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Escrito por

Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante algo más de un lustro. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros así como de catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad como promotor de iniciativas plásticas recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. Siendo editor jefe para la productora de contenidos Elca, renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (U. Politécnica 1994), La ciudad moderna (IVAM, 1998), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

Daniel Orson Ybarra

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El caminante que se hizo pintor

 

Entre el conceptualismo lumínico, el neoexpresionismo abstracto y la pintura óptica, Daniel Orson Ybarra (Montevideo, 1957–Ginebra, 2025), terminó convertido en artista, agarrado a sus pinturas, aunque su mejor obra siempre fue la vida. Todo un vitalista empedernido. Formidable fumador y bebedor, gourmet y políglota, incansable, un alma de vocación universal, epicúreo y de ancha cultura. Oriental de ascendencia vasca –su madre era rusa blanca, y su abuela Anastasia lo introdujo en el dibujo–, hasta que antepuso a sus apellidos el nombre del cineasta por excelencia, con quien se identificaba en casi todo, no solo con su aspecto de gran humanidad. Motear, un vicio muy uruguayo, como el fútbol, que seguía con entusiasmo.

Sufrió con la covid, y no ha podido superar sus secuelas, las que le dejaron postrado en su estudio artístico de Ginebra casi un lustro para, finalmente, dejarnos hace unos días. A pesar de necesitar respiración asistida, trabajó en múltiples piezas y propuestas hasta la última jornada. Ybarra quedó cautivado en su juventud por las pinturas de Joaquín Torres-García, montevideano genial y europeizado como él, cuya obra solía contemplar en el Bellas Artes de esa extraordinaria ciudad de aires vintage. Salió de Uruguay a los 18 para ver mundo y se demoró lustro y medio, recorriendo todos los continentes. «Lagardière –me decía– he llegado hasta la punta más austral de la Patagonia». Con el tiempo se asentó en la misma ciudad que Calvino, su némesis.

La barba siempre arreglada, perfumada, vestido de eterno oscuro, situacionista. Solía ser frecuente su presencia en la feria del arte en Basilea y en el Arco madrileño. Su carrera en Europa empezó mucho antes, cuando conoció en la costa malagueña a un joven emprendedor, Carlos Moreira, quien le llamaría tiempo después para ayudarle en el lanzamiento de su compañía de servicios informáticos, Wisekey, uno de los patrocinadores del equipo suizo del Alinghi que ganó la Copa del América e impuso sus reglas en la ciudad de València, donde durante seis años recalaron los grandes veleros mundiales. Con ellos, Daniel Orson Ybarra se hizo habitual –y perseverante– de Valencia, organizando encuentros y, sobre todo, gestionando un círculo de artistas e intelectuales en torno a la prueba deportiva. Él le dio cariz cultural a la reunión náutica de los más ricos en los océanos. Lo mismo hizo con el foro económico mundial de Davos, en cuyo hall de bienvenida expuso sus «germinaciones» y grandes manchas de color, una línea de trabajo que lo emparentaba con los pintores españoles de la abstracción orgánica, de Gordillo a Sicilia y Murado.

Impulsó, entre otras acciones, la creación de la Fundación Abanico, con la entidad Heritage, creando en la ciudad de Ginebra una serie de encuentros dedicados a la cultura hispánica con artistas, escritores y múltiples creativos, desde el cocinero Ferran Adrià y los músicos Paco Ibáñez y Amancio Prada, al poeta Carlos Marzal o los editores valencianos de Pre-Textos, los «Manolos» y Silvia Pratdesaba, con quienes compartía su pasión por el onirismo pictoricista de Ramón Gaya. También colaboró de forma asidua con los arquitectos del EAAS Grup Barcelona, y coorganizó para la Concejalía de Cultura que dirigía Mayrén Beneyto la exposición ‘Diálogos’ diez entre València y Ginebra, que reunió en las Atarazanas a una serie de artistas durante la Copa del América: él mismo y la malograda Deva Sand, Nico Munuera, Juan Olivares, Nelo Vinuesa o Silvana Solivella entre otros.

En la misma Ginebra, donde se asentó, adquirió una casa y un estudio, contrajo matrimonio y tuvo descendencia –su hijo Mateo es un joven productor y director de cine con una prometedora carrera–, solía encontrarse amablemente con el paseante Jorge Luis Borges. Y allí expuso de forma individual por primera vez. En el 88. Una exposición a la que siguieron cerca de una treinta de muestras personales en Suiza, Francia, España, China o Brasil. En València fue remarcable su presencia en la tercera edición de Papers (organizado por Elca y Banda Legendaria), y su retrospectiva en el IVAM, en 2014, en cuyo catálogo escribieron amigos como el citado Manuel Borrás o Fernando Delgado. En València deja un hondo recuerdo, cuyos pasos fraternales han sido compartidos por Nacho Jiménez y Cristina Macías o los hermanos Agnès y Pablo Noguera.

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9 de junio de 2025

Tomás March

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Elogio del hombre afable

 

El mundo cada vez más acelerado de hoy olvida; abandona la meditación y la cordialidad. Un observar tranquilo y relacionarse con los demás mediante la educación, el respeto y un buen ánimo son, en cambio, las mejores cualidades del ser humano moral. Constituyen el carácter afable, y no es fácil encontrarse con personas que lo posean. Una de ellas se ganó mis respetos y cariño, mi lealtad como amigo también, y acaba de dejarnos. Tomás March, «joven», muy querido, a quien los lectores ubicarán entre Valencia y Sevilla, con incursiones artísticas en Madrid y por las playas mediterráneas de Benicàssim.

Digo joven de Tomás March, a pesar de sus setenta y pocos años, porque siempre se sintió como tal en su forma de vivir y comprender el mundo. Tomás pertenecía a la generación que propuso la batalla cultural del último tercio del siglo XX, tolerante y abierta, feminizada y alegre, liberal de espíritu y libre hasta donde se podía. Humanista. Fue joven estudiante de Filología Inglesa junto a quien iba a ser su compañera de por vida, Salomé Cadenas; con ella abriría un bar bohemio en los callejones de la calle de la Paz, «la calle más calle que he visto nunca» según le dijo Luis Cernuda a Gil-Albert asomado a uno de sus balcones . No era un local cualquiera. Rodeado de tascas castizas donde se tapeaba con patatas bravas y cañas desventadas, su Café Malvarrosa, lejos del mar, emulaba en la escala valenciana a los cenáculos de tertulias intelectuales y artísticas que marcaron la época anterior a las masas.

El Malvarrosa de Tomás y Salomé, y también de Toni Moll más tarde, no era el Gijón matritense, ni la Rotonde ni el Flore parisinos o els 4 Gats o el Almirall del modernismo barcelonés. Pero en su atmósfera de la Valencia de entonces era una ínsula de Barataria, dedicada a los gustos de sus promotores centrados en la poesía, la pintura, el flamenco y la tauromaquia. Tomás March siempre fue fiel a tales disquisiciones estéticas. Se convirtió incluso en editor. Por aquel Café Malvarrosa deambulaban a deshoras el maestro Paco Brines, los quites taurinos del poeta Carlos Marzal o Pepe Cardona el Persa, quien igual leía en voz alta a Paul Auster que recortaba papelitos bajo premisas kirigami. También la melena rojiza de Carmen Alborch o el collagiste Alberto Luna. La tribu de aquel café respondía a la nueva vanguardia de la ciudad.

En los 80, Tomás March abandonó la barra y las mesas de mármol y hierro forjado por una galería de arte contemporáneo en el jardincito de una calle de la antigua Xerea, la judería medieval. Como si fuera un pedazo de interior urbano berlinés, fecundó la galería Temple, inaugurada con una exposición de Xavi Mariscal, el compañero de viaje dibujante en aquellos años de Miquel Barceló. El cartel original de Mariscal en la Temple, abril del 83, se ha reimpreso como pieza de culto. Y no mucho después llegó Arco, la feria que propulsó Juana de Aizpuru y a la que March se entregó en cuerpo, alma y amistades.

Ya como Tomás March en solitario, con Xisco Mensua, Manuel Sáez, Toni Domènech, Gerardo Sigler o Ana Prada en la formación de la galería, perdido Miguel Ángel Campano para siempre, se convirtió en epicentro de la feria del arte y de su siempre controvertido comité de selección. La «cuadra» de Tomás acogió también a los artistas sevillanos y andaluces de los 80 y 90, de Chema Cobo a Curro González, de Rafael Agredano y Fede Guzmán a Pedro G. Romero, no en balde nunca faltaba a la Semana Santa sevillana de la que vivía empapado o a alguna de las gigantescas corridas de la Maestranza, la caverna sagrada de los toros y sus silencios.

