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Escrito por

Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante algo más de un lustro. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros así como de catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad como promotor de iniciativas plásticas recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. Siendo editor jefe para la productora de contenidos Elca, renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (U. Politécnica 1994), La ciudad moderna (IVAM, 1998), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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Cinco epidemias históricas

Solo la historia que sirve para comprender el presente y proyectar un futuro de prosperidad tanto material como espiritual, da sentido al papel del historiador. Esa es la trinchera desde donde siempre ha combatido José Enrique Ruiz-Domènec, un conspicuo medievalista, prolífico ensayista y desde hace muchos años catedrático en la Universidad Autónoma de Barcelona. A la historia se la acompaña desde la complejidad, viene a decirnos este sabio profesor, de ahí el interés y la oportunidad de su último libro, El día después de las grandes epidemias (Taurus, 2020; Rosa dels vents, en su edición catalana), que aprovecha la circunstancia del coronavirus para darnos a conocer algunos acontecimientos y mentalidades importantes respecto de la enfermedad a lo largo de la historia.


Aunque se remonta a las clásicas citas conocidas –las de Tucídides durante las guerras del Peloponeso en torno a la peste que padeció Atenas–, Ruiz-Domènec considera que solo se pueden documentar no más de cinco grandes plagas microbianas a lo largo de la historia, más la sexta actual. La primera de ellas en el siglo VI, cuando Justiniano y su refulgente esposa Teodora se trasladaron de Constantinopla a Rávena huyendo de la peste, una infección que aceleró la crisis del Imperio Bizantino, cuyo colapso dará pie a los dos grandes mundos mediterráneos que alcanzan hasta nuestros días: la cristiandad europea estructurada en bloques nacionales y el Islam en las orillas sur y oriental del antaño mare nostrum.

Otra peste, la negra, “se propagó por toda Eurasia entre 1347 y 1353”. Es la que más nos suena gracias a los cuentos eróticos del Decamerón que escribió Giovanni Boccaccio para entretener a los jóvenes que se habían desplazado de Florencia a sus casas de campo toscanas. Aquel reencuentro plácido con la naturaleza es el punto de partida de la modernidad, el Renacimiento. Dicha peste duró varias décadas, en diversas oleadas y por distintos territorios, y no sería hasta 1377 cuando en la veneciana ciudad de Ragusa (la actual Dubrovnik) se pondría en ejecución una medida novedosa: el aislamiento durante 30 días para los viajeros que llegaban a la misma. Más tarde, se alargó hasta 40 jornadas, la quarantina, como bautizaron los italianos.

La tercera gran plaga de la historia se sucedió en oleadas, una cadena de enfermedades más bien, transmitidas por los españoles en América: la viruela, pero también la gripe, el tifus, el sarampión o la fiebre amarilla entre otros patógenos inexistentes hasta entonces entre los nativos, provocaron una hecatombe demográfica entre los pueblos mexicas y los incaicos. Las cifras son especulativas, pero hay investigadores que hablan de más de cincuenta millones de muertos en apenas treinta años. Los supervivientes reaccionaron creando sociedades criollas, en las que se garantizó el derecho de gentes a los indios, sentando las bases para la descolonización.

En el siglo XVII las pestilencias se desplazarían a Europa una vez más. Durante cerca de cuatro décadas, el tifus, la viruela y de nuevo la peste diezmaron a los europeos dando lugar al mundo tenebrista del barroco, contra el que reaccionará la ciencia y el higienismo –el perfumista Henri de Rochas se hará famoso entonces como médico de la princesa Conti. La respuesta a esta enfermiza situación fue ilustrada: la confianza en la lógica del conocimiento y el empirismo de la experimentación.

Es entonces cuando el Estado se hace cargo de la sanidad y los problemas que generan las epidemias ya no dependen solo de la respuesta del saber médico sino también de la gestión política de las mismas. ¿Les suena? A pesar de lo cual no hubo posibilidad de réplica adecuada a la quinta gran pandemia humana: la de la gripe A, injusta y políticamente llamada “española”, que al parecer surgió en la primavera de 1918 en Fort Riley, Kansas. Los cálculos son aterradores: la gripe, la influenza (flu en inglés), mataba en cuestión de días, primero a los mayores, en segunda oleada a los jóvenes. Hasta 1920 pudieron morir por esta enfermedad más de cincuenta millones de personas; en la guerra del 14-19 propiamente hubo nueve millones de bajas entre los soldados y siete más entre los civiles.

