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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El rey de las Dos Sicilias

Alguien llamó la "peste amarilla" a la editorial Anagrama. Ahora también habrá que llamarla la "peste roja", por el color de la nueva colección, Otra vuelta de tuerca. Jorge Herralde tuvo una idea tan maravillosa como simple: de su amplísimo catálogo, recuperar libros importantes que hacía rato que no estaban en librerías, y también juntar en un solo tomo varios libros de un autor que estuvieran relacionados. Para mí, todo un éxito: hace un par de semanas regresé de España con tres libros rojos: Historia argentina, de Rodrigo Fresán; Relatos autobiográficos, de Thomas Bernhard; y El rey de las Dos Sicilias, de Andrzej Kusniewicz.

A Fresán y Bernhard ya los conocía bien; a Kusniewicz no. ¿Qué fue lo que me atrajo? Varias razones: la contratapa me recordó a La marcha Radetzky, una de mis novelas favoritas; este año leí a otros escritores polacos (Lem, Schulz) y quedé fascinado; una frase elogiosa de la contratapa comparaba a esta novela con las de Proust y Musil; me gusta, de tanto a tanto, dejarme sorprender por un autor del cual jamás he oído hablar. Mil razones, y ninguna: en el fondo uno nunca sabe del todo por qué escoge lo que escoge.

El rey de las Dos Sicilias, publicada en 1970, gira en torno a los hechos que en 1914 dieron lugar a la primera guerra mundial (el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo), punto de partida para que Kusniewicz narre un vasto retrato de lo que él llama acertadamente "el fin del siglo diecinueve". No se iguala en impacto emocional a La marcha Radetzky, pero sí uno sale de esta novela admirado por el logro de este escritor polaco.

La estrategia narrativa es compleja. Interesado por la forma en que hechos importantes ocurren de manera simultánea a hechos insignificantes, Kusniewicz sugiere que el significado objetivo de los hechos puede ser diferente pero la importancia subjetiva es la misma, de modo que todo forma "un todo indivisible del cual no se puede excluir nada, ya que cada uno de sus componentes tiene la misma importancia". Entonces, para narrar el fin de una época, Kusniewicz no se concentrará en lo obviamente importante -el asesinato del archiduque- sino que procederá por desplazamiento y se enfocará en el asesinato de una adolescente gitana en la misma época.    

La gitana muere en la ciudad donde se encuentra el regimiento de las Dos Sicilias, al que pertenece Emil R., un joven de la alta burguesía de Viena que se ha alistado para hundirse en ella y así escapar del amor incestuoso que le tiene a su hermana Elizabeth. Kusniewicz no nos dice del todo quién ha matado a la gitana, pero se sugiere que ha sido Emil R. Más desplazamientos, entonces: Emil R. se aleja de Viena para refrenar sus deseos perversos; un asesinato es cometido como forma simbólica de poseer lo que no se puede poseer. La historia individual se une a la de los imperios: al contar la decadencia de Emil R., Kusniewicz nos está contando la decadencia de la burguesía ilustrada vienesa, y por ende las razones del fin de un imperio que está podrido por dentro.

"Será entonces cuando Emil R. dirá en voz alta lo que ya ha pensado muchas veces: que ellos dos [Kokourek y él], subtenientes de reserva arrojados aquí por un curioso azar, arrancados de la vida normal, participan de manera pasiva en un acontecimiento sumamente importate; que, a pesar de las apariencias, no es el estallido de la guerra con Serbia, ni siquiera una al parecer inminente guerra con Rusia, ni tal vez una guerra mundial, ya que Francha, seguramente Inglaterra, y quizás Italia... No, no se trata de eso, existe un problema mucho más importante, y es que, aquí, en esta pequeña estación de Banat, son testigos del fin del siglo XIX".

¿Cuántos otros Kusniewicz están escondidos entre tantos libros publicados? Un gran editor debe estar no sólo pendiente de las novedades; debe buscar también en aquellos libros que acumulan polvo, provocar relecturas, sugerir nombres pasados por alto. Herralde ha vuelto a acertar. El rey de las dos Sicilias, por sí sola, justifica esta nueva colección, pero por suerte hay, habrá más...

La Tercera, 5 de octubre 2009



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5 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La reinvención del intelectual

En El País de hoy, José Andrés Rojo analiza los cambios en el lugar que ocupa el intelectual hispanoamericano en la sociedad, desde los comprometidos años 60 hasta nuestros días:

Cuando Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) presentó hace poco su último libro en Madrid, se refirió de manera crítica a los intelectuales de nuestros días. "No sienten la necesidad de comprometerse", dijo, "creen que los sistemas democráticos ya garantizan por sí solos la democracia, pero no es así... en América Latina todo está por hacerse, la democracia no está allí para quedarse". En Sables y utopías (Aguilar), Carlos Granés ha reunido medio centenar de artículos, seleccionados entre unos 400, que Vargas Llosa ha escrito en los últimos años y cuyo hilo conductor viene subrayado en el subtítulo: Visiones de América Latina. Es ahí, al otro lado del charco, donde no terminan de echar raíces sólidas las democracias y donde "el intelectual tiene la obligación de intervenir en el debate cívico".