Junto al inseparable Norberto Dotor, el art hunter de la galería Fúcares en Almagro; de Juan Riancho, de la santanderina Siboney, o de Rafael Ortiz y Rosalía Benítez, de Sevilla, solían ocupar una de las «plazas» más representativas del pabellón 2 de Arco. Tomás March abría el primero y cerraba el último, acogía a todos mientras desprendía su buen humor de siempre. Y aunque pudiera departir una vez con Leo Castelli, para cenar era asiduo del Bogotá en la calle Belén de Chueca, el favorito de la vecina Aizpuru también. Y de allí a la tourné de la Gran Vía madrileña: Chicote, De Diego y el Cock, acodados ante la chimenea sin fuego del bar más memorable del país. Tomás era un fumador empedernido y bebedor social. A pesar de llevar siempre un gin-tónic en la mano jamás le vi perder la cabeza ni la lengua o la bonhomía. Y aguantaba hasta el final, la hora del cierre y un par de minutos más, como si fuera un pedernal, siguiendo las afiladas invectivas de Ricardo Meneu y las hermosas risas de Nieves Grau, al modo de una columna que sostuviera la sociabilidad de lo moderno español.

Con Tomás March organizamos algunas exposiciones inolvidables en el Club Diario Levante, artistas que él se encargaba de descubrir. Fue mi guía durante algunos años en ese mundo conspicuo de la contemporaneidad. Lo del flamenco y la tauromaquia me venía grande, prefería el fútbol. Él, en cambio, fue socio pionero del Valencia Basket de Juan Roig, al que valoraba con aprecio, y en su compañía acudí alguna vez al pabellón de la Fuente de San Luis, donde saludaba afectuosamente a casi todo el mundo. Tiempo después, su hija Salomé March, le llevaba de visita por los locales de música electrónica e indie, recordando los tiempos en que escuchaba por Biniaraix al hijo más pequeño de Robert Graves, Tomàs Graves y su sobrasada folk. También le hice de proel en su barquito de vela, el snipe, un delicioso verano solleric, disfrutando como niños.

Nunca perdió la media sonrisa, ni en los momentos dolorosos, que los hubo. La llevaba puesta, como la calma, en cuanto salía de casa. Hablé con él la última vez el miércoles día de Sant Jordi, quedamos a comer para la semana siguiente, con el mapa de Sevilla en la mano. Bromeamos sobre la mala salud de hierro tras su parkinson, que no le impedía acudir a todas las mascletás de las Fallas. Siempre afable, siempre gozoso, epicúreo. Murió en la madrugada siguiente. De madrugá, como insinúa un inexistente canon del ser. Tomás March es el mejor ejemplo que conozco del estar que existe fuera de sí, para los demás, criado en la juguetería familiar de la plaza del Ayuntamiento, su dasein, un atributo alemán.

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16 de mayo de 2025
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Un centro para la memoria del pueblo valenciano

 

Ahora que se desata tanta controversia en torno a la memoria histórica de la sociedad española, conviene una reflexión para la supervivencia emocional del pueblo valenciano, cuya incapacidad autocrítica ha quedado más que acreditada en estos tiempos de inundaciones y mortandades. El asunto es particularmente importante para nosotros dado que venimos de una época cultural en la que el olvido había sido el factor mental –y político– a través del cual se alcanzaba la paz social. Desde finales del siglo pasado, sin embargo, siguiendo ideas clásicas de Aristóteles, los mecanismos propios de la confesión cristiana y hasta del psicoanálisis freudiano, el olvido requiere un paso previo catártico: la justicia.

Conseguir la justicia, sin embargo, no es nada fácil, por más que se empeñen los propios jueces en señalar su independencia de criterio. Toda una ensoñación. Para alcanzarla habría que cumplir tres circunstancias antecesoras: descubrir la verdad, reparar (que no castigar) y perdonar. Empezando por la primera, apenas iniciado el proceso ya nos empantanamos puesto que la verdad es un imposible, un desiderátum, dado que la historia, encargada de custodiar lo verídico, se ha desvelado como el relato que es, incluso en los testimonios guardados en los archivos. Recordemos aquella maravillosa película con la que Akira Kurosawa, Rashomon, ganó el festival de Venecia y el Óscar (en 1952), en la que se narra una historia en la que todos los testigos cuentan el mismo suceso de modo bien diferente.

Lo estamos viendo, igualmente, en los relatos de la dana que hemos padecido estos últimos meses. Los matices y circunstancias alteran el juicio sobre unos hechos que, a priori, parecerían incontestables y que son evaluables hasta de modo matemático: número de muertes, de personas afectadas, de metros cúbicos de agua desbordados, de viviendas y negocios echados a perder o de carreteras, vías y puentes destruidos… En cambio, nadie, que se sepa, ha apelado hasta la fecha a la subjetividad y memoria de las personas. Y es más que posible que tales motivaciones tengan mucho que ver con el hecho de que las riadas en el barranco del Poyo se vinieran dilatando en periodos de retorno cercanos a los cien años… allí donde la memoria se diluye en el olvido.

El carácter valenciano actual, vinculado a una sociedad agraria, deviene muy presentista, acostumbrado a los avatares de la naturaleza y, al mismo tiempo, o por eso mismo, tan esquivo a la prevención y la planificación como fortalecido en su capacidad de resiliencia, ese concepto moderno que la lengua valenciana resume de modo más carismático: amunt, endavant…

Ocurre que esta ya no es una sociedad mayormente agraria, por más que su nuevo motor económico, el turismo, tenga también un componente aleatorio y contingente, en el que las temporadas serían equivalentes a las cosechas. La valenciana resulta en estos momentos un complejo conglomerado de intereses en el que confluyen también la industria y la energía, así como los servicios y la llamada sociedad del conocimiento. De tal suerte que ya no se puede permitir afrontar su relación con la naturaleza de modo tan hedonista y al mismo tiempo fatalista. Ese burlesco meninfotisme lleva tiempo evolucionando y sus signos de cambio se rastrean desde la Ilustración –como apuntó en su día el MuVIM–, aunque no parece que avancemos a la velocidad requerida.

Son esas las razones que me llevan a pensar en la necesidad de conocimientos históricos para la sociedad valenciana, máxime cuando las diversas lecturas del pasado han generado en fechas recientes enfrentamientos culturales incluso violentos que todavía no cicatrizan y dividen en bandos diferentes a los valencianos. No se trata de tomar partido, ni siquiera de postular un relato de la síntesis como propusieron en su día Eduard Mira y Damià Molla (De impura natione), sino simple y llanamente de recordarle a los valencianos los episodios más significativos de su historia y de su actitud ante la vida. Un proyecto de antropología valenciana de la que tan carentes estamos.

Varias y jóvenes generaciones de historiadores e investigadores de las ciencias humanas llevan años revelando nuevos datos y análisis sobre las circunstancias y las mentalidades valencianas en el pasado. Pero sus aportaciones no alcanzan a la opinión pública, debilitados los medios con los que ésta se debería nutrir. Hora sería de crear algún tipo de museo o centro didáctico en el que, pensando sobre todo en los escolares, se dieran a conocer. Comenzando por todo aquello que dé luz sobre la construcción del reino cristiano de Valencia, su imbricación con el periodo árabe, sus características como espacio soberano y confederal a lo largo de casi cinco siglos de vida, así como su tránsito a la modernidad con fenómenos tan singulares como la industrialización agraria o el blasquismo.

No sé si los valencianos, más allá de los investigadores, conocen la existencia de un Archivo del Reino, creado por Alfonso el Magnánimo en el siglo XV, o los perdurables documentos que guarda un Archivo todavía más antiguo, el de la ciudad de Valencia, ahora situado en el Palacio de Cervellón, que data del siglo XIII. Probablemente, no. Es presumible que muy pocos hayan visitado los montículos de Viveros donde estuvo el Palacio Real de Valencia –ni leído los letreros que lo dan a conocer– tras las prodigiosas excavaciones que llevaron a cabo Albert Rivera y Josep Vicent Lerma. Me temo que tampoco.

