Skip to main content
Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Blogs de autor

La naturaleza

 

Con La naturaleza, de Lucrecio, Editorial Gredos acaba de sobrepasar la treintena de títulos en su Biblioteca Básica, que es la versión barata de su prestigiosa colección de clásicos griegos y latinos con textos bilingües y traducciones por lo general más rigurosas que imaginativas, aunque para ello justamente el lector discrepante tenía la posibilidad de acudir al original dispuesto en la página de al lado. Prescindir de las inconfundibles tapas azules y del doble texto, aparte de la sustanciosa amortización de la colección entera que supuso el paso de la peseta al euro, permiten ahora el acceso a maravillas como La naturaleza a un precio bastante razonable si se compara con lo que cuestan los libros actualmente.

                Pero Lucrecio no es un autor que invite a ser leído abriendo el libro por la primera página y proseguir con él hasta el final. Le tocó vivir en una época muy conflictiva (la primera mitad del siglo anterior al nacimiento de Cristo) , marcada por la sanguinaria dictadura de Sila, las guerras civiles, las famosas maquinaciones de Catilina o levantamientos como el de Espartaco, que se saldó con la crucifixión a lo largo de la Via Apia del propio Espartaco y 6.000 de sus seguidores. Es  decir, un momento histórico poco propicio para que triunfase un hombre que preconizaba como valor supremo el placer, la templanza espiritual y el cultivo de la suavis amicitia (amistad tranquila). Tras el apagón generalizado ocurrido durante los siglos oscuros, y en el curso de la recuperación de la cultura griega y romana emprendida por el Renacimiento, cuando le llegó el  turno a Lucrecio ya dominaba el pensamiento cristiano y  ante la imposibilidad de silenciarlo se procedió a lo que actualmente se llamaría una campaña de difamación destinada a demoler su figura y su pensamiento. San Jerónimo, por ejemplo, sin aportar unas pruebas que todavía hoy nadie ha podido ratificar, aseguró que el poeta fue víctima de un bebedizo amoroso administrado por una mujer celosa y que su juicio quedó tan alterado que su gran tratado sobre la naturaleza tuvo que ser reescrito por Cicerón. Con ello se intentaba desactivar  las descalificaciones de la religión, a la que Lucrecio acusaba de ser uno de los grandes males que aquejan a los hombres. Actualmente ya no manda tanto como solía la Iglesia Católica pero en cambio ha cobrado gran predominio la religión de la Ciencia. Y aunque se reconoce el mérito de algunas intuiciones de Lucrecio  (por ejemplo en lo relativo al atomismo, la fuerza de la gravedad o el evolucionismo) hoy se considera  que los presupuestos sostenidos por Lucrecio para dar cuenta de las verdades que sustentan el universo han quedado desautorizados por la praxis científica,  desde las explicaciones acerca del origen del mundo  hasta el destino que a su juicio aguarda a todos y cada uno de los átomos que tan azarosamente lo conforman. Curiosamente, y dentro de ese continuo ir y venir entre la verdad y la mentira que es la historia de la Ciencia, al lector actual le basta una cultura general muy básica para advertir mientras lee dos circunstancias en apariencia contradictorias. De una parte, es evidente que los 2100 años transcurridos desde que Lucrecio escribió De rerum natura no han pasado en balde y que el mundo ya no tiene mucho que ver con el que él creía ver. Pero, al mismo tiempo, no es menos evidente que el proyecto vital de la gran composición poética lucreciana sigue siendo tan válido como cuando fue concebido. El bien supremo, viene a decir Lucrecio, la única vía de acceso a la serenidad  y el pleno disfrute de  la vida es el placer,  pero no el que procuran los sentidos sino el intelectual, pues así como la concupiscencia conduce al desasosiego y la discordia social, el predominio de la razón permite vencer el temor a la muerte y la incertidumbre sobre el futuro. "Nada nace de nada, nada vuelve a la nada".

                Una de las razones que más atraen de Lucrecio es que, aun siendo como era un moralista, no se tomaba tan en serio como para erigirse en defensor a ultranza de "la verdad". Aunque sea una imperdonable reducción, podría decirse que se regía por el principio de que la letra con arte entra. Y ésa es la forma en que, a mi juicio debe ser leído: no como quien tiene en sus manos un tratado que debe ser leído ordenadamente de principio a fin sino buscando aquí y allá los destellos de sabiduría que van surgiendo sin orden ni concierto. Basta ojear el índice para ver capítulos cuya lectura es inescusable. Por ejemplo los dedicados en el Libro III al amor y sus circunstancias. Pero hay otros más sutiles, como el plan de vida que cabe colegir de los versos introductorios del Libro II. En cierto modo, exige un tipo de lectura muy similar a la que permite degustar lal mejor de Montaigne, el cual, por cierto, fue un asiduo lector de Lucrecio.          

 

 

 

La naturaleza

Lucrecio

Biblioteca Básica Gredos

Leer más
profile avatar
20 de septiembre de 2010
Blogs de autor

Brooklyn

 

Cuando a principios de este mismo año se conoció quién era el ganador del premio Costa (un galardón que, en contra de lo que pueda parecer, no lo dan en Benidorm o Marbella sino que es el nombre actual de los prestigiosísimos premios Whitbread) las sinopsis que daba la prensa adelantando el contenido de la novela vencedora no eran muy alentadoras: "Una muchacha pueblerina irlandesa se ve obligada a emigrar a Brooklyn en los años cincuenta. Cuando ha logrado abrirse camino en aquella gran ciudad, y ya tiene resuelta incluso su vida sentimental, se ve obligada a regresar a Irlanda por un asunto  familiar grave y allí  se verá obligada a recurrir a la voluntad para solventar el conflicto que le plantean la tradición y los lazos oscuros de la sangre enfrentados al destino que ella misma se ha estado labrando lejos de casa".  

Es decir, un trasunto que sonaba harto conocido y que en manos de algún zafio podía resultar siendo cualquier cosa, desde una suciedad al estilo de los narradores raperos urbanitas hasta una pesadísima reiteración de la épica lucha de una débil pero valerosa joven que logrará finalmente su derecho a vivir una vida digna y de provecho. El mejor, y casi podría decirse que definitivo, argumento a favor de la novela premiada era que su autor, lejos de ser un zafio, era Colm Tóibín, ese misterioso novelista irlandés que lleva más de treinta años afincado en el Pirineo de Lérida y que en su afán por mimetizarse con el medio incluso ha aprendido catalán. Una de sus vetas narrativas más fructíferas es la homosexualidad, un tema al que se enfrenta sin rodeos ni subterfugios hasta el extremo de que, en su biografía novelada sobre Henry James, no duda en atribuir al venerado maestro un rotundo romance con un joven artista italiano. Por descontado que, en el ámbito académico anglosajón, las "debilidades" sexuales del maestro hace años que no se ocultan, pero en cambio es costumbre dejarlas veladas tras esa elegante distancia, tan británica, que surge a partir del Oh, dear, you are right but no descriptions, please.   