El escritor peruano Santiago Roncagliolo considera que "hay mucha gente que sigue escribiendo de política". Pero observa: "Lo que no hay tanto son autores que defiendan de una manera radical una idea, como hace Vargas Llosa con el liberalismo, o García Márquez con el socialismo. El siglo XX se encargó de mostrar los límites de ambas opciones, y seguramente mi generación ha visto cómo el socialismo cubano no supo convivir con la libertad y cómo las democracias latinoamericanas no terminan de acabar con la pobreza. Así que tampoco podemos ser tan entusiastas".

"El modelo de intelectual ha cambiado drásticamente", dice el boliviano Edmundo Paz Soldán. "Cada vez es más difícil ocupar un lugar en la plaza pública como el que ocupan autores como Carlos Fuentes o el propio Vargas Llosa", explica. "La realidad se ha fragmentado, y aunque son muchas las voces que se pronuncian sobre lo que está pasando, ya no existe ese intelectual con vocación de convertirse en conciencia moral de la sociedad".

Para seguir leyendo este artículo, pinchar aquí.

 



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1 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Onetti en el convento

La semana pasada tuve la oportunidad de asistir a uno de los encuentros más originales de todos los que se han realizado este año para conmemorar el centenario de Juan Carlos Onetti. Un grupo de escritores, periodistas y críticos nos reunimos en el convento de San Benito, en Alcántara, una población extremeña a quince kilómetros de Portugal. ¿Onetti en el convento? Sí, se trataba de la sede de la fundación que auspiciaba el encuentro, pero no era motivo suficiente. El último día, sin embargo, conocimos la iglesia del convento, dejada a medias en el siglo XVI debido a que el rey requirió los servicios del arquitecto para la construcción del palacio de El Escorial, y entendimos que había algo de justicia poética en que estuviéramos allí celebrando al escritor uruguayo. Onetti era el gran escritor de los proyectos fallidos, y se hubiera sentido muy a gusto en ese convento majestuoso con una iglesia a medio hacer.

El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez habló de Onetti como un adelantado. Recordó un artículo de García Márquez, publicado en 1954, en el que señalaba que Joyce, Woolf y Faulkner eran los escritores necesarios para la renovación de la literatura latinoamericana; el artículo no mencionaba que ya en la década del treinta Onetti los había leído y procesado. La renovación estaba en marcha sin que Gabo lo supiera, y se había iniciado en 1939 con la publicación de El pozo, primera novela de Onetti. A esto, el escritor uruguayo Rafael Courtoisie, uno de los que más sabe sobre Onetti -tiene anécdotas para todas las ocasiones--, añadió otras influencias en la obra del inventor de Santa María: Arlt y Dos Passos. Esas primeras influencias están en las novelas fallidas de esta época -Tiempo de abrazar y Tierra de nadie--, pero Dos Passos desaparecerá pronto para dar paso a Faulkner. Arlt, en cambio, seguirá presente, y será clave para que Onetti desarrolle ese estilo que Vargas Llosa llama "crapuloso" (el narrador insulta a los personajes con frecuencia y provoca al lector mostrándole lo más deleznable de la condición humana).

La grandeza de un escritor se mide por su capacidad de permitir lecturas disímiles de su obra. Los dos días en el convento mostraron que hoy son muchos los Onetti que interesan. El peruano Santiago Roncagliolo prefiere al escritor apolítico y antiépico, autor de textos intimistas y perversos como Los adioses; ese Onetti está presente hoy en películas como Whisky y La ciénaga. El chileno Carlos Franz articula una lectura político-económica y se queda con el Onetti de El astillero y Juntacadáveres, el de los fracasados sueños de progreso ("toda Latinoamérica como un gigantesco astillero astillado, en ruinas... La empresa de la modernidad la corrompemos o bien nos viene ya corrupta-como el prostíbulo de Juntacadáveres", ha escrito Franz en un brillante artículo sobre Santa María). Yo estuve alguna vez con el Onetti existencialista y nihilista de "Bienvenido, Bob" y "El infierno tan temido", y ahora me deslumbro con un autor tan contemporáneo que en 1950, con La vida breve, se anticipaba a todos esos escritores posmo que décadas después inventarían ficciones muy conscientes de ser ficciones (el publicista Brausen inventa en su cabeza la ciudad de Santa María y luego se va a vivir allí).

