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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Paz

 París, Londres, Moscú, Alejandría, Nueva York o, cómo no, la joyceana Dublin han sido motivo y fuente de inspiración que se renueva de continuo sin dar muestra de agotamiento porque, en último término, toda ciudad es un estado de ánimo y conforma el alma de quien la pinta en la misma medida que quien osa pintarla deja en ella su impronta más profunda. Desde ahora el lector en lengua española puede añadir al elenco habitual el nombre del turco Ahmet Hamdi Tanpinar (Estambul 1901-1962), reiteradamente reconocido como maestro por el premio Nobel Orhan Pamuk. No por casualidad ambos escritores son un ejemplo elocuente de esa capacidad de renovación o renacimiento que tiene una ciudad, ya que en ambos Estambul es el telón de fondo contra el que se insertan sus personajes. Quienes hayan leído novelas de Pamuk, y más concretamente su libro Estambul. Ciudad y recuerdos y lea ahora Paz, de Tanpinar, reconocerán la ciudad a la que ambos recurren incansablemente como referente, aunque también podrán apreciar las notorias diferencias entre uno y otro. Pero no por otra razón se dice que tanto la Estambul de Tanpinar como la de Pamuk surgen de un estado de ánimo, cambiante como todo estado de ánimo, distinto según sea el amanecer o el ocaso, o según la ciudad esté bañada de luz otoñal o de invierno, o si el momento  lo vive alguien que está enamorado o si se limita a dejar pasar las horas sin saber qué hacer de sí mismo. Y si tales diferencias son notorias a lo largo de un día o una estación del año, cómo podrían ser iguales las descripciones de dos escritores que han elaborado sus respectivas obras con casi setenta años de diferencia.

Cabe señalar que Tanpinar es un extraordinario narrador: con el apoyo de cuatro o cinco personajes centrales, a los que tampoco les pasa nada del otro mundo (Ishat se pone seriamente enfermo y está a punto de morir pero se recupera; Mümtaz se enamora de la bella Nurat y los desenamoran en un plazo de meses; Surat, el amargado, se ahorca después de haber sembrado el odio y la desunión a su alrededor, y algunos parientes y conocidos de los anteriores que desempeñan cometidos discretos y nada vertiginosos), con esos mimbres, digo, Tanpinar tiene materia viva de sobra para sacar a la luz una ciudad prodigiosa, mitad oriental y  mitad occidental, sumida en la angustia de una Guerra Mundial que puede estallar cuando todavía no se han borrado los desastrosos efectos causados por la anterioir, cuyos habitantes apuran las delicias de vivir el momento con esa mezcla de voluptuosidad y fatalismo que se antoja profundamente oriental.

Pero la suya es una prosa culta, rica en resonancias y que aspira a capturar en el instante lo que de eterno hay en la cotidianidad. Y encima teniendo a gala mostrar un cuidado tan exquisito al crear a sus personajes principales como a un ser anónimo que tan solo acierta a cruzarse con la mirada del narrador. No pocas veces ese cuidado amoroso en la descripción da motivo a despaciosos rodeos, y ahí está ese camarero que tenía por costumbre regresar con su amante tras largas rupturas en las que descansaba  de las labores del amor porque, insomne y agotado, se balanceaba como un barco sin velas ni timón en la niebla aún no dispersa de los placeres de la cama de la noche anterior. Puntualizo que este hombre que merece un esbozo rápido per certero no ha salido antes y no volverá a saberse nada más de él. En cambio, si a veces la prosa se hace algo lenta y digresiva, es una verdadera delicia por ejemplo esa reunión de amigos, un auténtico simposio, durante el que comen y beben, recitan poesías pertinentes al momento, interpretan piezas de música antigua y, en definitiva, están juntos y dejan pasar el tiempo mientras cae la noche cargada de olores y luces (es inconcebible la cantidad de matices luminosos que puede provocar el atardecer en el cielo y el mar, en las casas y las colinas de enfrente, en las barcas que van y vienen o en el ánimo de quienes viven en las márgenes de un Bósforo prodigioso, vivo, cargado de olores y mareas y vestigios de un pasado que no necesitan retroceder mucho para encontrar porque está presente en todas y cada una de las 500 páginas de la novela).

 

Paz

Ahmet Hamdi Tanpinar

Traducción de Rafael Carpintero

Editoirial Sexto Piso .


           


 


 


 




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18 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Repertorio de ideas del surrealismo

André Breton acabó ganándose el calificativo de “papa” porque se hinchó de bendecir, excomulgar, beatificar o, en el más benévolo de los casos, reprender a quienes no veían y practicaban el surrealismo como él lo vivía. No le gustaba la palabra “escuela”, ni tampoco el calificativo de “grupo” y prefería describirlo como “una asociación libre, espontánea, de personas [entre las cuales] se establece una especie de pacto que define una actitud poética, social, filosófica que no puede ser transgredida sin producir la ruptura con el espíritu (y la comunidad) surrealista”. Poco después aceptaba que se calificase al surrealismo de “movimiento”, si se entendía éste como “una actitud común ante la vida” o también como una “aventura espiritual.

                Y bien, teniendo en cuenta las matizaciones y precauciones antedichas puede decirse que el surrealismo, al menos en sus comienzos, fue un movimiento vigoroso, saludable, desvergonzado  e iconoclasta, es decir justo lo que buscaba una Europa que necesitaba una revisión urgente de los valores y creencias que tan malparados habían quedado tras la I Guerra Mundial. Y qué mejor remedio que el administrado por unos jóvenes convencidos de la ineludible necesidad de soltar lastre, derribar ídolos y desenmascarar a los impostores a fin de “transformar el mundo, cambiar la vida y rehacer de arriba abajo el pensamiento humano”. Nada menos.

                El problema fue que unos pocos años después Europa se las arregló para representar una nueva versión del Apocalipsis igual de sangrienta y brutal que la de la anterior solo que esta vez con el añadido del Holocausto. Y aunque el surrealismo seguía en activo, esta segunda hecatombe, como dijo Buñuel para manifestar su rechazo y su impotencia ante el mercantilismo y la politización que rodeó (y rodea) al “Gernika” de Picasso, ya era “demasiado viejo para poner bombas”.   