Si cito ahora esta biografía no es porque Brooklyn tenga nada que ver con la homosexualidad sino porque, probablemente, a fuerza de documentarse e identificarse con el  personaje James (una operación indispensable para novelar una vida), Tóibín parece haber experimentado una saludable  transfusión de la escritura de aquél. Y asimismo, nada más lejos de mi intención que insinuar que le copia, o que mediante una operación de ósmosis se ha convertido en un discípulo aventajado. Pero un buen lector de James, mientras siga la lucha de la joven Eilis Lacey por crearse una vida a la medida de sus necesidades, percibirá sin duda una afinidad de tono y sensibilidad, o una longitud de onda que le sonará familiar. O como mierda se llame eso que el propio Tóibín, al hablar de su escritura,  describe como "un intento de ajustar el espejo al tamaño natural". En cuyo  caso será fundamental el punto en el que se sitúe el espejo y hacia qué trasfondo natural se enfoque.

Tóinbín podía haber elegido recrear un reflejo realista de la brutalidad inherente a un poblacho irlandés  de los años cincuenta (no tan lejana de la brutalidad inherente a un poblacho español de la época); describir con trazos gruesos la explotación brutal a la que eran sometidos los emigrantes en barrios como Brooklyn, o recurrir a la más descarnada rudeza para contar las relaciones sexuales entre jóvenes desarraigados. Y por la misma razón, una vez planteado el conflicto entre las renuncias que impone la sangre (en este caso, ocuparse de la madre abocada a una ancianidad miserable)  y la fidelidad al futuro que ella ha estado labrándose en América, Tóinbín podría haber elegido el sufrimiento tremendista y sin reparación posible, sea cual sea la opción que finalmente adopte su protagonista. Y nada de todo ello queda oculto en la narración, pues ni los personajes en tanto que individuos ni los grupos sociales donde se insertan reciben un trato edulcorado o mistificador: existen la brutalidad pueblerina y la falta absoluta de horizonte; en Brooklyn sí hay horizonte, pero la explotación a los emigrantes es inmisericorde y la opción a la que se ha de enfrentar marcará de por vida a  esa joven obligada a decidir si contar con apoyos, ni referentes, ni directrices morales acordes con la clase de mundo en el que ha de vivir. Pero, sin olvidar la diferencia del nivel en que transcurren,  Brooklyn  no se diferencia esencialmente de los dilemas y restricciones que acechan a los personajes que pueblan los ambientes elegantes y educados tan magistralmente descritos por James. Sin estridencias ni emociones desgarradas, y sin necesidad de escudriñar hasta en los rincones más tétricos del alma humana, la narración transcurre aupada en ese hálito perfectamente reconocible pero casi imposible de describir al que, para entendernos, llamamos literatura. O gran literatura. Un verdadero regalo que se degusta de principio a fin.

Y un lamento: es una desgracia y un atraso que a las novelas todavía haya que ponerles la palabra fin porque, si por el lector fuera, seguiría leyendo para enterarse de qué hará Eilis con su vida, cómo se las apañará con el amor y los hijos que tendrá, o qué les pasará al resto de personajes que han ido apareciendo a lo largo de este apasionante viaje de ida y vuelta.  

 

Brooklyn

Colm Tóinbín

Lumen

Leer más
profile avatar
13 de septiembre de 2010
Blogs de autor

Que el vasto mundo siga girando

 

Una de las últimas frases de este libro, justo antes del apartado dedicado a los agradecimientos, dice así: "La literatura puede recordarnos que no toda la vida ha sido escrita, sino que todavía hay muchas historias que contar.

                Y eso es lo que hace Colum McCann, un joven novelista de origen irlandés trasplantado a Nueva York. La convicción de que no todo ha sido contado ya en esta vida esconde en el fondo un optimismo (o un descaro) que luego se transmite muy positivamente a las 400 páginas de su libro. Y que contrasta vivamente con el aire de desengaño y hastío que transmiten tantas novelas contemporáneas.

El 7 de agosto de 1974 el equilibrista francés Philippe Petit caminó sobre un cable tendido entre las dos torres gemelas del World Trade Centre. Entonces se dijo que unas cien mil personas, contando transeúntes, oficinistas y residentes, habían sido testigos de una osadía que  le sirve a Colum Mcann como tenue nexo de unión para contar la historia de quince o veinte personas que estaban por los alrededores y cuyas trayectorias se cruzan y entrecruzan las más de veces sin que ello traiga consecuencias para los respectivos desarrollos vitales.  Esta técnica narrativa ha sido reiteradamente utilizada, tanto en literatura como en cine, por ejemplo por Robert Altman en Short cuts ( 1993) o por Paul Haggis  en Crash (2004). La gran diferencia estriba en que en las dos películas citadas, y quizás porque en ambos casos los directores eran conscientes de que el espectador cinematográfico medio tiene una mentalidad casi adolescente y no es capaz de retener la atención más allá de tres o cuatro minutos seguidos, se ocuparon de buscar un hilo conductor muy notorio y continuamente presente en la narración: en el caso de Short cuts era el famoso Big Bang que va a engullir en cualquier momento California entera, mientras que en Crash se trataba de un dramático accidente de tráfico que afectaba muy directamente a todos los implicados en el mismo. Y por descontado que en ambos casos las historias eran lineales, sencillas y muy visuales, para que el espectador no se perdiera y pudiera saber en todo momento dónde estaba y con quién.