Courtuoisie recordó al autor mítico de las mil anécdotas; el que alguna vez, luego de leer un relato de Cortázar ("El perseguidor"), entró al baño del piso en el que vivía y rompió un espejo de un puñetazo; a Onetti le hubiera gustado escribir ese texto. Juan Cruz y Roncagliolo coincidieron: estar en Montevideo es como visitar una versión fantasmal de Santa María. Como en un cuento de Borges, las ficciones de Onetti se van imponiendo sobre la realidad, e incluso un convento español perdido en la frontera con Portugal nos remite a sus páginas.

La Tercera, 21 de septiembre 2009



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21 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una charla sobre el policial

Esta charla con Diego Salazar en un café madrileño salió en el blog de Letras Libres. Hablamos sobre todo de la novela nórdica (Stieg y Asa Larsson, Sjowall & Wahloo...):

¿Has sido siempre lector de novela policial?

Era un gran lector de novela negra durante mi adolescencia, luego empecé a leer lo que podríamos llamar "literatura seria" y dejé de lado los géneros populares, pero en estos últimos años he vuelto a la novela negra, aunque con otros ojos.

Lo curioso es que pareciera haber millones de lectores en todo el mundo que han vuelto la vista al género...

Es la estructura narrativa de nuestro tiempo. Bolaño decía, refiriéndose a Los detectives salvajes y a 2666, que a él le gustaba formular sus grandes novelas dentro de un esquema relativamente sencillo de policial, con un enigma recorriendo sus páginas para enganchar a los lectores. Por un lado está eso, esa necesidad casi infantil, y por otro, vivimos tiempos paranoicos y el policial es el género paranoico por excelencia, como recuerda Piglia.

...

Refiriéndose al éxito de los autores suecos como Larsson o Mankell, o a otros como Donna Leon o Camillieri, hace no mucho en El País, Javier Valenzuela abundaba en este lugar común según el cual "no hay mejor herramienta para describir la realidad actual que la novela negra"...

Creo que se podría hacer la misma operación con la ciencia ficción o las novelas de templarios, si nos guiamos por la cantidad de gente que las lee como esperando ver desvelado un oscuro secreto que le de pistas sobre el mundo que nos rodea. A mí me parece que la novela realista tal cual es también una herramienta perfectamente válida. No sé, no creo mucho en estos juicios tajantes.

...

¿Crees como Donna Leon que "Larsson es patológicamente malo"?

Yo leí 150 páginas y la novela no terminaba de arrancar, así que me aburrí. Pero sí me pareció que estaba prolijamente escrita.

¿Te alcanzó para apuntar pistas del monumental éxito que ha tenido?

Por un lado es literatura policial progre y parte de su éxito tiene que ver con un buen timing, con el momento actual de crisis y desconfianza hacia el capitalismo. El personaje principal es un periodista de izquierdas, azote del poder económico y político. También creo que funciona esta cosa macrodelincuencial, el malo es muy malo y condensa buena parte de los miedos de la gente: es nazi, pedófilo, maltratador, etc. Y hay que reconocer cierto talento, como ocurría también en El codigo Da Vinci, a la hora de combinar todas estas amenazas y ofrecerlas en un mismo pack.

¿Crees que hay también un componente de caída del mito del estado de bienestar sueco?

Sí, y ahí hay una tradición. Hay una pareja de suecos, Sjöwall y Wahlöö, que en los años sesenta escribieron una serie de diez novelas bajo el título de La historia del crimen (ahora las ha recuperado RBA en España), que ha sido muy influyente en el policial contemporáneo. Por un lado se recreaban en lo que podríamos llamar el "tedio de los procedimientos investigativos", hacían un esfuerzo de verosimilitud por contar la investigación policial como un proceso burocrático, remolón y no siempre excitante, nada que ver con la vertiente CSI. Y por otro lado, esta pareja tenía una agenda claramente de izquierda y sus novelas eran un j'accuse, algo estridente, incluso un tanto demagógico, que atacaba a la sociedad del bienestar con sesgo capitalista sueca. La influencia en Larsson y en tantos otros es evidente.

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13 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los cuentos de Ishiguro

Nacido en 1954, Kazuo Ishiguro apareció en escena relativamente temprano, al ser escogido por la revista Granta como uno de los mejores escritores ingleses jóvenes. Corría el año 1983, Ishiguro tenía sólo una novela publicada, Pálida luz en las colinas (1982). Los premios no tardaron en llegar, entre ellos el Whitbread por Un artista del mundo flotante (1986) y el Booker por Lo que queda del día (1989). Miembro de una generación brillante -que incluye a Martin Amis, Ian McEwan, Salman Rushdie y Julian Barnes--, Ishiguro es de los que publica menos: sus libros aparecen cada cuatro o cinco años. En una carrera de un cuarto de siglo, conocemos de él sólo seis novelas, y ahora, por fin, su primer libro de cuentos, Nocturnos.

