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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cartas a un buscador de sí mismo

La aparición de un libro inédito de Thoreau siempre será un motivo de satisfacción, incluso si no es uno de sus textos fundamentales. En esta ocasión se trata de la correspondencia que Thoreau mantuvo con el reverendo Harrison G.O. Blake, un antiguo compañero de estudios en Harvard con el que entonces no mantuvo ninguna relación. En cambio, cuando muchos años más tarde coincidió con Thoreau en casa de Emerson, Blake quedó profundamente impresionado. La correspondencia iniciada entonces (1844) se prolongaría hasta 1861, unos meses antes de la muerte del escritor.
No se trata exactamente de una correspondencia, o sea del acto mutuo de co-responder, porque sólo se incluyen las cartas de Thoreau, aunque muchas veces se pueden reconstruir las misivas de Blake a partir de la clase de respuesta que recibe. Lo curioso es que, a juzgar por el tono general del texto, ambos hombres establecieron desde el primer momento una relación maestro-alumno que se iba a mantener hasta el final, ello pese a que en realidad Blake era un año mayor. Se entiende sin embargo la admiración del "alumno" porque entró en contacto con Thoreau cuando éste se encontraba inmerso en el desarrollo de los dos proyectos creativos que le han asegurado un puesto de honor en el pensamiento contemporáneo. Uno de ellos era, obviamente, Walden. El 4 de julio de 1845, y tras un largo proceso de decantación intelectual, Thoreau llevó a la práctica su deseo de integrarse en la naturaleza viviendo en completa soledad y aislamiento. En realidad, la experiencia duró poco más de dos años y la "naturaleza" era una finca que Emerson poseía no lejos del Concord, el pueblo de ambos. Pero las vivencias adquiridas entonces, más las experiencias acumuladas durante sus reiteradas exploraciones de territorios más o menos vírgenes (en alguna de las cartas habla de una estancia en una montaña durante la cual contabiliza la presencia de quinientos excursionistas) le proporcionaron el material que necesitaba para dar término a Walden (1854), un libro que todavía hoy alimenta un movimiento (ya inevitablemente utópico) que tiene como finalidad el regreso a la naturaleza.
Otro suceso trascendente que acababa de ocurrirle a Thoreau poco antes de su encuentro con Blake tuvo lugar poco después de su regreso a la civilización (1848) y que se materializó en el topetazo que se dio contra un recaudador de impuestos. La negativa del asilvestrado escritor a pagar impuestos a un gobierno que además de ser abiertamente esclavista se estaba gastando su dinero en fomentar la guerra con México acabó por llevarlo a la cárcel. En esta ocasión la experiencia fue más corta aún que su estancia en los bosques (de hecho pasó una sola noche en chirona porque al día siguiente una tía suya saldó su deuda con Hacienda) pero en cambio fue el detonante para una toma de postura que acabaría siendo su otra gran contribución al pensamiento moderno. Nada más salir de la cárcel Thoreau pronunció en su pueblo, Concord, una conferencia titulada "Sobre la relación de un particular con el Estado" en la que ponía las bases para una reflexión moral acerca de la actitud de una persona frente a un gobierno que está cometiendo actos injustos. Una vez revisada y consideradamente ampliada, esa conferencia fue publicada en 1849 como "Resistencia al gobierno civil". Curiosamente, el título definitivo, "Desobediencia civil", no apareció como tal hasta 1866, es decir, varios años después de la muerte de Thoreau, aunque ya para entonces se había convertido en un concepto universal y que continúa siendo invocado incluso en la actualidad después de haber sido adoptado por movimientos tan dispares y alejados entre sí como el iniciado en el siglo pasado por Ghandi en la India o por Mandela en Sudáfrica.
Aunque el tema de las cartas al hombre que se buscaba a si mismo va variando de una fecha a otra, las grandes preocupaciones de Thoreau están de continuo presentes, por lo general expuestas con una sencillez y humildad que muchas veces pasarían desapercibidas si no se tiene presente la personalidad de quien las firma. Por ejemplo cuando dice, como de pasada, "lo que se puede expresar en palabras se puede expresar también en nuestras vidas" está en perfecta consonancia con esta otra afirmación: "no temo exagerar el valor y el significado de la vida sino no estar a la altura de la ocasión que la vida representa". Y que se remataría con esta otra observación: "Tenga por seguro que le haré una visita, pero antes debo conseguirme un abrigo".

Cartas a un buscador de sí mismo
Henry David Thoreau
Errata naturae



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8 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tierra de caimanes