No lejos de allí se encuentra uno de los mejores conventos góticos mediterráneos, la Trinidad, cuyas últimas moradoras lo abandonaron hace unos años. El Arzobispado no sabe qué hacer con él. La Trinidad, sin embargo, guarda importantes relatos para la memoria valenciana. Allí se recluyó la esposa del Magnánimo, la Reina María, tan importante para el desarrollo de la farmacopea valenciana. Allí fue abadesa y allí escribió el más importante libro para una religión humanística, sor Isabel de Villena. Y fue médico y poeta Jaume Roig, también conseller de la ciudad. También se dice que Ausiàs March y su cuñado Joanot Martorell, el del Tirant que tanto le gustaba a Vargas Llosa, deambularon por sus inmediaciones… Al otro lado de la calle –Alboraia–, se exhiben en el Museo de Bellas Artes los grandes retablos góticos de los siglos XIV y XV. La Trinidad, no cabe duda, es el lugar perfecto para un centro sobre la historia valenciana que recupere la memoria, incluida la de las riadas.

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25 de abril de 2025
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Llegados a la metamodernidad

Eduard Mira, uno de nuestros mejores sociólogos, veterano profesor del College de Europa en Brujas, cuestiona el modelo centralista que la Francia revolucionaria trajo al mundo. En realidad, fueron los intelectuales ilustrados los que al propugnar el principio de igualdad liquidaron las diferencias, incluidas las vinculadas al territorio. Como consecuencia de ese jacobinismo, explica Mira, tanto alemanes como italianos constituirán su propia nación en el siglo XIX. Acción-reacción. La historia está trufada de tales dinámicas, pero esas casuísticas no exculpan responsabilidades por las desgracias que provocan.

El militarismo prusiano era ancestral mucho antes de Montesquieu, Diderot, Voltaire o Le Rochefoucauld. Solo que con von Bismarck, los reyes Hohenzollern se transformaron en emperadores (kaiser), de más de cincuenta territorios de origen feudal y habla alemana (con multitud de variantes dialectales, huelga decir, del suabo al bávaro o el franco-renano), y generaron un desarrollo industrial sin precedentes, enviaron a sus ingenieros y diseñadores, la Deutsche Werkbund, a estudiar y copiar modelos en otros países más ingeniosos y estetas. Un peligro para las otras «naciones» hegemónicas, en especial cuando Alemania solicitó también tener sus propias colonias africanas, una parte del pastel que daba acceso a las materias primas. Que ahora están en Groenlandia o en Ucrania y se manufacturan en Taiwan con forma de semiconductores.

No hace falta que relate las consecuencias de todo aquello, y de cómo el mundo se enfrascó en la larga guerra del siglo XX –en dos partes–, que es como hay que leer el conflicto de la Primera y la Segunda Guerra Mundial según el prisma del historiador inglés Tony Judt, pensador socialdemócrata, un weberiano de calado. Es el mismo intelectual que se emocionó con la causa sionista y marchó voluntario a un kibutz durante la Guerra de los Seis Días (en 1967), para acabar vaticinando que Israel haría un uso espurio de su poder y terminaría por provocar que muchos árabes negasen la existencia del Holocausto al verlo como una justificación victimizadora.

Sin abandonar a Judt. Ya en los años 80 convino en criticar la deriva occidental hacia una democracia devaluada en la que se cuestionaría el papel del Estado y se dinamitaría toda regulación del mercado. Hace medio siglo, pues, que el gran pacto entre socialcristianos y socialdemócratas europeos está enfermo y los remedios a esos males no consiguen mejorarlo. Alguien ha dicho que el conservadurismo moderado del futuro canciller alemán, Friedrich Merz, es la última oportunidad frente a la new wave radical.

La sintomatología es clara. El malestar se ha agravado de forma severa: con la crisis medioambiental, la falta de recursos, la globalización de mundos políticos y religiosos tan diferentes como los que coexisten en el planeta, la irrupción de una alta tecnología que se retroalimenta sin cesar y consume de modo insostenible, o los incesantes flujos migratorios…

¿Y a todos esos retos han de responder las democracias occidentales? ¿En un mundo político ágrafo e iletrado que solo confía en expertos comunicadores que suspiran por ganar la batalla del relato en Tiktok y en X? La crisis democrática de la República de Weimar en los 30, al igual que la de la II República española, no se parece en nada a lo que ocurre en la actualidad, pero sí guarda un cierto paralelismo: la debilidad del núcleo más humanístico y maduro políticamente frente al avance del desasosiego popular que es aprovechado por los aventureros de la demagogia. Más de un tercio del parlamento europeo actual se sitúa en esas coordenadas y ya estamos conociendo (¿o no?) cuál es el camino que traza la nueva presidencia de los Estados Unidos de América.

Estos días estuvo por España otro ilustre intelectual americano, Richard Sennett, sociólogo del MIT bostoniano y de la NYU, de gira promocional con su más reciente libro, El intérprete. Sennett es un profundo analista de los comportamientos humanos, y en dicho ensayo, que tanto recuerda a Cultura y simulacro de Jean Baudrillard (libro con casi cincuenta años de existencia, uno de los pilares del llamado posmodernismo), hila fino al decir que los últimos políticos anglosajones como Donald Trump o Boris Johnson –habría que añadir al argentino Javier Milei–, resultan grandes «intérpretes» en un mundo político que se ha convertido de manera definitiva en escenario televisado. Y en pequeños cortes o fragmentos, a modo de píldoras de fácil digestión. Para Sennett, a lo que estamos asistiendo es a la disolución del más importante principio democrático: la existencia del diferente. Y como quiera que los actores del teatrillo han de parecer realistas, el lenguaje agresivo y el gesto torvo de disgusto así lo dan a entender mejor, de modo más auténtico, aunque sea falso. O sea, que la polarización es una mascarada más del perpetuo simulacro.

De todo ello piensa y escribe un erudito profesor de historia, José Enrique Ruiz-Domènec, cuyo ultimísimo libro, Un duelo interminable: la batalla cultural del largo siglo XX, tengo en la mesita de noche y he empezado a leer como un torbellino. Solo sé de momento que este formidable medievalista cierra dicho siglo en 2021, y refuta por tanto a Eric J. Hobsbawm, quien definió la pasada centuria como «el siglo corto» porque postulaba que arrancaba en Versalles y terminaba con la caída del Muro de Berlín. Llegados a 2025 –la pandemia cerraría la etapa en realidad–, lo que se avizora es otro mundo. Finalmente, mi amigo, el buen periodista andaluz Antonio Cambril, quien se pagó la carrera en la Universidad de Bellaterra sirviendo copas y menús, lo ha definido con un aforismo de corte senequiano: «Hemos alcanzado la metamodernidad». Por fin, el siglo XXI. No sabemos qué diablos pasará.

PD: Una guía rápida en diez lecturas para encender la lamparilla de luz a la nueva centuria, aunque no lo parezcan.

1 Un duelo interminable: la batalla cultural del largo siglo XX. José Enrique Ruiz-Domènec. Taurus

2 El intérprete. Richard Sennett. Anagrama

3 Mediterrànies. Eduard Mira. Bromera

4 Algo va mal. Tony Judt. Taurus

5 Postguerra. Tony Judt. Taurus

6 Cultura y simulacro. Jean Baudrillard. Kairós

7 Máximas. La Rochefoucauld. Akal

8 La guerra de los chips. Chris Miller. Península

9 La república de Weimar. Presagio y tragedia. Enric D. Welt. Turner

10 La contra-Ilustración y la voluntad romántica. Isaiah Berlin. Página indómita

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24 de febrero de 2025
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La América (poco española) que viene

 

El pasado noviembre, algo más de 77 millones de electores eligieron a Donald John Trump como presidente de los Estados Unidos de América, frente a los 75 que optaron por Kamala Harris. Aunque en este país, como se sabe, lo importante son los votos de los Estados, que se configuran como circunscripciones electorales. Y en ese escenario estamos en las mismas desde hace al menos cuatro décadas, con las dos costas —menos el litoral del Golfo— muy decantadas del lado «azul» demócrata, y los estados del medio teñidos de «rojo» republicano, con los grandes lagos oscilando de un candidato a otro.

Una dicotomía más acusada todavía se produce entre el voto urbano y el rural. En las grandes ciudades, el triunfo demócrata es abrumador: casi siete de cada diez electores de las metrópolis americanas votaron demócrata, pero apenas uno de cada cuatro lo hicieron en las zonas rurales del país profundo. El 67% de Nueva York, por ejemplo, es demócrata, el 80% en San Francisco.