Los cinco cuentos que componen Nocturnos se hallan relacionados temáticamente por la música. El "nocturno" es una composición musical que tiene a la noche como punto de inspiración. Los personajes de estos cuentos son músicos que no han triunfado o que, si lo han hecho, están llegando al final de su carrera lamentando aquello que pudo ser y no fue. Este es un tema central en la obra de Ishiguro: si en sus novelas hay una aguda conciencia del paso del tiempo, en estos cuentos hay la realización de que ese tiempo ya pasó. Sin embargo, los ritmos narrativo de Ishiguro para la novela son expansivos y naturales; el cuentista se nos revela esquemático, dado a paradojas cerebrales que no conectan con el lector. Pese a una que otra cosa interesante, Nocturnos es un libro muy flojo, escrito en un inglés sin brillo, casi neutro, inesperado para uno de los grandes estilistas de nuestro tiempo.

En su conocido ensayo "Tesis sobre el cuento", Ricardo Piglia escribe que el cuento moderno está condensado en unos apuntes de Chejov: "Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida". Dice Piglia que la paradoja de Chejov consiste en "desvincular la historia del juego y la historia del suicidio". Un hombre que gana un millón y vuelve a casa es una anécdota; uno que gana ese mismo dinero y se suicida es un cuento. Toda la cuentística moderna podría ser un intento de contar el por qué de esa paradoja, de ese enigma. En Nocturnos, Ishiguro parece haber apostado por crear ciertas paradojas forzadas: en el primero de los cuentos, "Crooner", un cantante alguna vez célebre planea su regreso al escenario, pero para ello primero debe dejar a su esposa, de la cual está profundamente enamorado. En el último cuento, "Cellists", una mujer descubre en la infancia que es una virtuosa del violonchelo, y decide dejar de tocarlo a los once para proteger su genio: no quiere que sus profesores arruinen su talento. Ahora, a los cuarenta y uno, piensa que quizás se le ha ido algo la mano: "Recuerda que lo mejor es esperar. A veces me siento mal por ello, por no haber revelado mis talentos. Pero tampoco los he dañado, y eso es lo principal".

Ishiguro quiso ser músico. Tocaba en las calles y en el metro de París, hacía demos para buscar productores. Con el tiempo, se fue dando cuenta que su habilidad para componer canciones era un callejón sin salida, y evolucionó hacia la literatura: lo que deseaba era sobre todo crear escenarios narrativos. Quizás por ello hay en estos cuentos una mirada llena de compasión hacia los músicos que pueblan las plazas de Venecia, gente que alguna vez soñó con el éxito comercial y la adoración de las masas, y que ahora, ya mayor, descubre que su inclinación musical apenas le sirve para llegar a fin de meses. Los sueños han sido frustrados, pero queda la pasión por la música.

Ishiguro dijo hace algunos meses que, dado su ritmo, le quedaban a lo sumo cuatro libros por escribir. Eso, dijo, sería un aliciente para acelerar su ritmo. Ojalá. Así no esperamos mucho para que se reivindique.

(La Tercera, 7 de septiembre 2009)



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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Reseñas: una confesión

Me di una vuelta por las librerías de Madrid en busca de alguna novedad interesante para reseñar. Volví a casa con tres libros: Inherent Vice (Jonathan Cape, 2009), de Thomas Pynchon; Por los tiempos de Clemente Colling (Ediciones del Viento, 2009), de Felisberto Hernández; La confesión (Beatriz Viterbo, 2009), de César Aira.

Comencé por Pynchon. El territorio de Inherent Vice era el de Vineland, una de mis novelas favoritas. La prosa era más prolija de lo esperado, había diálogos contundentes ("You are one crazy motherfucker." "How can you tell?" "I counted."), y el personaje principal era entrañable: Doc Sportello, un detective que, en la contracultura californiana de los setenta, andaba siempre drogado, tenía claras similitudes con el Dude de El gran Lebowsky. Pero yo viajaba a Barcelona, había amigos que ver, y Pynchon, incluso en su versión más liviana, requería de toda mi atención, así que llegué a la página 50 y me dije que volvería en otro momento a la novela.

Continué con Felisberto Hernández. Del maestro uruguayo admirado por Italo Calvino había leído hacía mucho los cuentos de Nadie encendía las lámparas. Me pareció curioso que en las librerías españolas coincidieran dos ediciones recientes de Colling; ¿había llegado la hora del redescubrimiento de Hernández? Podía ser.

