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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Hasta el codo

Observo el estilo que ha adquirido Pedro Sánchez al chocar el codo con sus interlocutores. Como si lo hubiera hecho toda la vida. No parece un espantapájaros ni pone ese rictus de jugador de rugby que muchos esbozan cuando acercan su cúbito al del otro a modo de saludo. Su codo es presidencial, y se nota. Ni excesivamente simpático ni torpemente robotizado. Aunque la OMS haya recomendado saludar llevándose la mano al corazón -un especie de namasté de andar por casa con el que las culturas orientales dan la bienvenida-, muchos españoles se han enganchado al codo como placebo. Si hablara, sin duda se sentiría muy agradecido por el protagonismo que hoy disfruta, desterrado de la centralidad de nuestra anatomía. ¿O no figuraba siempre en las secciones de belleza como la parte del cuerpo más olvidada? Cómo íbamos a presumir de codos, en lugar de abdomen, cuádriceps o tríceps. Ese hueso diabólico que cuando impacta contra algo te fulmina brevemente, igual que una descarga eléctrica. Ese pellejo distendido, surcado por arrugas concéntricas, descabalgadas del orden epidérmico que mantiene el brazo.
 

Estábamos acostumbrados a utilizar el codo para hablar con metáforas. Empinar el codo, sí, al levantar el brazo una y otra vez apurando vasos y copas, aunque se trate del mismo gesto flexor que hacemos para peinarnos. O hablar por los codos, agitando manos y brazos como síntoma de una verborrea infinita. Luego está el codazo, quizás la expresión más gráfica de este vértice del cuerpo que se transforma en un arma puntiaguda. Los codazos pueden causar perplejidad y encender la rabia, que te expulsen de una oficina o de un partido. Pero los figurados suelen ser mucho más dañinos. La exclusión del otro. La tendencia boyante del linchamiento lo demuestra: en las redes se quiere anular la voz de quien difiere del pensamiento de un grupo, aunque el verdadero agravio se produce cuando los codazos proceden de la envidia y la inseguridad de los tuyos, la consabida penalización del talento.

Paradójicamente, los codazos que antes servían para hacernos sitio y despachar al que nos molestaba sustituyen hoy a apretones de manos y abrazos. Es un contacto ilusorio, muy escenográfico, que intenta expresar acercamiento: hacer chocar algo de nuestro cuerpo sin que se trate de una patada -también se propuso al principio, pero el tendón de Aquiles empezó a sufrir-. Somos bichos raros que abrazamos la costumbre como un narcótico proustiano, capaz de acomodarnos a lo que antes detestábamos. Nuestros agradecidos codos nunca habían estado tan exfoliados.

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21 de octubre de 2020
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La esperanza como mandato

Susan Sontag y Walter Benjamin compartieron la pasión por coleccionar libros y ruinas, además de habitar una personalidad torturada y vivir bajo el yugo de su hiperexigencia. Ambos estuvieron marcados por el infortunio, que los atornilló a los límites, pero a la vez los empujó hacia arriba: Sontag, huérfana de padre, enferma de cáncer; Benjamin, un hijo de la burguesía acomodada que acabó viviendo en la miseria económica, atraído por el hachís y la pulsión de la muerte. Los dos abrazaban un ideal de alta cultura que les ofrecía la llave de la independencia intelectual, aunque les exigiera dejar atrás orígenes e ideología -el sionismo y judaísmo de Benjamin, el comunismo de Sontag-.
 

Las frases de una y otro que ahora hallo en sendas bio­grafías recién aparecidas, Sontag. Vida y obra, de Benjamin Moser (Anagrama), y Walter Benjamin. Una biografía (Gedisa), de Bernd Witte, podrían hilvanar un diálogo oportuno en nuestra época. Benjamin consideraba que el único placer del melancólico era la alegoría, a su vez una forma de leer el mundo. Y en su ensayo, Bajo el signo de Saturno , ­Sontag que tenía en un altar a Benjamin admitía: "Puesto que el temperamento saturnino es lento, propenso a la indecisión, a veces hay que abrirse paso a través de él con un cuchillo". Hay algo terrorífico en esta ex­presión, una especie de autovio­lencia que se infligen quienes ven el ­mundo con distancia y acaban decidiendo que no forman parte de él, aun sin perder la ambición de influenciar en su rumbo.

En la primavera de 1940, Benjamin, que ya ha acusado al capitalismo y al socialismo de la explotación salvaje de la naturaleza, mira la imagen de un cuadro de Klee - Angelus Novus - y se da cuenta del fracaso de la historia y del suyo propio. El ángel de ojos ­desorbitados quiere irse mientras las ruinas alcanzan el cielo. "Esa tem­pestad es lo que llamamos progreso". Pero la desesperación ya no anidaba en su alma. Witte escribe: "Y sin embargo, Benjamin conservaba la esperanza"; a la manera de Kafka, quien dijo: "Hay infinita esperanza, pero no para nosotros". Este año se conmemora el 80 aniversario de su muerte.