Por mero contraste procedería decir ahora que las historias de McCann son estructuralmente muy complejas y que dan continuos saltos atrás y adelante en el tiempo y el espacio, con el agravante de que los continuos cambios del punto de vista narrativo  contribuyen a que el lector/espectador quede totalmente en manos del narrador/prestidigitador que, voilá, ahora oculta esto y muestra aquello y, cuando parecía estar todo perdido, ofrece la tabla de salvación que permite adentrarse en el nuevo laberinto. Pero nada más lejos de la realidad. Con McCann el lector no se pierde nunca, en parte porque las historias son perfectamente lineales e inteligibles, y en parte porque posee una sorprendente destreza para integrarse en una voz narradora que lo mismo habla en primera que en tercera persona, y que puede ser la de un chico irlandés contando el dramático reencuentro con su hermano, ahora convertido en un predicador cuya misión es facilitarles un poco la vida a un puñado de prostitutas callejeras del Bronx; una voz que a continuación se transforma en la de una distinguida señora que recibe en su lujosa mansión de Park Avenue a un grupo de mujeres de clase social inferior pero con las que le une un lazo irrompible: todas ellas han perdido a un hijo en Vietnam;  a su debido tiempo una de ellas, Gloria, tomará la voz narrativa para contar su peripecia vital desde su Missouri natal hasta su actual vegetar sin objetivo en Nueva York, y a continuación una de las prostitutas del Bornx contará su vida y la de su hija, también prostituta y muerta en un accidente de circulación que le cuesta asimismo la vida a su protector, el santón irlandés; el accidente ha sido provocado por una artista conceptual y su novio, ambos ex drogadictos y rehabilitados hasta la noche en que regresan a Nueva York desde el campo y recuperan sus viejos hábitos nocturnos, uno de los cuales consiste en eludir responsabilidades y darse a la fuga si provocan un accidente mortal y las cosas amenzan con ponerse feas. Luego vienen otras voces, masculinas o femeninas, en primera o tercera persona, que recuperan la narración donde otras la dejaron.  Y todo ello, como es de rigor, a su propio ritmo, pausado y reflexivo cuando se trata de contar la compleja evolución religiosa del predicador irlandés, rápida, nerviosa y gamberra cuando un grupo de hackers californianos logra colarse en el sistema telefónico y conectar con una cabina telefónica de Nueva York justo cuando encima de la cabeza del interlocutor un loco se está paseando sobre un alambre tendido entre las Torres Gemelas. Una gratísima sorpresa este Colum McCann, del que RBA tiene editadas otras tres novelas anteriores.

 

Que el vasto mundo siga girando

Colum McCann

RBA

Leer más
profile avatar
30 de agosto de 2010
Blogs de autor

Diario de Oaxaca

 

A primera vista no parece una propuesta de lectura demasiado atractiva. Primero porque se trata de la reedición de una obra relativamente reciente (2002). Y segundo porque es el relato de un viaje de diez días realizado por unos botánicos norteamericanos aficionados para ver helechos en el estado mexicano de Oaxaca. Si además de despistado (por no haberse enterado en su día de las excelencias del presente escrito) el lector es algo desconfiado tiene todo el derecho de preguntarse: "¿Helechos? ¿Cómo pueden dar material para escribir un libro las andanzas de unos adultos tirándose por los suelos provistos de una lupa para captar las intimidades anatómicas de unos hierbajos medio secos y perfectamente anodinos?". Para verificar que de verdad se trata de unos hierbajos anodinos y que no se ha perdido una fiesta espectacular  el lector acude al saber no partidista de la enciclopedia. Y allí, tras ser rebotado a la entrada Pteridofitas, se ve sucintamente informado de que se trata de plantas cormofitas (porque tienen cormo) y de raíces adventicias. El esporofito es el órgano productor de las esporas, una unidad de dispersión que puede aguardar durante siglos la llegada de las condiciones idóneas para la reproducción. La cual tiene lugar porque en el gametofito se forman los arquegonios, origen de las gametas femeninas, y los anteridios, origen de las gametas masculinas móviles flageladas. A partir de ahí seguirán seguramente varias columnas más de apretado texto en las que se dan indicaciones igual de misteriosas (más que nada por ininteligibles), y escasamente alentadoras. Porque si las 155 páginas que tiene el libro de Sacks van de lo mismo, estamos apañados. Piensa el lector.

Pero esa desconfianza es fruto del no conocer lo que sabe hacer un buen escritor con un tema cualquiera, por poco prometedor que parezca dicho tema. O sea, que el verdadero problema es una cuestión de sabiduría, y el propio Sacks lo dice a su manera: ese mismo paisaje pedregoso y salpicado de matojos que el hastiado viajero inexperto lleva horas contemplando desde la ventanilla del autobús, para el conocedor es el escenario de una grandiosa epopeya en la que cada vegetal, perfectamente individualizado y poseedor de rasgos caracterológicos únicos, forma parte de un ejército en lucha por la supervivencia frente a otro ejército impulsado por la misma necesidad de persistir, con zonas en las que uno de los combatientes está batiendo a su enemigo y ocupando claramente el territorio en disputa, mientras que en otro sector el resultado de la batalla es del signo contrario. Ello es así a veces por la perturbadora acción del ser humano, pero a veces por la intervención de aliados inesperados, como pueden ser esos pájaros que al comer los frutos de árboles y arbustos luego dispersan las semillas al defecar. O esos insectos que al ser atraídos por los lujuriantes e irresistibles colores de las flores polinizan a las plantas que las producen en detrimento de aquellas cuyas floraciones son irrelevantes y que perderían definitivamente la batalla de no ser porque, en ocasiones, cuentan con la inestimable ayuda del viento que hace las veces de insecto y se encarga de dispersar el polen. Otras veces el factor decisivo es la evolución, o un cambio climático que se demostró letal para unas especies y beneficioso para otras (capacidad de adaptación, etc). Es decir, el paisaje es el mismo, pero un buen guía es capaz de transformarlo, como bien dice Sacks: "Esto me recuerda otro viaje en autocar, por el estado de Washington, con otra amiga de Guam, cuyo conocimiento de la geología hacía que el paisaje inorgánico, las formas del terrenos que se sucedían a nuestro alrededor, cobraran vida. Casualmente, también ella era pteridóloga, pero su "ojo geológico", tan bien desarrollado, aportaba una dimensión y un significado adicionales a cuanto veíamos".