                En este Repertorio de ideas del surrealismo (título tomado de un proyecto de Antonin Artaud no llevado a la práctica) Ángel Pariente ha reealizado una brillante recopilación de dichos y ocurrencias surrealistas que además ha ordenado alfabéticamente por temas. Como comprobará el lector, los surrealistas no se arredraban ante nada y entraban de frente en temas tan peliagudos como podían ser entonces los Juicios de Moscú o el Comunismo, pues les obligaba a ventilar públicamente una cuestión tan contradictoria para ellos como era su ferviente apoyo a la dictadura del proletariado y la evidencia de lo que estaba pasando de verdad en Moscú. Pácticamente no guardaron silencio ante cualquier cosa que pueda incluirse entre la primea entrada en el repertorio, Absurdo, y la última, Z de Zola, “un escritor de genio: el imbécil Zola”, según Louis Scutenaire (1945). Aunque aseguraban no tener padres, poco a poco fueron elaborando un Olimpo de favoritos, con Valery y Apollinaire a la cabeza, a los después se irían uniendo los Baudelaire, Rimbaud y Lautreamont, aparte de Marx y Freud. Y frente a éstos surgieron los aborrecibles Claudel (asno oficial, granuja, pedante), Pierre Loti (el idiota), Maurice Barrés (el traidor) o Anatole France (el policía). Como asimismo comprobará el lector, la lista de réprobos es interminable, con el agravante de que había figuras, sin ir más lejos Picasso, con las que Breton mantuvo una prolongada y muy complicada relación de amor odio, fundamentalmente porque sería una locura querer encuadrar a Picasso en una escuela, grupo, movimiento o cualquier otra entidad que no indique una noción de individualismo radical. Hubo otros, como Antonin Artaud que recibieron tantas críticas como alabanzas.  Más problemáticos fueron, sin ir más lejos, los insultos proferidos contra Anatole France durante su entierro, una tirria que llevó a Breton a pedir públicamente que los despojos del fallecido fuesen metidos en un cajón y arrojados al Sena porque le negaba incluso el derecho a convertirse en polvo.

                Otras veces, en cambio, la crítica era elegante, mensurada y, en mi opinión, justa, como por ejemplo cuando en 1928 Luis Buñuel y Salvador Dalí le mandan a Juan Ramón Jiménez una nota manuscrita que decía: “Nos creemos en el deber de decirle –sí, desinteresadamente– que su obra nos repugna por inmoral, por histérica, por arbitraria”. Movido por su inquebrantable propensión a la sinceridad, al repasar su propia obra, y la de sus compañeros, Luis Buñuel reconocía el valor de lo conseguido, ya fuera en literatura y pintura e incluso en el cine, pero lamentaba que el surrealismo no hubiese alcanzado uno de sus compromisos más queridos: cambiar la vida.         

 

Repertorio de ideas del surrealismo

Ángel Pariente

Editorial Pepitas de calabaza



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26 de agosto de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Trasatlántico

En los talleres de escritura creativa enseñan que las novelas deben arrancar con una historia vistosa, emotiva, trepidante y capaz de enganchar al desprevenido lector. Si consigues eso, dicen los maestros, después puedes hacer un poco lo que quieras con los tiempos narrativos, los escenarios donde transcurre la acción y el, la o los narradore(a)s, siempre que tengas la precaución de no perder por el camino la atención del lector.

Colum McCann conoce bien la norma porque lleva años enseñándosela  a futuros escritores en una universidad de Nueva York. Y en Trasatlántico cumple escrupulosamente con sus enseñanzas y abre la novela con el relato novelado del vistoso y trepidante, aparte de histórico,  vuelo que en 1919 realizaron los pilotos británicos Arthur Brown y John Alcock, quienes partiendo de Terranova a bordo de un bombardero Vickers modificado, llegaron a Irlanda y se convirtieron e los primeros en atravesar el Atlántico sin escalas. Ante la enormidad que se proponían  hacer los dos aviadores pasa casi desapercibida la importancia de la intervención de  una periodista de Terranova y su hija fotógrafa, quienes les entregan una carta con el ruego de que la echen al correo cuando toquen suelo europeo. Esa carta acabará dejando un levísimo rastro que salta y enlaza épocas, continentes, personajes y circunstancias sin aparente relación pero que exigen una colaboración activa del lector para elaborar el relato total.    

