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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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Variaciones sobre un tema romántico

“Cuando llegaron -  siguiendo el camino del río – no había otra luz que la débil palomilla de aceite de la urna del santo sobre el portalón de entrada. Todo el edificio – no era alto, de dos plantas, pero muy alargado y estrecho, para ceñirse al reducido ribazo entre el escarpe y el río – se hallaba a oscuras, las ventanas cerradas, sumido en esa palpitante tiniebla –a causa del borbollar de la rápida y caudalosa corriente – que surgida de un turbión siempre parece a punto de provocar un estallido. Del lado del río el santuario se hallaba cercado por una tapia coronada por una albarda de teja a dos aguas, que con el edificio adosado a la roca creaba un patio ornado de aligustres y mirabeles en cuyo extremo se erigía un airoso crucero gótico sobre un basamento de peldaños de granito […]

Cualquier buen lector reconocerá de inmediato el timbre inconfundible que resuena en este párrafo. Y si se lo ha atribuido a Juan Benet habrá acertado de lleno porque pertenece a uno de los cuentos inéditos – Variaciones sobre un tema romántico – que acaba de publicar Mondadori.  No obstante, y como en el libro se ofrecen datos suficientes acerca de las circunstancias y vicisitudes experimentadas por estos relatos hasta ahora desconocidos, me limitaré a insistir en su genuina calidad. Y aprovecho la ocasión para resaltar la indecible sensación de pérdida que se experimenta durante su lectura porque – y a las pruebas me remito – es una escritura irreparablemente perdida, y sólo Rafael Sánchez Ferlosio, cuando le da por escribir ficción, puede ofrecer una altura similar.

Por fortuna, los degustadores de historias bien contadas tienen la posibilidad de refrescar la memoria con el volumen  titulado Ensayos de incertidumbre, también publicado por Mondadori y en una magnífica edición preparada por Ignacio Echeverría. En él están incluidos trabajos como “Ética, noética, poética” o “¿Se sentó la Duquesa a la derecha de Don Quijote?” que son míticos dentro de la producción benetiana. Pero entiéndaseme: no pretendo menospreciar los conocimientos, el buen tino en sus observaciones o la vasta curiosidad que le llevó a ocuparse de temas tan diversos como la escritura sagrada , el hipérbaton y las tácticas militares,  o una libertad de criterio que le permitió – y hablo de los años setenta del siglo pasado – poner en duda el aplauso universal a James Joyce o echar una ojeada (muy)  crítica a un personaje tan elogiado y poco leído como era y es Benito Pérez Galdós. Sin embargo, tanto Juan Benet como el arriba mencionado Sánchez Ferlosio son dos narradores natos y no pueden evitar el que, en medio de su densa, muy cuidada y pensadísima prosa, emerjan micro narraciones de una intensidad asombrosa. Y al revés. En pleno relato, pueden surgir observaciones de una altura moral que las firmarían sin dudarlo Pascal o Montaigne. Como ejemplo de este segundo aspecto remito al lector al cuento titulado  “El legado”, del que, aparte del placer que proporciona su lectura, se podría extraer un tratado sobre las (ejemplares ) relaciones entre un chico joven y un anciano. Si se trata de sólo placer en la lactura, remito asimismo al lector al cuento “La hostería”, al que pertenece el párrafo citado en el encabezamiento del presente escrito.

Con respecto a la otra característica de la prosa benetiana – la narratividad dentro de un ensayo perfectamente erudito – pongo únicamente a modo de ejemplo el elocuente ensayo titulado “De Canudos a Mancondo”. Como es lógico, el ensayo pretende hacer un recorrido sentimental  que va desde Canudos, el paisaje donde Euclides da Cunha insertó su monumental Os Sertáo, hasta el Macondo de Cien años de soledad. Frente a lo que haría cualquier profesor de literatura comparada, Benet empieza por sacar un personaje estrafalario  - un supuesto genio que según él guió no tan azarosamente y a lo largo de su vida el itinerario de sus lecturas. Luego, tras un breve pero severo repaso a la educación religiosa de aquel tiempo, el lector se ve inmerso en una disparata historia de gallegos y portugueses en  la que – siempre al dictado del genio de la lectura – aparece el citado libro de Euclides da Cuhna leído sin diccionario y cuando en realidad buscaba una forma de entenderse con sus subordinados gallegos. Sólo entonces aparecen Macondo y el resto de páramos, casas verdes y demás reinos de este mundo que tanta fama le dieron a la literatura latinoamericana de la época. Pero insisto en que sólo es un ejemplo y que el libro – y ya que sale, el resto de ensayos de Benet y Sánchez Ferlosio – están plagados de historias igual de formidables.

 

Variaciones sobre un tema romántico

Ensayos de incertidumbre

Juan Benet

Lumen

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19 de septiembre de 2011
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Daisy Sisters

 Por alguna razón, Daisy Sisters ha tardado bastantes años en ser traducida, primero al alemán, luego al inglés y ahora al castellano. Pero no se trata del clásico rescate de una obra guardada en un cajón y que sólo sale a la luz para aprovechar el tirón posterior del autor. En el  caso de Mankell, el “tirón” se calcula en unos 20  millones de libros vendidos en 40 lenguas de todo el mundo a razón de más de un millar de libros diarios. Según sus biógrafos, Daisy Sisters surgió a raíz de una reunión de mujeres operadoras de grúas celebrada en la localidad de Borlänge, y en la cual se estudiaron los problemas y la situación personal de las mujeres trabajadoras en el arranque de la década de 1980. Para responder a la pregunta de qué se le había perdido a Mankell en semejante lugar, y con aquel motivo, habría que preguntarse de paso por qué, siendo ya un un autor de fama universal, Mankell continúa pasando la mitad del año en Maputo, capital de un país como Mozambique con un analfabetismo que afecta al 75 % de la población, cosa que no le impide programar en el teatro que allí dirige obras de Strindberg, Darío Fo o Lorca, entre otros. De paso cabría preguntarse por qué entrega la mitad de sus considerables ingresos a organizaciones de solidaridad humana o qué hacía –hace apenas un año – a bordo de la flotilla que se dirigía a Israel para ayudar a los palestinos en la lucha por su dignidad como pueblo. O sea que se trata de una pregunta compleja y que sus biógrafos se suelen despachar diciendo que “se trata de un hombre con profundas convicciones sociales”.