Entre el materialismo dialéctico y su profundo sentido espiritual, se muestra un hombre que teme la suerte que puedan correr sus manuscritos, obsesionado por el coleccionismo, pero que acaricia al tiempo la esperanza de que la humanidad se salve. Bien conocido es su final, su suicidio con morfina en un pequeño hotel de Portbou, pocos días después de que la ocupación alemana llegase a París. Nunca se encontró la maleta con sus originales. Por su parte, Sontag luchó con todos los cuchillos a su disposición contra el cáncer. Cuando ya no soportaba la medicación y se la retiraban, cuenta Moser, exclamaba: "No quiero rendirme, dadme otra medicación". En sus últimas noches de agonía, soñaba que Hitler la perseguía.

Sontag y Benjamin perseguían un humanismo no idealista sino real, y formularon unas nuevas perspectivas para la estética. Sin embargo, vivieron sus luchas interiores con obstinación y melancolía. Sontag se apartó del comunismo a partir de su relación sentimental con Joseph Brodsky. El poeta había sido condenado a un campo de trabajo en el Ártico ruso, donde pasó 18 meses, y fue liberado gracias a una presión internacional en la que incluso llegó a intervenir Sartre, entonces proestalinista. Una vez en EE.UU., se entregó a "cultivar la tradición literaria universal". Me encuentro con el poeta ruso en otro libro de un contemporáneo, traductor de Grossman: Jorge Ferrer. En sus adictivas crónicas Días de coronavirus (Hypermedia), escribe sobre él y detalla el tiempo en que estuvo confinado en una media habitación, en la Liteini Prospekt de Leningrado. También cuenta el correo que recibe en plena pandemia de una periodista neoyorquina que fue amiga de Brodsky y charlaba con él en su planta baja de Morton Street. Y una vez narrada la epifanía, añade: "El virus te da y el virus te quita".

La resistencia es uno de los valores que ensalza una sociedad cada vez más abatida. Y los melancólicos estamos obligados a mirar la realidad de frente, sin paliativos. Pero debemos regresar a la vez a las raras avis de la historia, como Benjamin y Sontag, dos magníficos ejemplos del pedalear contra los propios demonios, y del hambre de revertir un orden tembloroso que negaba la condición esencial de la humanidad, por ello acabaron desvistiendo los pesados ropajes de la ideología radical.

Hoy el paisaje no es ruinoso a pesar de haberse fracturado la flecha del tiempo, porque la pandemia ha empezado a tejer un nuevo sentido de comunidad en plena crisis del capitalismo tardío. El consumo desaforado, la hiperproductividad, los peces muertos en el mar Menor, los bosques ardiendo en la Amazonia y las abejas en peligro de extinción informan acerca de la desastrosa normalidad en la que vivíamos. En el vértice de la pirámide, los dirigentes se atropellan unos a otros, extendiendo la desconfianza entre los ciudadanos. Apenas se escucha a los intelectuales. ¿O no tienen nada que decir? Pero nosotros, los melancólicos optimistas, estamos obligados a man­tener la esperanza, aunque sea la de los demás.

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7 de octubre de 2020
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Ebrios de enfermedad

Pertenezco a esa clase de personas que con solo ser visitadas por un médico ya se sienten aliviadas. Tal vez el mal no desaparezca del todo, pero sí al menos un 30% de los síntomas y, sobre todo, la negrura mental que me ha mantenido en alarma, imaginando el rictus severo de la doctora al darme la noticia. De pequeña quería ser médico, lo más cerca que se podía estar de Dios en la tierra. Me enamoré platónicamente del doctor Barnard al leer Tiempo de nacer, tiempo de morir , donde relata cómo logró trasplantar el primer corazón humano. Solo era un adelanto de lo que acabaría viendo con mis propios ojos, porque años después, en el Mount Sinai Medical Center, Valentín Fuster gesticulaba emotivamente con las manos para explicarme cómo se expandía el corazón de mi acompañante y, gracias a un stent, bombeaba de nuevo aferrándose a la vida.
 
El crítico literario Anatole Broyard defendía en Ebrio de enfermedad ( La Uña Rota) -un libro escrito en estado de gracia una vez le anunciaron un cáncer de próstata- la importancia de escoger a tu médico. Escribe: "Para llegar a mi cuerpo, mi médico tiene que llegar a mi carácter. Tiene que atravesar mi alma. No basta con que me atraviese el ano. Esa es la puerta de atrás de mi personalidad". Broyard demanda un doctor metafísico, que no hace falta que le ame, pero sí que le dedique tiempo, "que disfrutase de veras de mí" . Y recuerda que Proust contó que el suyo no había tenido en cuenta que leyera a Shakespeare, y "eso, al fin y al cabo, formaba parte de su enfermedad". Hoy, lejos de poder elegir a "nuestro médico", asistimos al colapso del sistema público de salud.
 