El cierre en falso de aquella crisis dará paso a la II Guerra Mundial y a los horrores del Holocausto. Entonces sí, hubo una respuesta a la altura de aquel descenso a los infiernos, la sociedad antepuso unos nuevos valores contemporáneos: la redistribución de la riqueza para evitar las grandes brechas sociales, la educación y la cultura como remedios frente a los traumas, la lucha contra el racismo o la discriminación de la mujer. Y en la actualidad, ¿qué lecciones estamos aprendiendo? ¿La reacción social futura estará a la altura de las circunstancias o sucumbiremos al reto de transformar nuestro sistema de valores?

Más allá de la retórica política, de las “inoportunas distopías”, nuestro historiador apela a un escenario responsable basado en siete propuestas:
1. La vida no es una free party, no nos dejemos atrapar por las cosas prescindibles, y son muchas.
2. Los actuales gobernantes sobreactúan; la gobernanza futura debe ser razonable, sensible, dinámica.
3. No avanzaremos sin un adecuado espíritu crítico, flexible y cooperador, un “cosmopolitismo de la diferencia”.
4. Ante un mundo complejo, debemos confiar en los más preparados frente a los intereses creados.
5. Veracidad… para acabar con la posverdad, los profesionales de la comunicación han de desarmar el actual estercolero de mentiras.
6. Apostar por la cultura, pero la que permite “insertar el hogar en el cosmos”, no el consumo masivo de hits y bets sellers banales.
Y 7., sopesar éticamente hasta dónde podemos llegar en la biotecnología que pretende transformar radicalmente la vida cotidiana.

Ya vamos bien, con tres oleadas de pandemia y con las sugerencias del profesor Ruiz-Domènec para que agudicemos el pensamiento. Su ensayo se lee en apenas una tarde confinada y da sentido al transcurrir del tiempo.

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31 de enero de 2021
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El hijo del chófer

Durante algunos años buena parte de los políticos valencianos dormían inquietos. La justicia había empezado a intervenir en las tramas que corrompían la relación de las administraciones públicas con empresarios poco escrupulosos. Quien más quien menos sabía de alguna chorizada, o se había visto involucrado en tráfico de influencias. Las prevaricaciones y amaños eran corrientes, sustanciales al sistema, al democrático y al autárquico decían los historiadores.

Cualquier noche podía llegar a casa la Guardia Civil o la Policía con una orden de registro, o aún peor, con un principio de encausamiento dictado por un juez instructor. Todos conocían lo que ocurrió con fulano, detenido de madrugada, conducido esposado al cuartelillo y de allí a los juzgados, a declarar, previo paso por los corrillos de la prensa, canutos de televisión y flashes en ristre. La llamada condena del telediario.

Valencia fue asidua de los noticiarios durante ese tiempo y los valencianos hemos tenido que pechar con esa carga como si esta tierra fuera Sicilia o Calabria, media clase imputada por cualquier causa. Todos los concursos de adjudicación de obras o de servicios bajo sospecha. Ningún funcionario quería comprometerse a firmar un papel más.

Ahora las cosas no siguen igual, pero los lobbys y los conseguidores continúan trabajándose el contrato que persiguen, tal vez no de forma descarnada y tan a la luz. La gestión pública anda muy paralizada y la intensidad vigilante de jueces, fiscales y periodistas ha bajado el diapasón.

A esta intrahistoria valenciana se han aproximado algunas narraciones, aunque casi todas formalizadas mediante estereotipos y muy contaminadas por las posiciones ideológicas de los observadores cuando no por intereses políticos o comerciales. Las novelas y películas sobre el asunto resultaron thrillers banales.

Se salvan de la trivialidad la película El reino, de Rodrigo Sorogoyen (2018), que no habla de ningún caso concreto aunque algún valenciano se puede dar por aludido, y el libro de Quico Arabí, Ciudadano Zaplana, la construcción de un régimen corrupto (Akal 2019), escrito con un estilo punzante e incluso divertido, en el que se cuenta de modo periodístico la génesis de aquella aventura inmoral. Una pena que el libro no sobrepasara los límites valencianos.