En Daisy Sisters el lector que haya seguido las aventuras (o quizás mejor, desventuras) del comisario Kurt Wallander  va a encontrar muchos de los rasgos que caracterizan a Mankell como narrador, en especial una marcada irregularidad en el desarrollo de la acción. Cuando parece que ésta, la acción, se va a centrar en las dos amigas que marcan el arranque de la novela, una de las dos desaparece y la atención se focaliza en la otra, que sólo un par de capítulos más tarde va a ceder el protagonismo a su hija, que tampoco es una heroína clásica (ninguna de las dos mujeres lo es) en el sentido de que no asume la responsabilidad de su vida y sus actos con vistas a alcanzar un objetivo que bien podría ser la pura y simple supervivencia. En su pasividad, madre e hija son como dos catalizadores, o conductores, que posibilitan  la circulación de las fuerzas vitales constitutivas del entramado social. Ello con la particularidad de que el hecho primigenio que desencadena la interacción de dichas fuerzas sociales son los embarazos, generalmente por el expeditivo medio de la violación.

Porque ése es quizás otro de los rasgos narrativos más sobresalientes (y perturbadores) de Daisy Sisters: Mankell adopta el papel de notario meticuloso y objetivo de los acontecimientos y no lo abandona ni siquiera durante los momentos más emotivos. No hay juicios éticos que determinen el  carácter de unos hechos que sólo tienen importancia de acuerdo con las consecuencias que tienen para el sujeto pasivo de los mismos. Y en ese sentido, la trama no puede ser más cotidiana: dos amigas que sólo se conocen por carta encuentran la forma de pasar juntas unas vacaciones en bicicleta. Al regreso a casa resulta que una de ellas ha quedado embarazada y tras un desgraciado intento de resolver el problema a las bravas decide asumirlo hasta el final, cosa que marca decisivamente la vida de esa hija de obreros obligada a salir adelante con una criatura que condicionará decisivamente su futuro. Con el tiempo, la hija no deseada alcanza la edad de meterse en sus propios líos y la narración se centra en sus propias tentativas por crearse una vida propia que se verá decisivamente condicionada por los sucesivos embarazos (tres) a los que se añade el de la madre, que decide volver a embarazarse coincidiendo con una de las gestaciones de su propia hija. Los sucesivos encuentros y desencuentros de ambas mujeres con sus respectivos destinos se desarrollan contra el fondo de las  condiciones laborales de Suecia desde la Segunda Guerra Mundial hasta las crisis económicas de finales de la década de 1970.

Pero, como queda dicho, Mankell es un notario escrupuloso y al levantar acta de los acontecimientos no oculta ni por un momento el lado sórdido de los mismos, con toda la brutalidad, la violencia y la mezquindad que cabe imaginar en unas clases trabajadoras sometidas a unas condiciones laborales y sociales bestiales. Lo que ocurre es que, además de escrupuloso también es objetivo y si no perdona uno solo de los aspectos  sórdidos de la conducta de los personajes, tampoco oculta los aspectos generosos, solidarios y afectivos que el ser humano es capaz de mostrar junto con su lado más oscuro. Y en ese sentido Daisy Sisters  es una narración muy completa. Irregular, pero comprehensiva de la conducta humana.

 

Daisy Siters

Henming Mankell

Tusquets

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12 de septiembre de 2011
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Hotel España

Juan Pablo Meneses es un periodista chileno que lleva años practicando lo que él mismo llama "periodismo portátil", y que en la práctica consiste en hacer de los cibercafés la sede de una redacción infinita y que le permite viajar ligero de equipaje porque allí donde vaya siempre habrá un terminal que le permitirá acceder a su oficina y trabajar "como en casa".

Como era de prever, a fuerza de ejercer durante años esas opción vital y laboral  itinerante el concepto "casa" también pasó a estar estrechamente relacionado  con lo portátil. Hasta que un día, hace ya varios años de ello, mientras andaba ejerciendo el periodismo por todo Latinoamérica, fue a caer en el Hotel España de Buenos Aires. Y, de algún modo, allí sigue.

La voz que entra reiteradamente en el texto advirtiendo de que "Meneses, son las nueve", acaba siendo como un leitmotiv vital. Su negocio es contar historias y las busca o le salen al paso en los lugares más excéntricos e inesperados, pero cada vez regresa al Hotel España de Buenos Aires, un establecimiento fuera de época y que no le gusta, pero con el cual se le ha creado un tipo de relación muy similar a la que él, y muchos latinoamericanos como él, mantienen con la antes llamada Madre Patria y que, puesta en boca de Barthelby podría resumirse con su célebre I do prefer not, o sea, preferiría que no pero ahí estás, todavía, doscientos años  después. Porque el  Bicentenario de la Independencia es otro de los leitmotivs del relato: si en casi todas las ciudades del Sur de América hay un Hotel España, ¿por qué no ir a echarles un vistazo? Y, de paso, por qué no dar una vuelta por el país, ahora que más o menos vienen a cumplirse doscientos años de libertad.