Personalmente he podido observar que pasa lo mismo si viajas con alguien que sabe de meteorología y de su signo más visible, las nubes; o de quien sabe leer el curso de los ríos y la lucha de éstos por la subsistencia, tan dramática que el observador apasionado puede incluso tomar partido y mantener una querella personal contra alguno de ellos, como le pasa a Rafael Sánchez Ferlosio con el Jalón, al que invariablemente califica de "río ladrón" porque, allí donde su cuenca casi se toca con la del Tajo, a lo largo de los siglos le ha "robado" más de un afluente, y todo el mundo conoce la preferencia del maestro por el Tajo a partir de su río favorito, el Jarama. Y lo mismo pasaba con Juan Benet, pues de pronto podía decirle a su chófer "Para un momento ahí" y ese ahí era un altozano desde el que se divisaba un valle sin el menor interés aparente, aunque una estrecha garganta situada a mitad de la ladera de enfrente resultaba ser el lugar elegido por Asdrúbal para tender una mortífera emboscada a los hermanos Escipiones, aunque también podía ser el escenario de una escaramuza entre moros y cristianos o una persecución de las tropas napoleónicas contra una partida de guerrilleros. No obstante, lo más frecuente era que se tratase de  uno de sus temas favoritos, por ejemplo, una maniobra de distracción planeada por el general Rojo en el frente del Guadarrama para aliviar la tensión en la Ciudad Universitaria de Madrid. O sea, unos viajes altamente instructivos pero interminables.

Lo cual no es el problema de este ameno e instructivo diario, y el lector despistado que se perdió la anterior oportunidad de conocer las andanzas de Oliver Sacks y su banda de amables chiflados pteridólogos hará bien en vencer su desconfianza y llevarse esta vez el libro a casa. Total es el relato de diez días de viaje, y diez días se pasan volando, como bien estarán comprobando en sus propias carnes quienes ya estén de regreso de sus vacaciones estivales.

Diario de Oaxaca

Oliver Sacks

RBA

Leer más
profile avatar
26 de agosto de 2010
Blogs de autor

Seda roja

 

Una (envidiable) ventaja que tienen los escritores chinos contemporáneos es que no necesitan romperse la cabeza a la hora de inventar una historia, por la misma razón que no les preocupan temas tales como la verosimilitud, la originalidad o incluso la estructuración y gestión del material narrativo. Con sólo que se limiten a poner en circulación unos cuantos personajes y seguir sus idas y venidas a lo largo de los días, todo lector occidental que sienta curiosidad por conocer los infinitos vericuetos y facetas del alma humana (incluida la china) tiene motivos de sobras para devorar página tras página, yendo de asombro en asombro. Es  más, casi me atrevería a asegurar que en Seda Roja el argumento (un asesino en serie que primero estrangula y desnuda a sus víctimas para luego vestirlas con un traje tradicional de seda estampada) es una distracción que impide concentrarse en la vida cotidiana del Shanghai que bulle más allá de las andanzas de ese tontazo directamente importado de Hollywood (y que, como se sabe, es un lugar donde hay más asesinos en serie que en todo el resto de Estados Unidos y el mundo entero).  

                A diferencia de los rusos (y me estoy refiriendo al día en que el animal de Gorbachov finiquitó de un plumazo el Estado soviético y dio por inaugurado el "tú roba bien y no mires a quién, ni te preocupes por el cómo") China está llevando a cabo una transición basada en el lema "un solo país y dos sistemas". En la práctica ello implica que un entramado socialista en fase terminal, pero que todavía es capaz de propinar zarpazos como Tiananmen, debe pilotar el paso a un capitalismo desaforado. El resultado, una corrupción que no tiene parangón con la rusa pero casi porque las estructuras estatales encargadas de poner el freno carecen de medios y argumentos morales, políticos, éticos e incluso racionales para hacer frente a los ríos de dinero que ahogan a todos salvo a los pocos afortunados capaces de mantenerse en la cresta de la ola y que según Qiu Xiaolong, el autor de Seda roja, son popularmente conocidos como "bolsillos repletos".  En ese caldo de cultivo sobrevive la China ancestral (reflejada en esta novela por los cursos de literatura clásica que está tomando el enigmático inspector Chen mientras el asesino hace de las suyas); también están los ya ancianos represaliados por la Revolución Cultural de Mao, que todavía viven bajos los efectos de las humillaciones y expolios sufridos a manos de los guardias rojos; los viejos funcionarios heredados del renqueante sistema socialista y que, pese a estar abocados a la desaparición, todavía son la única autoridad fuera del dinero; los jóvenes, totalmente ajenos al pasado y abiertos a los nuevos tiempos; y éstos, los nuevos tiempos, aquí representados por unos nuevos ricos entregados a la práctica de un capitalismo  salvaje y descarnado y al mismo tiempo de un refinamiento inimaginable  a ojos de Occidente.

Y ahí está para demostrarlo la escena cumbre de Seda roja, durante la cual el concienzudo inspector Chen (que se ha visto obligado a dejar momentáneamente sus estudios para dar su merecido al asesino) invita a éste a una cena fastuosa con el propósito de acorralarlo y lograr que confiese.  El banquete se abre con cuatro platillos fríos, especialidad de la casa: lenguas de gorrión fritas, patas de ganso maceradas en vino, ojos de buey estofados y labios de pescado con jengibre al vapor. Mientras los comensales hablan de esto y aquello, les sirven una culebra desollada viva en su presencia y otros muchos platos similares, aunque el momento decisivo escenificado por el astuto inspector Chen tiene lugar mientras sobre la mesa han puesto un infiernillo con un gran cuenco de cristal lleno de agua en la que sobrenada una tortuga que según vaya sintiendo el progresivo calor del agua tratará frenéticamente de escapar trepando por las paredes de cristal sin más resultado que caer una y otra vez y agitar el agua, disolviendo con ello unas especias y condimentos que acabarán perfumando su carne cuando, llegados los últimos estertores, los comensales decidan devorarla.

Quiero decir: con el tiempo, y sin brutalidades ni imposiciones forzadas, los japoneses han sabido explicar a Occidente sus tradiciones y mitos, igual  que sus gustos culinarios ya forman parte de los hábitos cotidianos de casi todo el mundo. Ahora llegan los chinos con sus cosas, pero con una diferencia que se nota muy claramente leyendo esta curiosa novela: Qiu Xiaolong es como un quintacolumnista que vive en St. Louis, Missouri, donde, siguiendo a su manera las enseñanzas de Derrida, escribe novelas a la última moda.  Es decir que,  así como lo japonés ha dejado de ser un producto exótico porque ha sido en cierto modo integrado, con estos recién llegados tenemos un largo camino que recorrer porque desde el año dos mil antes de Cristo los chinos ya eran chinos. Y por lo tanto se las saben todas, incluida la técnica para desestructurar una novela. Que también son ganas porque sólo con contar qué hacen y cómo viven los habitantes de Shanghai hay tema de sobra para llenar un ciclo como La comedia humana.