Por los tiempos de Clemente Colling, publicado inicialmente en 1942, es una evocación del pianista ciego que fue profesor de piano de Hernández (el escritor vivía de dar conciertos). Me interesó la forma en que el escritor uruguayo mostraba que los recuerdos tenían algo de arbitrario ("Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos... Además, parece que protestaran contra la selección que de ellos pretende hacer la inteligencia. Y entonces reaparecen sorpresivamente, como pidiendo significaciones nuevas, o haciendo nuevas y fugaces burlas, o intencionando todo de otra manera"). No hubo muchos escritores proustianos durante la primera mitad del siglo veinte en América Latina; el Hernández de Colling venía a ser uno de ellos. Un Proust extraño, pasado por el tamiz de alguien que incluso en su tono más realista tenía algo fantástico: "Yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la forma de estos recuerdos. Y eso será lo único distinto o diferente que me quedé del sentimiento de todos los días. El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro, será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra".

Concluí que Colling no me daría para toda una columna, así que pasé a la última novela de Aira. La leí en el tren de regreso de Barcelona a Madrid. ¿Última? Por la forma en que publica el escritor argentino, ya debía ser la penúltima.

La confesión pertenece a las novelas meta de Aira, que reflexionan sobre el arte de la escritura y el relato. Aira contrapone dos escuelas, parodiadas en el texto: la elitista del conde Orlov, que narra como él (inicio realista, fin fantástico), y la del gaucho Don Aniceto, que narra en la escuela de un realismo que carga las tintas en torno a lo sucio y miserable. A lo largo de la confesión se pueden encontrar las reglas de Aira para narrar: "Para que una historia valiera la pena, debía haber algo que no se entendiera del todo"; "las extensiones relativas de las partes de un relato podían ser todo lo desproporcionadas; la imaginación y la inercia narrativa neutralizaban las desigualdades en la mente del oyente o lector".

Aira prefiere las "bellas asimetrías" del relato elitista, pero reconoce que aun sin ellas "un cuento podía entretener y entenderse". Como el conde Orlov y Don Aniceto pertenecen a la familia, alguien podría intentar una lectura simplista y alegórica de La confesión: aquí no hay jerarquías, hay espacio para todos en la gran casa del relato argentino. Pero, como suele ocurrir con Aira, no hay posibilidad de una resolución limpia, y los niveles de lectura proliferan.

Sí, Aira me daría tema suficiente para una columna. Debía reseñar La confesión.

(La Tercera, 24 de agosto 2009)



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25 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vargas Llosa, Marías y la utopía arcaica

Hay pocos escritores vivos que admiro más que Mario Vargas Llosa y Javier Marías. He leído toda su obra, he escrito sobre ellos, los he enseñado. Cuando me piden que mencione mis libros de cabecera, siempre incluyo títulos como Conversación en La Catedral o Mañana en la batalla piensa en mí. Creo entender las pulsiones principales que subyacen en sus novelas, incluso en muchas de las ideas que no comparto de sus ensayos.

La parte en la que ambos me pierden es la forma que tienen de concluir que gracias a los nuevos cambios tecnológicos la literatura se empobrece. Hace algunos meses Marías atacó los blogs, a los que llamó esa "región ocultamente furibunda" debido a la cantidad de insultos y veneno que uno encuentra en la sección de comentarios. El escritor español declaró que no entendía que hubiera tantos escritores que llevaran blogs, y mucho menos el lado interactivo de los blogs: "¿Cuál es la gracia de estas tertulias escritas? ¿Ver que uno provoca reacciones? ¿Tener la comprobación inmediata de que lo que expone no cae en el vacío?".

En cuanto a Vargas Llosa, el hispanoperuano se declaró hace poco ferviente defensor del papel, que "infunde un respeto casi religioso al escritor", y dijo, contundente: "Si la literatura se hace sólo para las pantallas se empobrecerá, porque la pantalla hace que pierda profundidad y riesgo". Vargas Llosa terminó creando una falsa dicotomía entre el libro y la máquina: "La gran amenaza son las máquinas que puedan acabar con el libro. No sabemos qué va a pasar con ese desafío para la literatura que es la pantalla".

Es curioso ver cómo la introducción de una nueva tecnología produce tanta ansiedad en la cultura libresca y hace que aparezca un tono apocalíptico en sus defensores. Para citar un ejemplo emblemático: cuando en 1895 los hermanos Lumière inventan el cinematógrafo, el escritor mexicano Amado Nervo señala que el cine, junto al fonógrafo, producirá como resultado "no más libros; el fonógrafo guardará en su urna oscura las viejas voces extinguidas; el cinematógrafo reproducirá las vidas prestigiosas".

Un nuevo medio produce siempre desplazamientos en la ecología de medios preexistente. Para la literatura hay un antes y un después del cine, de la televisión, de Internet. Eso no significa que las cosas tengan que ir para peor. ¿Qué hubiera pasado durante el siglo veinte si los escritores se hubieran cerrado a las posibilidades creativas de los nuevos medios? Por hablar sólo del cine, es extensa la lista de escritores que registran en su obra el impacto, tanto en la forma como en el contenido: Joyce, Dos Passos, Cabrera Infante, Puig, etcétera. La misma relación de Marías y Vargas Llosa con el cine es fundamental.