Sin embargo no es un libro político ni muchos menos un  ajuste de cuentas más. A Meneses ("Que son las nueve") le interesan  la gente y sus circunstancias y lo mismo le da que sea un pueblo de la Patagonia que vive del avistamiento de ballenas o la aparición del infierno en un paraíso turístico brasileño (encarnado en una mosca que tiene la ocurrencia de desovar dentro del oído del privilegiado turista). Para un narrador fino y ocurrente, y con buen ojo para trascender el nivel anecdótico, el ambiente en las calles de La Paz, el olor inconfundible de la habitación 54 del Hotel de España de Buenos Aires o los ingredientes para un plato local le proporcionan material suficiente para tejer un libro fundamentalmente ameno y simpático, y con numerosos toques de sinceridad. Por ejemplo cuando se pregunta si a fuerza de
escribir historias reales no ha terminado por convertir su vida en una ficción.  O si la opción por una existencia portátil no le habrá impedido vivir una vida más normal. Pero ésa es la clásica pregunta que el sedentario se viene haciendo desde el principio de los tiempos cada vez que ante la puerta de su casa ve pasar al caminante con aspecto de ir muy lejos.

Hotel España
Juan Pablo Meneses
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26 de agosto de 2011
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Los infinitos

 

Desde hace bastantes años cunde la certeza de que el espíritu de la narrativa ha buscado refugio en la islas británicas, sintiendo especial predilección por Irlanda. Y John Banville es uno de los nombres fijos a la hora de enumerar ejemplos en los que sustentar  tal aserto.  O una prueba irrefutable de que, digan lo que digan los agoreros, la novela no sólo no está muerta sino que goza de una admirable vitalidad. Al menos en aquella islas. Desde 1970, y con una elegante intermitencia, Banville ha publicado novelas como Eclipse o Imposturas que bastarían para asegurarle un puesto fijo en la lista de los elegidos.

Ahora se descuelga con Los infinitos, una novela publicada en Inglaterra en 2009 y acogida con un entusiasmo no exento de perplejidad porque, para decirlo de golpe, el arranque de la narración es tan lento y titubeante que incluso  sus  más fieles seguidores  tienen tiempo de preguntarse si, en esta ocasión,  el maestro no se habrá columpiado. De entrada, y según se van acumulando las páginas, da la sensación de que se trata de un problema de verosimilitud, como si el propio  Banville no estuviera seguro de que el lector medio vaya a aceptar que la voz narradora es la de un dios, y más concretamente la del viejo Psicopompos, el encargado de acompañar las almas de los mortales hasta el inframundo de Plutón. Por fortuna las cosas empiezan a aclararse cuando queda claro que la presencia del nefando mensajero de los dioses en casa de la familia Godley queda plenamente justificada por el hecho de que el viejo Adam, el patriarca, el insigne matemático  inventor de la teoría del infinito de infinitos, está agonizando y el desenlace se adivina inminente.

Con ello, a la inverosimilitud inicial (¿resulta creíble un relato contemporáneo narrado por Hermes, hijo de Zeus ?) viene a sumarse la sospecha de que a Banville le abruma la perspectiva de tener por delante una novela entera  cuyo protagonista es un enfermo terminal que por insistencia de su mujer ha sido trasladado a la residencia campestre de la familia para que acabe su vida en paz y rodeado de los suyos. Los cuales, dicho sea de paso, no son la clase de personas con las que uno saldría de marcha. Por ejemplo.

Y bien. Contra todo pronóstico, lo que resta al terminar la novela es una intensa,  desbordante, irrefrenable,  gozosa (y por ende también dolorosa ) sensación de sensualidad. Y la dificultad del empeño es  tanto más notable si se tiene en cuenta que, en lo relativo al gozo de los sentidos, el personaje más prometedor, ese  viejo e irredento sátiro llamado Adam Godley, está sumido, por utilizar  una metáfora del propio Banville, en una oscuridad en la que sólo resuenan las puertas que se van cerrando una a una. ¿Hasta la llegada del portazo final? El resto del elenco no es muy prometedor, empezando por Úrsula, la jovencita que a los diecinueve años conoció al  ilustre matemático (más viejo que su propio padre) y al cual se entregó tan incondicionalmente que ahora, una vez llegado el final de su vida matrimonial, está entregada a la botella y  difícilmente cabe concebir para ella un futuro esperanzador. También están Adam, el primogénito, demasiado aplastado por la figura paterna como para concebir una personalidad independiente; Roddy Wagstaff, el dandy supuestamente comprometido con la hija pequeña los Godley pero cuya secreta ambición es llegar a ser el biógrafo oficial del gran hombre. Y Benny Grace, un tipo calvo, gordo, sudoroso y tan ambiguo que incluso se puede dudar de su existencia. El reparto masculino se completa con el propio Zeus,  asimismo un sátiro tan  incorregible que a estas alturas  todavía anda persiguiendo a bellas mortales con la esperanza de degustar, o al menos sentir el roce, de esa pasión amorosa que  permite degustar  a su vez a los mortales, o al menos sentir, el roce de la inmortalidad. Y de ahí el continuo recurso a la sensualidad por parte de unos y otros, pues  incluso Petra, la desdichada benjamina de la familia, cuando recurre a su vieja costumbre de hacerse cortes en los brazos con una navaja de afeitar (para luego llevarse  los antebrazos al pecho y sentir el calor de su sangre corriendo por la piel desnuda), concibe tales cortes como "besos de acero". Y qué decir de la bella Helen, la esposa del primogénito, una actriz teatral de segunda fila pero lo bastante bella como para hacer perder la cabeza a Zeus, quien con tal de prolongar su desesperado abrazo con la bella ordenará parar el mundo y hará que la de los dedos rosados retrase una hora su aparición cotidiana. O sea: cuesta entrar en el relato, pero la perseverancia recibe  el imprevisible regalo de una exaltación de los sentidos.