Entre las mujeres y los electores de color, la tendencia favorable a los demócratas es acusada. En cambio, la victoria de Trump en los viveros electorales blancos de clases medias y bajas, así como entre quienes se proclaman fervorosamente religiosos resulta contundente. Pero hay dos datos relevantes a considerar: Entre los latinos se están invirtiendo las preferencias; Trump creció más de catorce puntos en dicho grupo de población, y los demócratas cayeron trece. Y todavía más significativo de hacia dónde nos encaminamos: Entre los más jóvenes votantes hombres, Trump sobrepasa el 65%, doblando el porcentaje de la anterior elección, y entre las mujeres casi iguala a las demócratas, cuando hace cuatro años a Biden le votaron hasta el 68% de las nuevas electoras.

Dicho todo lo cual, se entenderá mejor cómo se expresa y hacia qué públicos dirige sus constantes mensajes el actualísimo presidente de los Estados Unidos, y hasta dónde llega la polarización (ese término tan de moda) de la política norteamericana.

Sin embargo, no es la primera vez que ocurre en la historia reciente de la joven nación, cuyos volantazos hacia el conservadurismo extremo o el progresismo liberal han sido frecuentes, giros bruscos que suelen afectar más a la posición exterior del país que a la gobernanza interna, porque en realidad Estados Unidos es federal de verdad y tanto los Estados y sus congresistas y senadores como los jueces, las universidades y muchos otros estamentos gozan de amplia autonomía y libertad de acción. Huelga decir que, en lo más alto de la pirámide, el presidente de los EE UU cuenta con un poder ejecutivo importante (y ahora también legislativo), decisivo en materia diplomática y militar, además de controlar los nombramientos del Tribunal Supremo y de organismos clave como el Tesoro, la CIA o la Agencia que gestiona el medio ambiente (EPA).

Hace algo más de veinte años, la editorial Alba publicó la traducción de un extraordinario libro, revelador del pensamiento político norteamericano intemporal y sus derivas. La educación de Henry Adams, una autobiografía escrita en 1907, donde el propio Henry Adams, periodista, profesor de Historia en Harvard, nieto y biznieto de presidentes de la Unión, hijo de congresista… relata la «decadencia democrática» de su país. No hace falta, por tanto, leer los más recientes alegatos de Noam Chomsky o ver los documentales de Michael Moore, grandes críticos del sistema, quienes vaticinan desde hace tiempo el hipotético rumbo americano hacia un estado totalitario. Casi una centuria antes Adams describió en su libro el negro panorama de la democracia en el país que la había impulsado, gracias al que, por cierto, ganó el premio Pulitzer del apartado biográfico en 1919.

Esa tendencia a la distopía está muy presente en la literatura norteamericana. Philip K. Dick, reconocido a raíz del argumento narrativo de la mítica película Blade Runner, escribió una novela en los años 60, El hombre en el castillo, basada en la ficción de una derrota del bando aliado en la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente creación de una administración nazificada en los EE UU –salvo la costa oeste, ocupada por el Imperio del Japón–. Similares artificios literarios los utilizó con frecuencia Philip Roth, autor de una trilogía política novelada: Pastoral americana, metáfora sobre el trágico fracaso del sueño liberador del ejército simbiótico de Patty Hearst, a la que seguirían Me casé con un comunista en torno a la caza de brujas macartista, y La mancha humana. Roth escribiría finalmente La conjura contra América, otra historia alternativa donde el héroe de la aviación y simpatizante nazi (además de ultranacionalista, antisemita y aislacionista), Charles Lindbergh, le ganaba las elecciones del 40 a Franklin D. Roosevelt.

El cine clásico americano ha sido, en cambio, más laxo en cuestiones políticas, con excepción tal vez de los films marcadamente críticos de Oliver Stone (sus dos JFK, el retrato de Nixon y en especial su televisivo programa La historia no contada…). El suspense y el entretenimiento priman, conspiraciones y thrillers. Un gigante como John Ford solo rodó un film abiertamente político (El último hurra), siguiendo la estela de los directores de la generación más joven, de las comedias nihilistas de Preston Sturges (El gran McGinty, Los Viajes de Sullivan…) a los melodramas idealizados de Frank Capra (Caballero sin espada, ¡Qué bello es vivir!…). Estaba por venir el cine libertario y moralizador de Clint Eastwood, harina de otro costal. Y el de su antagónico, Spike Lee.

Volvamos a la política real americana. J. R. MacCarthy, contra quien se rebeló el propio partido republicano y en especial Hollywood que tanto lo sufrió; Richard Nixon, empantanado con las revueltas de la guerra de Vietnam; o Ronald Reagan, son personajes de carne y hueso que han representado en los anales recientes posiciones ideológicas o económicas profundamente radicales. Retrotraigamos la máquina del tiempo porque contaban con antecedentes. Sin atrasar el reloj demasiado, William McKinley, a quien cita Trump con profusión; el presidente al que llevaron a la guerra de Cuba dos magnates de la prensa, Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst (el Ciudadano Kane de Orson Welles, abuelo de la revolucionaria gestual Patty).

McKinley declaró la guerra contra España y terminó asesinado por incitación del extremismo de la prensa controlada por Hearst. Aquel conflicto bélico abierto de España frente a los Estados Unidos apenas duró cinco meses. Un verdadero colapso (el del 98) para el nacionalismo español que, al mismo tiempo, marcó el expansionismo norteamericano que, medio siglo antes, ya se había anexionado todo el norte de México, entre California y Texas, sin despeinarse. Primero fue terrestre a costa de lo hispánico, luego los mares en sustitución del mando británico, para terminar en los cielos supersónicos. Ahora vuelve a la tierra, al menos retóricamente.

En la previa del conflicto cubano, el embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lôme, descendiente de la familia francesa que instaló en el barrio valenciano de Patraix la primera máquina de vapor y plantó una gran extensión de viñedos en Fontanars dels Alforins –junto a la finca del amante de Isabel II, el conde de Torrefiel–, fue víctima del espionaje americano cuando, con motivo de la visita del jefe del Gobierno español José Canalejas a McKinley para trata de evitar la guerra directa con los EE UU, le fue interceptado y filtrado un telegrama que publicó en grandes caracteres el diario New York Journal, de Hearst. En el escrito, Dupuy cuestionaba las intenciones del presidente McKinley. Tras el episodio, el diplomático presentó su dimisión y, años después, fue sustraído el documento original de los archivos Dupuy. A Canalejas, uno de los políticos españoles mejor preparados –daba clases de Literatura y presidió la Asociación de Escritores y Artistas entre otras circunstancias–, le pegaron un tiro, también, mirando el escaparate de una librería junto a la madrileña Puerta del Sol; por reformista y moderado.

Quedaban lejos los momentos durante la guerra de la Independencia –Revolution– en los que muchos españoles ayudaron a las trece colonias americanas frente a la Gran Bretaña. Un destacado comerciante, nacido en Petrel, Juan de Miralles, fue protagonista en aquel conflicto. Sorteó bloqueos navales para abastecer mercancías –y casacas militares azulonas, tejidas en Alcoi– en favor de la causa comandada por George Washington, de quien fue buen amigo, hasta el punto en que murió en la casa del propio general en Morristown (Nueva Jersey), la mansión Ford, cuartel del mando de los insurrectos durante una etapa de la guerra. Miralles fue enterrado con honores de Estado por los americanos. Su fortuna, amasada gracias al comercio de esclavos, impide reivindicar su figura. No obstante, recordemos que, gracias a la derrota inglesa frente a los revolucionarios estadounidenses, el Reino de España recuperó la isla de Menorca.

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3 de febrero de 2025
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Riadas y barrancadas

 

El any de les barrancades / me s’emportà la barraca; / no plores més Maravilla, / que amb quatre palos n’hi ha una altra. No hay mejor resumen del carácter valenciano frente a las adversidades que esta cancioncilla popular de Albal que recuperó en su día el grupo Alimara. Fíjese el lector en el uso del término “barrancada”. Aquí no hay río ni riuàs. Es otra la memoria sobre la que se compone la pieza folk.

El recuerdo de mi generación es el posterior a la riuà, marcada con aquellas señales que indicaban hasta donde llegó el agua en las inundaciones del Turia en octubre de 1957, sobre todo en el centro histórico y en el barrio del Carmen. Allí haría fortuna un restaurante típico de paellas bajo el nombre de La Riuà, hasta su traslado a la calle del Mar. La expresión “hasta aquí llegó la riuà” se incorporó incluso al acervo común de la gente.