Ahora que los empleados de los ferrocarriles y las líneas aéreas han tomado por costumbre llevar a cabo huelgas estratégicas que obligan a los usuarios de ambos sistemas de transporte a malgastar una parte notoria de sus vacaciones en algún aeropuerto o estación de mala muerte, libros como este de Karen Russell, frescos, amenos e intrascendentes pero bien escritos y fáciles de leer, deberían ser declarados bienes de interés social y comprados a miles por algún organismo oficial para ponerlos a disposición de unos frustrados viajeros que así podrían hacer algo más útil que ir de mostrador en mostrador tratando inútilmente de averiguar cuándo podrán hacer uso de los billetes rigurosamente pagados con antelación y que ahora les queman en los bolsillos.
Una vez rotas sus defensas naturales, y sumido en la dolorosa conciencia de estar siendo injustamente tratado, el lector se adentrará en la lectura de un libro como Tierra de caimanes en un estado de ánimo curiosamente alterado pero favorable a cualquier estímulo imaginativo y simpático. El trasunto de este libro no puede ser más sencillo: en una de las Diez Mil Islas situadas frente a las pantanosas costas de Florida la familia Bigtree se gana la vida domesticando caimanes con los que luego montan espectáculos para los turistas que visitan su curioso y precario parque temático. Como bien explicitaban los carteles publicitarios colocados en las autopistas cercanas, la estrella máxima, la "Centauro de la Ciénaga", es Hilola Bigtree, la grácil y arrojada india seminola que atraviesa a nado un estanque repleto de monstruosos caimanes de varios metros y armados con unos colmillos que fácilmente podrían partirla en dos. El Jefe Bigtree es el encargado de ilustrar con un potente chorro de luz el duelo desigual entre la bella y las bestias, al tiempo que les pone el alma en un puño a los espectadores valiéndose de unos atronadores altavoces. Kiwi, el hijo mayor, Osceola, la hija mediana, y Ava, la pequeña destinada a ser la futura domadora de bestias, son los encargados de vender las entradas, atender el museo familiar, servir en la cafetería y atiborrar de bebidas azucaradas a la clientela. Pero por descontado que allí, salvo los caimanes, todo es un montaje de cara al negocio: la familia Bigtree se llama en realidad Schedrah y no es de sangre seminola sino oriunda de Ohio; el Jefe Bigtree es un pluriempleado que está cargando de deudas el parque temático y la arrojada sirena de los carteles es una pobre mujer enferma de cáncer cuya muerte provocará que todo el tinglado se venga abajo.
A partir de ese momento la narración, a cargo de la pequeña Ava, se dedica a seguir la pista a cada uno de los miembros de la falsa familia Bigtree en su búsqueda de una solución para sus respectivas vidas una vez que el espectáculo circense se demuestra inútil sin su atracción principal. Y es en ese doloroso viaje de los Bigtree hacia sus respectivas realidades donde surge el principal escollo de la novela, motivado por un fallo narrativo por otra parte bastante fácil de subsanar: de todos los personajes el más difícil el de Osceola, la hermana intermedia, que en respuesta a la abrumadora realidad parece buscar una escapatoria por la vía del espiritismo y su progresivo adentrarse en el más allá. Es muy meritorio por parte de Karen Russell, la autora, su esfuerzo por mantener la disparatada atmósfera inicial, mitad universo mítico surgido de los manglares y los paisajes fantasmagóricos poblados de monstruos y mitad engañifa de feria provinciana. Un doble plano muy bien mantenido hasta el final. Sin embargo, el empeño en dar verosimilitud al mundo de los espíritus que pueblan el más allá -Osceola incluso se llega a fugar con el fantasma de un muchacho muerto durante la Gran Depresión de los años Treinta - termina por provocar un bache narrativo en el fondo inútil porque el lector (sobre todo un lector previamente derrotado por las huelgas aéreas o ferroviarias) estaría dispuesto a aceptar sin más lo del inframundo con tal de avanzar en los avatares de los restantes personajes. Y en efecto: una vez pasado el bache espiritista la narración recobra su ritmo alegre y desenvuelto y es posible interesarse de nuevo por el paradero del padre desaparecido, centrarse en los intentos del primogénito por recuperar el negocio familiar o seguir a Ava en su búsqueda de la desaparecida hermana fugada con un fantasma.
Viendo en las páginas de agradecimientos que últimamente se acostumbra incluir en las novelas americanas, la enorme lista de editores, profesores y amigos que han leído previamente manuscrito, uno se pregunta cómo es posible que ninguno de ellos le haya hecho comprender a la autora la inutilidad de malgastar setenta u ochenta páginas en dar verosimilitud a una cuestión perfectamente irrelevante en comparación con el divertido disparate que es el resto del libro.

Tierra de caimanes
Karen Russell
Tusquets editores



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1 de enero de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El insólito peregrinaje de Harold Fry

Harold Fry es un insignificante jubilado que un buen día recibe una carta que le va a cambiar la vida: Queene Hennessy, una antigua compañera de trabajo de la que no ha vuelto a saber nada desde hace muchos años, le comunica en unas pocas líneas que padece un cáncer terminal y que le escribe para despedirse de él en nombre de los viejos tiempos. Fry, el jubilado, contesta con otra carta de unas pocas líneas y sale de casa con intención de echarla en el buzón más cercano. Pero deja atrás el buzón más cercano y luego el otro y después el siguiente e incluso deja atrás la oficina de correos hasta que de pronto, casi sin planteárselo, decide ir a verla y despedirse en persona porque si ella sabe que él está de camino, no se morirá. Y no sin cierta lógica decide que viajará a pie porque con ello le prolongará aún más la vida a la moribunda. La parte menos lógica de su decisión es que va a tener que atravesar toda Inglaterra de sur a norte, recorriendo un mínimo de 1.000 kilómetros. Encima sin equipaje ni preparación.
 A quienes estén leyendo estas líneas y tengan edad suficiente como para haber leído en los años ochenta del siglo pasado libros poco habituales en aquellas fechas es muy posible que el argumento les suene conocido porque está sacado (encima sin la menor intención de ocultarlo) de un libro de Werner Herzog que Muchnik Editores publicó en 1981 bajo el título de Del caminar sobre el hielo. 23.11 al 14.12 de 1974. En la nota preliminar Herzog decía. "Un amigo parisino me llamó por teléfono a fines de noviembre de 1974. Me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que sin duda se iba a morir. Le respondí: no es posible. No en este momento. EL cine alemán no podía prescindir todavía de ella. Tomé una chaqueta, una brújula, una bolsa de deportes y los enseres indispensables [...] Me puse camino hacia París convencido de que, yendo a pie, ella sobreviviría. Además, tenía ganas de estar a solas conmigo mismo".
Prescindo ahora de la discusión acerca de los méritos o deméritos de la copia frente al original porque me llama más la atención comprobar cómo la elección del género (el viejo debate sobre los denostados géneros) condiciona decisivamente la obra que dos autores someten al juicio del lector, incluso si en teoría ambos parten de un planteamiento tan idéntico que cabe hablar directamente de plagio.
Herzog, que como él mismo dice sin rodeos tenía ganas de estar consigo mismo, eligió una voz narradora que parece surgir de un presente continuo y que se alimenta de impresiones directamente llegadas del exterior: la nieve, una bandada de cornejas, la soledad, el cansancio y el frío combatidos con la jarra cerveza al amor de una chimenea bien retacada. Si no fuera porque el libro lleva nombre y apellido, sería difícil saber quién es la voz narradora o adivinar su avatar. Sólo importa cada presente, el resonar de cada instante trenzando un presente puro, incorruptible y único, y por lo tanto universal, porque es voz en el tiempo y su eco se mantiene como se mantiene el resonar del canto o la mera manifestación del sentimiento. No importa quién habla, ni sus circunstancias personales o su futuro. Basta con oírle hablar.
Rachel Joyce por su parte una vez "decidido" el argumento, en lugar de insertar su voz en un instante al mismo tiempo único y universal, ha optado por crear el tiempo y desarrollar a las diferentes voces protagonistas al compás de los acontecimientos. Harold Fry no es el insignificante jubilado que parece al principio y se intuye que irá creciendo según vayan pasando los kilómetros y se desvelen aspectos ocultos de su vida, de la misma forma que su matrimonio con Maureen tiene numerosos recovecos, que su relación con la hoy moribunda Queenie Hennesdy es más profunda de lo que Harold hace creer a su mujer sin saber que ésta sabe más cosas de las que dice, por no hablar de la presencia/ausencia de David, el hijo conflictivo, una circunstancia que encierra aspectos tan profundamente dolorosos que no se pueden manifestar de sopetón y menos ante un testigo tan desapegado y curioso, al menos de entrada, como es un lector. De manera que los instantes, el discurrir de los kilómetros, no son manifestaciones de la sensibilidad narradora (o ganas de estar a solas consigo mismo) sino ocasiones para que los protagonistas vayan desvelando sus respectivas historias hasta componer un fresco que no es la suma de instantes únicos y universales sino una tragedia coral que necesitará recorrer paso a paso mil kilómetros para ofrecerse en su totalidad.

