Javier Fernández de Castro
Según va coligiendo el lector mientras avanza por una prosa que es lo más parecido a un campo de minas, Venya, un alter ego del propio Venedikt Eroféiev que cuando éste se pone sentimental acerca de sí mismo pasa a ser Vienichka, trata de trasladarse desde la estación Kursk, en Moscú, hasta Petushkí, un distrito de la provincia de Vladimir Oblast situado a tan sólo 175 kilómetros de distancia.En teoría, tiene que ser un viaje sencillo y sin sobresaltos. Pero quiá. Para cuando Venya, Vienichka, logra subirse al tren después de una noche atroz y víctima de una resaca todavía peor, incluso un lector abstemio y poco dado al trago duro se ya habrá convertido en un especialista en la infinita variedad de vodkas al alcance del moscovita medio, con la particularidad de que una vez iniciado el viaje va ser minuciosamente informado acerca de la indispensable provisión de licores que se necesitan para el trayecto, aparte de una disparatada serie de recetas para la fabricación de mejunjes que llevan nombres tan sugestivos como "Bálsamo de Canaán", "Lágrima de chica Kommosol" o "Entrañas de hijoputa". O sea, sí, en efecto, es un discurso alcohólico irredento en el que fácilmente se distingue la atormentada alma rusa. Por ejemplo cuando exclama desolado:"¡ Oh vanidad de las cosas!¡Oh fugacidad de las cosas! ¡Ah horas de impotencia e infamia en la vida de mi pueblo!". Teniendo en cuenta que el autor vivió aplastado y perseguido por el aparato soviético y que su libro sólo pudo circular clandestinamente de mano en mano, ¿a qué se debe el desgarrado lamenta que entona en nombre de su pueblo?. Él mismo se apresura a aclararlo: está hablando de "esas horas que van desde el amanecer hasta que abren las licorerías", insufrible travesía del desierto que no tardará en escenificar cuando, sólo con vistas a poner fin a la descomunal resaca que le ha dejado una noche de borrachera culminada en un portal, pide en el restaurante de la estación una copita de jerez, nada de vodka o aguardiente, sólo una copita de honrado jerez y es sacado a patadas del recinto.
Este recurso a lo sublime para hablar de lo grotesco como forma encubierta de hacer una crítica despiadada de lo más sagrado para el poder dominante es un continuo, y de ahí que sea una prosa parecida a un campo de minas. Así, y cuando sólo hemos llegado al kilómetro 33, se lanza a un apasionado discurso que tiene como finalidad ofrecer una receta para provocarse el hipo pero no de una forma cualquiera sino, por usar la expresión de Kant, an sich, o sea, en uno mismo, o provocarlo en otro pero en interés propio, es decir, für sich, siempre según Kant. Cuando a continuación se embarca en las distintas clases de anchoa (noruega en salazón picante o dulce, aunque también vale en tomate) que es preciso ingerir alternándola durante varias horas con dos variedades de aguardiente y una de vodka, resulta difícil adivinar que está montando el armazón teórico con el que lanzar una crítica feroz del materialismo histórico, ello sin dejar en ningún momento de hablar del hipo.
Quienes hayan vivido largos años bajo el franquismo no tendrán dificultad en reconocer el acento de desesperación que resuena en esta prosa disparatada, ni tampoco la clase de hallazgos, asimismo desesperados, que surgen como vía de escape frente a una realidad tan opresiva, castrante y mojigata como era la que por lo visto les gustaba a Breznef y Franco. Que vaya pareja, ya que salen.
La persecución contra Venedikt Eroféiev (1938-1990) duró casi hasta el último de sus días, ya que su Moscú-Petushkí, sólo se publicó en Rusia en 1989, es decir, en plena y prometedora perestroika de Gorbachov, aunque a él la promesa llegó demasiado tarde porque para entonces ya había sido operado del cáncer de garganta que acabaría con él un año más tarde pero, eso sí, sin haber bajado todavía los brazos ante el oprobio. Y a este respecto es altamente recomendable visitar esta dirección: http://www.youtube.com/watch?v=riOB29p1DqY
Un tipo incorregible y que en vísperas de morirse, y cuando para hablar debía recurrir a una máquina que transformaba lo que decía en una caricatura grotesca, seguía bebiendo como si todavía estuviese en el tren camino de esa estación en la que tenía depositada su última esperanza de liberación y felicidad. Y a la que nunca llegó.
Moscú-Petushkí
Venedikt Eroféiev
Marbot Ediciones