"No hay médicos en España", reconocen por fin nuestros gobernantes, tras años de salvaje poda a la base de la supervivencia -no es la economía, no, es la salud-. Desde el Colegio de Médicos de Madrid señalan que para enfrentarnos a la pandemia se precisan médicos de familia y pediatras en atención primaria, y que en los hospitales faltan internistas, neumólogos, infectólogos e intensivistas. Según datos del INE, se cuentan 23.900 médicos y enfermeros sin empleo. ¿Cómo pueden reunirse médicos y paro hoy en una misma frase? No existe síntoma más revelador de elitismo que la forma en que se reparten los presupuestos sociales. La dificultad de afianzar el puesto de trabajo para quienes taponan una hemorragia real pone de manifiesto la perversión de una política que ha precarizado al personal sanitario, ha consentido la fuga de talentos y ha ninguneado la vida mientras iba corriendo tras el dinero.

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30 de septiembre de 2020
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¡Qué bien se está aquí!

 

No puedo dejar de pensar en estas cinco palabras mientras la lluvia golpea con furia los cristales de la buhardilla. Septiembre ya no suena como en la canción de Dinah Washington, desprovisto del calor dulzón del violín; solo se escucha una insistente percusión que agita el pecho. Decibelios desbocados de tormenta que regurgitan miedo. Madrid es una caja de truenos. Los rayos se cuelan en casa como intrusos que empequeñecen la luz de las bombillas y borran las estrellas. Repito una y otra vez la frase que ha deslizado en un murmullo Irene Escolar: "¡Qué bien se está aquí!" . Ha sido el teatro el que me la ha devuelto. Palabras sencillas, comunes, que nos dijimos tantas veces al hallar un rincón de tarde al sol, y que permanecen enterradas desde que el mundo empezó a temblar.

Los espectadores esbozamos una sonrisa plácida bajo la mascarilla. Asistimos a la versión de La gaviota de Àlex Rigola, capaz de descascarillar la avellana de Chéjov sobre el amor no correspondido. El ruso intentó descifrar el (sin)sentido de la vida, y Rigola ha seguido el hilo: hay que entender el mundo antes de querer cambiarlo. En el teatro La Abadía estamos a gusto. Nos evadimos de la noche húmeda e infecciosa. Evitamos rozarnos, hay una butaca entremedio a modo de profiláctico. Los actores hacen de ellos mismos, no habitan al personaje ni ponen tonillo a los diálogos. "Los envidiosos son gente con muchas pretensiones y poco talento", dice uno. Asentimos. Pero,¿qué es el talento? La pregunta no acaba de ser respondida. Repensamos, encajonados en la butaca, si pervive esa capacidad de transformación y de reconocimiento durante el pulso contra la enfermedad, que ha dejado de tener edad. Pienso en la hija de 18 años de la periodista Helena Resano: "Creíamos que la perdíamos, hemos sido unos afortunados... aunque la gestión en la Comunidad es un desastre, un despropósito: no hay estrategia, no hay gestión, solo muchos sanitarios trabajando sin descanso para nada".

Regresan las ambulancias, el motín de sirenas y el hospital de campaña de Ifema. No, no se está bien aquí. Busco la obra de Chéjov en mis estanterías para comparar mentalmente el libreto de Rigola con el original, pero me cae a los pies otro pequeño libro: Oráculo manual y arte de prudencia , de Baltasar Gracián, definido por el propio autor como "un epítome del arte de vivir". Es mi manzana. Mi I Ching. Una lectura necesaria en tiempos de crisis. El jesuita díscolo fue reflexionando, entre la opacidad y la luz, y reescribiendo máximas clásicas que se resumen en: conócete a ti mismo, ojalá llegues a ser el que quieres, distingue la esencia de la apariencia, hay que saberse negar, saberse abstraer, saberse atemperar...

Me detengo en el mandato 52: "No descomponerse". Insiste en que el mal no puede salir a la boca, y que ni en lo mas próspero ni en lo más adverso hay que mostrar perturbación. Con las UCI de nuevo a punto del colapso, nos situamos lejos de la templanza que receta Gracián: el odio se ha desbordado al ritmo que marca el virus, y no retrocede, enrareciendo la calle, alejando a los ciudadanos de aquella otra premisa: "No tener voz de mala voz". Eso es: "Tener fama de contrafamas. No sea ingenioso a costa ajena, que es más odioso que dificultoso".

Gracián combate la engañifa de la vida deformada. Y dedica líneas a los necios, a los que ensucian la convivencia con lodo y asco. "Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen (...) el mayor necio es el que no se lo piensa y a todos los otros define".