Otra duferencia significativa: Herzog necesitó apenas cien páginas pafra contar su viaje, mientras que Rachel Joyce no tiene suficiente con trescientas,

El insólito peregrinaje de Harold Fry
Rachel Joyce
Salamandra



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25 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Liquidación final

Si alguien tiene la mala sospecha de que leer Liquidación final le va a provocar una profunda desazón habrá acertado de pleno. Desazón. Profunda. Y no por la trama, que es ocurrente y entretenida y atrapa desde el primer momento: un ciudadano (excesivamente indignado) decide poner fin por su cuenta al escándalo de los fraudes a Hacienda y opta por escribir cartas a los tramposos más notorios conminándoles a pagar de inmediato sus deudas o el que suscribe se encargará de llevar a cabo la "liquidación final".
Lógicamente, las dos primeras liquidaciones forzosas provocan una oleada de pánico entre los defraudadores y en pocos días Hacienda recibe una avalancha de deudas atrasadas que provoca a las autoridades un dilema moral: cómo aceptar un dinero producto de un vil chantaje y que les llega tinto en sangre y, al mismo tiempo, cómo rechazarlo cuando la gente malvive e incluso se está suicidando por no poder hacer frente a sus obligaciones. Y ahí reside una de las causas de la desazón que se va apoderando del lector mientras sigue las andanzas del inefable inspector Laritos para resolver un caso peliagudo sin verse arrastrado por la ineficacia, la desidia, la corrupción y el afán generalizado de quienes mandan por eludir sus responsabilidades y descargar éstas sobre sus subordinados, en este caso el inspector. Es posible que Márkaris estuviera muy entretenido con el planteamiento del problema y el desarrollo del mismo y que de pronto, al caer en la cuenta de que le habían dado las tantas, se creyese obligado a terminar en un pis pas. Lo digo porque ese criminal justiciero que ha estado pruebas durante todo el relato de una inteligencia, una audacia y una astucia admirables, al final se deja cazar en unas pocas páginas y de una forma que no está a la altura de sus hazañas.
Sin embargo, como queda dicho, lo que de verdad inquieta no son los asesinatos del excesivamente indignado ciudadano sino las tramas (aunque quizá sería más justo decir dramas) que van apareciendo en la periferia de la acción principal y que si figuran en el relato es, evidentemente, porque Petros Márkaris así lo desea, aunque sean citados casi como de pasada: aparte de las víctimas del autoproclamado Recaudador Nacional y de la miserable fauna que éste va obligando a salir de sus madrigueras, están los dos jóvenes novios que se suicidan porque no ven futuro para ellos; las cuatro mujeres mayores que ingieren barbitúricos con vodka porque tampoco pueden hacer frente a sus obligaciones; la gente joven sin trabajo y que debe buscarse la vida en los países más peligrosos de África o, lo cual es una constante casi obsesiva, el ambiente de profundo malestar y desolación que transmite una ciudad en la que trasladarse de un punto a otro exige ser un experto en logística porque no hay solo día en que esta calle o la otra no estén cortadas por gente desesperada exigiendo esto o lo otro. La sensación de un colectivo atrapado para siempre en un atasco circulatorio crónico es obsesiva.
Lo peor, lo que de verdad desazona, es que en el fondo esta novela podría haber sido ambientada en Portugal, Irlanda o España y habría que cambiar los detalles, pero la trama fundamental sería la misma. Incluso las conversaciones cotidianas de los personajes, los recortes de sueldos, los equilibrios para llegar a fin de mes, los habitáculos cada vez más mezquinos en los que la gente se ve obligada a buscar refugio, el terror a perder el empleo, la precariedad de un ascenso o la miseria moral que conlleva esa situación extrema nos suena perfectamente conocida y cotidiana porque es exactamente lo que está ocurriendo aquí. Aunque lo fundamental, el verdadero mensaje subliminal que transmite la lectura de Márkaris, es que el drama de Grecia (la inventora de la Tragedia pero también de la Democracia y de tantas otras cosas que son el sustrato de nuestra civilización) no tiene solución fácil ni lleva visos de resolverse a corto plazo. Luego, si tanto nos parecemos, menuda la que nos espera. Y si alguien considera que el análisis económico y social de un escritor de novela negra no es suficiente garantía y prefiere acudir directamente a un observador bien preparado y que está viviendo sobre el terreno esos mismos hechos no tiene más que buscar en Internet el blog de Pedro Olalla. Lo que cuentan Márkaris y Olalla, cada cual en su campo, es básicamente igual, con el agravante de que ambos discursos se parecen descorazonadamente a lo que cuentan los periódicos y los noticiarios españoles. Y los portugueses, imagino.

