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Escrito por

Javier Rioyo

Javier Rioyo (Madrid, 1952) es licenciado en Ciencias de la Información. Periodista, escritor, director y guionista de cine, radio, televisión y dramáticos. Dirigió y presentó el programa semanal de libros Estravagario en TVE 2, con el que obtuvo el Premio Fomento a la Lectura 2005, concedido por la Federación del Gremio de Editores de España. También ha sido responsable de cultura y libros en el programa diario Hoy por hoy de la cadena SER. Es colaborador habitual de El País (escribe para el suplemento semanal Domingo) y de la revista Cinemanía. En televisión, Rioyo ha presentado el programa "El Faro" del canal Documanía y ha obtenido dos premios Ondas en Radio y uno en Televisión. Ha sido guionista de numerosos festivales de música para Canal+, así como de los premios Goya, y de diversos programas de radio y televisión. También coordinó los guiones para la serie Severo Ochoa. Ha dirigido y participado en cursos de Comunicación y Cultura en diversas universidades españolas. Formó parte del Comité Asesor de Alfaguara y ha sido jurado de festivales de cine y premios literarios en varias ocasiones. Es autor del libro Madrid: casas de lenocinio, holganza y malvivir (Espasa Calpe, Premio 1992 Libros sobre Madrid); y de La vida golfa (Aguilar, 2003). En 2005, con su productora Storm Comunicación, realizó la producción ejecutiva y el guión de Miracolo Spagnolo, un documental para la RAI sobre la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al gobierno y su primer año de legislatura. También dirigió y produjo Alivio de luto, un vídeo documental en el que entrevista a Joaquín Sabina; así como Un Quijote cinematográfico. En 1994 fundó la productora Cero en conducta, con José Luis López-Linares, con la que tuvo a su cargo el guión y la dirección de Alberti para caminantes (2003); y la producción ejecutiva y el guión del largometraje Un instante en la vida ajena (2003), que obtuvo el Premio Goya al mejor documental; así como de Tánger, esa vieja dama (2002). También ha codirigido con José Luis López-Linares el cortometraje Los Orvich: Un oficio del Siglo XX (1997), y los largometrajes Extranjeros de sí mismos (2001), nominado al mejor documental en la XVI edición de los Premios Goya; A propósito de Buñuel (2000); Lorca, así que pasen cien años (1998), nominado a los premios Emmy 1998; y Asaltar los cielos (1996), nominado a los premios Goya al Mejor Montaje, y ganador del Premio Especial Cine, de los Premios Ondas 1997.

En 2011 fue nombrado director del centro del Instituto Cervantes de Nueva York en sustitución de Eduardo Lago.​ Ocupó el cargo hasta septiembre de 2013, cuando fue sustituido por Ignacio Olmos.​ En 2014 fue nombrado responsable del centro del Instituto Cervantes en Lisboa.​ En febrero de 2019 deja el cargo y pasa a dirigir el centro de Tánger de la misma institución.

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Cantantes para tiempos de crisis

Estuvimos allí. Vimos que Tom Waits es mucho más que un misterioso rumor. Es uno de los nuestros. El más ronco, más teatral y el más parecido a los ogros que poblaban los cuentos de nuestra infancia de los cantantes de nuestra vida. Con él viajan muchos: el buhonero, el saltimbanqui, el artista bajo la carpa de un circo popular, el buscavidas que se escapará del pueblo con la chica del bar. /upload/fotos/blogs_entradas/tom_waits_en_el_concierto_de_barcelona_1_med.jpgY un explorador de borracheras, un vagabundo que canta por un nickel, un andarríos, un trotamundos y un vagamundeador que supo llegar a nuestro corazón que no estaba helado. Y es otros: un hombre rico disfrazado de estéticos harapos o un marido controlado por su mujer, una ex monja que llegó al show business. Es el buen padre que ayuda a que sus hijos justifiquen su herencia. Es el amigo de Bukowski que come en Arzak. El que da de beber a su piano hasta emborracharlo. El que recorrió el camino salvaje y el que dio la vuelta. Y el que apenas recuerda los tiempos en que declaraba: "La gente que no puede con las drogas se entrega a la realidad". Todos esos Tom Waits hemos compartido en un mejorable escenario en Barcelona, ciudad que supo cantar en tiempos difíciles.