 

Seda roja

Qiu Xiaolong

Tusquets Editores

Leer más
profile avatar
9 de agosto de 2010
Blogs de autor

El ciclista

 

Después del lamentable (a ratos por obsceno) espectáculo que ha sido el Tour de Francia 2010, leer El ciclista, de Tim Krabbé, es una delicia. Porque, más allá de que sea un relato centrado en el deporte de la bicicleta (total y absolutamente centrado en ello, pues desde el título hasta la última palabra de la contraportada no se habla de otra cosa)  transmite una imagen envidiable de lo que podrían ser los deportes en general de no haber sido víctimas de la hiperprofesionalización que los está asfixiando.

Más o menos la mitad de su libro, Krabbé  la dedica a narrar una carrera llamada Tour del Mont Aigaoual que se celebró el 26 de junio de 1977 y que él, como se dice claramente en las primeras páginas, "quería ganar". La carrera, que actualmente todavía se disputa y ha cobrado un gran prestigio en parte gracias a esta novela, consiste en un doble bucle de 137 kilómetros que se cruza en Meyrueis, un pueblo situado en pleno parque natural de Les Cévennes. El recorrido, que se hace en algo más de cuatro horas, incluye varios puertos de montaña, entre ellos el que da nombre a la carrera y que tiene 1.567 m de altura. Durante los prolegómenos y los primeros kilómetros se van dando a conocer los más significados de los cincuenta y tantos corredores que le van a disputar el triunfo al autor. En la otra mitad del libro se van evocando algunas de las cuatrocientas carreras que por aquel entonces llevaba disputadas Krabbé, un notable ajedrecista que se pasó al ciclismo con casi treinta años y que poco a poco fue endureciendo su cuerpo, depurando su técnica y adquiriendo el conocimiento necesario para empezar a participar en carreras y, lo cual es quizá el trasfondo más interesante del libro, atreverse a decirse a sí mismo que las disputaba para ganarlas. Gestas significativas de los grandes campeones del pasado, sucesos de gran importancia para la historia del ciclismo y reflexiones morales que surgen del hecho mismo de afanarse por seguir dando pedaladas incluso mucho después de haber perdido el resuello, se entrelazan con el momento agónico de la carrera misma para componer un relato sencillo y a la vez apasionante porque veintitantos kilómetros después de la salida, y cuando todavía no se ha dejado atrás el primero de los puertos de montaña, ya ha quedado muy claro que allí no se está disputando únicamente una carrera sino que se está tejiendo una auténtica moral de vida.

El ciclismo no tiene un panteón de caídos tan ilustres como el alpinismo o la navegación, por poner dos ejemplos de prácticas deportivas que conllevan un gran riesgo, pero en cambio, quizás porque es una magnífica escuela, cuenta con millones de practicantes cuya afición a la carretera tiene algo de religioso (incluido, para qué negarlo, el fanatismo). Y para comprobarlo basta acercarse una mañana de verano a cualquiera de los puertos que el Tour ha mitificado (los Tourmalet, Mont Ventoux, Aubisque, Galibier, etc): centenares de padres de familia, muchos de ellos protegido por el coche familiar, pedalean con desesperada determinación sin más objetivo que poder fotografiarse en lo más alto contra el cartel donde ponga el nombre y la cantidad de metros que les ha costado llegar hasta allí. Pero ojo: si a media montaña les alcanza alguien que ellos juzgan, con sólo una breve ojeada por el rabillo del ojo, un inferior, la ascensión puede degenerar  en un duelo dramático porque ningunos de los dos  contendientes cederá el paso al otro a menos que se ponga de manifiesto la peor verdad que puede salirle a uno al paso cuando está en pleno esfuerzo: que el inferior es superior.

 A falta del equivalente a la Segunda División en las ligas de fútbol, el ciclismo se ha inventado un circuito de carreras amateurs que cubre todas las modalidades que luego se practican en el ciclismo profesional y que son, al mismo tiempo, un campo de entrenamiento para futuras figuras  y un refugio para quienes podrían haberse labrado un futuro en los equipos profesionales pero que, por las causas que sean (la vida) continúan siendo unos aficionados capaces de fajarse con sus iguales en condiciones de gran dureza.  Ése es el perfil de competidor que describe admirablemente Krabbé, porque él es uno de ellos. La carretera, inerte, ajena, ecuánime, es la que pone a cada cuál en su sitio y la que dice quién y qué es cada uno. Pero justamente por eso se dice que, a su modo, el ciclismo es una escuela donde se enseña una moral de vida.

Y una última cosa: la versión castellana de El ciclista va ya por la tercera edición.

 

El ciclista

Jim Krabbé

los libros del lince

Leer más
profile avatar
2 de agosto de 2010
Blogs de autor

La vida fácil

 

La sola mención de que el autor, Richard Price, fue el guionista de The Whire basta para que el lector potencial de por sentado que La vida fácil es una novela ágil,  visceral y contundente, y con unos diálogos tan expresivos que harán innecesarias las descripciones. Y sí, pero no.

                Basta leer el prólogo, titulado "Pesca nocturna en Delancey" para constatar que, en efecto, Richard Price es un maestro del diálogo y que ni siquiera el filtro de la traducción (la cual, por cierto, es excelente) le resta expresividad y capacidad para crear personajes y situaciones con una prodigiosa economía de medios. Y pongo un ejemplo: cuatro tipos de la fuerza operativa Calidad de Vida, ataviados con sudaderas que les dan un aspecto supuestamente anodino, patrullan a bordo de un falso taxi. En una luz roja se les pone al lado un coche cuyo conductor, tras bajar la ventanilla, se dirige a ellos llamándoles agentes."¿Ha dicho agentes?", exclaman  los agentes supercamuflados.

                Ese taxi que, silencioso como un ángel vengador navega por las calles desiertas del Lower East Side tendrá luego una gran influencia en el desarrollo de una trama que no puede ser más sencilla: tres falsos camareros ( y se dice falsos porque la estancia de todos ellos tras la barra es circunstancial debido a unas difusas aspiraciones literarias) caminan completamente borrachos a altas horas de la noche cuando les salen al paso dos raterillos. Lo que debería haber sido un atraco rutinario se transforma en tragedia porque una de las tres víctimas, a saber por qué, se rebela diciendo "No, esta noche no", y ello le cuesta un tiro en el corazón.