En el caso de esta novela, McCann tuvo que hacer frente a dos condicionantes de índole muy diferente pero que a la postre se han demostrado decisivos. El primero hay que atribuirlo al éxito furibundo de su novela anterior,  Que el vasto mundo siga girando (2009) que le valió fama, fortuna, premios prestigiosos y efusivos elogios a escala mundial, pero que le causó de paso un problema muy común en los autores de éxito repentino: cómo escribir otro libro que sea tan bueno como el anterior sin que parezca una copia, o lo que es lo  mismo, cómo satisfacer las  expectativas creadas. El segundo condicionante no tenía nada que ver con las servidumbres de la industria editorial y en cambio era de orden estrictamente literario: a diferencia de lo que les pasa a otros muy admirados escritores irlandeses tipo Elisabeth Bowen, John Banville o, sobre todo, Colm Toibín,  Colum McCann no es un escritor fácil e imaginativo y que de cualquier cosa se inventa una novela. Él es un fanático de la investigación previa y de la precisión, y si describe un viaje en barco en los años 30 del siglo pasado, los trajes de ellos y ellas, las nomas sociales de trato según el interlocutor sea ella o él, las bebidas y los aperitivos, las músicas que se oyen en el barco o el trato con la servidumbre están milimétricamente reflejados, con la particularidad de que esa minuciosidad en el detalle a veces tiene una importancia decisiva en el desarrollo de la trama, como es el caso de la ya mencionada carta que atravesará por vez primera el Atlántico por los aires, aunque es más significativo aún un detalle mínimo que se describe en el capítulo II, íntegramente dedicado a la visita, asimismo histórica, que  el ex esclavo y abolicionista norteamericano Frederick Douglass realizó a Irlanda en 1845. Aunque el visitante lo viera todo desde la seguridad de los círculos ilustrados y socialmente acomodados que financiaron su viaje, la situación en Irlanda era espantosa, y si ya de por sí era espeluznante el espectáculo de miseria y degradación que ofrecían las calles, se estaban produciendo los primeros pero inequívocos indicios de la hambruna que les iba a costar la vida a dos millones de personas, aparte de que también se estaba consolidando un sentimiento antibritánico que terminaría con la secesión de la República de Irlanda y una guerra civil en Irlanda del Norte que ha llegado a nuestros días. Y sin embargo, pese a que el desgarro social es evidente, lo decisivo para el relato es la brevísima relación del abolicionista con una criada adolescente que sirve en casa de su editor irlandés, y que se limita a unos pocos intercambios de palabras y a un apretón de manos que el ex esclavo intercambia con toda la servidumbre antes de seguir viaje. Ese gesto de fraternidad, y la imagen de hombre que ha sabido conquistar su libertad, son decisivas para la criada, que de pronto concibe la de otro modo inconcebible idea de escaparse a América en busca de una vida mejor. Debido a lo imperceptible de ese momento mágico en la trayectoria de una insignificante fregona, el lector debe hacer un esfuerzo considerable de reconstrucción para relacionarla  muchos años y muchas páginas más tarde con una madre coraje que participa como enfermera en la Guerra de Sucesión americana porque, dice, quiere estar cerca de su hijo de diecisiete años que se ha apuntado como voluntario no para luchar contra los estados esclavistas del sur sino para luchar. Sin más. Una vez que le entreguen el cadáver de su hijo, la madre coraje da un giro a su vida y tras casarse con un suministrador de hielo, tener seis hijos con él, perder a su marido y a dos de los hijos mayores, terminará viviendo con su hija pequeña, que andando el tiempo se convertirá en una periodista de cierta fama en Terranova, momento en que el relato enlaza con la carta y sigue encarnado en la voz de la hija fotógrafa, etc. No es una novela redonda, equilibrada y de una calidad uniforme. Ni mucho menos. Pero McCann a ratos entra por derecho propio en el Olimpo de los grandes narradores irlandeses que tantas historias fascinantes les quedan por contarnos.

 

Trasatlántico

Colum McCann

Traducción de Marta Alcaraz

Seix Barral

                         



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20 de agosto de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Historia y desventuras del desconcodo soldado Schlump

Al cumplirse cien años justos del estallido de la mal llamada Gran Guerra –en realidad, apenas veinte años después Europa se las apañó para enzarzarse en otra guerra igual de grande o más y hubo que numerarlas, Primera, Segunda… y las que vengan– la editorial Impedimenta ha tenido la buena idea de rescatar Historia y desventuras del desconocido soldado Schlump. Su autor, Hans Herbert Grimm fue un maestro de escuela que sobrevivió a la primera de las dos grandes guerras. Porque estaba visceralmente en contra del militarismo y los nacionalismos aprovechó sus experiencias bélicas para escribir una novela que, según pensaba él, además de darle una cierta fama  también podría aportarle unas moderadas pero muy bien recibidas ganancias porque eso de “pasas más hambre que un maestro” no es exclusivo de España.  Y a punto estuvo de conseguirlo porque el sentimiento antibelicista era generalizado. Publicado en 1928, el libro tuvo un cierto éxito e incluso se tradujo al inglés, mereciendo una crítica muy favorable por parte de J.B. Priestley. Sin embargo, H.H.Grimm chocó contra dos imponderables que demostraron ser demasiado para él. El primero de dichos imponderables fue que  justo entonces Sin nvedad en el frente, la novela de Erich Maria Remarque, se convirtió en un best seller mundial, con el agravante de que todavía hoy continúa siendo una referencia ineludible de la literatura antibélica.

                El segundo inconveniente fue que la política de limpieza que ya estaban llevando a cabo los nacionalsocialistas empezó con grandes hogueras a las que fueron a parar todos los libros y cuadros denominados “degenerados”, y el de H.H. Grimm no sólo era antibelicista y antinacionalista y no sólo no seguía las consignas oficiales de odio a todo lo que fuera francés, belga o inglés, es decir los próximos enemigos de Alemania, sino que encima estaba editada por un judío comunista. Pero H.H. Grimm ya se debía de oler lo que se le venía encima porque además de publicar su libro con pseudónimo guardó tan en secreto su identidad que, a diferencia de su libro,  se salvó de la quema y pudo salvar asimismo un ejemplar a base de emparedarlo en su casa.

                Es evidente que no gustándole el tremendismo ni la enumeración de horrores que él había presenciado, la intención de H.H. Grimm fue escribir una novela picaresca. Schlump, viene de lump, que en alemán significa sinvergüenza, y al principio podría ser un compinche de Rinconete o el Lazarillo. Destinado a labores de intendencia en la retaguardia del frente francés, se vale del mínimo poder de su cargo para disfrutar de la vida con los camaradas y, aprovechando esa moral tan peculiar de los tiempos de guerra, establecer relaciones con toda clase de mujeres y jóvenes francesas. Habla maravillas de ellas porque, la verdad, ellas le tratan amorosamente y le devuelven con creces sus favores aunque, eso sí, no se dan descripciones ni detalles íntimos. Pese a su apodo, Schlump es un caballero y no cuenta según que cosas de las damas a las que frecuenta. Pero si encima puede hacer trapicheos con los alimentos, el vino o el tabaco, qué más puede pedir un muchacho de pueblo, hijo de un obrero y al que de pronto le dan las llaves de la despensa.

                Otro de los grandes atractivos es que se trata de una novela de novelas, y sobre todo durante los tediosos días de la retaguardia, todo el mundo tiene tiempo y disposición para escuchar una buena historia y cada dos por tres los oyentes se sientan por el suelo y se van pasando tabaco o botellas de vino mientras un recién llegado cuenta su historia, por lo general breve pero intensa  y como corresponde a un tiempo tan desquiciado como es el de una guerra, totalmente disparatada. El episodio del niño que se mete un orinal metálico por la cabeza y no se lo puede quitar es formidable y refleja muy bien el carácter moderadamente burlesco que H.H. Grimm quería darle a su novela.