Para entonces los valencianos ya habíamos contribuido con los sellos de 0,25 céntimos de peseta para ayudar a financiar las obras del Plan Sur. Solo los más viejos del lugar conocían que tres grandes prohombres valencianos perdieron sus cargos por reclamar al Estado la puesta en marcha de aquel plan. Al alcalde Tomás Trénor; al presidente del Ateneo, Joaquín Maldonado; y al director de Las Provincias, Martín Domínguez, se les obligó a dimitir. Paradojas de la política, fue el nuevo alcalde, el falangista Adolfo Rincón, quien sortearía los impedimentos del MOPU gobernado por Silva Muñoz para llegar hasta Franco y agilizar el proyecto.

Pasaron veinticinco años hasta la pantanà de Tous, en el otoño de 1982, cuando el río que los árabes bautizaron como “devastador”, el Xuqr, se desató con arrebato tras recibir el diluvio universal desde el macizo del Caroig. Hubo nuevas riadas en la cuenca del Júcar en el 83 y hasta el 87. La Generalitat Valenciana, a través de su directora de Urbanismo, Blanca Blanquer, redactaría unas Normas de Coordinación del Área Metropolitana de Valencia con múltiples mapas delimitando zonas inundables.

Los planes hidráulicos para contener riadas y barrancadas se generalizaron desde entonces. La Universidad Politécnica ha doctorado varias generaciones de los mejores ingenieros del país, expertos en hidrología; la de Valencia, a brillantes geógrafos y botánicos. Todos habían leído las crónicas del ilustrado Cavanilles de finales del siglo XVIII. Su descripción del barranco que en el llano de Quart circulaba junto a la venta del Poyo es revelador. Los planes se suceden.

En 2003 se aprueba un plan concreto frente a las inundaciones, el Patricova, que se revisa diez años después y cuya filosofía se incorpora en 2014 a la nueva ley de ordenación del Territorio, Urbanismo y Paisaje de la Comunidad Valenciana que textualmente señala: “Se ubicarán espacios libres de edificación junto al dominio público hidráulico, a lo largo de toda su extensión y en las zonas con elevada peligrosidad por inundaciones”. En 2004, la Confederación Hidrográfica del Júcar proyectaba una presa en Cheste, aguas arriba del barranco que no se llevó a cabo. La conexión del Poyo con el Plan Sur no se hizo porque atravesaba un cementerio.

Tampoco hace falta conocer estos registros históricos tan recientes. Desde el Pleistoceno que llueve de modo irregular pero intensamente en el litoral a levante de la Península Ibérica. Y ello porque el mar Mediterráneo es más cálido y salino que el océano Atlántico, un contraste que facilita los otoños borrascosos. Además, nuestra línea costera resulta ser una franja estrecha, una superficie de aluvión, separada de la meseta por montañas. Del Ebro al Segura, y más allá, a norte y sur, ese litoral es una sucesión continua de albuferas y marjales, alimentados por cuencas de ríos furiosos, barrancos, ramblas, rieras o torrentes. Los nombres de muchos hitos geográficos dan cuenta de la civilización talásica levantina.

La huerta de Valencia, todas las huertas de las planas valencianas, son fruto de los sedimentos de los impetuosos cursos de agua. De haber sido más extensas las riberas y planas de tierra, Valencia tal vez hubiera dado vida a algún tipo de imperio durante la Antigüedad como así ocurrió en el delta nilótico en Egipto o en las marismas de Mesopotamia. El primer símbolo conocido de la ciudad de Valencia es un sello con el grabado de un promontorio sobre agua: tal vez una referencia a la plaza de la Virgen y el Tosalt, donde se funda la Valentia romana entre dos brazos del río Turia.

De hecho, las riadas valencianas están más que documentadas desde la Edad Media. Son muy claras, por ejemplo, las conclusiones de los trabajos geoarqueológicos llevados a cabo por Karl Butzer, Ismael Miralles y Joan Mateu en Alzira durante 1980 y que estos días me remitía Josep Vicent Lerma. En la llanura inundable del Júcar hubo riadas constantes, pero hasta el año 1000 las lluvias eran más frecuentes, aunque de menor intensidad. Es a partir de esa época, durante el periodo de las Taifas, cuando se deforesta aguas arriba, en las cuencas vertientes, y se reducen los espacios naturales inundables ante una demografía expansiva. Entre 1300 y 1923 se registran más de 80 años con inundaciones notables: una cada 8 años. Y cada 34 años son importantes en Alzira y Carcaixent. Cada siglo una es violenta. Casi siempre en octubre y noviembre. Todo ello sin tomar en consideración anomalías climáticas que, en la actualidad, agravan la recurrencia de tales circunstancias.

Riadas y barrancadas. Volvamos al principio. Esta cultura de las inundaciones agresivas junto a los periodos de prosperidad gracias a la fertilidad de una tierra que cosecha el cuerno de la abundancia, parece haber forjado la epigenética valenciana, una idea de renacer continuo, de vivir al día, quemando cada primavera lo inservible. La cancioncilla de Albal bien lo remarca: no llores que con cuatro palos volvemos a construir la barraca. Una antropología que sirve para explicar a una sociedad agraria y laboriosa, pero que difícilmente tiene validez en la era industrial. Y que, desde luego, resulta insensata en un mundo de servicios e interconexiones especializadas como el actual.

Así como Venecia se construyó hábilmente en una laguna sobre pilotes de madera para huir de las invasiones bárbaras o, de modo más reciente, los holandeses domaron el Mar del Norte o los proyectos del New Deal norteamericano sirvieron para regular los desbordamientos del poderoso río Colorado, a los valencianos el futuro nos aboca a cohabitar con el agua desde el sentido común, la memoria y la tecnología. De la mano de fuertes inversiones y una inteligente planificación sostenible.

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19 de noviembre de 2024
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La sociedad enferma

 

Buena parte de los escritos de senectud de grandes pensadores están marcados por el pesimismo sobre el futuro social de la humanidad. Muchas ideas de cambio y transformación son vistas como peligrosas. De Platón a Marco Aurelio en tiempos clásicos, Schopenhauer o Malthus entre los contemporáneos más radicales, son numerosos los filósofos, historiadores o economistas que han vaticinado tiempos apocalípticos. Existe, incluso, toda una corriente del pensamiento que se autoproclama pesimista y reivindica, entre otras ocurrencias, no traer más niños a este mundo.

Que la humanidad caiga en el desánimo como se detecta en la actualidad, no es nada nuevo. La historia está repleta de catastrofismo y desesperanza. El milenarismo, por ejemplo, desató durante décadas la fatalidad entre las gentes en la Edad Media y solo la fervorosa creencia en el más allá apaciguaba las almas cristianas. Al valle de lágrimas terrenal le sucedía el éxtasis celestial. Y las cosas no fueron mucho mejor en el siglo XX, con dos guerras pavorosas, una crisis económica brutal y la pandemia de gripe más virulenta que se recuerda. Tras el exterminio de seis millones de judíos en los campos nazis que, aún hoy, algunos niegan, el filósofo Theodor Adorno llegó a decir, lapidariamente, que «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Adorno había perdido toda confianza en el hombre y en su posible redención por la cultura. Nosotros, en cambio, vivimos en el mundo feliz que se construyó tras la última guerra mundial, cuyos días parecen contados, y no solo por la crisis del orden político que el conflicto de Ucrania o el nuevo estallido de Oriente Medio ponen de manifiesto.

Son otros muchos los síntomas de nuestro tiempo presente que parecen conducir a la zozobra. Por ejemplo, el historiador israelí Yuval Noah Harari, quien sorprendió a todo el mundo vendiendo más de cuarenta millones de ejemplares de sus dos libros anteriores traducidos a más de sesenta idiomas, Sapiens y Homo Deus, en donde vaticinaba un futuro tecnológico para la humanidad sorprendente, un supuesto avance científico que convertiría a los hombres en poco menos que inmortales, al alcance de la condición de semidioses. Pues bien, Harari, no sabemos si inmerso en una operación comercial de largo alcance visionario, se ha convertido en su última entrega, Nexus, en un renovado profeta del derrotismo.

Su tesis se centra en la prodigiosa aceleración y multiplicación que vienen experimentando los mecanismos de comunicación en la sociedad actual, una sobredosis informativa, tóxica en muchos casos, autogenerada en otros, que estaría en la base de la radical polarización actual, ya no solo en la política sino en otras muchas esferas sociales que abarcan desde los rebrotes de racismo a la violencia machista, del fanatismo religioso al alboroto hooligan, la hipersexualización de la música popular e internet, el descrédito y la banalidad de la ortodoxia progresista o la proliferación de sectarismos lunáticos: antivacunas, terraplenistas, negacionistas de múltiples condiciones… Y todo ello, en opinión de Harari, a las puertas de la Inteligencia Artificial, o lo que es lo mismo, ante un súper acelerador de todo lo horroroso descrito en las líneas anteriores.