Liquidación final
Petros Márcaris
Tusquets Editores



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18 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El giro

En enero de 1417 un humanista, consumado copista y secretario papal en paro forzoso llamado Poggio Bracciolini dirigió sus pasos hacia Fulda, una prestigiosísima abadía fundada por san Bonifacio en 744 y que durante siglos había sido uno de los centros culturales más célebres e influyentes de Europa. A la muerte del santo, su abadía contaba con 400 monjes. Poggio calculaba, con toda razón, que aquellos 400 monjes, más todos cuantos les habían sucedido a lo largo de los mil años transcurridos desde entonces tenían por fuerza que haber producido y reproducido una ingente cantidad de manuscritos, entre los cuales tenía que haber algún que otro original griego o romano. Ésos eran los que Poggio y otros muchos como él buscaban en todo el orbe cristiano.
Desde que, en 1330, Francesco Petrarca se labrara una gran fortuna personal y alcanzara un gran prestigio intelectual gracias al hallazgo (entre otras cosas) de la Historia de Roma desde su fundación, de Tito Livio, la profesión de buscador (y si se daban las circunstancias ladrón) de manuscritos se había convertido en una profesión muy lucrativa, pero reservada a unos pocos especialistas muy preparados. El propio Poggio, que como amanuense había logrado imponer la elegante letra gótica sobre la más tosca carolina, pasó largos años de búsqueda casi infructuosa en Italia, Inglaterra, Francia y Suiza antes de dar en Alemania con un manuscrito enterrado en polvo y lleno de moho que resultó ser De rerum nature, de Lucrecio
El giro narra las circunstancias que se daban en Europa cuando tuvo lugar el hallazgo de ese tratado que había sido perseguido y vilipendiado por defender unas ideas diametralmente opuestas a las que todavía estaba tratando de imponer la Iglesia de Roma. Para que el lector se haga una idea cabal de la importancia que iba a tener en el desarrollo de ese momento auroral de Occidente al que, para entendernos llamamos Renacimiento, Stephen Greenblatt, el autor, ha escrito un libro fascinante. Sólo el relato de los mecanismos (o la mecánica) para la producción y reproducción de manuscritos desde la Antigüedad ya justificaría su lectura por la gran cantidad de datos y curiosidades que se aportan. Y ahí está, por ejemplo, la figura del gran Ptolomeo III (246-221 a.C.), que no sólo registraba los barcos que entraban en puertos egipcios para confiscar cualquier manuscrito que pudieran llevar, sino que mandaba a los gobernantes de todo el mundo emisarios cargados de oro para que comprasen, o en el peor de los casos alquilasen, manuscritos griegos, romanos, hebreos o de la clase que fuera para engrosar la gran biblioteca de Alejandría. O qué decir del humanista que daba con un tesorillo en algún olvidado monasterio y de inmediato contrataba a una veintena de amanuenses para reproducir un hallazgo que luego vendía con grandes beneficios a las universidades y estudiosos de todo Europa. Hoy, más de quinientos años después de su reaparición, se conservan más de cincuenta copias manuscritas de la obra maestra de Lucrecio. Todo un mundo de picaresca y conocimiento oculto tras una palabra aparentemente tan anodina como es "manusrito".
Pero no todo era tan fácil. El propio Poggio había sido secretario de Bonifacio IX y luego de Juan XXIII justo cuando Occidente estaba desgarrado por un cisma cuya parte más folclórica, pero también ideológicamente más explosiva, era la existencia simultánea de tres papas, pues además de Juan XXIII ejercían como tales Gregorio XII y Benedicto XIII, nuestro inefable Papa Luna. En el momento en que Poggio salía hacia Fulda se había quedado sin trabajo porque su jefe, Juan XXIII, acababa de ser encerrado en una mazmorra y corría el peligro de acabar en la hoguera como le terminó pasando a otro preso y hereje ilustre, Juan Hus. Sacar a la luz a un clásico maldito como era Lucrecio, que de inmediato iba a suministrar toda clase de ideas contrarias a la ortodoxia cristiana ( fundamentalmente, una visión científica del mundo y por lo tanto poco dada a explicarlo a partir de un Dios omnipresente y todopoderoso) era casi una temeridad. Téngase en cuenta que todavía faltaban casi dos siglos para que estallase una orgía religiosa tan bestial y sanguinaria como fue la Guerra de los Treinta Años (1618- 1648), o que aún debían ocurrir episodios tan bochornosos como la cremación de Giordano Bruno (1600) o la humillación a Galileo (1616), sólo por motivos ideológicos.

Debo reconocer que en ocasiones, la acumulación de datos resulta un poco agobiante, por más fascinantes que sean. Pero ya se sabe: contra el vicio de la morosidad excesiva, cabe la virtud del pasar página en busca de nuevas emociones, que son muchas.
 