                Pero nadie escapa a una guerra con las manos limpias y el cuerpo sin marcas. Poco a poco Schlump se va acercando al horror y una vez que se ve atrapado en el mismo ya no escapa de él hasta el final, y lo hace con el cuerpo hendido y, sobre todo, el alma endurecida. La gente que todavía asocia guerra con heroísmo es objeto de la rechifla general. El sálvese quien pueda ya es universal y con la derrota el relato pierde sus últimos tonos picarescos y adquiere un tono sombrío que debió de enfurecer a esos nazis que, una vez quemadas las obras de arte degenerado, estaban ya clavando sus torvas miradas en los judíos. Pero sorprende sobre todo la elegancia de una narración que no cae nunca en el tremendismo ni en la búsqueda de la imagen fácil. Lo que pasa es que una guerra es la plasmación del horror y la expresión de los peores rasgos del género humano. Y era imposible que la picaresca pudiera dar cuenta del mismo y salir incólume.

 

Historia y desventuras del desconocido soldado Schlump

Hans Herbert Grimm

Traducción de Belén Santana

Impedimenta



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4 de agosto de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El último tramo

 

Pocos libros, que yo recuerde, han sido últimamente tan esperados, desesperados, dados por perdidos y jubilosamente recibidos como esta tercera y, helás, última entrega del viaje que Patrick Leigh Fermor hizo entre 1933 y 1935 y que debía llevarle andando desde Holanda hasta Estambul (Constantinopla para el autor).

Dada su costumbre de escribir a mano  y dejar pasar mucho tiempo entre la experiencia y su narración (la primera entrega, El tiempo de los regalos, salió en 1977 y la segunda, Entre los bosques y el agua, en 1986) a nadie le preocupó mucho que fuesen pasando los años y no se supiese nada del prometido remate de la trilogía. En su prólogo a El último tramo, Colin Thubron y Artemis Cooper, albacea literario y biógrafa de Fermor respectivamente, demuestran lo muy cerca que estuvimos de esperar para nada, pero también ofrecen una imagen estremecedora del viejo luchador incansable que está perdiendo facultades (como a lo largo del viaje y los años  fue perdiendo cuadernos de notas y borradores),  pero que no cejará en su empeño de culminar su obra. De paso ese prólogo debería hacer reflexionar a quienes piensan que cada obra de arte es un fragmento del discurso del Creador (léase sagrada) y que nadie tiene derecho a cambiar siquiera una coma. El texto que nos ha llegado es fruto de un cúmulo de casualidades, hallazgos, callejones sin más salida que volver a empezar, replanteamientos y, al final, la propia decadencia física del viajero que se dice insatisfecho, que desearía dar un nuevo repaso a lo hecho y que en ocasiones  incluso recomienda dejarlo en un cajón.

Vaya por delante que Colin Thubron, con la ayuda de Artemis Cooper, ha hecho un trabajo espléndido. Y si alguien se pregunta si El último tramo es un producto de consumo para aprovechar el tirón del autor, la respuesta es no. El estilo  elegante, minucioso y de una extraordinaria vitalidad es inconfundible, y si en algún momento el autor echó en falta sus cuadernos no se nota, quizá porque como él mismo dice, los recuerdos le venían de pronto como surgen de la oscuridad unas pinturas al ser iluminadas por una antorcha. Sigue siendo el enamoradizo que cae rendido a los encantos femeninos (parece que entre las notas de su llegada a Constantinopla, para variar casi milagrosamente recuperadas, no se dice nada de Santa Sofía y sus pinturas pero en cambio se da cumplida cuenta de una joven griega fugazmente conocida), pero como al mismo tiempo es un caballero nunca da la menor pista acerca del grado de intimidad física con las mujeres que encuentra y le acogen y miman en sus casas, ya sea una estudiante enormemente atractiva, la dueña de un hotel que le devuelve la mochila robada o, sobre todo, la divertida estancia en un burdel de Bucarest protegido y cuidado por las pupilas.

                Quizá, puestos a encontrar diferencias con el Leigh Fermnor de entonces, en este último hay unos juicios de valor que en cambio no se veían en los libros anteriores, y eso que la ominosa presencia de los nazis era continua  podría haberse ensañado. Aquí, pese a la lejanía con los hechos vividos entonces, aunque es posible que las terribles y posteriores Guerras de los Balcanes le removiesen dolorosamente la memoria mientras rehacía textos, hay intervenciones muy críticas, en especial con los turcos, a los que presenta como una de las máximas calamidades sufridas por Europa en toda su historia. Por cierto que hablando de eso, de historia, para dar una idea de lo prolongada que fue la ocupación turca de Bulgaria ofrece una medida del paso del tiempo que sólo  a él se le podía ocurrir. Estuvieron allí, según él, más o menos el lapso que va de Chaucer a Dickens. En cambio le duele más el odio irracional que percibe entre vecinos, ya sea de rumanos y búlgaros, búlgaros y turcos o de todos contra todos salvo los griegos, que son unos caballeros. 

                Pero lo mejor es que sigue siendo el viajero que disfruta del sol y los olores y el pan con queso o los paisajes, que lo mismo duerme en una cabaña de leñadores que en casa de un cónsul inglés o en el mejor burdel de Bucarest, y que si llega a una población búlgara,  a la sola vista de un grupo de aldeanos vestidos a la turca, se mete gozosamente en un lío de invasiones y choques de culturas, y dialectos  y músicas y canciones que, milagros de la técnica, existen, y basta poner en You Tube estas palabras mágicas Zashto mi se sirdish, liube? (que son la primera estrofa de una canción que a Paddy le gustaba mucho) para ir a parar a un alucinante mundo de cantantes y músicos e instrumentos actuales que se pueden escuchar mientras que en las street view de los pueblos por los que transcurre el viaje se pueden ver unos paisajes que no parecen haber cambiado gran cosa desde entonces. Hola y adiós al viejo Paddy.