¿Quién es el listo que tiene la solución? Profetas disfrazados de economistas declaran que el Gobierno quiere arruinar España. El concurso de saltos mortales que ejecuta la oposición ante el nuevo avance de la Covid produce mareo, e incita a buscar escudos contra la malevolencia. Pero ¿qué hay detrás de tal fuego cruzado de acusaciones de incompetencia? No, no debemos rendirnos genuflexos ante la incertidumbre, ni desbocarnos al temor y acelerar la neurosis del contagio. Más que nunca necesitamos reconocer las migas del bienestar, desatar las vendas de los ojos, atrapar el instante, apurarlo igual que un licor sin miedo a la acidez, y cerrar los oídos a la estulticia que corroe el espacio público, incluido el institucional. Unidad -lo que demandamos a nuestros representantes- es una palabra tramposa que pocas veces se siente de verdad, pero también es la precisa, la que requerimos para no doblegarnos ante la desesperanza.

No queremos ser Josef K., sino el Orson Welles que adaptó a Kafka. En su versión de El proceso , el protagonista no se entrega sumiso a sus verdugos, sino que se resiste. Críticos y académicos tronaron: ¡qué osadía reescribir a Kafka! Welles les replicó que, después de Auschwitz, no podía aceptar esa docilidad de oveja camino del matadero. Cuento las horas para regresar al teatro esta noche, veré Los nuevos abrazos , con Clara Sanchis y Pedro Casablanc. No nos los daremos, no, aunque los añoraremos como si volviésemos a ser niños que por fin pueden volver a decir: "¡Qué bien se está aquí!".

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23 de septiembre de 2020
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Artemisia Gentileschi, la artista barroca recuperada por el feminismo

Una exposición en la National Gallery abre Londres por vez primera a una artista descomunal, olvidada durante casi cuatro siglos: Artemisia Gentileschi, una de las pintoras más importantes del Barroco, cuya obra ha suscitado un profundo debate sobre la representación de la violencia. Su violación por Agostino Tassi ha servido a menudo de punto de partida para analizar su cruda y a la vez impasible mirada al horror. Feminista por su vida y su obra, independiente y libre, la muestra reúne una excepcional selección de la obra de la artista compuesta por una treintena de cuadros procedentes tanto de pinacotecas públicas como de colecciones privadas de todo el mundo, de los que la mayoría nunca se habían expuesto en Reino Unido.
¿Cómo podía ocurrirle algo malo a una joven llamada Artemisia, como la diosa griega representada con un arco y un carcaj de flechas? Huérfana de madre a los 12 años, pero acunada y complacida por su padre, Orazio Lomi de Gentileschi, un maestro de éxito en la Italia entre los siglos XVI y XVII, vivió una juventud deliciosa junto a sus tres hermanos, en una casa frecuentada por pintores y escultores. Languidecía el Renacimiento y un nuevo espíritu, que haría florecer el Barroco, exaltaba la realidad. A los 16 años, Artemisia entraría como aprendiz en el taller paterno, aunque el suyo fuera un oficio casi prohibido a las mujeres. Orazio la consideraba mejor pintora que él. Virtuosa del chiaroscuro, su tratamiento del color es único, construido sobre los contrastes lumínicos -con un pincel excepcional para plasmar al detalle los trajes, las joyas y las armas, dotándolos de relieve y de una perspectiva imantada.
 

El arte no se hereda, pero sí se contagia. Artemisia pronto superó a sus hermanos, que no pasaron de meros aprendices. Ella, con apenas 17, revelaba ya una personalidad propia, y proponía, según los críticos, una nueva mirada a los "afectos del alma" -la novedad máxima en el arte del siglo XVII-, que se concreta ya en su primera obra de la que se tiene constancia: Susana y los viejos (1610).

Pero un hecho oscuro, criminal, quebraría la línea entre el honor y la belleza que en ella había. Ocurrió cuando su padre dio entrada en el taller a Agostino Tassi, un depredador sexual que ya había sido juzgado por incesto y que años más tarde intentaría disparar a una cortesana embarazada que era su amante, como maestro de su hija. A pesar de su fama de violento, Orazio confió en Tassi, que violó a Artemisia. Y ella lo denunció públicamente: "Cerró la habitación con llave y una vez cerrada me lanzó sobre un lado de la cama dándome con una mano en el pecho, me metió una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos, y alzándome las ropas, que le costó mucho hacerlo, me metió una mano con un pañuelo en la garganta y boca para que no pudiera gritar y habiendo hecho esto metió las dos rodillas entre mis piernas y apuntando con su miembro a mi naturaleza comenzó a empujar y lo metió dentro. Y le arañé la cara y le tiré de los pelos y antes de que pusiera dentro de mi el miembro, se lo agarré y le arranqué un trozo de carne" declararía en un juicio en el que tuvo que padecer dolorosos exámenes ginecológicos.

Tassi fue condenado a un año de cárcel y a un destierro que nunca cumplió. Y Artemisia se fue de Roma. Su fama, a causa del escándalo -Tassi estaba casado y no pudo cumplir con la primera demanda del padre: que se casara con su hija para restaurar el honor- fue creciendo. Y con firmeza y determinación, además de autonomía, se instaló en Florencia, casada con el pintor florentino Pierantonio de Vincenzo Stiattesi para que su honorabilidad, según los dictados de la época, quedase reparada. Tiene cuatro hijos, de los cuáles solo sobrevivirá la hija, y emprende una carrera con una vocación y una convicción igualmente profundas.