                A partir de ahí, y fundamentalmente a través de las salas de interrogatorios,  pero también durante los registros domiciliarios, el rastreo por las calles, la búsqueda sistemática de testigos y la paulatina aparición de los familiares y el entorno de las víctimas y los sospechosos, así como también los familiares y el entorno de los propios policías, Price se las arregla para llevar a cabo la prodigiosa reconstrucción de un barrio que originariamente fue judío, pero que hoy es sólo un barrio más de Nueva York, es decir, un entramado de calles y callejones donde se alzan viejos edificios en los que se hacinan centenares de personas sin apenas rasgos que las definan. El color de la piel o la religión, el origen nacional y la lengua son tan escasamente significativos como los nombres, muchas veces reducidos a un simple mote, o transformados con fines delictivos.

                Y lo mismo pasa con los rasgos morales. El entorno, el Lower East Side, es en sí mismo una entidad tan sólida, y su entramado de leyes y normas no escritas, o las relaciones de parentesco, amistad, pertenencia y afinidad ha sido tan perfectamente estructuradas que las individualidad se diluye en lo colectivo. Y por lo tanto las leyes de la moral general, o la distinción entre el bien y el mal carecen de sentido porque tampoco es concebible tal cosa como  el libre albedrio. En cuyo caso, la misión de las llamadas fuerzas del orden consiste en lograr que cada individuo encaje en el lugar que le corresponde para que el entramado social no se atasque y su maquinaria pueda seguir funcionando. Así, cuando el policía se dirige a la sala de interrogatorios y quiere saber qué le aguarda allí, no pregunta si el detenido es culpable o inocente, o qué solidez tienen las pruebas acumuladas contra él. Sólo pregunta: "¿Es blandito?". O sea: "¿Me va a costar mucho ponerle en su sitio?". Y cuando termina el interrogatorio y sus jefes quieren saber si lo considera culpable o inocente, su dictamen es: "Trapichea un poco con marihuana pero no es mal chico". Que puesto en boca de un policía tiene su aquel.

                Por descontando que hay ejemplos inolvidables de la famosa habilidad de Richard Price para el diálogo, y ahí está para corroborarlo la genial descripción de la ex mujer del viejo sargento que hace de protagonista: sólo interviene cuatro o cinco veces y únicamente por teléfono, pero la causticidad de sus respuestas la retratan con tanta nitidez como si su figura hubiese sido recortada con un bisturí. Cabe sin embargo una observación: La vida fácil es una novela fascinante pero lenta porque, además de contar una historia Richard Price está llevando a cabo la reconstrucción de un universo, y parafraseando el viejo dicho castellano, tampoco Zamora se conquistó en una hora. La narración engancha desde las primeras páginas y, pese a que a veces se estanca o traza grandes meandros,  ya no se puede soltar hasta el final, ello aun sabiendo que no habrá buenos ni malos y que los culpables no van a ser castigados ni los buenos premiados como unos y otros merecen.

 

La vida fácil

Richard Price

Mondadori

Leer más
profile avatar
26 de julio de 2010
Blogs de autor

El buen ladrón

 

 

Resulta asombroso constatar, aunque sea por enésima vez, la potencia expresiva y la capacidad para retener la atención que todavía poseen los cuentos de hadas. Y llamo cuento de hadas a esa situación en la que el mundo se muestra injusto y mezquino en general, pero particularmente con el protagonista, que en el caso de El buen ladrón es Ren, un niño huérfano, abandonado al nacer en un orfelinato y al que le falta una mano que él no sabría decir cuándo o cómo la perdió. Lo que distingue esa injusticia y mezquindad de tanta injusticia y mezquindad como hay en el mundo, es decir, lo que permite calificarla la narración de cuento de hadas es que, desde el principio, al lector se le da a entender que no todo está perdido y que al final, mediante una intervención punto menos que milagrosa (o mágica) el orden natural será restablecido, los malos serán castigados y los buenos, en especial el protagonista, alcanzará la felicidad tan azarosamente ganada.  

                La autora, Hannah Tinti, entra casi de inmediato al trapo y deja claro que su modelo es un Oliver Twist trasladado a la Nueva Inglaterra rural y canalla de finales del siglo XVII. Casi a paso de carga van apareciendo los personajes que tutelarán el viaje de Ren en la búsqueda de su destino: un estafador fantasioso que mediante embustes inverosímiles se lleva al huérfano asegurando ser su hermano mayor; su socio, un antiguo maestro de escuela reconvertido en saqueador de tumbas y ladrón de cadáveres;  un gigante, asesino a sueldo de profesión y su contrafigura, un enano que vive en el hueco de un tejado y entra en las casas deslizándose por las chimeneas; una mujerona grandota y gritona pero de buen corazón o los gemelos Bron e Ichy, los dos únicos amigos de Ren en el orfanato y a los que éste rescata en cuanto puede. Hay un momento, y después de haber sido sometido a un régimen intensivo de sorpresas y maravillas, en que el lector es inducido a abrigar la esperanza de que, una vez llegado el momento de las recompensas, Ren recibirá la más alta de todas, o sea, la recuperación de su mano perdida. Pues no otro parece ser el propósito de que, entre tantas desdichas y sobresaltos como se viven  en el orfanato, de pronto se nos informe de que San Antonio, patrono de la institución, le restituyó el pie a un chico que le había propinado una patada a su madre y que al ser reconvenido por el propio santo ("Debes librarte de la parte de ti mismo que ha cometido el pecado"), ejecutó literalmente la orden recibida y se cortó el pie pecador. Y el lectior se pregunta: "¿Osará Hannah Tinti  crear un espacio mágico en el que suene natural la intervención de un émulo del santo capaz de cometer la mayor transgresión posible contra las leyes de la verosimilitud?