Y aunque probablemente no sea casual, al mismo tiempo que Crítica publicaba este libro, la editorial Acantilado daba a conocer la gran obra de Lucrecio presentada por el propio Stephen Greenblatt y con traducción y notas de Eduard Valentí Fiol.

El giro

Stephen Greenblatt

Crítica



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11 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Más Afuera

Cuando se trata de escritores como Jonathan Franzen, que llevan la facultad de narrar tan interiorizada como el ballenero su arpón (y pienso por ejemplo en la inolvidable presentación nocturna de Queequeg ante el llamado Ismael en la versión de Moby Dick de John Huston), no tiene demasiado sentido hacer distinciones entre ensayo y ficción. Hablen de lo que hablen, ese tipo de escritores están siempre contando historias al mismo tiempo que reflexionan sobre lo que cuentan, y qué les importa la etiqueta que les pongan luego.
En este libro que ahora presenta la editorial Salamandra se reúnen trabajos escritos entre 1998 y 2011 y que en principio no tienen mucho que ver entre sí: artículos de costumbres, comentarios de libros por lo general no convencionales o actualmente descatalogados, viajes ornitológicos, trabajos periodísticos de encargo y mucho material extraído de cursos universitarios, conferencias, talleres de escritura y entrevistas, todo ello con numerosas incursiones en la teoría literaria.
Pero Jonathan Franzen goza de gran prestigio y es una figura nacional, lo cual le autoriza a trufar sus escritos de noticias, comentarios y opiniones personales, hasta el extremo de que él mismo acaba siendo uno de los personajes principales, si no el que más, de su libro. Lo cual me lleva a enlazar con la observación inicial acerca de la no distinción entre ensayo y ficción. Lejos de haber una tesis, una antítesis y una síntesis, como suele hacerse en los ensayos, o una presentación, un nudo y un desenlace si se tratase de un relato, el lector no puede anticipar el contenido del escrito porque el discurrir discursivo de Franzen es imprevisible. Y pongo como ejemplo el relato que da nombre al libro. En teoría todo empieza cuando, cansado de la interminable campaña para la promoción de su última novela, el narrador decide marcharse muy lejos y elige la isla que los lugareños conocen como Masafuera. Al parecer allí vivió largos años un marinero inglés llamado Alexander Selkirk, cuyas aventuras le sirvieron de inspiración a Daniel Defoe para el personaje de Robinsón Crusoe.
Antes de salir hacia la isla, el narrador visita a la viuda del escritor David Foster Wallace, que le da una cajita con cenizas del suicida para que las esparza por la isla. Una vez allí, el relato de los sucesos en la isla se interrumpe para dar paso (15 páginas) a un largo excurso sobre la novela de Defoe y su influencia sobre la novelística inglesa, pero con frecuentes noticias personales y el recuerdo de Foster Wallace, cuyo doloroso, injusto, incomprensible y todavía no asimilado suicidio volverá intermitentemente a ser planteado en apartados posteriores. Al final resulta que el motivo confesado del viaje (avistar a un pajarillo endémico en la isla y que recibe el curioso nombre de rayadito de Masafuera) no se cumple y emprendemos una desalentadora retirada.
Lo mismo cabría decir de otras circunstancias igualmente decisivas en la vida del narrador, tales como sus matrimonios: las causas del fracaso del primero, la mala conciencia (todavía no resuelta) que le provocó una ruptura que privó a su pareja (el supuesto amor de su vida) de aquellos hijos que ésta tanto deseaba tener y que no tendría porque su reloj biológico ya había dado las fatídicas campanadas. Sus relaciones entre adulto con su pareja actual.
Si el lector así lo desea, y con sólo hacer una lectura transversal de los textos aquí reunidos, puede hacerse una pequeña biografía de Jonathan Frenzen, desde la época en que vivía con sus padres hasta la actualidad, pasando por los estudios, la carrera literaria y el triunfo o (una y otra vez) la traicionera muerte del amigo. Y lo resalto no como crítica sino a título informativo, y para poner sobre aviso al lector. Pero éste puede darse por satisfecho por el abundante material que se le suministra acerca de una persona (el propio Jonathan Franzen) que fascina al narrador. Cabe decir que, autobiografías aparte, el libro se lee con gran interés porque además de ameno está muy bien escrito. Como era de esperar.

Más Afuera
Jonathan Franzen
Salamandra



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4 de diciembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Viaje a los Pirineos y los Alpes