Fue la primera mujer en ingresar en la Accademia del Disegno, y pronto se erigió en exitosa pintora de corte, también fue pionera del autorretrato y se autorrepresentó, negociando personalmente el precio sus obras con coleccionistas exquisitos como los Médici. Rechazó concepciones impuestas sobre la feminidad, y se proclamó libre sexualmente e independiente económicamente. Viajaba sola por Europa. Artemisia, la pittora era admirada en Florencia y en Nápoles -a donde regresó, acosada por los acreedores y separada de su marido para estar cerca de nuevo del padre enfermo-. Se trataba de una gran personalidad que no pasaba desapercibida por su finura de pensamiento. En los círculos artísticos, y en contra del canon, era considerada una gran pintora, creadora de un nuevo dramatismo. Pero, aunque fuese la más talentosas seguidora de Caravaggio, a quien pudo conocer a través de su padre, y sus obras fuesen codiciadas por los principales líderes de la época (como Cosme II de Médici en Florencia, Felipe IV en Madrid y Carlos I en Londres), solo sería reevaluada en el siglo XX.

En la ambiciosa exposición de la National Gallery se recoge, además de su trabajo, sus palabras en primera persona a través de fragmentos de su testimonio en el proceso judicial por la violación, comunicaciones privadas con su amante y cartas a patrocinadores y clientes. "400 años después, sus palabras suenan fuertes y verdaderas, evocando la imagen de una mujer ferozmente independiente que, a pesar de las limitaciones de género de la época, estaba decidida a encontrar el éxito y tomar el control de sus asuntos personales y profesionales", afirma Letizia Treves, comisaría de la exposición y conservadora de la pintura italiana, española y francesa de finales del siglo XVII de la National Gallery.

Desde que fuera recuperada por el feminismo en los años 70 del siglo pasado, con la historiadora del arte Linda Nochlin a la cabeza, -publicó un célebre artículo, titulado ¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres?, del que surgiría un interés enorme por revisar su obra- mucho se ha debatido el carácter autobiográfico de su obra y, en particular, la asociación de la violencia y la oscuridad de su arte con la violación que sufrió de joven. "Caravaggio pintó Judits igual de sangrientas que las que retrató Gentileschi -ha afirmado su biógrafa Alexandra Lapierre, autora de Artemisia (Robert Lafont, 1999)-. Su estilo se fue nutriendo de las diferentes escuelas a las que perteneció: en Roma, pintó como los romanos, en Nápoles, como los napolitanos, y en Venecia como los venecianos". También se recuperó la autoría de varias de sus obras, que permanecía velada.

Especialmente aguda es la interpretación del historiador de arte italiano Roberto Longhi de su supuesto gusto por lo violento: "No hay nada sádico aquí, en lugar de ello lo que más impresiona es la impasibilidad de la pintora, que fue incluso capaz de darse cuenta de cómo la sangre, al chorrear violentamente, ¡podía decorar con dos líneas de gotas al vuelo la zona central! ¡Increíble, os digo! Y también por favor ¡den a la Sra. Schiattesi -el nombre de casada de Artemisia- la oportunidad de elegir el puño de la espada! Al final, ¿no creen que el único propósito de Judit es apartarse todo lo posible para evitar que la sangre pueda manchar su novísimo vestido de seda amarilla? Pensemos, de todas formas, que ese es un vestido de Casa Gentileschi, el guardarropa más refinado de la Europa del siglo XVII, después de Van Dyck".

La exposición de la National Gallery trasciende el mito de la mujer violada y la heroína protofeminista, en favor de una visión que trata de objetivar la calidad excepcional del trabajo de La Pittora.

Una de las cartas exhibidas en la muestra londinense refleja inmejorablemente la determinación de una mujer consciente de las dudas que los nombres femeninos suscitaban como firma: "le mostraré a Su Ilustre Señoría -escribe Artemisia al coleccionista y mecenas Antonio Ruffo- lo que una mujer puede hacer. Conmigo Su Ilustre Señoría no perderá, y encontrará el espíritu de César en el alma de una mujer", le escribe. Su fuerza, que rebosa en la manera de plasmar la sangre, de humanizar el cuerpo desnudo y de perturbar los sentidos, sigue siendo al tiempo un enigma y un faro.

Interés de novelistas y cineastas: ‘Veinte años y un día'

Se trata de la única artista occidental que ha provocado el interés de novelistas y cineastas, deseosos de ahondar en su vida y obra, en la excepcionalidad de una mujer que escogía su vestuario con tanta precisión como negociaba el valor de sus lienzos. Una mujer sin miedo en unos tiempos en los que las costumbres eran crueles, inhumanas. Periférica reeditará en breve el libro que escribió de ella Ana Banti en 1949, comparado por Susan Sontag con el ‘Orlando' de Virginia Woolf. Y el Museo del Prado ha seleccionado su ‘Nacimiento de San Juan Bautista' (1635) para la actual exposición que reúne algunas de las obras más emblemáticas de los fondos de la pinacoteca, Reencuentro.