Tom Waits es el amigo de Bukowski que come en Arzak. El que da de beber a su piano hasta emborracharlo.

Recordamos a su estirpe, que hace entre nosotros su verano no sangriento. A los que hicieron canciones para escapar de un país que soportaba himnos y folclores de los ganadores de una guerra. A su amigo que navegó por parecidos ríos, Bruce Springsteen. Al sobrio, elegante, tan esencial en su poesía, seguidor de Lorca, Leonard Cohen. O al judío creyente y descreído, el primero de la estirpe, al que hizo que nuestras misas civiles llevaran las letras de sus canciones, Bob Dylan. Todos cantaron contra las guerras, contra aquella de Vietnam, contra éstas de Bush y su tropa. Cantantes, compañeros de nuestros viajes como Raimon o Paco Ibáñez, como Sisa o Aute. Con ellos, con muchos más, tomamos las playas de Canet, los campus universitarios, los estadios atléticos, las plazas de toros o los garitos ciudadanos donde escuchamos unas músicas que cambiaron nuestro mundo.

El estrafalario Tom Waits se ha estrenado en esta vieja tierra, bien conocida por sus amigos americanos. Pero sabía de sus músicas, de sus guerras. En sus años de clubes de jazz conoció a un viejo pianista manco que tocaba una canción que le gustaba a Dylan: "Sin una canción, la carretera jamás se curva". El viejo pianista, manco y de Chicago, había estado luchando y cantando en Madrid, en España, era un voluntario de las Brigadas Internacionales. Volvió a Madrid, grabó para Basilio Martín Patino. Y el extraño melancólico Tom Waits, con su voz de clamor, de profundidades de una ciudad bombardeada, nos pareció uno de ellos. De esos que nos salvan cantando canciones para después de una guerra.

Artículo publicado en: El País, 20 de julio de 2008.

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21 de julio de 2008
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Desconcierto, racismo y vista cansada

Todavía me duraba la resaca emocional del concierto de Tom Waits. Había disfrutado, estaba contento, subía por el paseo de Gracia de Barcelona, llevaba el último libro de poemas de Raquel Lanseros en mi macuto. Y también llevaba mis flamantes, nuevas y preciosas gafas para mi vista cansada. Tenía unas horas por delante antes de tomar un avión a Almería. Participaba en un curso sobre Internet y poesía dirigido por Miguel Naveros y Jesús Vigorra, admirados por distintas razones. Estaba contento con las músicas, con los poemas y con el futuro encuentro con jóvenes poetas andaluces.

Un señor de unos cuarenta años, bajito, sonriente y con aspecto de algún país del norte Africano, me pide la hora. Le tengo que decir que espere un momento, tengo que sacar mi móvil e intentar adivinar sin tener que poner me las gafas. Me pregunta si yo soy de esos racistas que les molesta pararse con un "moro". Le digo que en absoluto y me preocupo por su procedencia. Me dice que es un profesor de literatura de Túnez. Y me pregunta si soy barcelonés. Sigo la conversación y me solicita hablar un poco más conmigo pero en un lugar menos transitado... y me ruega que ¡no hable tan alto! Me siento estúpido, por educado y paciente. Le digo que tengo que seguir mi camino. Noto que se sigue acercando a mí, a mi mochila. No reacciono. Le digo adiós. Y sigo mi camino. El se queda con una mirada de pocos amigos. Y se dirige a mí con éstas poco cariñosas palabras: "cabrón, racista...ya lo sabía yo. ¡Racista!... ¡Hijo de puta!".