 

Los infinitos

John Banville

Anagrama

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22 de febrero de 2011
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Poniéndose ya el abrigo

 

Hace ya unos años cayó en mis manos de forma totalmente fortuita una novela titulada El monumento en la que se narraba una apasionada y trágica historia de amor entre Justin, un chico de dieciséis años perteneciente a una acomodada familia londinense, y Úrsula, una aristocrática  dama de origen húngaro, casada y diez años mayor que su fogoso amante. Aunque la novela se leía con gran facilidad porque enganchaba al lector desde las primeras líneas, estructuralmente era muy compleja debido a factores estrictamente literarios, pero también a diversas circunstancias que no tenían relación con la literatura. La primera y más llamativa de tales circunstancias extra literarias era que se trataba de una historia real, con el añadido de que Justin, el adolescente apasionado, era el hermano menor del narrador, once años más joven que éste. Por lo tanto, muchos de los personajes del relato eran asimismo reales  (Anthony Blunt, Bruce Chatwin, Patrick Leigh Fermor y un largo etcétera) y a ellos se unían  otros protagonistas despreocupadamente ocultos tras nombres ficticios. Ello daba motivo a un juego constante entre realidad y ficción, a lo cual se añadía el hecho (este puramente literario) de que de la narración se encargaban tres voces consecutivas, las tres plenamente autorizadas  pero no siempre coincidentes: una, la principal, era la del narrador, que contaba hechos en principio históricos pero condicionados por sus propias opiniones, a las cuales se unían las experiencias  de otros personajes asimismo históricos y que conocieron a los protagonistas, aunque sus recuerdos muchas veces diferían de los testimonios de los demás.  La segunda voz narradora era la de Justin, que dejó un texto autobiográfico titulado Estilo en el que trataba de explicarse a sí mismo y a los demás su experiencia con Úrsula, la mujer que lo dejó todo (esposo, seguridad económica, posición social, nacionalidad)  por vivir una apasionada historia de amor devorada hasta sus más profundas raíces por su miedo obsesivo al paso del tiempo (destructor de la belleza física) y el  inevitable recurso a la muerte como escapatoria a la degradante humillación que entraña la decadencia física. Ella era la tercera de las voces narradoras gracias a las extensas citas de un texto titulado El monumento y que escribió  antes de infligirse una muerte horrorosa.

Aquel relato trasmitía una fascinación mezclada de misterio porque su autor, Tim Behrens, parecía haber llevado a cabo una operación de borrado de huellas tan eficaz que ni siquiera el sabelotodo  Google sabía apenas nada de él: que era un pintor inglés de nacimiento, que de joven había pertenecido a la Escuela de Londres (Francis Bacon, Lucien Freud, etc) y que tras expatriarse  y deambular por varios países durante bastantes años, había terminado por recalar en  Galicia. Tampoco la editorial, pese a un par de intentos al respecto, ofrecía mucha más información.

Ahora acaba de aparecer su segunda incursión en el campo de la narrativa, Poniéndose ya el abrigo, y en esta ocasión Behrens ha optado por contar su propia experiencia vital-profesional-matrimonial en la forma de una búsqueda de sí mismo simbolizada en la continua (y por lo general desgarradora) tensión entre su voluntad de expatriarse y su necesidad de dar con un lugar donde le resulte verosímil aceptar que podrá esperar con dignidad la llegada de lo inevitable. A ratos es una autobiografía. Durante muchas páginas es un libro de viajes, y en este sentido su buen ojo para combinar colores le permite llevar a cabo unas magníficas descripciones de paisajes, ambientes y personajes. Lógicamente, no puede dejar de juzgar y muchas veces consigue transmitir la curiosa sensación de extrañeza que produce el verte juzgado por un forastero que encima sabe de lo que habla. Y también es una reflexión sobre ese curioso espécimen humano que es el expatriado, un animal aficionado a formar colonias mucho más duraderas de lo que cabría esperar de su pintoresquismo. Pero sobre todo, y el autor lo dice claramente desde el principio por más que lo califique de "libro de relleno", es un extenso y doloroso ejercicio de reflexión moral.  El monumento era un relato tensionado por la muerte más trágica que les cabe a dos amantes (la que ellos mismos se infligen ante la evidencia del fin de su amor). En esta ocasión la tensión surge de un dolor imposible incluso de objetivar, siquiera sea simbólicamente: si ya de por sí es un escándalo que los hijos mueran antes que los padres, que encima se vayan por su propia voluntad resulta devastador porque pone en cuestión la existencia entera de una persona, pues qué era eso tan importante que le ocupaba y le impidió estar allí cuando él ( en este caso ella, una hija llamada Soph) decidió quitarse la vida. No se vuelve a mencionar el hecho y ni siquiera se da cuenta del nacimiento o las circunstancias de esa desgraciada criatura. Pero su presencia impregna todas y cada una de las páginas del relato y confiere una dimensión insondable a los amores, las borracheras, las búsquedas y los innumerables paisajes que atraviesa quien habla sin parar, yendo de aquí para allá como quien huye. Y todo, curiosamente, para acabar anclado cerca de La Coruña.

 

Poniéndose ya el abrigo

T. Behrens

Ediciones del viento   

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14 de febrero de 2011
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Sangre y arena

Dentro de su encomiable esfuerzo por mantener vivo y accesible a Vicente  Blasco Ibáñez la Biblioteca Castro publica ahora el Tomo III de los cinco volúmenes que dedicará a sus  Novelas, con lo cual el lector de lengua castellana tendrá a su disposición una veintena de obras del genial escritor valenciano. De los cuatro títulos que componen la presente entrega, los dos primeros, La bodega y La horda, pertenecen al ciclo de las llamadas "novelas sociales" y en cierto modo entroncan con Cañas y barro o Arroz y tartana. La mayor diferencia consiste en que en lugar de estar ambientadas en La Albufera, la primera, La bodega, ocurre  en el campo andaluz y tiene como tema fundamental los latifundios y los levantamientos campesinos; La horda, por su parte, está ambientada en los miserables suburbios de Madrid  y soporta con bastante donaire una comparación no maliciosa con La busca, de Pío Baroja.  En cambio la tercera, La maja desnuda, es de ambiente internacional y se lee con gusto pero tiene la desgracia de haber sido alcanzada y sobrepasada por el tiempo, aparte de que los protagonistas juegan con la desventaja de llevar unos nombres que son una afrenta a la credibilidad y la verosimilitud: él, el héroe, es un pintor llamado Mariano Romerales, mientras que Ella, la maja desnuda, es una dama llamada Alberca.