Marías tiene razón: los bloggers deben lidiar con el veneno de los comentarios. Pero eso no es nuevo en la literatura: lo que hacen los blogs es explicitar esa mala leche que siempre está ahí, en algunos lectores y colegas. Eso no significa que haya que eliminar de cuajo al blog; se trata de un nuevo género literario, y más temprano que tarde hablaremos de grandes bloggers, así como lo hacemos de grandes ensayistas o cuentistas. Vargas Llosa tiene razón: no sabemos qué pasará con la literatura ante los nuevos desafíos tecnológicos. Lo que sí es seguro es que hay niños y adolescentes que algún día serán escritores y que hoy tienen "un respeto casi religioso" por la pantalla. Concluir que no habrá "profundidad y riesgo" en la literatura escrita por ellos es, cuando menos, apresurado. Y cuando más, arcaico.

(Babelia, El País, 22 de agosto 2009)

Para un comentario sobre este artículo, ver el blog de Ezequiel Martínez en Clarin. 

 



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22 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¡El horror, el horror!

La semana pasada tuve la oportunidad de participar en un curso de verano dedicado a Edgar Allan Poe y sus descendientes en la literatura española y latinoamericana. No es casual que haya sido Fernando Iwasaki el encargado de organizar este curso en El Escorial; este escritor peruano es hoy por hoy uno de los que más está haciendo por la literatura de horror en español: por un lado, como coeditor, junto a Jorge Volpi, de una de las mejores compilaciones de la obra de Poe que se han publicado este año en que se celebra el bicentenario de su nacimiento (Cuentos completos, Páginas de Espuma, 2009); por otro, como autor de Ajuar funerario (Páginas de Espuma, 2004), un notable libro de microrrelatos que logra darle un toque cómico e ingenioso al género del horror y ha sido todo un éxito de crítica y lectores.

Espido Freire habló sobre las relaciones entre lo vampírico y lo femenino. La escritora españala comenzó de manera evocativa, recordando su adolescencia de "chica gótica" y sus primeros encuentros con lo vampírico en Beowulf, en una película de Polanski (El baile de los vampiros) y en las tradiciones vascas de la lamia. Luego analizó cómo la figura del vampiro ha sido revalorizada por la cultura popular en los últimos años, pero con un cambio preocupante: si el Drácula de Stoker era un personaje complejo, lo que cuenta hoy es la idea simplista del vampiro como un ser malvado por sí mismo, un eterno adolescente cuyo único mérito reside en su belleza y su carisma. El mensaje de novelas como Crepúsculo para las adolescentes parece ser: hay placer en ser poseída. Espido señaló que no tenía interés en hacer una lectura moralista de textos literarios; sin embargo, eso fue lo que hizo. Al discutir una escena clave de Frankenstein -el encuentro del monstruo con la niña del lago--, se preguntó dónde estaban los padres de la niña (en estos tiempos, se le exige corrección hasta a los monstruos: algunos vampiros en True Blood y Crepúsculo rechazan beber sangre humana).

Una de las ponencias más esclarecedoras fue la de Peter Elmore, que habló del lado siniestro de la literatura latinoamericana. El escritor y crítico peruano construyó un corpus sugerete de la literatura fantástica del siglo pasado, que incluía textos canónicos -"La gallina degollada", de Horacio Quiroga; "Casa tomada" y "Las puertas del cielo", textos de Cortázar que dialogan con Poe ("La caída de la casa de Usher" y "Ligeia", en especial); Aura, esa gran reescritura del relato gótico- y otros no tan conocidos: La doble y única mujer, novela corta del vanguardista ecuatoriano Pablo Palacio, y Sombras suele vestir, del argentino José Bianco.

Elmore señaló que en la literatura latinoamericana no hay un género propiamente dicho de lo fantástico o del horror. Por ello, leemos lo fantástico como realismo mágico; De sobremesa, novela del colombiano José Asunción Silva, como un texto crucial del modernismo y el decadentismo, pero no como literatura fantástica. Lo mismo puede decirse de Pedro Páramo, una novela de fantasmas discutida sobre todo en la categoría abarcadora de la producción literaria en torno a la revolución mexicana.  

Mayra Santos se detuvo en El corazón de las tinieblas, la novela corta de Conrad influyente en textos relacionados con lo que ella llamó con acierto "el horror racializado". En Conrad el encuentro en Africa con lo primitivo, lo animal, lo atávico, produce una seducción: Kurtz deja de ser el europeo civilizador para convertirse en un salvaje. Para Mayra, la reconfiguración de este imaginario perturbador sólo se producirá en el Caribe y América Latina a partir de El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier.