Decido hacer oídos sordos y sigo mi camino. Algunos me miran como si hubiera tenido una conducta racista contra aquél tipo pequeño e iracundo.

/upload/fotos/blogs_entradas/los_ojos_de_la_niebla_med.jpgMe paro en un café. Tengo tiempo para leer. Quiero volver a Los ojos de la niebla de Raquel Lanseros. Encuentro abierto un lateral de mi mochila. Me han quitado las gafas. Las gafas de diseño años cuarenta, las putas, caras y cómodas gafas. Las gafas que eran para mi vista cansada. Me brota un cabreo con incrustaciones racistas. Consigo vencer ese estúpido sentimiento.

Recuerdo historias de mis veinte años. Estaba en el Cabo Blanco, me escapaba de Argelia dónde me había robado. Estaba feliz en el norte de Túnez. En un albergue de jóvenes europeos me limpiaron los últimos que me quedaban. Fui rescatado por unos sardos. Éramos pobre y viajeros. Nunca fuimos racistas. Ahora que somos menos pobres, pero seguimos viajeros, tampoco queremos ser racistas. Volveré a conseguir otras gafas. Tendré que superar los inconvenientes de mi vista cansada. Habrá que asumir que después de un gran concierto nos toca un poco de desconcierto.

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18 de julio de 2008
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Cantar como en las trincheras

No me gustaba el sitio. No me gustan los guardias de seguridad. Pululando nerviosos,  buscando al gran culpable que hiciera una foto al ídolo. Y hablando detrás de nuestros cogotes. No me gustaban otras cosas pero estaba entregado a uno de los cantantes que más conmociones verbales y emocionales ha provocado en mis muchos años de escuchar cantamañanas y cantanoches. No soy crítico. Ni soy lírico. Me gustan algunas cosas suaves y otras cosas que raspan. De las que raspan, la voz de Tom Waits es de mis preferidas. Con él, en directo, me trasporté más fácilmente a mundos con cuentos crueles, con finales inciertos y con salidas que llegan a dudosos destinos. Hice carreteras que nunca conocí, navegué por ríos arriesgados y reposé en chimeneas de casas en las que nunca estuve. Fueron dos horas fascinantes, aunque hubiera algunos desajustes según comentan los críticos. Sentí que en la mayoría de las canciones estaba Waits con toda su carga de pasiones, pecados, viajes y diversiones que llegan con el circo itinerante. Llega como los cómicos llegaban a los pueblos perdidos, como el extranjero que entra por la carretera solitaria, como el mendigo que cuenta historias como el vendedor de pócimas en un pueblo de la fiebre del oro.
 
Y algunas veces, como él les dijo a sus músicos, tocaba, cantaba como si su "pelo  estuviera en llamas". Cantaba desde dentro, desde una cueva que muy pocos conocen y que ninguno explora como él.
 
Hermoso como el silencio en el último disco de Marcel Marceau. Genial impostura de un tipo que ya no rompe ventanas, ni se queda con el balón del vecino, ni fuma canutos, ni bebe hasta el amanecer. Un tipo que, incluso, ya ni detesta a los perros, ni a los niños. Un tipo que se traiciona tanto no puede ser tan malo. Tiene que ser uno de los nuestros aunque sea en los viejos, rescatados vinilos. Este verano me pienso dar un atracón de Tom Waits. Seguro que es tan peligroso como algunos mariscos. Pero no hay quién me retire del placer de ese ruido que me recuerda la música que nunca dejará de alegrar a los pueblos perdidos, y sin collar.
 
Después del concierto llegó el desconcierto, pero eso es otro tema. 