Como todo el mundo sabía que Blasco Ibáñez se inspiraba en su propia experiencia y que buscaba modelos reales para sus personajes, a casi nadie le cupo la menor duda de que la susodicha Alberca era en realidad Elena Ortúzar,  una bella chilena que a la sazón era públicamente su amante y que luego pasaría a ser su segunda esposa. Pero digo "casi todo el mundo" porque a Clotilde, la mujer de Joaquín Sorolla, tampoco le cupo la menor duda de quien era la amante desnuda en cuestión,  salvo que identificó al pintor de ficción con su marido real y al pobre hombre el equívoco le costó un considerable disgusto.

La cuarta y última de las novelas incluidas en este volumen es Sangre y arena y aunque también ha sido alcanzada por el tiempo, en cambio ha cobrado actualidad gracias a la polémica suscitada a raíz de la prohibición de la "fiesta nacional" en Catalunya y la conmoción que tal medida ha causado en el mundo de los toros. Mientras lea, el lector acabará por preguntarse qué es en realidad esa fiesta que con tanto ahínco defienden los taurinos, pues lo que actualmente se ve en las plazas de toros apenas tiene nada que ver con lo que eran los toros hace ahora justamente un siglo.  En cuyo caso el lector acabará preguntándose de paso qué es lo que con tanto ahínco defienden los partidarios de la tradición y la identidad. Ahora que el campo es lo más parecido a un parque temático y que el campesino vive colgado de las subvenciones europeas, la vieja aristocracia rural es lo más parecido a esas cabezas de toro disecadas que cuelgan en los bares de ambiente taurino, y sus hijas más preclaras, esa rubísima y cosmopolita Doña Zol que obnubila al pobre torero de baja extracción, en realidad le proporciona a éste tantas excusas para quitársela de encima que ni el propio Blasco se cree que ella vaya a ser causa última de la previsible hecatombe del héroe y, en efecto, el pobre hombre acaba sucumbiendo a su propia falta de valor y no por las insidias de una caprichosa malcriada. Y otro tanto cabría decir de la ideología, la mentalidad, las costumbres, la vestimenta o las causas más profundas que regían las vidas de nuestros mayores: si nada de todo eso es reconocible hoy, qué es lo que se defiende cuando se habla de identidad y tradición.

Quede claro, sin embargo (y creo que esto bien podría hacerse extensible a gran parte de la literatura del pasado), que tener la paciencia del cazador y pasar páginas y más páginas muy bien escritas pero intranscendentes acaba siendo altamente rentable porque, de pronto, la prosa se libra de aceites y telarañas y se alza con la majestuosa nitidez de la verdad, lo imperecedero, lo que está más allá de cualquier discusión. Y no es necesario que se trate de temas trascendentes. Hablo, por ejemplo, de la prodigiosa descripción del traslado, de noche y al galope tendido, de unos toros criados a una dehesa y que van a ser  lidiados en la Maestranza de Sevilla. O de la descripción (sí, a estas alturas) de una procesión de semana santa, también nocturna, o de una reflexión sobre la tauromaquia como elemento civilizador (con respecto a un pasado inmediato aún más salvaje y sanguinario). Son momentos esporádicos  y que van apareciendo aquí y allá, pero que son deslumbrantes y justifican de sobras dedicar a estos libros la atención que merecen.

 

Novelas III

Vicente Blasco Ibáñez

Biblioteca Castro

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31 de enero de 2011
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Cuentos de lo extraño

 

 

Robert Aickman (1914-1981) fue un hombre culto y destinado a la arquitectura por las presiones paternas, aunque un vez llegado  la edad de decidir por su cuenta le dio un giro sustancial  a su vida para encaminarla hacia sus verdaderos intereses. Sacó provecho de su formación técnica fundando una entidad llamada Inland Waterways Association dedicada a la preservación de la red de canales de Inglaterra, una maravilla concebida para el transporte de mercancías y que pese a su belleza corría el peligro de perderse debido a su falta de rentabilidad. Paralelamente, su profundo interés por el teatro, la ópera y el ballet le llevó a ser crítico teatral y promotor de diversas compañías teatrales y de ballet, así como a presidir la London Opera Society.

Hay quien opina que la gran mayoría de los más prestigiosos profesores, pensadores  e intelectuales ingleses pueden dividirse en dos grandes grupos: el de quienes dedican sus horas muertas a escribir historias de crímenes y detectives (con un infatigable subgrupo volcado en demostrar que Shakespeare no fue ni mucho menos quien nos han contado los académicos)  y el de los escritores de historias de fantasmas y otros terrores.

Aickman pertenece al segundo, pero con matices. Al principio de su carrera los títulos de sus relatos siempre hacían referencia a lo sobrenatural y terrible y estremecedor con términos como "historias de fantasmas", "historias macabras", "historias de fantasmas macabras  y curiosas", etc. Era, además, editor de cuentos de terror y fantasmas.