Contaba Jorge Semprún que, a mitad de los años 80, la contemplación de una de sus versiones de Judit y Holofernes (1612-3) en el Palacio de Villahermosa -que antes de prestar sus muros al Museo Thyssen-Bornemisza albergó durante un tiempo exposiciones temporales del Prado- accionó el resorte de la memoria para traerle de vuelta una sangrienta (y real) historia ocurrida durante la Guerra Civil, que había escuchado tres décadas antes en una comida con Domingo Dominguín y Juan Benet. Tardaría 23 años en darle forma, titulada ‘Veinte años y un día' (Tusquets, 2003). Fue su última novela, y para muchos la mejor de cuantas escribió.

​En sus páginas, pone en boca de una de las protagonistas: "de pronto me encontré con aquel cuadro... me paré, impresionada, no por el tema, ciertamente; Judit y Holofernes son un tópico de la pintura (...) No era el tema, pues, sino la violencia del tratamiento pictórico, la serenidad de dicha violencia, la frialdad de semejante frenesí, la indecencia provocativa del escote de Judit, la juvenil hermosura de su doncella y ayudanta en el feroz degüello de Holofernes... Ambas estaban dedicadas a decapitar al general asirio con una precisión algo distante, con un aire extraño, sobrecogedor, de complacencia, casi de placer... (...) Me quedé absorta ante el lienzo, inmóvil, como fulminada".

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10 de septiembre de 2020
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Defensa del placer

Nos domina una sensación de paisaje arrasado, de manual de supervivencia que destierra el placer. No es tiempo para sensualismos, boca y nariz en profilaxis, aunque las corrientes de aire en las noches de verano acaricien los muslos y nos hagan cosquillas en la nuca. La sensación es "un modo confuso de pensar", aseguraba Descartes, y en el imaginario occidental persiste la idea de que a la voluptuosidad la acompaña cierto halo de sospecha. Los sentidos permanecen envasados en conserva. No son frívolos ni ingenuos quienes agitan el salero de la poética para escapar del dictado de la actualidad y sorber el azul del mar. "No es momento para sutilezas", dicta el ceñudo discurso de la crisis. Y la gente se siente atrapada dentro de una especie de crucigrama del cual no puede salir porque las palabras están mal definidas y la solución no va en el pie de página.

Históricamente, el pensamiento hedonista fue combatido con tópicos y acusado de pretender romper con todo lo establecido, de negar el conocimiento y la moral. Pero ahí tenemos a Epicuro de Samos retratado como un defensor del puro goce, cuando, lejos de bacanales y orgías, el pobre hombre vivió aquejado de intensos dolores físicos y sus enseñanzas no buscaban sino escapar del exceso, persiguiendo el equilibrio y la felicidad. Nuestra fragilidad también puede combatirse defendiendo un deleite sin culpa, el mismo que nos empuja a sentir la necesidad del otro. Vamos escalando rutinas, y lejos de conspirar contra la confianza, queremos recuperarla. Para empezar, en nosotros mismos, que andamos más a pedazos que nunca, como si hubiéramos extraviado una prótesis en lugar de un puesto de trabajo, o como si el futuro se hubiera hundido en alta mar, cuando sigue ahí incierto y sin embargo prometedor.

Nada debería entorpecer nuestro encuentro con la belleza. Que nadie nos juzgue por rozar el éxtasis ante un jardín oloroso donde sobrevuela una pequeña mariposa blanca, o por exaltarnos ante un Eros disfrazado de melocotón jugoso hasta sorber su hueso rojo.

¿Qué podemos hacer con el placer dispuesto para ser celebrado por el mundo? ¿Sacrificarlo porque la incertidumbre nos golpea? O mejor dejar de sentir miedo y obligarnos a beber cada día una poción de placer, bien alejados de la idea de vicio o exceso, entendiendo ese don que nos permite escuchar "los acentos del corazón" a la manera Rilke. Porque, de qué serviría defender ideas y creencias, territorios y ligas, si somos incapaces de advertir el gozo que nos aguarda, al alcance de nuestras manos voluntariamente atadas.

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26 de agosto de 2020
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Descongelación

Durante tres largos meses todo permaneció cerrado excepto los supermercados, por lo que empezamos a mirarlos de otra manera. No nos quedaba nada más, ni un café, un teatro o una peluquería que nos ayudaran a absorber la energía de los otros. Algunos acudíamos a diario al único espacio público que nos estaba permitido, aunque fuera solo para observar el color de las verduras y olfatear el aroma del pollo asado. Todo pasaba a formar parte de la anormalidad, excepto la cesta de la compra. La expresión "grandes superficies" resulta ampulosa y excesivamente técnica para definir un lugar tan orgánico, donde la idea de primera necesidad se condimenta con una pizca de curiosidad y otra de hallazgo. Nunca había contado con exactitud su número de pasillos, tampoco calibrado la altura de sus estanterías, inaccesibles para la estatura media de las mujeres españolas. El súper jamás ha gozado de un aura de prestigio pues su significado queda reducido a la mecánica doméstica, pero su esencialidad, en plena epidemia, nos ha hecho replantearnos nuestra relación con esas cuatro paredes que nos alimentan.
 