                Por desgracia, el excesivo respeto a la verosimilitud quizás sea la mayor limitación que cabe achacársele a El buen ladrón,  una estupenda primera novela surgida de esa fábrica inagotable que se han inventado las universidades americanas a través de sus talleres de escritura. En el caso de la Tinti el maestro fue Todorow, quien seguramente tuvo el buen sentido de aconsejar a sus discípulos forzar al máximo las situaciones pero sin traspasar los límites que les impondrá, en cada etapa de su evolución como novelistas, el dominio de los recursos literarios.  Y en el caso de El buen ladrón la propuesta resulta atractiva y el lector acepta de buena gana una inmersión disparatada y audaz en una América brutal, digna heredera de la novela picaresca. Ni siquiera falta la venta fraudulenta de un elixir de efectos universales y elaborado por los propios embaucadores, conscientes de que se les ha ido la mano con el opio y que deben cambiar las etiquetas, aunque no se les ocurre mejor cosa que convertirlo en un tónico para calmar a niños díscolos. Entra dentro del tono general del relato el que, no mucho después, uno de los cadáveres que están desenterrando para venderlo a un profesor de anatomía abra de pronto los ojos y declare estar hambriento; o que, llegado el momento en que el héroe debe ser salvado, su salvadora sea una bondadosa joven aquejada de un labio leporino. Y por la misma razón, cuando Oliver/Ren recupera a su familia, ésta no es una buena gente que acoge amorosa al heredero desaparecido sino que lo detesta y hace lo posible por devolverlo al asilo, mientras que la famosa herencia, el tesoro que permitirá al héroe cumplir sus sueños y los de los suyos, resulta ser una astrosa fábrica de ratoneras. Y por descontado que reaparece la dichosa mano, pero conservada en formol. Lo cual, por curioso que parezca, resulta de una lógica irreprochable porque mientras tanto la autora ha hecho todo cuanto ha podido para que el relato mantenga un innecesario equilibrio entre lo verosímil y el disparate. Qué le hubiese costado, y conste que lo digo en general y no sólo por el detalle de la mano, llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias y permitir que fuesen el disparate y los despropósitos quienes impusieran su propia lógica. Los surrealistas, sin ir más lejos, enseñaron cómo se hace eso. Pero conste que se trata de un muy estimable intento de contar un cuento de hadas moderno y por ende descreído y malparado, y que encima se lee con la sencillez propia de los relatos de aventuras.  

 

El buen ladrón

Hannah Tinti

Anagrama

Leer más
profile avatar
19 de julio de 2010
Blogs de autor

Éramos unos niños

 

Entre 1975 y 1978, Patti Smith sacó tres álbumes, Horses, Radio Ethiopia y Easter, que la situaron en un lugar envidiable en el grupo de privilegiados que parecían llamados a poner voz e imagen al último cuarto del siglo XX. En la España de la época, a las dificultades del trasvase entre idiomas se unió la desidia de unas discográficas sabedoras de que el producto se vendía sólo y no necesitaban cuidarlo, por ejemplo incluyendo en las solapas  las letras y no digamos las traducciones de esas canciones que se escuchaban en todas partes y que incluso se tarareaban a base de unir sonidos onomatopéyicos que imitaban más o menos lo que habían escrito los compositores. Gracias ello, la voz de los cantantes era como un instrumento más junto con las guitarras eléctricas, la percusión, el viento y los inventos tecnológicos que se impusieron en los estudios de grabación según se iban agotando las ideas y había que ocultar el silencio.

                En el caso de Patti Smith, su voz era ronca, a ratos algo desgarrada y sobre todo indescifrable (y cómo podría ser de otro modo si se trataba de la hija de un suburbio industrial de Chicago trasplantada a uno de los barrios más  bohemios e iconoclastas de Nueva York). Pero al mismo tiempo era extraordinariamente expresiva y por lo tanto capaz de suscitar sentimientos, crear estados de ánimo y provocar emociones. Lo cual, bien mirado, es lo que se espera de la música, ya sea un exabrupto punk o una sonata de Beethoven.

 De su imagen (luego sabríamos que cuidadosamente elaborada, destacaba una indumentaria que parecía recién rescatada  de los cubos de desperdicios del Savation Army,  el peinado a lo Keith Richards, los abalorios exóticos y,  sobre todo, la acentuación  de sus rasgos andróginos. A medida que aumentaba su popularidad también crecía su leyenda, estrechamente ligada a personajes tan míticos como Robert Mapplethorpe, Sam Shepard, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Andy Warhol, Bob Dylan o Bruce Springsteeen. Y ligada también a lugares no menos  míticos como el Hotel Chelsea, el Max´s o la Factoría. En su día, mencionar su círculo de amistades era como recitar una necrológica porque entre el alcohol, las drogas y los distintos excesos que propician la fama y el dinero ganado a espuertas, la lista de bajas era interminable, pues cada día caía alguien más. Hasta que un buen día ella misma desapareció y otro buen día reapareció, veinte años después, diciendo ser viuda y con dos hijos. También  decía tener graves problemas económicos y en cada entrevista se veía obligada a negar que fuera (cielos)  "la abuela del punk".

Curiosamente, y pese a lo que pueda decir esa leyenda que aún la persigue, según vas leyendo capítulos de su biografía, Éramos unos niños,  cada vez entiendes mejor cómo pudo salir incólume después de vivir tantos años en el ojo del huracán, muchas veces incluso durmiendo con él, como es el caso de su larga y muy provechosa relación sentimental con un desaforado como Mapplethorpe. Reducida a un esquema muy básico, su biografía coincide con la de millones de burguesitas que aterrizan en Nueva York con el sueño de hacerse artistas. Y este rasgo, entender el arte como un modo de vivir la vida (o lo que es lo mismo, como una profesión), es lo que la unió con todos cuantos tuvo una relación sentimental, y en definitiva, fue su tabla de salvación. "Hay artistas que reflejan la vida y otros que la transforman", insiste ella varias veces.  Y cuando sus  compañeros dejaban de crear y copiaban la vida, o lo que es peor, se copiaban a sí mismos, ella lo veía como un signo para seguir su camino.

Este podría ser su esquema: infancia clásica de una niña sensible e imaginativa que se asfixia en un medio familiar amoroso pero que la coarta. Embarazo adolescente, decisión de criar al niño y entrega de éste a una familia que lo cuide: remordimiento de por vida. Llegada a Nueva York y vida bohemia, con una progresiva introducción en los medios más creativos del momento. Por acompañar a  Mapplethhorpe, asedio a la Factoría para hacer méritos y ser recibidos en el círculo del divino Warhol. Clásico eclipse femenino a favor de la carrera del varón, hasta el extremo de que se pasa años trabajando en librerías  para que él pueda crear libre de cuidados. Pequeños escarceos amorosos mientras su compañero vive el volcánico descubrimiento de su homosexualidad, su fascinación por el sado  y sus escarceos con la prostitución propia. Y así hasta el final, en plena vorágine pero incólume, porque no se drogará nunca, ni cometerá ninguno de los excesos que son la norma en su cotidianidad. Y todo, me parece entender, porque su misión como artista le impedía entretenerse con jeringuillas y otras pasiones menores. No pretendo decir que un final a lo Janis Joplin sea el adecuado para una estrella del rock, pero sobrevivir a la propia leyenda es un ejercicio de estilo que llega cuando el cuerpo ya no tiene la elasticidad de antes, ni las ganas de vivir son las mismas, así como tampoco están los amigos de entonces ni el tiempo, por la razón que sea, tiene ya la calidez que solía.