Los amantes de la montaña y de los relatos acerca paseos y hazañas en las cumbres pueden quedar algo decepcionados porque, en el caso de este libro, el relato de los paseos y hazañas que promete el título empieza desde bastante lejos, concretamente en el valle del Loira, y la alta montaña sólo aparece después de que el autor haya viajado pausadamente por Burdeos, Biarritz, San Sebastián/Pasajes y Pamplona, desde donde, por fin, ascendemos a los Pirineos.
Sin embargo, quienes además de disfrutar en la montaña gusten de la buena literatura sin adjetivar están de enhorabuena porque el libro acaba cumpliendo lo que promete y Víctor Hugo ofrece unas descripciones y reflexiones soberbias, tanto de los Pirineos como de los Alpes. Antes, sin embargo, ha regalado al lector con más de un centenar de páginas espléndidas. Víctor Hugo no sólo era un hombre culto y de criterio sino que tenía muy claro que no había venido a este mundo a aceptar con cristiana resignación las malas obras de sus semejantes. Quiero decir que era un tipo belicoso y combativo. Al llegar a Burdeos, por ejemplo, se indigna con la destrucción de la ciudad histórica que están llevando a cabo las autoridades municipales. Y dice:"Nada hay más funesto y empobrecedor que las grandes demoliciones". Y la emprende contra el señor de Tourny, el alcalde responsable de borrar el pasado de Burdeos para convertirlo en un triste remedo de París con sus "calles tiradas a cordel", y que fue premiado con una estatua todavía en pie. Pero apostilla el autor:"Ha sido como derribar algo muy grande para construir algo muy pequeño".
También está la célebre diatriba contra la fachada de la catedral de Pamplona. Antes, sin embargo, el lector ha sido obsequiado con la prodigiosa descripción de un viaje en diligencia desde Tolosa, épico, alucinante, sobrecogedor. Puede uno reírse de las emociones que actualmente provocan los llamados deportes de riesgo, simples sobresaltos sin consecuencias comparados con los viajes que deparaba la diligencia de la "Coronilla de Aragón", con los ocho caballos lanzados en la negra noche a un galope furioso, hostigados, azotados, espoleados, azuzados, exasperados por el conductor con la ayuda de un mayoral (fantástico personaje) y un niño con aspecto de gnomo que hacía de postillón. Antológico.
En cuanto a la catedral, todo son denuestos contra la fachada entre neoclásica y rococó, detrás de la cual se encuentra la catedral "como si sufriera no sé qué castigo, escondida, sombría, triste, humillada tras el odioso pórtico con la que el "bon gout" la ha revestido". Antes había dicho: "¡Ay, amigo, qué feo es lo feo cuando tiene la pretensión de ser hermoso!". Y un poco antes: "La "bonne école" ha desfigurado las viejas ciudades más que todos los asedios y todos los incendios. ¡Por piedad, bombardead los antiguos edificios, no los restauréis!". Pero por algo se ha dicho antes que era un tipo belicoso, y al hablar de un edificio en construcción que se divisa desde la ventana de su posada, insiste: "algo horrible que parece un teatro y que será de piedra tallada. Se lo recomiendo a cualquier hombre con criterio que bombardee Pamplona". Estas contundentes soluciones propuestas alcanzan todo su sentido si se tiene en cuenta que vienen del hijo de un alto oficial napoleónico.
Ese mismo apasionamiento en defensa de la historia y sus testimonios vivos se enardece cuando se trata de transmitir la emoción que le provocan los espacios salvajes e intocados, y a este respecto es ejemplar el capítulo dedicado al circo de Gavernier, en plenos Pirineos y en pleno éxtasis. Son pocas páginas las dedicadas a las cumbres pirenaicas, pero compensan la espera. Por desgracia, el relato se interrumpe bruscamente porque, por aquellas fechas murieron en un desgraciado accidente su hija Léopoldine y el marido de ésta. Curiosamente, el día antes Hugo parecía presentir la tragedia, y decía al constatar el desánimo que le producía la isla de Oleron: "Tenía la muerte en el alma...me parecía que la isla era un gran ataúd acostado en el mar y que la luna era el cirio".
Cuatro años antes había realizado un extenso viaje a los Alpes cuyo relato ocupa la segunda parte del libro. Sorprende la modernidad de Victor Hugo, o al menos su percepción de lo que la civilización estaba a punto de hacerle a esas maravillosas montañas que actualmente se han convertido en uno de los principales destinos turísticos del mundo y son visitadas por más de cien millones de personas al año. Hugo deja testimonio de lo que eran poniendo en su defensa tanto apasionamiento como ponía en defensa de la proyección del pasado en el presente.

Viaje a los Pirineos y los Alpes
Víctor Hugo
Alhenamedia



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20 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Soy tu hombre

 

Leonard Cohen estaba llamado a influir profundamente en sus contemporáneos durante la parte más agitada, creativa y variopinta del siglo XXI. Pero incluso un tipo como él puede tener una infancia vulgar, aburrida y desde luego no merecedora de que se le dediquen más de cien páginas de biografía. A no ser que la culpa sea de la biógrafa, Sylvie Simmons, y que ésta no haya sabido sacar partido de los veintitantos primeros años de la vida del futuro novelista, poeta, dibujante y cantautor. Si la autora no dijera de quién está hablan durante esas primeras cien páginas, podría estar contando una trayectoria atribuible a los millares de jóvenes norteamericanos y canadienses hijos de una confortable burguesía (en su caso unos industriales judíos de Montreal) que pagaron a sus hijos los mejores colegios y universidades y apoyaron sus primeras (y bastante bien acogidas) probaturas en el mundo de las letras. Ya digo: o el joven Leonard Cohen tuvo una infancia, niñez, adolescencia y primera juventud perfectamente anodinas o Sylvie Simmons no ha sabido sacarles partido, lo cual sería muy grave si luego, una vez que sale a la superficie el verdadero Cohen, la biógrafa ha preferido ir sobre seguro y no dejarse en el tintero ni uno solo de los facts en la vida de su biografiado en detrimento de la interpretación que cabe hacer de sus andanzas. Por suerte para ella, dichas andanzas son tan extravagantes, osadas, contradictorias y rompedoras que hablan por sí mismas. Dicho en otras palabras: el trabajo de Sylvie Simmons es muy meticuloso en el día a día y probablemente habrá de ser consultados por los próximos estudiosos de Cohen, pero la suya no es la biografía definitiva de Leonard Cohen.
Quien opte por saltarse las ciento y pico primeras páginas se encontrará con un Leonard Cohen que ha terminado sus estudios universitarios, tiene escritas o publicadas un par de novelas y, sobre todo, unos poemas que han logrado despertar la curiosidad y el entusiasmo de la crítica. Y que además le han valido una beca con la que de inmediato se ha trasladado a Londres. Y un día que le sorprende en la calle una persistente lluvia, se refugia en un comercio que resulta ser una agencia de viajes. El sol, las rocas y los cipreses de un poster griego le sirven de iluminación y por una serie de coincidencias a los pocos días desembarca en una isla griega que le han recomendado: Hidra. Allí va a encontrar dos regalos que le cambiarán la vida: el Mediterráneo y Marianne Ihlen, una mujer que le va a dar respuesta en el mismo terreno del que Leonard acabará siendo un experto (el amor sin compromiso, fundamentalmente el matrimonial) y en el que le va a ganar, pues al cabo de muchos años de abandonos y amoríos públicos con otras mujeres, será él quien se rinda y recoja velas dejando como testamento la canción "So Long, Marianne". En cuanto al Mediterráneo, no sólo conservaría durante muchos años la casita sin agua ni electricidad que compró en Hidra (y que perdió, como casi todo lo que ha tenido, a manos de una mujer) y no sólo aprendió griego para integrarse lo más posible en ese entorno que le permitió escribir algunas de sus mejores poesías y canciones, sino que a día de hoy sigue llevando en la mano el komboloi, ese rosario de cuentas ensartadas que en Grecia lo usan sobre todo los hombres con fines no estrictamente religiosos, ya que komboloi significa "piensa".
En cualquier caso, desde Hidra en adelante Leonard Cohen emprende un camino personal, que ya no se parece al que están iniciando millones de jóvenes de su edad. La suya es una búsqueda a tientas, progresivamente a ciegas y perfectamente detallada por su biógrafa. Una búsqueda que le permitirá topar, sin quedarse enganchado, con los beatniks (era una época en la que caminando por Nueva York podías cruzarte con un grupo de hare krishnas y que uno de ellos, cantando a voz en grito, fuese Gregory Corso), los hippies, la variopinta colección de drogas psicotrópicas o estimulantes que entonces se vendían sin receta en las farmacias, por descontado que el alcohol y la llamada "revolución sexual", Andy Warhol y su Factoría, el Hotel Astoria y sus enloquecidos compañeros de habitación, el vudú y el I Ching, la cienciología y todo el resto de movimientos, modas, inventos y soluciones que desde los años sesenta fueron surgiendo en paralelo al extraordinario desarrollo musical de aquella época. Aparte de su participación a fondo en la creación musical, de todas las restantes propuestas más o menos poco convencionales que le salieron al paso la que más hondo le caló fue el budismo, disciplina religiosa que todavía practica.