 

El último tramo

Traducción de Inés Belaústegui e Ismael Attrache

Patrick Leigh Fermor

RBA

 

 

 

 



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22 de julio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Por el territorio del Ussuri

La cuenca hidrográfica del río Ussuri ocupa una superficie de 201.440 km2 (aproximadamente la mitad de la Península Ibérica) y está situada al norte de Vladivostok, la ciudad ribereña del mar de Japón y destino oriental del mítico tren transiberiano. Geológicamente el territorio está estructurado por la cordillera Sijoté-Alín, que corre más o menos de norte a sur y en paralelo al mar, y que ha dado origen a un sistema hidrográfico  de una gran complejidad. El territorio, en el que confluyen Rusia, China y Corea, fue objeto de continuas disputas fronterizas entre las tres naciones hasta que, en 1958, el tratado de Aygunsk se lo atribuyó definitivamente a Rusia, aunque como comprobará el lector, chinos y coreanos son mayoritarios en sus respectivas zonas de influencia geográfica. La etnia local más importante era la gold, a la que pertenecía Dersú Uzalá, aunque posiblemente  las extremas condiciones climáticas borraban las diferencias étnicas, religiosas y culturales en favor de la supervivencia. No hay un solo episodio de violencia en todo el libro y en cambio la hospitalidad es una ley inviolable, y lo habitual es que campesinos y cazadores que viven en unas condiciones muy precarias acojan a los viajeros en sus viviendas y compartan con ellos sus alimentos.

                Por el territorio del Ussuri tiene su origen en las notas de viaje tomadas por Vladímir Arséniev durante las diversas expediciones por la zona,  aunque en el presente libro se concede especial relevancia a la de 1902, en el curso de la cual conoció al hoy célebre cazador gold, y  a las de 1906 y 1907, en las que volvió a encontrarse con él. Arséniev era militar y su misión fundamental consistía en explorar y cartografiar ese territorio que la culminación del ferrocarril transiberiano (1904) iba a abrir a la llamada “civilización” y a la consabida explotación que ésta trae consigo. En algún momento Arséniev comenta que muchos de los bosques por los que transita ya no son primarios porque han perecido víctimas del fuego que trae consigo la máquina de vapor. Además de militar y cartógrafo Arséniev era geólogo, naturalista,  etnólogo y, sobre todo, un hombre consciente de la destrucción que entrañaba la civilización por él representada. Por eso es tan emocionante su encuentro con Dersú Uzalá, un ser que vive inmerso en una naturaleza de la que forma parte íntegra y con la cual mantiene la misma relación que con su cuerpo o su espíritu, pues todo forma parte de lo mismo. El habla que le atribuye el traductor, Sergio Hernández-Ranera, es todo un acierto porque, a veces rozando el surrealismo, logra transmitir el sencillo panteísmo del cazador. Son magníficas las páginas que Arséniev dedica a su intento de apreciar la naturaleza a través de la sensibilidad y la sabiduría del anciano cazador, sus técnicas para seguir rastros u orientarse en plena taiga, su delicadeza en el trato con las criaturas que le rodean o sus deferencias ( dejar comida después de  arreglar un refugio porque mañana alguien puede necesitar ambas cosas, por ejemplo). Y es enternecedora la enumeración de los objetos que Dersú Uzalá lleva consigo, la mayoría de los cuales se podrían encontrar en el  vertedero de cualquier ciudad pero que para él son lo suficientemente valiosos como para cargarlos sobre sus hombros.

                Son igualmente magníficas las  descripciones de los territorios por los que atraviesa en sus exploraciones, los ríos, la fauna y la flora, las personas y, especialmente, todo lo relativo a la vida al aire libre, los campamentos, los fuegos antimosquitos, el aprovisionamiento, o la manera de hacer cruzar ríos turbulentos a los caballos de carga. Pero atención. Arséniev no era un excursionista dominguero. Estaba cartografiando y descubriendo un territorio recién adquirido y que el Alto Mando deseaba conocer bien, caso de tener que realizar una incursión militar. Arséniev sabía que un día algún compañero de armas tendría a lo mejor que confiar en sus observaciones para mover un cuerpo de ejército y que no le gustaría nada ser enviado a callejones sin salida, verse atrapado en un lodazal o malencaminado por culpa de unos mapas mal trazados y unas instrucciones chapuceras. De ahí que sus prolijas explicaciones del curso de los ríos y sus afluyentes, las carácterísticas orográficas o los fenómenos meteorológicos de las diversas zonas puedan resultar un poco excesivas para el lector que no se va a ver nunca en la tesitura de perderse por aquellas extensiones del fin del mundo. Pero un buen día aparece otra vez Dersú Uzalá y la narración sufre un subidón muy de agradecer.

 

Por el territorio del Ussuri

Vladímir Arséniev

Traducción de Sergio Hernández-Ranera

AKAL



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13 de julio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El viento en las hojas

El libro recoge siete narraciones cortas sin relación aparente entre sí. La primera refleja el momento de felicidad de un niño que se suelta de la mano del padre al llegar al parque y corre al puesto de helados para decidir, con la ayuda cómplice de la heladera, qué clase de cucurucho elegirá. En la segunda narración una pareja de ancianos es brutalizada en plena calle por un apuesto y musculoso joven que pasea a un perrazo con el que aterroriza a los ancianos sin que nadie salga en su ayuda. En la tercera, alguien que lleva un buen rato caminando por las calles de una ciudad decide refugiarse en un viejo café; la mesa elegida se convierte en un apostadero desde el que observa con discreción pero también con gran interés a una atractiva mujer sentada a una mesa cercana; mira divertido las bromas de una pareja de novios a costa de la puerta giratoria y las travesuras de unos niños en esa misma puerta, aunque su atención acabará centrándose en un grupo de parroquianos ya mayores que de pronto se enteran de que uno de ellos les está diciendo adiós…para siempre. En la siguiente, una niña está haciendo pompas de jabón en un puente y como quiere verlas volar hasta desaparecer sobre el río cada vez se sube de un salto al pretil y, pese a los reiterados sustos de la madre, alcanza a asomar la cabeza y los hombros en el vacío mientras agita unos pies que  no tocan el suelo. El padre, a todas estas, está negligentemente sentado con una pierna colgando sobre el agua y exhorta a la madre para que deje en paz a la niña.