Sin embargo, a partir de 1966 Aickman dio un giro a sus narraciones  en apariencia levísimo, pero que le iba a valer el aprecio que todavía hoy conserva: en lugar de insistir en lo sobrenatural, lo macabro o lo terrorífico, trasladó sus relatos a lo extraño. Basándose en una envidiable pericia para la descripción de paisajes y la creación de atmósferas y estados de ánimo (suponiendo que todo ello no sea una y sola cosa llamada conciencia) introdujo un elemento que luego iba a ser esencial en la narrativa de las Patricia Highsmith y compañía:  el absurdo más amenazador e incomprensible surgiendo desde el interior de  una vida cotidiana y perfectamente normal y reconocible para el lector porque está muy cerca de su propia normalidad cotidiana. En la recopilación ahora publicada por Atalanta, los planteamientos no pueden ser más normales: un viajero por Grecia al que se aconseja formalmente que no trate de llegar a una isla cercana y que no parece ofrecer peligro alguno; dos amigas senderistas que se adentran animadamente en un paisaje que de pronto se transforma en el Valle del Silencio; o un teléfono que empieza a hacer cosas raras (como todos los teléfonos del mundo,  aunque no hasta el extremo al que lo lleva Aickman).De los dos últimos cuentos, y que en mi opinión son los mejores, uno es un viaje a Venecia y otro una búsqueda en el  Norte de Europa cuyo trasunto principal transcurre en un curioso balneario perdido entre bosques. En todos ellos, el lugar y la atmósfera que éste transmite atraviesan de inmediato las barreras emocionales y racionales del lector para moverse en un nivel casi subconsciente o al menos onírico. El autor se vale de metáforas, elipsis, alusiones y sucesos sugestivos pero difíciles de racionalizar  para situarse en un doble plano de realidad e irrealidad que se complica según se desarrolla la acción y que a veces (por ejemplo en la historia veneciana) se adentra sin disimulo en el terreno de la metafísica con la tan conocida identificación de Ella con la Muerte. Lo más  característicos es que todos los sucesos tienen algo de sueño, pesadilla, insomnio o como quiera que se llame ese subsuelo en el que se asienta la realidad cuando todavía es reconocible como tal mientras se adentra en lo oscuro.

Obviamente, una condición necesaria de lo extraño es la imposibilidad de explicarlo y racionalizarlo para integrarlo en el orden natural de las cosas. El Mal, como Dios, es inefable, y cualquier intento de representarlo está condenado al fracaso. Y si un teléfono, por poner un ejemplo, se dedica a hacer cosas realmente extraordinarias ni el mejor de los técnicos sabrá dar cuenta de tan extraño comportamiento, porque, curiosamente, ese teléfono suena tanto fuera como dentro de uno mismo, y el técnico podrá recurrir a caídas de tensión, líneas defectuosas o interferencias magnéticas, pero difícilmente sabrá explicar por qué sonaba tan raro el teléfono interior y por qué extraña razón resultaba tan evidente que su comportamiento era ominoso, amenazador  e injusto.

 

Cuentos de lo extraño

Robert Aickman

Atalalanta

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24 de enero de 2011
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Tía Mame

Resulta del todo punto imposible hablar de esta novela y de su autor, o de la suerte que les cupo a los dos en su momento, sin que el texto se pueble de expresiones como “absurda”, “estrafalaria”, “hilarante” y cualquier otro término que permita describir algo insólito y concebido para hacer reír, pero con la particularidad de que es necesario añadir otros términos inevitables cuando se habla de las peripecias de unos seres humanos sometidos a las humillaciones y desgracias que aquejan a todas las personas, incluida la voluble e incorregiblemente casquivana tía Mame.

Edward Everett Tanner III, un joven de clase media y con antecedentes familiares marcadamente irlandeses (y de ahí el pseudónimo de Patrick) debutó en los quehaceres literarios a principios de la década de 1950 con una serie de cuentos basados en la figura de una mujer, supuestamente familia del narrador, pero de figura y conducta muy peculiares. Los 19 primeros editores que tuvieron la oportunidad de leerlos los rechazaron, pero el que hacía el número veinte le recomendó que transformase ese material en una novela y acertó. En 1955, y durante 112 semanas seguidas, Tía Mame figuró en la lista de libros más vendidos del New York Times, con la particularidad de que hubo un momento en que llegaron a aparecer simultáneamente otros dos libros suyos, algo que ni siquiera les pasó nunca a los autores más prestigiosos del momento. Es decir, el libro tuvo un éxito inmediato y llegó a vender más de dos millones de ejemplares, aparte de que Patrick Dennis se hizo muy popular. Le llovían las ofertas y su nombre empezó a figurar en toda suerte de comedias, musicales y películas, algunas protagonizadas por mujeres que entonces estaban en la cumbre de sus carreras, tipo Rosalind Russell, Angela Landsbury, Lucille Ball o Silvia Pinal. Y el lector comprobará que todavía hoy Tía Mame ofrece material de sobras para hacer varias películas y musicales.

Nadie lo sabía, y  si alguien se molestase en recopilar ahora la interminable lista de elogios que merecieron las sucesivas obras que Dennis fue dando a la imprenta o representado en los escenarios y las pantallas de cine, se comprobará que en ninguna de ellas figura el término “camp” pese a que probablemente sea la mejor contribución de Patrick Dennis a la literatura norteamericana. Y aquí “camp” podría hacer referencia a un propósito deliberado de imitar, parodiar y llevar hasta el límite ese estilo de crítica social irónica y bonachona que se conoce como “típico humor inglés” y que  en España se asocia con Woodhouse, Jerome K. Jerome, G.K. Chesterton y toda aquella serie de escritores británicos publicados en la colección La pajarita de papel. Lo peculiar, como he mencionado más arriba, es que por debajo de tanto oropel y bambalina el texto dejar ver entre líneas el cúmulo de dolor y ultraje que debe soportar una mujer nacida para ser derrochadora, caprichosa y frágil como una flor de invernadero, pero a la que el  crack del 29 dejó en la más absoluta miseria y con la responsabilidad de sacar adelante a un sobrino de diez años que le fue encomendado prácticamente a traición. En ese sentido, Tía Mame sería como si a Woodhose o Jerome K. Jerone les hubiesen encargado escribir, sin renunciar a su estilo, el relato de la desgarrada y violenta lucha por la supervivencia que se ve obligada a librar una mujer que no estaba preparada para ello pero que se entrega a la causa con las armas a su alcance, o sear, el refinamiento, el derrocheo un gusto exquisito para el vestir y la decoración de interiores, todo ello surgido de un concepto de la existencia que nunca hasta entonces había sido sometido a la prueba de la realidad. Resulta fácil imaginar qué ocurre cuando esta dama exquisita encuentra trabajo de dependienta en la sección de patines de unos grandes almacenes, o cuando decora la casa de un gangster enriquecido con la venta de alcohol clandestino, o el maravilloso y exclusivo bar (también clandestino) que termina el día mismo de la inauguración con la Tía Mame y toda sus distinguida clientela en comisaría porque, diablos, a la tía Mame se le olvidó sobornar a la policía.