Soy tu hombre  es de una exactitud milimétrica al dar cuenta del origen, desarrollo y suerte final de los álbumes y las canciones que los componían. Pero la figura de Cohen sigue siendo un misterio que va más allá de la simple relación de sus actos y que por lo tanto resta por desvelar.

 

Soy tu hombre

Sylvie Simmons
Lumen



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13 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mala índole

Por unos motivos u otros, Javier Marías viene siendo noticia desde hace semanas. El suceso más controvertido, lógicamente, ha sido su negativa a aceptar el Premio Nacional de Literatura por su novela Los enamoramientos. Significativamente, antes había aceptado de buena gana el premio que los lectores de Babelia le habían concedido por considerar que esa misma novela había sido la mejor de las publicadas en 2011. El premio oficial en cambio lo ha rechazado alegando que hubiese sido una "sinvergonzonería" embolsarse los honores públicos y los 20.000 euros que conllevan dichos honores. Aunque aceptar un reconocimiento "privado" como el que supone a votación de los lectores de una publicación y rechazar otro "oficial", siempre susceptible de manipulación política, parece en principio una postura bastante coherente, no han faltado quienes han considerado que lo sinvergüenza era ponerse digno y no aceptar el premio.
Otra de las razones por las que Javier Marías está siendo noticia, esta vez por razones estrictamente literarias, es la aparición de dos volúmenes de recopilaciones, en ambos casos publicados por Alfaguara. Uno de ellos es Vidas escritas, aquel estupendo libro publicado en los años noventa y en el que se hablaba con desenfado de las manías, fobias, aficiones y rarezas de gente como Conrad, Faulkner, Nabokov, Lampedusa y demás figuras literarias de primer orden, tratadas con evidente cariño pero también en una actitud claramente desmitificadora. Quien se lo perdió entonces tiene ahora una ocasión ahora de rectificar su error.
Por último, aunque literariamente sea lo más ambicioso, está la recopilación casi completa de los cuentos que Javier Marías ha venido escribiendo a lo largo de sus 30 o 40 años de carrera. El volumen lleva por título Mala índole, un relato que el propio Marías considera "el más largo y acaso el más logrado" de sus piezas breves. El subtítulo es engañoso: Cuentos aceptados y aceptables. En principio, podría tratarse de una nueva categorización por géneros, ya que, en palabras del autor, los primeros son aquellos relatos "de los que aún no se avergüenza", mientras que los segundos son "aquellos de los que sí me avergüenzo un poco, pero no demasiado". Sin embargo, no hay que dejarse ofuscar por esta terminología algo engañosa, y creo innecesario resaltar ese guiño de complicidad que es el "aún" incluido en la apreciación de la primera categorización. Aceptados o aceptables, el autor los considera "las mejores piezas cortas de ficción" que ha escrito. El primer epígrafe incluye 23 relatos y el segundo otros 7 más. La mayor parte de ellos estaban incluidos en dos volúmenes titulados "Mientras ellas duermen" y "Cuando fui mortal". Pero los hay, como el que da título al libro aunque también otros, que eran muy difíciles de encontrar.
Por descontado que los lectores asiduos se van a encontrar con viejos conocidos y situaciones que les resultarán muy próximas. Pero sobre todo van a poder disfrutar de la habilidad de Javier Marías para crear un universo de fantasmas, asesinos, obsesos, mujeres peligrosas, situaciones equívocas o encuentros imposibles siempre a partir de la más próxima y reconocible cotidianidad. El narrador desde luego, pero también gran parte de los personajes y las situaciones descritas empiezan siendo perfectamente normales: un tipo que va al hipódromo a pasar el rato, otro que mira la calle desde la ventana de un hotel, el que se sube a un ascensor como hacen tantos millones de personas todos los días. Lo que pasa es que, tras esa primera capa de normalidad cotidiana, hay un universo que bulle de contradicciones, anhelos, deseos inconfesables y desenlaces inesperados. Por ejemplo ese tipo que está en la playa con su mujer y que por no querer sufrir una mezcla tan insoportable como es la arena y las lentillas no ve nada de cuanto le rodea y está obligado a depender de las descripciones que le hace su mujer. Hasta que, intrigado por algo que ella le dice, y siguiendo su consejo, se vale de un sombrero de paja a través de cuyas rendijas verá por si mismo aquello que llama su atención y que por descontado acabará siendo inesperado, intrigante y hasta terrorífico. Porque incluso así, aunque la relación con el mundo sea mediante un vínculo tan extravagante y poco práctico como es un sombrero de paja (un oftalmólogo lo explicaría diciendo que al forzar la vista para ver a través de las rendijas de la paja el ojo miope recupera por un instante la visión normal) el mundo te alcanza igual y te ves tan implicado en la vida como quien se siente protagonista de la misma y pretende estar siempre en primera línea o cree ser quien maneja las riendas. Pero basta con que el ascensor de detenga sin motivo para que todo cambie, quizá de forma decisiva.