                Pero bueno. Ya he dicho al principio  que las  piezas no guardan mucha relación entre sí,  aunque después he añadido que la desconexión es engañosa. Hay un elemento simbólico que se traslada de un relato a otro: cada vez que el personaje a través de cuya sensibilidad se encarna la narración percibe un atisbo de trascendencia,  o cree vislumbrar fugazmente un principio de racionalidad,  en algún árbol cercano el viento rompe a cantar entre las hojas. La reiteración de ese hálito en principio efímero, y desde luego marginal al acontecimiento mismo, acaba siendo tan expresivo como el vuelo que emprendía en otros tiempos la lechuza ante un logro de la sabiduría. Cada vez que alguien ve, o cree ver, o le parece entender, algo, el viento se desliza entre las hojas.    

                Otro elemento que se traslada de una narración a otra confiriéndoles tanta entidad como si surgieran de un solo y único aliento narrativo (como pasaría si fuese una novela) es una mirada que capta y da cuenta de la felicidad del niño repasando la variedad de sabores en oferta, la odiosa petulancia del joven y su perro feroz o la elegancia del contertulio que se despide de sus colegas de toda la vida sin estridencias ni gestos teatrales.

                Es de resaltar que es una mirada minuciosa pero que no juzga, hasta el extremo de que no hay un solo calificativo en la conducta del agresor que azuza a un animal contra unas víctimas inocentes. La tarea de condenar al petulante musculoso, o de admirar la sobriedad del contertulio en su despedida final es tarea que le queda reservada al lector. Pero que no juzgue no quiere decir que sea una mirada no comprometida, pues no tiene nada que ver con la curiosidad o la intromisión. El que mira es alguien que quiere saber más y desea llegar al fondo de lo que ve, y para ello se vale de  los signos en apariencia irrelevantes  de unas existencias no menos insignificantes y que en sí mismas ni siquiera parecen dignas de mención (qué más dará la clase de helado que acabe escogiendo el niño, o qué importancia tiene si al final siempre pide el mismo sabor). Sin embargo, la concatenación de instantes captados como de pasada, y su estructuración por medio de una forma de contar muy personal y poderosa (lo que antes se  llamaba una escritura), hace que esas pequeñas epifanías cotidianas acaben sonando como el viento cuando canta en las hojas. En algún momento la mirada que pretende desentrañar el entorno y el viento que corrobora alborozado los hallazgos, se alían con una especie de camaradería jubilosa:”en las copas de los árboles el airecillo que mecía el verde reciente de las hojas era igual que una sonrisa que se insinuara y remitiese y luego se insinuara de nuevo”.

                Pero, era inevitable, a partir de un momento dado lo percibido en el exterior se vuelve trascendente: “cuando no sólo no vemos lo que vemos sino que vaya usted a saber [Nota aclaratoria: estamos a vueltas con una muchacha al parecer muy atractiva pero apenas atisbada a través de un escaparate y de ahí ese dubitativo “vaya usted a saber”] entonces a lo mejor creamos. Se crea entonces por consiguiente porque no se tiene más remedio, porque estamos faltos y creamos”. “Pero si la belleza”, continúa diciéndose el paseante que cruza obsesivo una y otra vez ante el escaparate en cuestión, “la pongo yo, ¿qué es lo que ella pone?”. Y termina preguntándose: “¿O es que no es tan importante lo que haya al otro lado del cristal como que haya cristal y dos lados del cristal?”.

El libro es lo más parecido a una pequeña e insidiosa herramienta con la que, de proponérselo, J.A. González podría acabar dando cuenta del mundo. Cada narración es una pequeña joya tallada por la experiencia y pulida con ayuda de la sabiduría. Pero como la suya es una forma de narrar elegante y discreta, como todo lo artesanal, no se va a enterar  nadie. Y será una pérdida  lamentable.

 

 

El viento en las hojas

J.A. González Sainz

Anagrama   



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6 de julio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Esas mujeres llamadas salvajes

El título habla de mujeres y el texto cumple escrupulosamente la promesa porque si a lo largo del libro salen trescientos personajes, la inmensa mayoría de ellos  –y por lo general los mejor perfilados y cuidados – son mujeres. En cambio en el título sale también la palabra “salvajes”  pero en este caso la cuestión es más ambigua porque puede hacer referencia al carácter fiero, irreductible y de autoafirmación  casi suicida de algunas de las mujeres aquí reflejadas (y entre las que en cierto modo bien podría incluirse la propia autora)  pero también puede estar aludiendo a que el verdadero salvajismo es el de gran parte de los grupos sociales, tribus, instituciones y gobiernos que salen en el libro y que en definitiva son los responsables de poner a las mujeres en situaciones  imposibles. La imagen de la muchacha revolucionaria china que camina  cantando al encuentro del pelotón de fusilamiento comandado por sus propios camaradas revolucionarios podría ser un buen ejemplo de situación  imposible.  Pero tampoco es mal ejemplo esa bella revolucionaria soviética que en su celo purista no ha dudado en denunciar a sus compañeros y que  ahora, exilada en Azerbaiyán porque ya se sabe lo que les hace a sus hijos cualquier Revolución, vagabundea sin rumbo porque “ha perdido  esa virtud esencial que es tener un propósito”.

                Quede claro que la autora no es una feminista acérrima  dispuesta a defender a ultranza a las mujeres y, como complemento dialéctico ineludible, a demonizar al masculino como responsable único de la desgracia femenina. De vez en cuando sale la palabra “estúpida” dirigida a una mujer que no le gusta y que desaparecerá para siempre de su horizonte. Lo que le da una dimensión inusual a las narraciones de Rosita Forbes es su posición ambigua frente a los privilegios de raza y de clase (de los que se aprovecha sin asomo de culpabilidad), su condena sin paliativos de la condición de inferioridad en que viven las mujeres de toda raza, cultura y condición, y su fascinación por un poder y una fuerza que si los encuentra encarnados en una mujer los celebra, aunque si quien ostenta esa fuerza y ese poder es un hombre no los condena. Al revés.  A veces los acepta como algo inevitable.