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17 de julio de 2008
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Los hombres que no amaban a las mujeres

Hace tiempo tengo esta novela esperando la lectura. Hoy comenzaré en el AVE, uno de los mejores espacios para leer viajando. Al menos un buen lugar si los vecinos no se empeñan en contar su vida poco interesante por el móvil. ¿Por qué siempre cuentan cosas banales esos que tan alto hablan? Buen salón móvil de lecturas siempre que no te encuentres a algún amigo o conocido que pretenda charlar. Si no tengo suerte me haré el arisco. Un buen libro es lo mejor que te puede pasar en un viaje, excepto que se siente a tu lado una mujer interesante, y además hermosa. Soy de esa especie de hombres que sí amaba, y sigue amando a las mujeres. La novela de Stieg Larsson, una de las sorpresas literarias de los últimos años, se que trata de otra muchas cosas, pero también está presente esa lacra tan vieja e incomprensible, el maltrato de sexo. No me gusta decir de género. Para mí el género es el humano.

Esas zonas oscuras del ser humano que algunos artistas, escritores, cineastas- vayan  a ver Funny Games, si se atreven- han sabido ponernos delante de nosotros como espejo de nuestro lado monstruoso. El maltratador está entre nosotros. Es un ser deleznable pero se enmascara en una persona normal. Leeré éste primer volumen de la trilogía Milennium, sin olvidarme que la realidad, que algunas realidades, a veces se parecen a una obra tan notable como me aseguran que es ésta novela.

Me he acordado, aunque nada tiene que ver, de Alberto Méndez, el autor de Los girasoles ciegos que no llegó a saber de su enorme éxito. Lo mismo pasó con Sieg Larsson, murió repentinamente cuando había entregado el tercer tomo de la trilogía. Y antes de ver publicado el primero. La vida, como la muerte, no entiende de justicia. Siguen vivos tantos infames de esos "que no amaban a las mujeres". Porca miseria. Me refugiaré en las canciones que ésta noche quiera cantarnos Tom Waits. No todo está mal.

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15 de julio de 2008
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El Camino: pícaros, peregrinos y burdeles

/upload/fotos/blogs_entradas/camino_de_santiago_1_med.jpgHemos recorrido una parte del riojano Camino de Santiago. Unos días travestidos en peregrinos. La mochila cargada con nuestra poca fe, sin sellos de mercaderes, ligeros de equipaje. Más seguidores de Jack Kerouac que de Santiago Matamoros. Caminantes sin gregoriano, paseantes con el iPod lleno de músicas de Tom Waits, uno de nuestros profetas. Me puso la banda sonora por este misterioso, viejo e imprevisible camino europeo. Su voz de aguardientes, caminos, tabernas y burdeles -la misma que mañana nos hará peregrinar a Barcelona y escuchar su mensaje en directo- dice cosas, canta historias que hacen meditar en el peregrinaje por estos senderos de santos y pecadores. Una de las canciones de su disco dedicado al maldito, o sangriento, dinero, ese ídolo pagano, dice que "Dios está en viaje de negocios". Dios on the road. Y no le va mal. Estelar negocio que empieza desde la curiosidad, desde la fe, la aventura o el deseo de fuga, y termina, a golpes de tarjeta de crédito, cerca de nuestro finisterre gallego.

A lo largo del Camino crecen los negocios. Bodegas, mesones, hostales, templos, burdeles..., conviven desde sus orígenes y ofrecen sus mercancías al peregrino. Tentaciones de todo precio. Adaptadas al cliente, crecen y se transforman con los siglos. Nos tropezamos con faunas de variado pelaje. Disfrazados de místicos, capaces de vender su imagen por unas monedas. Lenguaraces o silenciosos, veteranos peregrinos que han sabido vivir por la barba de la candidez del turista de santidades. Pícaros de la calzada, capaces de robar hasta los huevos del gallinero de la catedral de Santo Domingo. Podían venir de allí los que nos comimos, a precio de asalto, en un mesón al lado del monasterio donde nuestra lengua empezó en "roman paladino en el cual suele el pueblo fablar a su vecino". Ni Gonzalo de Berceo, ni el pobre de San Millán podrían fondear en esos garitos.