Las palabras de Mayra me hicieron pensar en la literatura indigenista de la región andina. Como en Conrad, el terror racializado tiene que ver con el clima de violencia constante, los abusos de todo tipo hacia los indios, pero también con el pánico ante la posible venganza indígena. Y es cierto que hubo fascinación por lo indígena -muchas de las novelas tratan de la violación de una hermosa mujer india--, pero predominó el miedo a que el contacto revelara que los "blancos" eran más bien mestizos con sangre indígena que se hacían pasar por "blancos".

Sí, el miedo, el horror. Vale la sugerencia de Elmore: habría que volver a los clásicos indigenistas -Alcides Arguedas, Ciro Alegría, Jorge Icaza- y leerlos como literatura de horror.

(La Tercera, 10 de agosto 2009)



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10 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El mar y la playa

Tenía nueve años la remota mañana en que mi madre me llevó a conocer el mar. En aquel entonces, como un buen niño boliviano, yo había mitificado el mar como aquel lugar donde todas las cosas maravillosas ocurrían y cuya ausencia producía, en las repúblicas que lo padecían, bloqueos emocionales y atrasos que se acumulaban como eras geológicas.

Eran los quince años de mi hermana, y su regalo fue un viaje a Miami; como ella no era muy alta, la hicieron pasar como si tuviera trece años, y así su pasaje en avión se convirtió en medio pasaje -lujos que las aerolíneas se daban en esos tiempos-, y yo me sumé al viaje con el medio pasaje restante. Nada del tour en que nos encontrábamos, ni siquiera el Reino Mágico de Disney en Orlando, me despertaba tanto la curiosidad como ese lugar del cual se hablaba con tanto fervor en las horas cívicas en mi colegio en Cochabamba, y que cada lunes por la mañana, mientras cantábamos el himno, prometíamos recuperar aunque para eso tuviéramos que ofrendar nuestra sangre.

Fue por eso que, cuando entré a la habitación en el noveno piso de ese hotel de colores pastel en la ciudad de Miami, lo primero que hice fue acercarme al balcón y mirar hacia el azul intenso que se ofrecía a mis pies. Al fondo del horizonte se recortaba la silueta de un par de barcos, esas otras criaturas extrañas para el habitante de un país tan trágicamente orgulloso como Bolivia, que se jactaba de tener almirantes y contraalmirantes, criaturas vestidas de blanco que sólo aparecían, en esos días, cuando había un golpe de estado y se necesitaba formar el triunvirato militar que se haría cargo de la nación.

De lejos, todo era poesía. Pero al día siguiente, cuando mi madre, mi hermana mayor y yo nos asomamos a la playa, encontramos demasiados vestigios de prosa en medio de ese gran poema. Los bañistas se echaban sobre sus toallas como ballenas hambrientas, acumulando a su lado, bajo rutilantes sombrillas multicolores, latas de refrescos y bolsas de comida. Había marcas registradas por doquier, y la arena quemaba tanto que uno debía usar sandalias o caminar de puntillas. Los niños jugaban a construir castillos de arena, los jóvenes entraban y salían del agua, que iba perdiendo el azul con que la había visto desde la ventana de mi habitación y se ennegrecía.

No puedo decir que haya sido del todo una decepción. Sólo que de pronto sentí que no era para tanto. O quizás había que hacer una distinción significativa: mientras el mar era inmenso y convocaba una multitud de sentimientos, la playa era un lugar estrecho pese a lo infinito de sus granos de arena, un espacio que se achicaba a medida que avanzábamos sobre él. Y era imposible, hoy, disfrutar sólo del mar sin tomar a la playa en cuenta. Allí, la historia que me contaban en el colegio se desvanecía, y los temidos nombres de nuestros enemigos se difuminaban.

Pasé dos semanas en Miami. No tardé mucho en acostumbrarme al rumor del oleaje, al azul interminable desde la ventana, al bullicio de los niños en la playa, a las gordas con sus bikinis antiestéticos. Aprendía que uno exaltaba lo que no tenía, y que la fuerza de la costumbre terminaba por naturalizar todas las cosas al punto tal que uno dejaba de prestarles la atención. El mar y la playa, para un niño boliviano, eran la utopía hecha materia, pero cuando ese niño se convertía en un turista más, todo volvía a ser ordinario. Tanto, que hubo días en que ignoré el mar y la playa y preferí bajar a la piscina y tender mi toalla de un amarillo desvaído al lado del trampolín con, ironía de ironías, una novela de Emilio Salgari en las manos. El pirata Morgan era mi héroe de los nueve años; me gustaba, los días que no teníamos que ir a Busch Gardens o Seaquarium, pasar las horas leyendo aventuras de piratas y corsarios en los mares peligrosos. De pronto, sin darme cuenta, había un momento de la lectura en que ese mar y esa playa a las que le daba la espalda en Miami recobraban su aliento mítico, su talla inmensa, y yo, nosotros, volvíamos a ser los pigmeos que osábamos, atrevidos, profanar el corazón de su reino. Todo volvía a su mágico lugar.