                Quien desee hacerse una idea de esa ambigüedad a la que hago referencia tiene un ejemplo extraordinario en el capítulo que dedica a Halidé Edib (1883-1964), escritora y líder nacionalista que jugó un papel esencial en la revolución que permitió a Turquía romper con su pasado imperial y pasar a ser una república laica que todavía hoy busca su propia identidad. En algún momento de entusiasmo traza un paralelo no muy afortunado entre Halidé Edib y Juana de Arco, pero por fortuna se cansa enseguida y se centra en poner de relieve la extraordinaria trayectoria política e intelectual de esta mujer que, después de arriesgar su vida durante unos años muy convulsos logró salir con vida de los mismos.  Su admiración y homenaje al valor y la capacidad de supervivencia se hacen extensivos a mujeres que han entregado su vida al cuidado de enfermos, mujeres  soldado en diversas revoluciones o una misteriosa bailarina a la que conoce en Lyon  y reencuentra muchos años después como sacerdotisa en Haití, sin olvidar a las esclavas a las que sigue la pista en Abisinia y Arabia, prostitutas de diversos lupanares, o su semblanza de la singular exploradora, anarquista, ocultista, budista y escritora Alexandra David-Neel, a la que califica de “la persona viva más extraordinaria del mundo”.

                La versión negativa de la fascinación del Rosita Forbes por el poder quedó reflejada en las numerosas entrevistas (no recogidas aquí)  y encuentros con hombres tan destacados como  D’Annunzio y Lawrence de Arabia, Clemenceau, el rey Faisal o el emperador  Haile Selassie, aunque su no disimulada admiración por Hitler y Mussolini terminó costándole no pocos disgustos cuando ambos dictadores mostraron su verdadera  faz.  

     Pero fue justamente esa profunda contradicción la que continúa otorgando valor e interés a unas crónicas de viaje escritas entre las dos grandes guerras mundiales del siglo XX y que denotan todavía una notable amplitud de miras y un rechazo indiscriminado de la injusticia. Ello aunque a veces parece quedarse sin palabras, por ejemplo cuando en un harén las esposas del gran hombre se dicen felices y contentas y rechazan toda posibilidad de cambiar de estatus, o cuando se encuentra con la esposa que exige al consejo de ancianos que obligue a su marido a buscar una segunda esposa. ¿Por qué? Porque ella ya le ha dado diez hijos al gran hombre y pide refuerzos ante la perspectiva de seguir pariendo herederos.  Es lo que tiene el viajar: los clichés que pueden explicar el mundo aquí resultan casi insultantes bajo una jaima plantada en mitad del Sáhara o en una cabaña en la Amazonia. 

 

 

 

Esas mujeres llamadas salvajes

Rosita Forbes

Traducción de Catalina Rodríguez y grabados originales de Isobel Beard

Almuzara

 

 

 

 

 



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23 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apaches

Junto con Warlock (1958) y  Malas tierras (1978), Apaches (1986) completa la  inmensa trilogía que Oakley Hall (1920-2006) dedicó al otrora llamado “salvaje oeste”. La acción transcurre en  la década de 1880 en Nuevo México y se reparte en tres grandes ejes: los indios, concretamente los apaches Sierra Verde, están en vísperas de su aniquilación, y antes que autodestruirse en inhóspitas reservas regentadas por los ojos pálidos (después de tantos años de “rostros pálidos” cuesta un poco acostumbrarse a esta nueva denominación) prefieren escaparse en dirección a Sierra Madre cometiendo salvajadas con las que vengar las sufridas por ellos. Ello da ocasión a la intervención de la Caballería, que es la segunda gran línea narrativa de la novela, con el teniente Cutler, un soldado raso ascendido varias veces a capitán y degradado otras tantas a teniente por su indisciplina y su habilidad para atraerse el odio de sus superiores. Al mando de sus infalibles rastreadores hoyas, también  apaches pero enemigos de los sierraverdes,  Cutler protagonizará los mejores momentos de la narración: cómo se desarrolla una persecución, trucos de los rastreadores hoyas para descubrir las huellas de los fugitivos, cómo se planea una emboscada, cómo hacer para alcanzar una posición de dominio y superioridad aun siendo menos, cómo despistan los guerreros a sus perseguidores para dar tiempo a que escapen las squaws cargadas con la impedimenta y los niños, todo ello estupendamente contado. Hall no era ningún analfabeto y cita  Bernal Díaz del Castillo con la misma facilidad con que describe las diferencias que hay entre la monta a la brida (practicada por los soldados españoles herederos de la caballería medieval y copiada por el ejército estadounidense) y la monta al jinete (copiada de los árabes y también traída por los españoles pero los no militares, y que fue adoptada por los indios porque preferían conducir al caballo con las rodillas y así tener libres las manos para manejar el arco y las flechas). Parece mentira las cosas que se aprenden leyendo a los autores que saben de lo que hablan.

                La tercera gran línea narrativa se centra en los civiles, los grandes hacendados que saben haber perdido el control del territorio a manos de los aventureros que todavía buscan fortunas fáciles en el Oeste, los comerciantes que trafican con bienes de primera necesidad y crean las llamadas Redes, unas asociaciones de tipo mafioso que además de estafar a los indios y venderles licor, practicaban  la usura y servían  a sus amos ejecutando sentencias y embargos a granjeros morosos; los funcionarios estatales encargados de los asuntos indios; los jueces, sheriffs, alcaldes y gobernadores y fiscales tan corruptos que resulta casi imposible trazar una línea de separación entre ellos y los cuatreros, forajidos, pistoleros y demás marginados sociales que van rebotando de Texas a Nuevo México y vuelta buscando un medio de supervivencia. Todos ellos son muy conscientes de que la “civilización” está a punto de barrer el viejo orden, por llamarlo de alguna manera, para sustituirlo por un nuevo sistema que ya se perfila y que se parece sospechosamente al actual. La conciencia de fin de época es tan clara que incluso el nuevo gobernador, un general e historiador especializado en  Pedro de  Alvarado, cambia de especialidad y decide escribir historia contemporánea con nombres y apellidos reales. Esta tercera vía narrativa podría resultar la menos interesante de no ser por la minuciosa atención que Hall presta a las mujeres. En lugar de recluirlas, como  siempre, en el prostíbulo y el saloon, Hall sigue con gran simpatía la lucha titánica de varias mujeres (la gran dama, las esposas de militares, la hija de familia rica mexicana e incluso las squaws indias) por sobrevivir y luchar por ganar un poco de dignidad en un medio apabullantemente masculino y vehiculado por la violencia, ya sea la costumbre apache de cortar la nariz a la adúltera o la fijación del ojo pálido por considerar que ellas no son más que botín. Que Apaches sume más 650 páginas de texto apretado puede parecer intimidante, pero quien lleve tiempo buscando un novelón del oeste como los de antes está de suerte.