Hacia 1965, Patrick Dennis era un juguete roto y fue  internado en un hospital psiquiátrico como resultado de un intento de suicido. Se dice que estaba extenuado por el esfuerzo que le suponía llevar una doble vida (casado y con hijos en su faceta pública, homosexual vergonzante en el lado oscuro y enamorado de un tipo que le exigía como prueba de amor que se presentase públicamente co mo su pareja). Sus libros habían dejado de interesar y ante la evidencia de que su talento literario se había esfumado, optó por buscar empleo como mayordomo, sirviendo entre otros al millonario creador de Macdonald´s, Roy Kroc, aunque a quienes le empleaban siempre les ocultó su otra personalidad. Murió en 1976 solo y olvidado, y mientras se lea Tía Mame conviene recordar la trayectoria de este hombre que gozó de la miel de la fortuna y de la hiel del fracaso para no olvidar que el autor y su obra, o si se prefiere, que tía y sobrino no eran tan frívolos y casquivanos como podría juzgarse a partir de su extravagante comportamiento durante casi toda la novela. Que la comedia de humor inglés sea la fórmula más adecuada para hacer crítica social ya es otra cuestión.

 

Tía Mame

Patrick Dennis

Acantilado

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15 de enero de 2011
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Un tiempo para callar

La tentación de romper radicalmente con el mundanal ruido no es cosa de hoy, así como tampoco es cosa de hoy la convicción de que tal ruptura reportará, a quien se atreva a perpetrarla, una regalada vida. Hubo un tiempo en que romper con la vida propia e ir a buscar refugio en un monasterio para entregarse a la oración y el trabajo era una opción relativamente frecuente. Y si no frecuente, al menos era una más de las que venían a la mente del atormentado deseoso de acabar de una vez por todas con la vida que llevaba y se hacía una lista de posibles soluciones: apuntarse al ejército en ultramar, enrolarse en un ballenero, hacerse domador de caballos en la Patagonia. En fin. Ya se sabe la clase de delirios que está dispuesto a considerar como posibles alguien que está de verdad hastiado.

Difícilmente se podrá tomar Un tiempo para callar  como un panfleto financiado por algún abad imaginativo, ni es probable que después de su difusión vaya a ser motivo de un aumento espectacular de las vocaciones monásticas en España. En cambio, y justamente porque es un escrito por entero carente de intencionalidad ideológica,  permite casi casi sentir muy de cerca qué veían y qué esperaban de los monasterios quienes buscaban en ellos refugio para sus males. Y tengo la sensación de que esa falta de intencionalidad proselitista se debe fundamentalmente a la situación profesional y espiritual en que se encontraba Patrick Leigh Fermor, en adelante Paddy, cuando escribió este libro.

Después de haber vivido vagabundeando por Europa y Grecia durante los años previos a la II Guerra Mundial –o lo que es lo mismo, habiendo visto y sufrido muy de cerca el ascenso y triunfo del fascismo – y tras una estancia en filas exitosa pero agotadora, pues pasó la guerra en primera línea y llevando a cabo peligrosas misiones en Creta , parece lógico que desease cambiar radicalmente de horizontes y, sobre todo, olvidarse de la Europa en ruinas y traumatizada por la inimaginable barbarie que había supuesto el Holocausto. Además, acababa de conocer a Joan Eyres Monsell, fotógrafa y miembro de una aristocrática  familia inglesa que iba a ser su cómplice y compañera durante los cincuenta siguientes años de su vida. Y qué mejor forma de celebrar tan feliz encuentro que un larguísimo viaje por el Caribe. Al regreso del mismo, su situación sentimental estaba sólidamente cimentada pero en cambio tenía ante sí un reto que a todo escritor de raza le llena de angustia e incertidumbre: transformar las experiencias vividas en las Antillas en un libro.

En esa tesitura, y puesto que Joan tenía sus propios compromisos profesionales que atender, Padyy fue a pedir refugio en un monasterio convencido de que la paz, el aislamiento y el silencio le permitirían afrontar  sin trabas ni distracciones la intensa, y por lo general muy angustiosa, tarea de escribir un libro. Además el primero.

Resulta curioso releer hoy El árbol del viajero (aparecido en 1950 como fruto de su estancia en varios monasterios franceses) al mismo tiempo que Un tiempo para callar.  Porque el texto del primero es una explosión de los sentidos, la experiencia de un hombre joven y que ha salido milagrosamente ileso de la una guerra y que de pronto se sumerge en un mundo cálido, sensual y rebosante de colores, olores y …ese ron que tanto echará a faltar una vez sometido a la disciplina monástica. No cuesta imaginarlo paseando por el claustro envuelto en los cánticos de los monjes en la iglesia, o subir a su celda tras una frugal y silenciosa cena en el refectorio para volver de sumergirse de lleno a la rebosante sensualidad  caribeña.