Mala índole
Javier Marías
Alfaguara



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6 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo que cuenta es la ilusión

A primera vista el dietario es un género en el que, sin otro criterio que la calidad, cabe todo: citas, recordatorios de lecturas y esas notas que se escriben en papelillos que luego van dando saltos por los bolsillos hasta acabar en el abismo del no volverás que es el cajón de la mesa de trabajo de un escritor; también caben conversaciones cazadas al vuelo como ésta: "A la salida de la ópera, el lagarto podrido de dinero le dice a la lagarta empedrada de joyas:
-Es que yo, en el fondo soy un sentimental, un romántico"; también caben las notas de un viaje al (ex) mar de Aral realizado porque un día el autor se encontró por la calle a la persona adecuada para que se desencadenara dicho viaje. Frente a la escueta precisión de notas y acotaciones como la antes reseñada, el recuento de las salvajadas que los soviéticos cometieron con aquél pobre mar hoy casi desaparecido ocupan seis u ocho páginas, bien contadas e informadas y por lo tanto agradables de leer, hasta que de pronto, bruscamente, se vuelve a la dispersión, por lo que tanto puede ser una curiosa noticia acerca del teremin, un instrumento raro inventado por un no menos curioso, aparte de trágico, músico llamado Lev Theremin, o el destino actual de las uñas de Rasputín (como suena). Aunque también pueden ser una sucesión de recuerdos muy queridos para el autor (se nota), por ejemplo los relacionados con el poeta Juan Eduardo Cirlot.
Obviamente, no pueden faltar guiños cariñosos y discretos a viejos amores, más notados por la ausencia que por la presencia pero que han dejado su huella; o la impagable descripción que hace la tía Claudina del destino que les cabe a los opulentos ricachos que los días soleados pasean por las no menos opulentas calles del barrio barcelonés de Tres Torres.
Lo cual no quita para que, de cuando en cuando, la cosa se ponga seria, como por ejemplo a costa de una exposición celebrada en la Pedrera de Barcelona y dedicada a Ródchenko, o cuando el autor evoca su relación con el guitarrista Rafael Riqueni y, llevado por el afecto, cae de pronto en la cuenta de que está tratando de describir su música, en el caso de Riqueni, o los cuadros, en el caso de los pintores rusos, o sea metiéndose en un berenjenal del que, como ya prevenía Gombrowicz, hay que huir y dejar que sean los profesionales quienes se encarguen de dar cuenta de una catedral, una escultura o, ya que sale, un toque. Lo mismo vale cuando habla de Kandinsky y Malévich, cada cuál con sus respectivas locuras cromáticas tan difíciles de apreciar ("los famosos cuadros monocromos, amarillo, rojo y azul, que despertaban en los chicos a mi lado irreprimible hilaridad", dice al relatar su recorrido por la Pedrera viendo ródchenkos) y que, si se trata de describirlos, es mejor dejarle la tarea al profesional y limitarse a constatar las emociones que suscitan en uno.
Pero si conviene, para salir del laberinto cabe dedicarle un trazo dolorido a Juan Gombau, un hombre que era demasiado inteligente. "La vida no aguantaba sus desplantes y se vengó de él: se le hizo insoportable" se dice a modo de epitafio, rematado con esta sentencia: "Él actuó en consecuencia". O si no, una nota de solidaridad con Hvla, la osa traída al valle de Arán desde Rumanía casi con toda seguridad para morir a manos de los valientes cazadores locales.
Es decir: un dietario parece un cajón (de)sastre en el que cabe todo. Sin embargo, según van sucediéndose las páginas, y según se va saltando de aquí para allá, las anécdotas, las reflexiones, las notas e incluso algún que otro pequeño ajuste de cuentas van cobrando una cierta coherencia. Ignacio Vidal-Folch es un novelista y no puede evitar que se le note el oficio, por ejemplo en el hecho de que los fragmentos aparecen en un orden aleatorio pero no inocente (introducir un poco de orden en el azar, lo llamaría Casanova) de forma que poco a poco se asiste a la creación de un personaje, o por mejor decir, una conciencia que se manifiesta en sus múltiples facetas y permite intuir el personaje que la alimenta, la contradice, la soporta o la detesta. Y el aparente pastiche cobra una progresiva coherencia, pues llegado un momento determinado se produce esa complicidad entre lector y autor que es el fundamento de toda narración. Todo consiste en avanzar, un poco a ciegas, hasta dar con las claves que permiten captar las reglas de juego. A partir de ahí el libro se lee de un tirón y con intriga, porque nunca se sabe lo que viene a continuación, pero también con provecho.      

Lo que cuenta es la ilusión

Ignacio Vidal-Folch
Destino



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30 de octubre de 2012
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El Boomeran(g)
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