 

Apaches

Oakley Hall

Traducida por Benito Gómez Ibáñez

Galaxia Gutenberg



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16 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¡Hayduke vive!

Los simpatizantes de Edward Abbey y de su insuperable Banda de la Tenaza están (estamos) de enhorabuena porque Editorial Berenice ha vuelto a reunir a Hayduke, Doc, Bonnie y Seldom Seen Smith para reanudar su indesmayable, irredenta e inútil guerra contra las fuerzas del mal. La acción está situada en el terreno favorito de Edward Abbey, un territorio conocido como Cuatro Esquinas porque allí confluyen los estados de Utah, Colorado, Nuevo México y Arizona. Pleno desierto surcado de cañones y barrancas, una de las cuales, la más vistosa, es el Gran Cañón del Colorado.

Las fuerzas del mal están capitaneadas por el reverendo Love, un pantagruélico hombretón padre de once hijos y que por asegurar el bienestar de todos ellos, y el de las nuevas generaciones, defiende incluso a tiros los intereses de una multinacional belga que ha logrado del gobierno federal licencias para la explotación de minas de uranio a cielo abierto. Al decir de  los ecologistas,”el estroncio causa leucemia aguda, afecta a la médula, mata a la gente. Sobre todo a los niños”.  A lo que responde el reverendo Love:”El uranio me huele como huele el dinero. Huele como huele el trabajo. Me huele a miles de puestos de trabajo. Y no me importa deciros que me gusta ese olor”.  Quien se haya molestado en escuchar los argumentos esgrimidos por los partidarios de esa práctica llamada “fracking” verá que la ideología de los actuales reverendos Love no ha avanzado un solo paso respecto a lo que decían hace cincuenta años, más o menos cuando los de la tenaza se alzaron en armas contra la todavía controvertida presa del Cañón de Glen, en el río Colorado.

Abbey no dice cuántos, pero es evidente que han pasado muchos años desde su anterior (y catastrófica) pelea contra las fuerzas del mal. Desde entonces, Doc y Bonnie han formado una pareja estable, tienen un crío y están esperando otro, él ejerce de pediatra y ella de ama de casa. Seldom Seen Smith tiene tres esposas (hay mucho mormón en esta novela) y varios hijos, y se gana más o menos la vida alquilando caballos y barcas a los turistas. De manera que cuando reaparece Hayduke, al que todos daban por muertos, y trata de reconstruir la banda todos se hacen los locos. Doc porque trabaja en una clínica pediátrica y le necesitan, Bonnie porque estando preñada cómo se va a meter en la clase de líos que les propone el reaparecido, y el apenas visto Smith porque con las esposas, los niños, los caballos y las barcas tiene tanto trabajo que no le queda tiempo, ni ganas, de hacer ecoterrorismo.

Pero la propuesta de Hayduke es irrechazable porque se trata de acabar con la máquina malvada total, una explanadora denominada Super G.E.M.A  4240 W, alta de trece pisos, ancha como un campo de fútbol, capaz de desarrollar una potencia que podría iluminar una ciudad de 100.000 habitantes y valorada en 13.500 millones de dólares. Popularmente se la conoce como GOLIAT y es la punta de lanza de la que se valen las fuerzas del mal para arrasar bosques, desmontar montañas y cegar barrancos para construir una superautopista que traerá consigo las  minas a cielo abierto pero también urbanizaciones, hoteles de lujo, campos de golf y todo el resto de equipamientos que considera indispensables  el progreso.

Si la primera aparición estelar de la Banda de la Tenaza fue escrita en la década de 1970, esta segunda intervención data de diez años más tarde. Para entonces los integrantes de los movimientos ambientalistas eran, como los describe el propio Abbey “un ramillete de fascistas, racistas, terroristas, sexistas, anarquistas, comunistas, demócratas y simples ecofriquis campechanos”. O unos gamberros, en opinión del reverendo Love.

Ya entonces, la evidencia de que la industrialización, el progreso, el crecimiento económico sin límites y la desregulación a ultranza estaban destruyendo el planeta empezaba  a encontrar eco en capas cada vez más amplias de la sociedad. Pero el despertar de la conciencia ambiental todavía necesitaba una literatura de combate y eso es lo que hace Abbey: colar sus ideales en defensa de la Tierra a toda costa. Lo que ocurre es que no era un predicador talibán ni tampoco un pelmazo, y la transmisión de su ideología muchas veces parece una mera excusa para contar las disparatadas historias llevadas a cabo por esos sexistas, anarquitas y ecoterroristas que tanto le gustaban. El lector sabe de antemano que la banda no va a ganar la batalla contra el mal y basta ver lo que se le sigue haciendo al planeta para saber  cómo andan las cosas. Pero entre que los gamberros pierden la batalla y se salvan por los pelos, la narración ofrece momentos de una comicidad explosiva (con perdón) y sólo cabe lamentar que no habrá una tercera entrega porque Abbey se  murió a deshora y hoy forma parte del desierto que los reverendos Love le van arrebatando bocado a bocado.

 

¡Hayduke vive!

Edward Abbey

Traducción de Juan Bonilla

 

Berenice 



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25 de mayo de 2014
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