¿Acaso no representan los supermercados un trazado secreto de anatomía humana? La visita promedio no dura más de 15 minutos, de los que solo utilizamos el 30% para seleccionar lo que vamos a comprar; el resto, igual que pasmarotes, lo dedicamos a una vagancia ineficaz. Muchos de ellos instalan en sus entradas una metafóra de su aparato respiratorio, con profusión de flores y plantas a fin de poner una nota verde clorofila que te da la bienvenida y te despide al salir. Al fondo, suelen ubicarse los estómagos -los segundos platos: carnes y aves, pescados, etc-; en el centro el hígado: bebidas, legumbres, frutas y verduras, mientras en un lateral reposan los órganos que hay que mantener en frío, en especial la cabeza. El cambio de temperatura te informa de las ventajas de lo fresco junto al enorme freezer que mantiene intactos los lácteos y, a puerta cerrada y sobre hielo, los intestinos custodian todo aquello que pueda crujir sobre un mar de aceite hirviendo.

"Se nos ha quedado el corazón congelado", me dice una cajera de hombros cargados y dedos torcidos que recuenta la tensión acumulada tras haber observado la crispación de muchos clientes, también el lacónico retraimiento que se ha instalado nuestra manera de volver a empezar. Aún no hemos conseguido deshacer el bloque de hielo que nos ha endurecido, y ya no sabemos si lo deshelará el rabioso sol de verano, o si se romperá en mil pequeños pedazos.

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29 de julio de 2020
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La geometría del aula

Las aulas no han cerrado, ya lo estaban, permanecían mudas desde marzo, aún prendido su olor a pizarra, madera y hormonas; afuera los patios secos de risas y empellones. Su mística, la de un espacio donde aprender a descifrar los contornos del mundo, ha quedado cancelada, produciendo un efecto desmadejado. El curso ha terminado sin diplomas ni festivales, ni rastro de aquellos abrazos infinitos en los que las chicas intercambian temor y excitación, una mezcla de la añoranza que vendrá y el encanto de lo desconocido.
 
Aprender y examinarse a través de la pantalla ha resultado una árida travesía para la mayoría de los alumnos. Sin intercambiar apuntes, hacer trabajos en grupo y reforzarse unos a otros. La gran mayoría se ha resentido de la falta de roce, impedidos de acompañar su aprendizaje con un recorrido físico que es, al tiempo, moral. Porque el aula representa uno de los eslabones más sólidos de nuestra cadena por la supervivencia. Un contexto donde el alumno debería permanecer a salvo, armado siempre de curiosidad y concentración, y a ratos de desgana y tedio.

Las pizarras son fáciles de sustituir por ordenadores o tabletas, aunque estos dispositivos no permiten elegir tu lugar en el aula. Los profesores suelen guardarse una carta en la manga, que sacan con audacia y cálculo: cambiar a un alumno de pupitre cuando menos se lo espera. "Al mover a cuatro o cinco estudiantes de sitio, la clase se convierte en otra", me razona un docente de secundaria. Y añade que cuando son ellos quienes se cambian, no hay duda de que se ha producido una catástrofe emocional.

Según un estudio realizado hace una década en la Universidad de Salisbury (el Reino Unido) -en el que se analizaron más de 70 clases durante 15 cursos-, los estudiantes que ocupan el área central de las primeras filas del aula no solo son más participativos sino que obtienen las mejores calificaciones. Algo ha cambiado. "En nuestro centro no colocamos a los alumnos de cara a la pizarra, ni en filas, sino en grupos de cuatro que trabajan cooperativamente. El profesor hace una exposición en el centro, pero luego se mueve. Nadie se puede quedar detrás ni atrás", me cuenta Montse Julià, directora del Montessori Palau en Girona.

La enseñanza tiembla ante el desafío del nuevo curso: se refuerzan las herramientas virtuales, caen las matrículas en la universidad pública... poco se sabe acerca de la nueva realidad que aterrizará en las aulas en septiembre acechando la geometría existencial según la que ellas y ellos se ubican para forjarse un lugar en el mundo.

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16 de julio de 2020
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Reencuentro con las musas

 

El termómetro digital del Prado me toma la temperatura: 35,7 saludables grados, y el domingo queda secretamente sellado, ya hay garantía de contagio artístico. El guarda, con mascarilla, saluda con la cabeza y se mueve igual que un personaje del Greco mientras indica la entrada al templo de las musas. Elevadas en un pedestal, una quiere sentirse bajo la mirada de Talía, Calíope, Clío, Erato o Terpsícore, las musas romanas que adquirió la reina Cristina de Suecia y que posteriormente traerían a España Felipe V e Isabel de Farnesio en 1724. Las hijas de los dioses Zeus y Memoria ­permanecen derretidas de belleza bajo los pliegues de las túnicas que desnudan sus hombros. Ellas dan nombre a los museos, contenedores de belleza que provocan encuentros -o choques- entre la mirada y la imaginación, que te conducen al pasado pero superan el futuro. Volver al museo significa recuperar la llave del templo.