 

Éramos unos niños

Patti Smith

Lumen

 

 

 

Leer más
profile avatar
13 de julio de 2010
Blogs de autor

Comedias y Dramas II

 

Vaya por delante que nunca en la vida había leído nada de Jacinto Benavente, así como tampoco había visto representada una sola de sus obras. O casi, porque cuando nos dio a todos por conocer a Buñuel hasta en sus raíces tuvimos que hacer una inmersión obligada en la cinematografía mexicana y, mirando aquí y allá, dimos con joyas colaterales tan de agradecer como La Malquerida (1949) del Indio Fernández, en la que Dolores del Río hacía de doña Raimunda, la dueña de la finca de El Soto y madre de Acacia (Columba Domínguez) la adolescente que mantiene una volcánica y destructiva relación amorosa con Esteban (Pedro Armendáriz), marido de doña Raimunda y por lo tanto su padrastro, un hombre tan celoso que incluso mata a los pretendientes que acechan a su hijastra/amante. Y de ahí el corrido que se escucha en la cinta: El que quiera a la del Soto/Tiene pena de la vida/Por quererla quien la quiere/Le dicen la malquerida.

                Pero es evidente que no resulta adecuado decirse conocedor de Benavente por haber visto una obra suya pasada por la más pura y esencial cinematografía mexicana. Claro que, puestos a decir absurdos,  también los borrachos europeos compran en las Ramblas de Barcelona unos sombrerazos charros convencidos de estar poniéndose en la cabeza uno de los símbolos más genuinamente españoles. Pero hoy, después de haberme leído de una sentada las quine comedias y dramas  repartido en las 912 páginas que tiene la edición de la Biblioteca Castro, debo reconocer que he salido renovado del intento, pero profundamente perplejo.

                De un lado, me parece  un verdadero lujo poder disfrutar del castellano que hablan sus personajes, de una riqueza que no se basa en el vocabulario sino en la sutileza, la ironía y la capacidad expresiva de unos parlamentos que si suenan vivos y ocupan la totalidad del espacio escénico es debido a la capacidad de Benavente para sacar el máximo partido de la técnica teatral, o de unos recursos que él parece manejar incluso con los ojos cerrados. Y a este respecto remito al lector curioso a una obra llamada La princesa Bebé, una farsa sobre princesas, emperadores, plebeyos y los amores de todos ellos que reúne ingredientes de sobras para ser un estereotipo de cartón piedra, pero que gracias al oficio del autor se lee con sumo gusto. Porque esa es otra, la lectura. A los numerosos enemigos de Benavente se les cortó el aliento cuando en 1922 le dieron el premio Nobel, pues entre otras cosas le acusaban de escamotear la dramatización en beneficio de la narración (muchas veces los acontecimientos esenciales ocurren fuera de escena y por lo tanto en ésta se "habla" de ellos pero no se presencian). Y eso, que desde el punto de vista teatral es evidentemente una grave carencia, en cambio para el lector actual es una bendición que la narratividad prime sobre el drama.

                Más elementos positivos: la guasa, la finura crítica y los magníficos retratos de unos personajes cuyos  modelos han desaparecido pero que perviven hoy  en estas obras. Y asimismo merece un elogio sin reservas su capacidad para enlazar directamente con la literatura picaresca en obras como Los intereses creados, probablemente porque al recurrir a personajes de la commedia dell´arte está haciendo una obra de género y ésta, curiosamente, resiste mucho mejor el paso del tiempo que la alta comedia o el drama rural que tanto cultivó.

                En el lado negativo, lamentar sobre todo que no decidiese llevar hasta sus últimas consecuencias su don para la organización escénica y la jerarquización espacial a partir de la palabra. Aprovechando que era hombre de fortuna viajó de joven por toda Europa y Rusia y llegó a conocer bien la obra de quienes luego marcarían el carácter del teatro europeo de finales del siglo XIX y principios del XX. Gente como Dannunzio, Maeterlink, Wilde, Ibsen, Chéjov o Stanislavsky, mientras que en España (cuando al mismo tiempo ya ejercía de algo tan prometedor como es ser empresario de circo) empezó asociándose con Valle Inclán para hacer un teatro basado en la calidad artística y una crítica social sin compromisos. Y se estrenó con El nido ajeno (1894) una obra que con el tiempo le hubiera llevado a una profunda renovación del teatro español pero que de momento le valió una lluvia de palos apenas compensados por los elogios de Azorín. Por desgracia, y  pese al éxito arrollador de muchas de sus obras posteriores, optó por una posición más acomodaticia y que hoy puede percibirse de la sola lectura de sus obras: más que hacer una crítica social tan demoledora como la de Valle, Benavente en el fondo respeta el orden establecido y a quienes ataca de verdad es a los transgresores de ese orden pero por arriba, es decir, los arribistas, los nuevos ricos y los groseros que no ven más valor social que el dinero, siendo todos ellos demolidos por la critica implacable de Benavente.  Las acusaciones de "moralizador" que se le hicieron en su tiempo hoy quedan desactivadas por una evidencia peor: Benavente era demasiado lúcido para creerse sus salidas de tono, y demasiado inteligente para no ver el despilfarro que hacía de sus dotes teatrales. Y no creo que le quedaran ganas de moralizar. Quería seguir siendo aceptado por la sociedad que tanto le había ensalzado y en ese sentido (y no por una convicción política) debe ser entendida su sonada aparición en una manifestación franquista en 1947 y que le allanó todo tipo de dificultades posteriores con el régimen de Franco. En resumen,  si hay que agradecerle sin reservas la calidad media de sus obras, también es de lamentar que no optara por sacar todo el rendimiento que le permitían su talento y sus recursos para manejar la lengua castellana. Y que todavía hoy, en sus manos, luce esplendorosa.

 

Comedias y Dramas, II

Jacinto Benavente

Biblioteca Castro  

 

Leer más
profile avatar
5 de julio de 2010
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.