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Contactless

Por 12 de noviembre de 2020 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Joana Bonet

 

El déficit de luz y abrazos nos decolora como si nos hubiéramos echado un líquido para apagar el bronce de la piel. "Falta de vitamina D" reflejan masivamente las analíticas, a pesar de que el sol de invierno sea capaz de doparnos los huesos. Pero los paisajes fantasma no calientan el corazón, al contrario, por huidizos y mudos, huérfanos del eco de los pasos sobre el empedrado. La idea de multitud sigue en cuarentena y nos sentimos desprogramados, parece que aquella densificación nos amparara en lugar de magullarnos. El apelotonamiento humano en los centros de las ciudades o las mesas pegadas en los restaurantes, donde la conversación vecina se nos metía dentro del plato, han caducado igual que los aforos a rebosar, o los turnos sin intervalo que dejaban las sillas calientes.

Otra noción de la distancia social nos hace más vulnerables y pobres en oxitocina. Sí, la hormona de la felicidad que segregamos al tocarnos, besar mejillas y enroscar lenguas nos ha sido arrebatada con la muerte del tacto social. Y de la sensorialidad. "El contacto lento, parecido a una caricia, no solo es importante para nuestra supervivencia, sino también para nuestro desarrollo cognitivo y social: por ejemplo, puede influir en la forma en que aprendemos a identificar y reconocer a otras personas desde una edad temprana", explica Laura Crucianelli, investigadora Marie Skłodowska-Curie en el Instituto Karolinska y el University College de Londres. Según sus conclusiones, sentir la piel del otro puede reducir la frecuencia cardiaca, la presión arterial y los niveles de cortisol, es decir, rebajar el estrés. Crucianelli recuerda que, cuando abrazamos a un amigo, nuestro cuerpo libera oxitocina reforzando nuestra motivación para mantener el contacto con los demás.

El coronavirus ha declarado la guerra a los sentidos. Una de sus flechas directas asaeta el olfato y el gusto: no oler ni saborear, menudo castigo. Pero sobre todo proscribe el tacto, de forma que los adultos hacemos regresión y recordamos aquella reprimenda infantil que se convirtió en cantinela: "¡No toques eso!". Hoy, vista y oído deben jugar en solitario la partida sensorial, no exentas de limitaciones. Gafas empañadas a causa de la mascarilla, y oídos a menudo blindados a los ruidos exteriores por los auriculares que informan de las últimas cifras de infectados y las nuevas medidas implementadas. El neuromarketing de los noventa quiso combatir la emoción cada vez más plana que proporcionaba lo material dotándola de atributos más elevados. Se extendió el término japonés kansei , que puede traducirse por "sensibilidad y sensitividad" y se relaciona estrechamente con el sentido del tacto en el ámbito del "diseño emocional", demostrando, como afirmaba Margaret Atwood, que "el tacto es el primer idioma y el último, y siempre dice la verdad".

La nueva urbanidad, además del miedo, nos ha hecho dimitir de nuestros hábitos tocones pese a que parecía imposible para nuestra expansiva cultura latina. Hemos renunciado a la fisicidad sin apenas rechistar. Ni una palmada en la espalda, por si acaso. Mejor reunirse a través de la pantalla, comer y beber en solitario, bailar en modo aerobic… Ahora nos palpamos el corazón igual que si fuéramos fríos nórdicos, aunque hay perspectivas interesantes que tener en cuenta dentro de esa virtualización. Por un lado, se ha extendido la soledad como enfermedad silenciosa y global. Vivir solo y sentirse solo no siempre están vinculados. Sin embargo, cuando acontece, la tristeza se expande igual que una mancha de aceite y robotiza los gestos humanos. No es una sensación exclusiva de las personas mayores: los millennials son la generación que más sola se siente. Así mismo, es propio de esta promoción un menor interés por el sexo: descienden los encuentros sexuales y aumenta el onanismo. Dado que los españoles dedicamos de media cinco horas y 18 minutos diarios a internet, y una hora y 39 minutos a las redes sociales (en las que algunos tienen hasta ocho perfiles diferentes), es evidente que el muro que no nos deja olernos ni manosearnos está hecho de pantallas. Nos entregamos a ellas sin reservas. Aplaudimos la sofisticada tecnología que iba sustituyendo la mano humana por la inteligencia artificial, la moneda por el bitcoin, e imponiendo la huella digital para acceder a la información que antes guardábamos en un archivador. Fuimos reemplazando las charlas telefónicas por los mensajes cortos y absurdos -¿cuántas veces escribimos gratuitamente OK tan solo para constatar que estamos al otro lado de la red?-. Abandonamos el papel que crujía al pasar la página por la luz lechosa del iPad. Vimos que la distancia no era impedimento para obtener placer, y aceptamos que el sexo virtual también era sexo.

Y ahora, doblemente huérfanos de tacto, imploramos un abrazo y un beso, tan proscritos como la peste. Ayer, con una PCR negativa en la mano, le estampé un beso a una amiga de mi hija y sentí una vieja emoción: cómo no absorber su energía capturando esa mezcla de olor a pizza y a perfume de fresa. Fue un efímero, aunque embriagador, retorno sensorial a la vida.

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Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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