(Etiqueta Negra, febrero 2008; reproducido en Letras Libres-España, agosto 2009)



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5 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En el centenario de Lowry

Las excesivas conmemoraciones de natalicios de los escritores pueden terminar desvirtuando esta práctica, que suele ser una buena excusa para la relectura de una obra y la necesaria validación o desdén que la acompaña. En algunos casos, sin embargo, están totalmente justificadas: los cien años de Malcolm Lowry este 28 de julio, por ejemplo. Este lector da fe de que gracias a ello emprendió por tercera vez una lectura de Bajo el volcán (1947) y salió victorioso de ella (o mejor: Lowry salió victorioso de ella). Algo arredrado por los dos fracasos iniciales, estaba comenzando a considerar a Lowry en la categoría de "autores que no entiendo por qué son clásicos". Borges recomendaba no insistir con obras que se negaban a abrirse a nuestra lectura; valió la pena la insistencia.

Hay muchas cosas que elogiar de Bajo el volcán. Las lecturas simbólicas de esta novela ambientada en una ciudad mexicana (Quauhnáhuac, trasunto de Cuernavaca) en el Día de los Muertos de 1938, propiciadas por el mismo Lowry desde el prólogo a la primera edición francesa de 1949 ("el tema es... la caída del hombre... la alegoría es la del Jardín del Edén"), no deben hacer olvidar que Bajo el volcán es, ante todo, el retrato magnífico de un borracho. En las veinticuatro horas en que transcurre la novela, el ex-Cónsul inglés Geoffrey Firmin deberá vérselas con su ex-mujer, Ivonne, que ha vuelto en procura de salvar la relación, y con las fuerzas inmovilizadoras del delirium tremens: el Cónsul quiere y odia a Yvonne a la vez, y en todo caso la indecisión no importa, porque esta subordinada a la búsqueda de luz de las cantinas, antros de perdición y salvación.

No se sabe exactamente qué ha llevado al Cónsul a la borrachera -que no se sepa es uno de los grandes hallazgos de Lowry--, pero sí que, con el mezcal, el Cónsul está tratando de librarse de todo lo que "fijaba límites, confería significado o carácter o propósito  o identidad" a la "maldita pesadilla" del yo. Lowry sugirió que el alcoholismo del Cónsul podía significar "la borrachera universal durante la guerra" (la novela fue escrita entre 1935 y 1944). Sí, puede ser eso, pero no es sólo eso (esta frase podría aplicarse a todas las interpretaciones de la novela).  

Impresiona la inteligencia descriptiva de Lowry, que una y otra vez da con el detalle justo para establecer la composición de lugar adecuada y hacer que nos adentremos no sólo en la mente del Cónsul sino en un México fantasmágorico que está, por supuesto, siendo constantemente malinterpretado por el delirio alcohólico del personaje y la inteligencia narrativa del escritor inglés. En la taquilla de un cine donde los campesinos se guarecen de la lluvia, "una gallina frenética buscaba una entrada"; en un rincón de El Farolito, bar preferido del Cónsul, "un conejo blanco roía una mazorca de maíz". En vez de policías montados a caballo, el Cónsul observa "extraños animales semejantes a gansos, aunque grandes como camellos, y hombres sin piel ni cabeza, alzados en zancos". Todo esto da para una interpretación atrevida del destino mexicano: unas ancianas que se quedan sentadas en la primera fila de un autobús, "petrificadas" ante un muerto a la vera del camino, que ha hecho que el chofer se detenga y los demás pasajeros bajen a curiosear, parecen condensar una historia en la que "la conmiseración -el impulso de acercarse- y el terror -el impulso de escapar--... hubieran sido reconciliados por la prudencia, la convicción de que es mejor quedarse donde se está".

Bajo el volcán es una novela avasalladoramente autobiográfica. Nacido en 1909, Lowry ya podía considerarse un alcohólico a principios de la década del treinta. Impresiona que en esa larga batalla el escritor inglés haya podido dejar una visión tan lúcida de la grandeza y miseria de su adicción. A su muerte en 1957, el forense dictaminó poéticamente que había fallecido por culpa de la desgracia ("death by misfortune"). Que el desafortunado Lowry haya escrito una de las mejores novelas de todos los tiempos muestra que a lo largo de toda una década el trabajo y el genio creativo hicieron que hubiera fortuna para él y para la literatura.   
(La Tercera, 27 de julio 2009)



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28 de julio de 2009
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