Aparte de la IA y los peligros que nos acechan por su irresponsabilidad, además del control y manipulación de las redes sociales en manos chinas, de los hackers rusos o de ambiciosos sin freno como Elon Musk, están los temores que atañen al cambio climático. No hay día sin una noticia alarmante al respecto, ni documental que no muestre lo amenazado que está el equilibrio natural para los humanos. Los polos se derriten, y lo que es peor, la capa de permafrost (el suelo congelado de modo perenne) también desaparece. Una isla del Pacífico pide ayuda porque se va a pique en poco menos de treinta años. Y aunque es verdad que estas cosas o se exageran o nadie les hace ni caso, son muchos los científicos que parecen compartir tales preocupaciones.

Las migraciones. Otro de los monotemas que dominan la agenda política y los telediarios. Si ven la película Yo capitán, se sobrecogerán. Un film italiano, de Matteo Garrone. Un fenómeno también histórico, casi desde el Paleolítico, pero que en la actualidad sobrepasa a las autoridades políticas de Occidente, atrapadas entre el buenismo ingenuo e inconsciente y el populismo de raíces xenófobas. El mundo incapaz de suturar la brecha entre los países, mientras se cantan las virtudes de la mediterraneidad cuando en apenas ocho millas de mar entre Europa y África se encuentra el mayor diferencial de renta y cultura del planeta. Un abismo de civilizaciones repleto de antenas parabólicas.

Y luego está la economía, sobre la que con frecuencia sobrevuelan los malos augurios. Es como si la única manera de cobrar protagonismo para un economista consista en vaticinar una crisis inminente. A pesar de que se superó mal que bien el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007, de que no se reformulara el capitalismo especulativo tal como pedía en su momento un líder ahora esposado (con tobillera electrónica), Nicolas Sarkozy, que sobreviniera una pandemia y un confinamiento que hibernó la actividad productiva durante meses, a pesar de las nuevas guerras que se han desatado a las puertas de Europa, del Brexit británico y la falta de acuerdos para la liberación comercial… Lo bien cierto es que el mundo está mejor y ha sido asombroso cómo no se dejó atrás a nadie y esa creación humana llamado Estado Social funcionó protegiendo a casi todos.

Hubiera sido un buen momento para poner en práctica un nuevo contrato entre las partes fundamentales que conforman la sociedad, humanizar la globalización, avanzar hacia una práctica más ética en los negocios, porque es difícil que exista una alternativa que traiga más prosperidad y libertad que el capitalismo. Pero también es necesario que se autorregule con más honestidad y eficiencia. Lo vaticinaron pensadores como Adam Smith y lo adelantó con los límites a la razón el propio Kant. En la mismísima Lonja de Valencia, circundando su exuberante salón columnario, a la altura casi de su cielo, existe una inscripción en latín del siglo XV, muy anterior a la irrupción de la moral protestante, que dice: … «Probad y ved cuán bueno es el comercio que no lleva fraude en la palabra, que jura al prójimo y no le falta, que no da su dinero con usura. El mercader que vive de este modo rebosará de riquezas y gozará, por último, de la vida eterna».

 

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15 de octubre de 2024
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El fútbol

Durante años el fútbol estuvo criminalizado en nuestro país por haber sido el primer embajador internacional de la dictadura franquista. Aquel régimen utilizó los éxitos del Real Madrid y el legendario gol a la URSS de Marcelino –un gallego en el club de Zaragoza–, mientras en lugares como Inglaterra o Argentina no eran pocos los intelectuales, algunos muy de izquierdas, que escribían literatura épica con el balompié. Los uruguayos Mario Benedetti y Eduardo Galeano, por ejemplo, o el filósofo alemán radicado en Cambridge, Ludwig Wittgenstein, sostuvieron un verdadero romance con el fútbol y la teoría del juego, lejos de ese componente alienante que muchos diagnosticaban desde España y también Borges.

Curiosamente, el Real Madrid había sido el club más republicano antes de convertirse en estandarte del nuevo régimen político. En su dilatada trayectoria ha tenido jugadores cercanos al Opus Dei como Zoco, pero también a maoístas confesos, el bávaro Paul Breitner, sin ir más lejos. Una dicotomía política que, según parece, va a mantener durante la próxima temporada, con Daniel Carvajal mostrándose abiertamente derechista y su nueva estrella, Kylian Mbappé, escorado a la izquierda solidaria y multirracial.

En realidad, el fútbol siempre ha sido políticamente ambivalente, y ahora lo estamos comprobando por mor del triunfo de la selección en el Europeo de naciones. Lo ha sido incluso en el Barça, la entidad que se jacta de ser “més que un club”, pero que también tuvo su propio idilio con Franco, al que condecoró en varias ocasiones y nombró socio de honor en tiempos de Narcís de Carreras y también de Agustí Montal. Detrás de los clamores independentistas recientes se ocultaban de su pasado las diversas recalificaciones urbanísticas que permitieron al Barça construir su flamante Camp Nou al abandonar Les Corts o la influencia diplomática del franquismo para sellar con éxito el difícil fichaje de Kubala.

Con el Valencia también ha pasado lo mismo. Fue profundamente franquista tras la guerra civil para, décadas más tarde, convertirse en el club popular por excelencia de la menestralía urbana y los agricultores de la huerta. Hasta la transición y las riñas identitarias. En el momento más dulce del equipo, con la llegada del gran Mario Kempes, el Valencia se vistió del azul de la senyera, anatema para la izquierda de entonces. No fueron pocos los valencianos progres que se hicieron del Barça y abjuraron de aquel Valencia “blavero”. Se perdieron a Marito con las calzas caídas y aquella extraordinaria final en el Bernabéu contra el Madrid.

Más ambivalencias. Otro filósofo profundo, por más que coqueteara con el nazismo, Martin Heidegger, fue un persistente aficionado del Bayern Munich. Al otro extremo, el pensador francés y marxista por excelencia, aunque huidizo del comunismo oficial, Jean Paul Sartre, ejerció de seguidor ferviente del París Saint Germain, ahora en manos del capital petrolífero de la autarquía qatarí. Su gran polemista, Albert Camus, escribió incluso un libro dedicado a este deporte: Lo que le debo al fútbol, su experiencia como portero cuando era universitario en la liga argelina.

En un programa cultural de la televisión holandesa, hace ya un cuarto de siglo, y en presencia de personalidades de la talla del antropólogo Richard Rorty, el novelista también Nobel John Coetzee o la zoóloga Jane Goodall –la de los chimpancés africanos–, el formidable pensador George Steiner se explayó a gusto con el fútbol: “Cuando Maradona corre con la pelota hacia el gol, 2.500 millones de corazones palpitan a la par –vino a decir–. Ningún evento similar ni siquiera fue imaginado. Ni Shakespeare ni Beethoven tuvieron ese poder de suspender las emociones humanas. No sé qué concepto sociológico sirve para esta emoción planetaria”. De eso se trata, no de política, sino de pulsión humana y telecomunicaciones universales.

También han puesto a caldo a nuestros jugadores por hacer payasadas durante la fiesta de exaltación en Madrid de su triunfo. Ninguno de ellos debe haber leído a Camus o a Steiner, claro está. Tal vez el exvalencianista Juan Mata, lector de poesía, o Miguel Pardeza, miembro culto de la Quinta del Buitre. Puede que ni siquiera Pep Guardiola, que se las da de intelectual haya estudiado a Platón o a Kant para estimular a sus jugadores, a lo sumo se habrá enganchado a las meditaciones de Marco Aurelio o al arte de la guerra de Sun Tzu, que suelen venir a cuento para extraer algún que otro aforismo recurrente antes de una “batalla” balompédica.

En la estupenda serie sobre la Premier inglesa, Ted Lasso (Apple tv), se muestran de modo entrañable las interioridades de un vestuario profesional londinense. El propio entrenador, Lasso, es un poco bobo, aunque con un gran corazón, mientras sus jugadores hacen el idiota constantemente. Son jóvenes, ricos y famosos, algunos muy descerebrados y los más procedentes de ambientes desclasados o de países extraños. Al final, gracias a la humanidad y humildad del propio Lasso consiguen crear un grupo animoso y vencedor. La España de un entrenador discreto como ha sido Luis de la Fuente se ha fundamentado en eso mismo. No pidamos más, no le saquemos peras al olmo ni caigamos en el politiqueo tan español. No es nada frecuente que un futbolista profesional tenga la labia de Jorge Valdano, pero alcanzan a saber que su Dios es redondo, como tituló el mexicano Juan Villoro.