Todo lo contrario está ocurriendo con El hijo del chófer (Tusquets 2020), la crónica del periodista Jordi Amat que lleva camino de convertirse en uno de los libros del año, y cuyo impacto en el poder político empieza a trascender más allá de su lectura. No les haré spoiler pero les centro el tema.

En los años 60, ya retirado en su masía ampurdanesa, el escritor y posiblemente espía franquista Josep Pla, uno de los más brillantes e inteligentes prosistas de su época y, finalmente, decidido representante de la alta cultura catalana, empezó a tejer en torno a su existencia un círculo de personas, un pequeño Camelot en palabras de Amat, de la mayor relevancia en la vida política, económica y cultural de Cataluña –entre otros, su gran admirador Joan Fuster– de cuyas idas y venidas fue testigo el viajante de comercio que le hizo de chófer en esa época ante los ojos de su hijo adolescente, Alfons Quintà, quien con el paso de los años se convertiría en un influyente periodista, pues no en vano dirigió la primera delegación de El País en Barcelona y tuvo mando agitador en TV3.

El libro de Amat revuelve en la biografía de Quintà para desvelar la corrupción catalana, la falacia del llamado oasis catalán, cuyo hedor hace tiempo que inunda todo el paisaje político del Principado. Una Cataluña que, contra lo que el independentismo ha construido en su relato, se implicó en las corruptelas del franquismo –La Canadiense, Porcioles y Samaranch, Matesa…– y también con la monarquía borbónica: el caso Nóos, el de Urdangarin, se gesta en la escuela de negocios Esade de Barcelona.

En cambio, Cataluña no padece la crisis de reputación de Valencia. Hasta tal punto que las fechorías del clan Pujol son vistas, a ojos de muchos catalanes de a pie, como artilugios politícos creados por el españolismo para dañar la imagen de su gran timonel y patriota catalanista. Y no es así ni mucho menos. Como se narra en El hijo del chófer, desde los tiempos del patriarca Florenci Pujol y la refundación de Banca Catalana algo huele a podrido en Cataluña. Políticos y banqueros, editores y periodistas, jueces y notarios, incluso artistas, futbolistas y novelistas van a ir participando del gran holocausto ético que se perpetra al norte del río Ebro. Donde todos miran hacia otra parte e impera, aquí sí, la omertà. La máxima de aquel teatrillo se oyó cerca de Marta Ferrusola: «A casa, els draps bruts es renten amb silenci».

La crónica de Amat es sobrecogedora, dinamita. No sé si es verídica pero cuenta con una formidable documentación. Es verosímil, pero es también buena literatura. Está escrita de manera luminosa y pugnaz. Al modo del nuevo periodismo que cautivó a los del oficio en los años 70 y 80, cuando Tom Wolfe le dio la vuelta a la corrección política y Truman Capote mostró cómo la escritura literaria es capaz de abordar la actualidad. De ese mismo género se ha servido con talento Amat para suturar los vacíos de la narración hasta calibrar un texto que, además, nos reconcilia con la función del buen y honesto periodismo.

No sé Amat de qué pie ideológico cojea, de hecho colabora con La Vanguardia, rotativo que a priori comulga con el ideario conservador catalán, mientras que Quintà fue un progresista que hemos descubierto desalmado. Amat, en cualquier caso, cumple con la lección profesional que me enseñaba el gran director de periódicos que fue Jesús Prado en los buenos tiempos de Levante: «Si quien te atribula con su comportamiento inmoral es un enemigo, cuéntalo, y si es amigo, cuéntalo todavía con más intensidad, pues añade a su conducta el haberte decepcionado en lo personal».

Después de leer El hijo del chófer en una sentada, publica Enrique Vila Matas un artículo demoledor en El País. Cita el libro de Amat para dar curso a un diagnóstico sobre Barcelona, una ciudad que –escribe–, vive inmersa en un ángulo muerto, en el abandono, sumida en el poshlost, algo así como suspendida en un tiempo indefinido, ahistórico y sin alma.

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30 de enero de 2021
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El Boomeran(g)
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