicó un célebre artículo, titulado ¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres?, del que surgiría un interés enorme por revisar su obra- mucho se ha debatido el carácter autobiográfico de su obra y, en particular, la asociación de la violencia y la oscuridad de su arte con la violación que sufrió de joven. "Caravaggio pintó Judits igual de sangrientas que las que retrató Gentileschi -ha afirmado su biógrafa Alexandra Lapierre, autora de Artemisia (Robert Lafont, 1999)-. Su estilo se fue nutriendo de las diferentes escuelas a las que perteneció: en Roma, pintó como los romanos, en Nápoles, como los napolitanos, y en Venecia como los venecianos". También se recuperó la autoría de varias de sus obras, que permanecía velada.

Especialmente aguda es la interpretación del historiador de arte italiano Roberto Longhi de su supuesto gusto por lo violento: "No hay nada sádico aquí, en lugar de ello lo que más impresiona es la impasibilidad de la pintora, que fue incluso capaz de darse cuenta de cómo la sangre, al chorrear violentamente, ¡podía decorar con dos líneas de gotas al vuelo la zona central! ¡Increíble, os digo! Y también por favor ¡den a la Sra. Schiattesi -el nombre de casada de Artemisia- la oportunidad de elegir el puño de la espada! Al final, ¿no creen que el único propósito de Judit es apartarse todo lo posible para evitar que la sangre pueda manchar su novísimo vestido de seda amarilla? Pensemos, de todas formas, que ese es un vestido de Casa Gentileschi, el guardarropa más refinado de la Europa del siglo XVII, después de Van Dyck".

La exposición de la National Gallery trasciende el mito de la mujer violada y la heroína protofeminista, en favor de una visión que trata de objetivar la calidad excepcional del trabajo de La Pittora.

Una de las cartas exhibidas en la muestra londinense refleja inmejorablemente la determinación de una mujer consciente de las dudas que los nombres femeninos suscitaban como firma: "le mostraré a Su Ilustre Señoría -escribe Artemisia al coleccionista y mecenas Antonio Ruffo- lo que una mujer puede hacer. Conmigo Su Ilustre Señoría no perderá, y encontrará el espíritu de César en el alma de una mujer", le escribe. Su fuerza, que rebosa en la manera de plasmar la sangre, de humanizar el cuerpo desnudo y de perturbar los sentidos, sigue siendo al tiempo un enigma y un faro.

Interés de novelistas y cineastas: ‘Veinte años y un día'

Se trata de la única artista occidental que ha provocado el interés de novelistas y cineastas, deseosos de ahondar en su vida y obra, en la excepcionalidad de una mujer que escogía su vestuario con tanta precisión como negociaba el valor de sus lienzos. Una mujer sin miedo en unos tiempos en los que las costumbres eran crueles, inhumanas. Periférica reeditará en breve el libro que escribió de ella Ana Banti en 1949, comparado por Susan Sontag con el ‘Orlando' de Virginia Woolf. Y el Museo del Prado ha seleccionado su ‘Nacimiento de San Juan Bautista' (1635) para la actual exposición que reúne algunas de las obras más emblemáticas de los fondos de la pinacoteca, Reencuentro.

Contaba Jorge Semprún que, a mitad de los años 80, la contemplación de una de sus versiones de Judit y Holofernes (1612-3) en el Palacio de Villahermosa -que antes de prestar sus muros al Museo Thyssen-Bornemisza albergó durante un tiempo exposiciones temporales del Prado- accionó el resorte de la memoria para traerle de vuelta una sangrienta (y real) historia ocurrida durante la Guerra Civil, que había escuchado tres décadas antes en una comida con Domingo Dominguín y Juan Benet. Tardaría 23 años en darle forma, titulada ‘Veinte años y un día' (Tusquets, 2003). Fue su última novela, y para muchos la mejor de cuantas escribió.

​En sus páginas, pone en boca de una de las protagonistas: "de pronto me encontré con aquel cuadro... me paré, impresionada, no por el tema, ciertamente; Judit y Holofernes son un tópico de la pintura (...) No era el tema, pues, sino la violencia del tratamiento pictórico, la serenidad de dicha violencia, la frialdad de semejante frenesí, la indecencia provocativa del escote de Judit, la juvenil hermosura de su doncella y ayudanta en el feroz degüello de Holofernes... Ambas estaban dedicadas a decapitar al general asirio con una precisión algo distante, con un aire extraño, sobrecogedor, de complacencia, casi de placer... (...) Me quedé absorta ante el lienzo, inmóvil, como fulminada".

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10 de septiembre de 2020
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