Seguimos los desvíos. Veo subir, disfrazado de Bahamontes, al monasterio de Suso a Carles Francino. Como no creo en los milagros, con mis pies de plomo, propongo parada y fonda en Ezcaray. En Echaurren, que nunca falla. Al lado de la casa natal de uno de nuestros más bohemios y trágicos poetas, Armando Buscarini. Brindamos con vino divino por el versificador de rezos y blasfemias.

Estamos condenados. Nos encontramos con María San Gil, buen color, buen humor y sin apariencia descentrada. Regresamos al camino. Allí, un moderno burdel. Seguimos. Nos salvamos del pecado. No como aquel viajero alemán que hace siglos por allí se encontró "gente burlona, y la hospitalera hace muchas picardías a los peregrinos...". No era hospitalera. Se llamaba Carla, venía de los Balcanes y quería hacerse rica. No con estos castos peregrinos.

Ártículo publicado en: El País, 13 de julio de 2008.

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14 de julio de 2008
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Suicidios voluntarios

Creo que el suicidio es voluntario, Yo tengo esa voluntad. Lo siento estimado Alex. Creo que el suicidio me puede esperar. Además ya no tengo edad de hacer un bonito cadáver y así no merece la pena.

Alguna vez lo pensé pero con pensamiento débil. Después leí a Cioran, uno de los más vitales invitadores al suicidio y superé con sus argumentos escépticos el más pequeño deseo de suicidio que me quedara.

Es todo tan absurdo, tan imprevisible y muchas veces tan injusto que no merece la pena quitarse la vida, sería darla demasiada importancia. Y hay que seguir navegando. Navegar es preciso, vivir no es preciso. Seguiremos navegando. "Perder la vida, es decir, perder el porvenir" decía Valéry. Yo espero poder disfrutar de lo que queda, del porvenir. Y sin pedir disculpas.

Espero que el suicidio siga siendo un acto voluntario por muchos años.

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11 de julio de 2008
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Un artista del hambre

Ciertamente que Buscarini, Armando Buscarini, nos cae muy bien. Sobre todo si no hablamos del escritor, si tuviéramos que hablar de sus poemas, de su ficción biográfica, "El arte de pasar hambre", o de su correspondencia -esa vergonzante manera de humillarse para supervivir- el juicio sería una mezcla de burla y sorpresa. No se pueden tomar muy seriamente los escritos de este buen hombre alucinado, vanidoso, bohemio, pesado, desdichado, buenazo, paranoico y otras cualidades que adornan la vida y obra de este Antonio García Barrios que vivió entre la fatalidad, la locura y finalmente en el olvido de los hospitales psiquiátricos. Nos cae bien. Es un personaje más trágico que cómico y eso nos produce ternura. Por haber vuelto a su pueblo natal, por haber estado en Ezcaray he vuelto a pensar en él pobre destino de esos que sin talento, sin razón, ni sentido, se empeñan en vivir de sus poemas, de sus cuentos. No lo tuvo fácil. Seguramente algunos de su misma incapacidad tuvieron suerte distinta.

Me gusta que una pequeña, empeñada y bonita editorial de bolsillo, rescate su nombre. Incluso su obra. Todo se puede leer desde otra óptica. Y al final, gracias a los hermanos Martín, hemos conocido casi la obra completa de este olvidado de nuestra literatura maldita. No consiguió como pretendió en vida que Alfonso XIII, el Estado, le hiciera una "edición soberana" de su obra. Tampoco que a su muerte todos los escritores guardaran cinco años de luto. Nadie se enteró de su solitaria muerte en un manicomio de Logroño en 1940, después de una guerra de la que ni siquiera se enteró. "Ángel del arroyo" le llamó Juan Manuel de Prada, no tan angelical, pero sí inocente poeta que vivirá sin haber dejado de ser un mediocre artista del hambre. Ahora, además de la editorial con su nombre -muy interesante ese librito a tres manos Las musas de Roschach- tenemos publicados sus poemas (in) completos: ‘Orgullo'.