Durante la última fase del confinamiento, en el Prado se obró magia para poder reabrir con un plan. No imagino mayor habilidad de ilusionismo que la de un servicio de brigada subiendo y bajando doscientos Goya, Murillo, Rubens o Velázquez para recomponer un nuevo itinerario post-Covid. Contemplar la pintura de Fra Angelico en silencio, con apenas veinte personas en una sala ¡un domingo!, resulta electrizante. Los greatest hits del Prado parecen conversar entre ellos. Te invitan a entrar y a salir de un cuadro a otro como si pasaras del frío al calor. Los dos Saturnos, de Rubens y Goya, juntos, devorando doblemente a sus hijos, reflejan el horror de la incomprensible supervivencia. Enfrente, Dánae recibiendo la lluvia de oro , de Tiziano, desnuda pero con pulsera y pendientes bajo un cielo que llueve placer. Las meninas al lado de los bufones producen un efecto extraño: la dignidad no entiende de clases. La historia de la civilización permea en esas paredes que invitan a volver a empezar. A mirar de nuevo los cuadros como si fuera la primera vez. A viajar por Villa Médici, pasear por el Edén con el Adán y la Eva de Durero, a preguntarte por la invención del color ante Tintoretto o Reni, a paladear el virtuosismo del detalle de Artemisia Gentileschi y Sofonisba Anguissola, cuyas obras respiran equilibrio y ambición.

Reencuentro es un chute de Prado exprés, la evidencia de que el arte es un medicamento sin metáfora. De cerca, sin los reflejos virtuales de la pantalla, los cuadros te dejan sobras en el plato para continuar el banquete. Y sales del museo recordando el azul de Elpaso de la laguna Estigia, de Joachim Patinir, con vicio. No sé si el arte nos hace mejores, pero sí invencibles frente a la nada.

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8 de julio de 2020
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Quiero ser negra como tú

La infancia es un mapa que se cuela en nuestros bolsillos adultos, arrugado y ­borroso pero aún fiable. Porque nuestro paulatino descubrimiento del mundo va cartografiando un trazado que nos acompañará toda la vida, aunque de niños ignoremos cómo nos marcará.

Se llamaba Doudou y era senegalés. Llegó a casa un mediodía, con mi padre, que ufano y cariñoso nos los presentó como un ayudante para echar una mano en la granja. Contó que llevaba días observándolo solo en un rincón del bar, y no creo que fueran su silencio ni su falta de techo, sino su mirada limpia, lo que le acercó a él. Fue el primer negro que conocimos, y de él, solo nos sorprendieron las palmas descoloridas de sus manos. En aquella España de Machín, Pepe Legrá y Basilio, la de los Reyes Baltasar embetunados, representaban un exotismo lejano que no entraba en el comedor de casa. Entonces la inmigración era residual, prevalecían otras castas. En aquellos años setenta, y todavía en los ochenta, el trabajo en la recolección de cosechas era realizado por gitanos que acampaban en la plaza con sus caravanas y nos producían una mezcla de miedo y atracción. Su estigma parecía inamovible, pero lucharon -siguen haciéndolo-, y sus manos callosas fueron relevadas por las de los subsaharianos. El racismo es una enfermedad crónica que se extiende de norte a sur e infecta a comunidades dentro de otras, aunque compartan color de piel y lengua.

Tras el asesinato de George Floyd, la fuerza del movimiento "Black lives matter" ha obligado a reflexionar globalmente acerca de la importancia de ser antirracistas activos; y todos nos hemos escudriñado con lupa. La identidad europea sigue siendo refractaria a la integración y la mezcla, aquejada de una "blanquitud defensiva", como denomina Stephen Small, sociólogo y profesor de Estudios Afroamericanos en Berkeley, a la imposibilidad -no solo de los negros, también de los árabes e incluso los latinos- de abandonar los márgenes que con superioridad les concedemos.

Le pregunto a mi amiga Bárbara Valdez, de origen dominicano, 15 años ya en España, si alguna vez ha sentido racismo por su color de piel. "Nunca. Siempre he sido bien acogida, aunque ahora a mi niña a veces la llaman negra en el colegio. Pero yo le digo que nosotras no somos rubias, que somos negras, y que no faltan a la verdad". Es más, Bárbara acaba por darle la vuelta a mi pregunta, tal es su poder: "Lo que sí recuerdo es que tu hija, de pequeña, a menudo me cogía la mano en el ascensor y llorando me decía: quiero ser negra como tú".

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24 de junio de 2020
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El Boomeran(g)
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