Un tiempo para callar sale de las cartas que Paddy le escribía a Joan dándole noticia del lugar y sus condiciones de vida. Lo importante, para él, no eran sus propias emociones ni las pesadumbres impuestas por la vida monástica. Éstas, lógicamente, se filtran de continuo en el texto pero siempre subordinadas a la historia, la arquitectura, el ambiente y la personalidad de los mojes y sus costumbres. Podría decirse que las emociones y pesadumbres quedaban reservadas para el Caribe y que en las cartas a Joan primaba el irresistible deseo de todo viajero de dar cuenta de lo que ve y  de la influencia que ello tiene en su estado de ánimo, es decir la función del viajero como cuerda que tañe el viento a su paso por las abadías y tierras de labranza pero sin ánimo de interpretación ni afán de apoderarse de un protagonismo que corresponde por completo al viento y no a la cuerda.  El resultado es una prosa tenue como un velo que siluetease las columnas y capiteles de esos nobles edificios tan maltratados por la historia y tantas veces reconstruidos por sus moradores.  Una lectura amena, apacible y que, como digo, trasmite sin distorsiones personales todo lo que supuso para la espiritualidad de Occidente la vida monástica.   

 

Un tiempo para callar

Patrick Leigh  Fermor

Ed. Elba

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27 de diciembre de 2010
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Moscú-Petushkí

Según va coligiendo el lector mientras avanza por una prosa que es lo más parecido a un campo de minas, Venya, un alter ego del propio Venedikt Eroféiev  que cuando éste se pone sentimental acerca de sí mismo pasa a ser Vienichka, trata de trasladarse desde la estación Kursk, en Moscú, hasta Petushkí, un distrito de la provincia de Vladimir Oblast situado a tan sólo 175 kilómetros de distancia.En teoría, tiene que ser un viaje sencillo y sin sobresaltos. Pero quiá. Para cuando Venya, Vienichka, logra subirse al tren después de una noche atroz y víctima de una resaca todavía peor, incluso un lector abstemio y poco dado al trago duro se ya habrá convertido en un especialista en la infinita variedad de vodkas al alcance del moscovita medio, con la particularidad de que una vez iniciado el viaje va ser minuciosamente informado acerca de la indispensable provisión de licores que se necesitan para el trayecto, aparte de una disparatada serie de recetas para la fabricación de mejunjes que llevan nombres tan sugestivos como "Bálsamo de Canaán", "Lágrima de chica Kommosol" o "Entrañas de hijoputa". O sea, sí, en efecto, es un discurso alcohólico irredento en el que fácilmente se distingue la atormentada alma rusa. Por ejemplo cuando exclama desolado:"¡ Oh vanidad de las cosas!¡Oh fugacidad de las cosas! ¡Ah horas de impotencia e infamia en la vida de mi pueblo!". Teniendo en cuenta que el autor vivió aplastado y perseguido por el aparato soviético y que su libro sólo pudo circular clandestinamente de mano en mano, ¿a qué se debe el desgarrado lamenta que entona en nombre de su pueblo?. Él mismo se apresura a aclararlo: está hablando de "esas horas que van desde el amanecer hasta que abren las licorerías", insufrible travesía del desierto que no tardará en escenificar cuando, sólo con vistas a poner fin a la descomunal resaca que le ha dejado una noche de borrachera culminada en un portal, pide en el restaurante de la estación una copita de jerez, nada de vodka o aguardiente, sólo una copita de honrado jerez y es sacado a patadas del recinto.

Este recurso a lo sublime para hablar de lo grotesco como forma encubierta de hacer una crítica despiadada de lo más sagrado para el poder dominante es un continuo, y de ahí que sea una prosa parecida a un campo de minas. Así, y cuando sólo hemos llegado al kilómetro 33, se lanza a un apasionado discurso que tiene como finalidad ofrecer una receta para provocarse el hipo pero no de una forma  cualquiera sino, por usar la expresión de Kant, an sich, o sea, en uno mismo, o provocarlo en otro pero en interés propio, es decir, für sich, siempre según Kant. Cuando a continuación se embarca en las distintas clases de anchoa (noruega en salazón picante o dulce, aunque también vale en tomate) que es preciso ingerir alternándola durante varias horas con dos variedades de aguardiente y una de vodka, resulta difícil adivinar  que está montando el armazón teórico con el que lanzar una crítica feroz del materialismo histórico, ello sin dejar en ningún momento de hablar del hipo.

Quienes hayan vivido largos años bajo el franquismo no tendrán dificultad en reconocer el acento de desesperación que resuena en esta prosa disparatada, ni tampoco la clase de hallazgos, asimismo desesperados, que surgen como vía de escape frente a una realidad tan opresiva, castrante y mojigata como era la que por lo visto les gustaba a Breznef y Franco. Que vaya pareja, ya que salen.

La persecución contra Venedikt Eroféiev (1938-1990) duró casi hasta el último de sus días, ya que su Moscú-Petushkí, sólo se publicó en Rusia en 1989, es decir, en plena y prometedora perestroika de Gorbachov, aunque a él la promesa llegó demasiado tarde porque para entonces ya había sido operado del cáncer de garganta que acabaría con él un año más tarde pero, eso sí, sin haber bajado todavía los brazos ante el oprobio. Y a este respecto  es altamente recomendable visitar esta dirección:    http://www.youtube.com/watch?v=riOB29p1DqY

Un tipo incorregible y que en vísperas de morirse, y cuando para hablar debía recurrir a una máquina que transformaba lo que decía en una caricatura grotesca, seguía bebiendo como si todavía estuviese en el tren camino de esa estación en la que tenía depositada su última esperanza de liberación y felicidad. Y a la que nunca llegó.

 

 

Moscú-Petushkí

Venedikt Eroféiev

Marbot Ediciones

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19 de diciembre de 2010
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El Boomeran(g)
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