De un libro juvenil, aquí copio algunos versos:

"Yo soy un triste joven de ardiente sed carnal / porque como a Verlaine me devora ese mal / y busco en los burdeles sediento de lujuria/ las mujeres que calmen mi afrodisíaca furia: / esas mujeres propias mártires de sus vidas, / que tienen cadavéricos semblantes suicidas. / Y encuentro en las caricias de esas pobres rameras / como un florecimiento de muertas primaveras..."

Siguió escribiendo, no mejoró, pero nunca perdió la fe en sí mismo. Si le hubiéramos conocido creo que también estaríamos en la lista de los sableados, de aquellos que compraron sus poemas de venta en la calle o de esos otros que pagaron sus intentos de dejar de ser un artista del hambre.

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10 de julio de 2008
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Desvíos del Camino

Haciendo el Camino de Santiago, un poco y con mi falta de fe a cuestas, siempre me apetece hacer lo que hizo el escritor Nootenboth y contó en un excelente libro de viajes que publicó Siruela, desviarme del camino. No porque "el camino" no ofrezca suficiente sino porque también al otro lado, más allá, hay muchas cosas que ver.

/upload/fotos/blogs_entradas/camino_de_santiago_med.jpgVoy andando, mis compañeros Carles Francino y Paco Nadal en bicicleta. Lo suyo no tiene tanto mérito porque son deportistas. Lo mío es casi insólito, debe responder a una fuerza escondida. Un tipo tan poco en forma como yo llegar a hacer 27 kilómetros en un día. Será alguna secreta fuerza de esta milenaria ruta europea. Sigue siendo divertida. Llena de faunas extravagantes, también de otras muy previsibles. Procuro hacerme un poco el raro, el solitario porque es un peligro terminar hablando de banalidades de la ruta. Me gusta mirar a mi aire en los pueblos. Ayer me enamoré en Navarrete, naturalmente duró unos minutos y no dije nada a aquella chica hermosa, elegante y con una sonrisa para desarmar caminantes. Seguí mi camino. Volví en un autobús a Logroño, allí dónde estaba mi coche, y la casualidad hizo que aquella chica de Navarrete se sentara muy cerca de mi asiento. Hablaba con su novio, o lo que fuera, con su móvil. Yo la miraba de reojo. Fuese y no hubo nada. Solamente otra sonrisa y un "hasta luego", que nunca será verdad. Me acordé de un relato de Manuel  Vicent. Alguien se enamora de la mujer de al lado el tiempo que tarde en abrirse un semáforo. Así pasa varias veces al día en nuestras vidas. El azar hace que nos crucemos con alguien que podría cambiar nuestra historia pero no nos atrevemos a decir lo que pensamos. Somos animales domesticados.

Ahora estoy, en un desvío del camino, en el pueblo de Ezcaray. Hace 25 años aquí estuve en el rodaje de la película El sur. Varias emociones se cruzan en este pueblo dónde nació uno de los peores poetas de nuestro idioma, Armando Buscarini. Eso es historia para otro día. Tal vez mañana. Todo depende del azar y de la chica del autobús. 

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8 de julio de 2008
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El rojo y el negro, arriba y abajo

Debajo de la plaza roja está la España negra. Arriba: explosión de color, de euforia por una España triunfadora, sin complejos, que celebraba una ceremonia pagana, civil y civilizada. En el limbo: algunos aguiluchos que cotizan a la baja, y que, como aves carroñeras, se alimentan del pasado podrido. Abajo: los restos, los estertores, de una patria antigua, injusta y de negro. En blanco y negro, fotografiada por Eugene Smith, uno de los maestros fotográficos de Life, que mostró al mundo cómo era un pueblo español de los años cincuenta. Un pueblo cualquiera de la España profunda. Un pueblo llamado Deleitosa, en la sierra cacereña, en el que la guerra había dividido en dos a la población. Un pueblo que enterró a sus muertos y volvió a la lucha cotidiana por la supervivencia, por conseguir salir de la condena de una tierra sin pan. En Deleitosa tenían pan y apenas tenían electricidad ni agua corriente. Tenían unas calles sin asfaltar que olían a excrementos animales y humanos. Un pueblo con millones de moscas y pocas radios. Hombres renegridos, mujeres de luto, niños sueltos, cinco guardias civiles y unos cuantos falangistas. Un pueblo español que poco se parecía al de una canción de Joselito. Un pueblo español que tardó muchos años en poder cantar esa horterada tan nuestra, tan alemana, tan jovial y futbolera llamada Que viva España.