España, la Roja ya sin medias negras, estaba congraciada con los dioses, sorteó las dificultades siempre que lo necesitaba. En un fútbol cada vez más homogéneo y globalizado –no como en la época de Martin Amis–, redescubrió que contra el bloque bajo y la presión constante que ahora tanto se llevan –y que aburre a las ovejas–, nada mejor que la ancestral receta del extremo burlón y el mediapunta creativo: las historias de un niño de diecisiete hijo de emigrantes, de un bailongo pamplonica cuya memoria viaja en patera, la de un andaluz ahora parisiense cuya progenitora fregaba pisos o la de un emigrante catalán a Zagreb y Leipzig, dos ciudades perdidas en el imaginario latino. Y a lo lejos, un portero hijo de guardia civil y de madre ertzaintza​​. ¡Qué bien lo pasamos emocionándonos con su fútbol chispeante!

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22 de julio de 2024
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La historia –nacional– como texto y como pretexto

Resulta sorprendente comprobar lo poco que saben de historia los españoles, de su propia historia. No es de extrañar, por otro lado, teniendo en cuenta los enfrentamientos ideológicos y territoriales padecidos, en especial durante los siglos XIX y XX, centurias en las que se redactaron muchos manuales sobre historia a beneficio de quienes los promovían. Para cuando los historiadores contemporáneos se han enfrentado con pretendido rigor al devenir hispánico, han encontrado serias reticencias cuando no refutaciones ad hominem heredadas de la llamada visión carpetovetónica y la épica de cartón piedra del franquismo por un lado, pero también de las ficciones románticas de los nacionalismos periféricos por el otro, a las que pertenece, sin duda, la narrativa reciente del procés catalán y también la de Joan Fuster sobre los valencianos elaborada en los años 60.

Dos son las falacias más comunes en estas historias de españoles para no dormir. Una es la que presupone la existencia de un país uniforme, grande y además libre, desde que se unieron en santo matrimonio Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, sobrepasado el ecuador del cuatrocientos. La segunda, la que cree que el Reino de España es tan particular como plural, un caso excepcional, plagado de naciones, idiomas y tradiciones muy diferentes, un caso único en Europa. Nada más lejos de la presumible realidad que los estudios serios del pasado revelan.

Empecemos por la idea de España como nación única e indivisible, que contra lo presupuesto, no es conservadora sino de origen liberal. Y, curiosidades perversas del destino, fue la II República el momento de máximo españoleo intelectual, solo quebrado por la cuestión catalana (“la traición catalana” en opinión del progresista republicano Manuel Azaña). No obstante, y a pesar del gran recibimiento a las tropas “nacionales” del general Franco en Barcelona y de la existencia de varios batallones catalanes en su ejército, el franquismo decidió sumergirse en una visión de España marcada por las películas tan maniqueas como horteras de Cifesa (Agustina de Aragón, Alba de América, La leona de Castilla…) y una suerte de andalucismo de pandereta que ahondaba en nuestras diferencias con Europa, tal como se regodea en La niña de tus ojos de Fernando Trueba siguiendo la biografía de Florián Rey e Imperio Argentina.

Del otro lado de la balanza, durante los últimos años de la dictadura y en los primeros de la transición, y como reacción al rapto de la idea de España por parte del franquismo, nacerá un antiespañolismo furibundo, una especie de nueva leyenda negra en amplios sectores de la izquierda e incluso entre demócratas moderados en las periferias del país, incluyendo a buena parte de la intelectualidad y el artisteo en general. España en realidad es una nación de naciones, se dice desde entonces, retomando las viejas nociones de Ortega y Gasset, quien había hablado en los años 20 de un país invertebrado, compuesto por las Españas diversas, cuyo “rompeolas” es Madrid.

Pero no somos tan singulares en el contexto europeo, ni por asomo. La historia nacional de nuestros vecinos en el Mediterráneo, los italianos, por ejemplo, resulta más rocambolesca todavía. Entre la caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V y la unificación del país a mediados del XIX –también de tintes ilustrados–, Italia discurrirá a lo largo de más de mil cuatrocientos años dividida en numerosos reinos, principados, ducados, marquesados o serenísimas repúblicas. Y aún hoy, las diferencias y rivalidades entre el norte rico padano y el mezzogiorno (el sur empobrecido) parte en dos el alma de cualquier buen italiano tricolor. Sólo el fútbol de su selección y la pasta parecen conjugar a los italianos.

Tampoco ha sido muy homogénea la historia de los alemanes. Primero crearon con Herder la teoría como reacción a su cultura racionalizada, posteriormente unificados a partir del último tercio del siglo XIX, y no como nación sino bajo la figura de un Imperio Alemán, aglutinante de cerca de cuarenta formas distintas de organización política, desde reinos a margraviatos o ciudades libres. Al recomponerse Alemania como república al término de la II Guerra Mundial lo hará como una federación de landers (territorios) y un estado libre, condición diferenciada que se otorgó a Baviera, el antiguo reino del siglo XIX. El idioma-dialecto bávaro (junto a su hermano austriaco, ambos más latinizados que el alemán estándar), en cambio, será reducido a un espacio popular sin proyección académica. De vuelta a Kant.

Más compacta, desde luego, es la historia de Francia, pero solo desde el punto de vista territorial. Francia, que vive jornadas inciertas en lo político y social, se ha convertido actualmente en un crisol de etnias y religiones. Un país en fase conflictiva, a pesar de su espíritu laico y humanístico, como consecuencia de su intenso pasado colonial. Los diques de la asimilación liberal francesa están rotos y no sabemos predecir cómo se va a digerir esa situación en los próximos años. De hecho, en Francia están prohibidos los estudios demográficos de carácter étnico, de tal suerte que se hace muy difícil abordar la magnitud del multiculturalismo francés, origen del apogeo lepenista.

La de Inglaterra, en cambio, es una historia también para no dormir. La del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que así se llama su Estado y así es en su realidad cotidiana, en este caso con plena conciencia popular por parte de las cuatro naciones que lo conforman –y juegan al rugby por separado entre ellas…–. A quienes les interese el tema, les aconsejo abonarse al nuevo canal de Documentales en la plataforma de Movistar. Busquen allí el serial sobre los orígenes del Reino Unido a cargo del historiador anglonigeriano David Olusoga, que incluye ligeras entrevistas a ciudadanos de la calle sobre sus opiniones y sentimientos nacionales. A los españoles les vendría de maravilla fijarse en el nacimiento de la Gran Bretaña con el Tratado de la Unión en 1707, y el del Reino Unido con Irlanda incorporada en 1800.

Resulta inenarrable el capítulo que empieza en el museo de la Marina inglesa cuando se desenrolla una bandera gigante de España. La escena recuerda la llegada del Guernica de Picasso a Madrid procedente de Nueva York. Se trata del estandarte del buque San Ildefonso, hundido en la batalla de Trafalgar (otoño de 1805), una enorme rojigualda con el escudo coronado de un castillo y un león, que se llevaron los británicos a su isla como botín simbólico de una gran victoria naval. La enseña fue utilizada en la capilla ardiente del almirante Horacio Nelson, abatido en esa misma batalla que significó su mayor triunfo y gloria póstuma. Nelson, quien hoy se enseñorea en el corazón londinense de Trafalgar Square, fue el primer héroe británico, ya no inglés. Y sus funerales sentaron la tradición ceremonial que se repetiría en sepelios posteriores, de la reina Victoria a Isabel II, incluyendo el de Winston Churchill y el muy literario de Eduardo VII, tan maravillosamente narrado en el arranque novelado de Los cañones de agosto de Barbara Tuchman.

Mientras tanto, es muy posible que la mayor parte de los españoles desconozca siquiera dónde está el cabo geográfico de Trafalgar ni quién fue el vasco Churruca, ni habrán leído la novelita del señor que da nombra a las avenidas de Pérez Galdós.

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11 de julio de 2024
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La caída del imperio ilustrado occidental

¿Qué está ocurriendo a nuestro alrededor, en un mundo que se anunció feliz y opulento tras la caída del Muro de Berlín y el desguace de lo que Churchill bautizó como Telón de Acero? Hace de ello más de tres décadas y el desorden se apodera de nosotros. ¿O es solo apariencia, una construcción mediática ante un tiempo que se acelera y se inunda de ruido?