En los bajos de la plaza roja -ese templo abierto, televisado y disfrutado a tiempo real por millones de españoles que no se acuerdan, o que no quieren acordarse, que un día fuimos ese otro pueblo humillado y pobre- está fotografiada aquella realidad que hoy nos parece irreal. Fotografías de unos tiempos donde la crisis no significaba el miedo a la subida de la gasolina, sino el miedo a no comer. Fotos de tiempos de silencio y coplas para huir de la realidad. También eran tiempos de sueños de fútbol, de dulces tardes, de geniales futbolistas que vinieron del frío, del sur o de cualquier pobre pueblo donde el mundo se podía llamar Deleitosa. También nos hicieron creer que nosotros -y nuestra furia- podíamos ganar a cualquiera. Sobre todo a esos rojos. Y los ganamos. Una y no más. Y nos hicimos americanos, y llegaron las bases y los quesos. Y la leche./upload/fotos/blogs_entradas/julin_rodrguez_cultivos_med.jpg

Me encantaría que estos nietos de unos hombres que vivieron en la edad del pan, esa última generación de un mundo rural -el que cuenta Julián Rodríguez en su novela Cultivos- que hoy son esos jóvenes sonrientes, triunfadores, ricos y famosos que nos han hecho felices con su fútbol, con su ánimo, con su humor, además de cantar alegres "¡Que viva España!", supieran que decir "¡Arriba España!", para muchos, es retroceder a los años del mundo fotografiado debajo de su, nuestra, plaza roja. Volver a negro.

Artículo publicado en: El País, 6 de julio de 2008.

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7 de julio de 2008
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El Teatro

/upload/fotos/blogs_entradas/lalluviaamarilla1_med.jpgVayan a ver La lluvia amarilla a la sala pequeña del Teatro Español de Madrid. Si no pueden esperen que pase por algunos de sus teatros cercanos. No van  a salir más optimistas, ni más alegres, ni más divertidos. No. Si es eso lo que necesitan no hace falta que se molesten. Si, por el contrario, quieren ver teatro en su expresión más desnuda, emocionante y verdadera. Si además no les importa enfrentarse a la soledad de un hombre. A la soledad, al final, al olvido y a la muerte; sí se atreven a mirar de frente esa fatal compañía de los seres humanos, entonces sí, entonces tienen que ver "La lluvia amarilla"

No sabía cómo aquella novela de hace más de veinte años funcionaría en versión teatral. Sí que estaba viva como novela. Pues también está viva, y doliente, en obra teatral. En poco más de una hora, con un excelente actor, Chema de Miguel Bilbao. Acompañado- imprescindible compañía- de un músico excepcional, Francisco Lumbreras y gracias a la dramaturgia, la adaptación, la dirección, la escenografía, el vestuario y otros cuantos oficios más, se puede uno sentir trasladado en el tiempo a un mundo que se termina, a un final que ninguno querríamos vivir.

El autor, Julio Llamazares, dice que con esta experiencia de ver su creación trasladada al lenguaje teatral, asiste "con la curiosidad de un niño que ve cómo su juguete pasa de pronto a manos de otros". No importa, es otro juguete distinto. Es un juguete que también le gustaría haber tenido al niño Julio. Un juguete llamado teatro que de vez en cuando nos ofrece obras tan serias, tan verdaderas, tan necesarias. Eso sí, ni una puñetera risa. Eso otra tarde, otra obra, otro juguete.

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4 de julio de 2008
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