Tras varios días por las costeras del Montgó rindiendo lectura a Proust y a sus traductores, sigo prefiriendo a Pedro Salinas y compruebo las pinadas secas, enrojecidas por la falta de verdor. Una tormenta extraordinaria desencadenó unas inundaciones impropias de la primavera tardía en estas latitudes. Me alegré por los pinos, pero me fastidió una reflexión sobre la necesidad de prevenir incendios en tiempos de sequía. He devuelto al archivo las líneas embastadas, porque la lluvia tiene la virtud de hacernos olvidar muy pronto que es necesario actuar antes de que ardan los montes, sobre todo cuando se trata de espacios naturales de gran valor como lo es el parque del Montgó, el promontorio rocoso en los límites levantinos de la Península, espacio vigía frente a la piratería berberisca, antaño.

En plena dana, que antes llamaban de muy otras y distintas maneras meteorológicas, cambié de tema para entrar al análisis de las últimas elecciones europeas. La idea que me rondaba consistía en tomar algo de distancia respecto del clima político español, tan verdulero y endogámico, cuyos penúltimos episodios consistían en que parte de la judicatura, secundada por la oposición, se rebela contra la corta mayoría legislativa, mientras el ejecutivo se entorpece con sus aliados parlamentarios en lo que más bien parece el reparto de un botín corsario.

Un estupendo artículo del columnista Juan Ramón Gil desde su base alicantina publicado a los pocos días, también me planchó el esbozo político que andaba rumiando. Alertaba Gil del pobre recorrido de las disputas democráticas en la corrala nacional frente a la irrupción del populismo político ultra en buena parte de Europa, en particular la zozobra que se ha desatado en los dos pilares de la Unión Europea, los del eje franco-alemán.

La marejada en Francia es intensa, con elecciones vivas, los históricos gaullistas en crisis profunda y la izquierda tratando de emerger de su anodina coyuntura y el radicalismo de Melenchon. Emparedado, una vez más, el exsecretario de Paul Ricoeur, pequeño bonapartista, Macron. No tardarán en llegar los comicios británicos, con el previsible hundimiento conservador, que se anuncia histórico, abriendo paso al renacer laborista. Inglaterra, siempre a contracorriente del continente. Le ayuda su sistema político de elección por mayorías, menos plural aunque mucho más estable. En cambio, son capaces de jugarse al póker de una mayoría simple el abandono de la Unión Europea o la independencia escocesa.

Así que no me queda otra que ir más allá y coger perspectiva, para tratar de comprender qué diagnóstico esconden los síntomas desatados tras el desmoronamiento del churchilliano Telón que levantaron los soviéticos en la Europa del Este. No hay triunfo absoluto de la democracia liberal como se anunciaba entonces. Treinta años después, en cambio, el nacionalismo agitado por el populismo ha desatado una guerra abierta en Ucrania, tensionando todo el espacio que dominaron los rusos mediante los tanques del Pacto de Varsovia, mientras Oriente Medio está en llamas y Donald Trump coge carrerilla para llegar al primer martes de noviembre en la toma de Washington.

Otros pensadores más conspicuos se han presentado estas últimas semanas con análisis de interés al respecto, tan necesarios como apresurados y tal vez sin la distancia necesaria que procura el paso del tiempo. Franceses mayormente. Un sociólogo clásico como Gilles Lipovetsky, sin ir más lejos, acaba de publicar la versión española de La consagración de la autenticidad (Anagrama), en la que fiel a su crítica de la sociedad liberal desde una posición actualmente socialdemócrata, considera que el proyecto emancipador que nace en la Ilustración ha devenido en el disolvente de los valores colectivos. No deja de ser una explicación de raíz conservadora, mal que le pese, incómoda con los tiempos hipermodernos, acelerados, individualistas y ahora, según su reflexión, enfermizamente "auténticos". Cabriolas colectivistas para una antropología que sigue siendo utópica y romántica al modo descrito por Isaiah Berlin (Las raíces del romanticismo, Taurus).

También francés, pero originario del melting pot libanés, Amin Maalouf se ha dejado entrevistar en nuestro país para el lanzamiento de su ensayo, El laberinto de los extraviados. Occidente y sus adversarios (Alianza), en el que readapta su visión del naufragio de las civilizaciones. Maalouf está predeterminado por la involución mental del mundo árabe y ha visto con mirada muy crítica los fracasos en la construcción de las sociedades multiculturales. El rebrote derechista europeo es consecuencia, en opinión de Maalouf, de la decadencia de las ideologías que devuelven al escenario de la geopolítica mundial los intereses nacionales.

Resulta revelador, pero algunas de esas ideas ya se enunciaron, de otro modo claro está, hace más de un siglo. Contra la inestabilidad de la República de Weimar se alzó un pensador radical como Oswald Spengler. Publicó en más de 1.300 páginas en dos tomazos, La decadencia de Occidente, una furibunda refutación de la democracia, lo que interesó sobremanera a los nacionalsocialistas, de quienes nunca quiso saber nada, al contrario que Carl Schmitt. En realidad, Spengler fue un nietzschiano que creyó en el advenimiento de una nueva era. Años antes, Nietzsche construyó el superhombre con música de Wagner, pero finalmente concluiría que el compositor de las walkyrias era un egotista sin escrúpulos. A Spengler le pasó con Mussolini, al que saludó como un nuevo César hasta que vislumbró el tono folklórico y emplumado del fascio italiano.

Un pensador paralelo, no tan efusivo y más vinculado a la historia y lógica del derecho que a la filosofía política, el citado Schmitt, reaccionará a la crítica marxista de la democracia "burguesa" y su propuesta de una dictadura del proletariado, postulando un estado total nacional. Sin democracia. Una dictadura justificada, mixtificada a conveniencia. Lo viene explicando con denuedo el profesor José Luis Villacañas desde hace lustros. ¿Ya se había olvidado a Kant y su paz perpetua? Hacía mucho tiempo. En aquel periodo de entreguerras se quebró la idea de nación y se sustituyó por la lucha de clases. ¿Hemos vuelto a esa lógica de las naciones como sugiere Maalouf y, por lo tanto, es previsible la aparición de teorías políticas que restrinjan el parlamentarismo?

En España, el régimen de Franco alentó también la creación de doctrinas que sirvieran para impugnar los valores liberales. El franquismo no solo demonizó a la democracia de "la pérfida Albión", que entre otras cosas nos había "robado" Gibraltar, sino que apadrinó a Gonzalo Fernández de la Mora, autor de El crepúsculo de las ideologías (1965), el intento más serio desde el punto de vista académico por dotar al franquismo de un corpus filosófico-político, una vez el falangismo ya resultaba incómodo. En su denso manual a la carta del régimen, Fernández de la Mora criticó las ideologías con agudeza, pero se equivocó al vincularlas al nacionalismo y no pudo más que hacer malabares intelectuales para justificar el franquismo en su vertiente más paternalista. De la Mora, recordémoslo, fue la primera y fallida escisión ultraderechista que padeció la Alianza Popular que quiso democrática a la británica  Manuel Fraga.

Nada nuevo, por lo que antecede, esta colisión del liberalismo fruto de la luz de la Ilustración con el pensamiento de raíces autoritarias. Tal vez, lo original del momento actual sea la aceleración de la realidad, acentuada por la universalización de los dispositivos de información, lo que produce en el sistema una inestable sensación de vértigo en medio de una alta densidad de lenguajes y canales difusores. Mientras una parte del mundo se lanza a vivir en irreales resorts turísticos, otra navega en pateras a la conquista del muro europeo o cruza el río Bravo. En tanto una parte de la juventud vive idiotizada en sus redes sociales, otra se repliega sobre sí misma y no acepta el esfuerzo como mecanismo para acceder a los deseos de un mundo que se vende como opíparo y futurista. La política clásica apenas da respuestas y sus líderes solo hablan medio minuto para la televisión en formato eslogan publicitario, el claim. En realidad, tal vez tenga razón Robert D. Kaplan, el original pensador norteamericano que lo fía a la influencia de la geografía. «Europa tiene que pensar en Rusia como un problema continuo, que podría ir a peor», ha declarado en una reciente entrevista a El Periódico de España, poco antes de participar en el foro que Prensa Ibérica ha organizado en Valencia, donde ha sido más apocalíptico. Kaplan augura un aluvión demográfico sobre Europa aún mayor que el actual, la llegada de infinitos contingentes africanos que pueden provocar sobre  la envejecida población europea los efectos políticos indeseables que estamos avizorando ahora mismo. Buen momento para pensar lo complejo.

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25 de junio de 2024
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El Boomeran(g)
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