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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los cuentos inevitables de Alice Munro

Umberto Eco decía que le gustaba que los lectores encontraran nuevas posibilidades a sus novelas. Que sugirieran que la trama podía haber sido diferente, el final otro, la suerte de un personaje distinta. Sabía de la teoría del lector y, hombre de vuelta de todo, creía que una novela era apenas la versión del escritor y cada lector construía su propia versión de las cosas a partir de su lectura. Durante muchos años, yo creí en lo que decía Eco y me emocioné cuando alguien se me acercaba con ideas diferentes, algunas veces mejores, a las que me habían servido en la novela. Si me decían que el final debía haberse alargado un poco, lo sentía como un homenaje. ¿Que ese personaje no debía haber muerto? Pues, no sé. Quizás en la siguiente edición…  

Luego descubrí que no siempre es así. Uno lee, por ejemplo, a Alice Munro en Escapada, y entiende que su estilo es lo opuesto a lo que quería Eco: sus cuentos transmiten una sensación de inevitabilidad. Como si las cosas sólo pudieran haber ocurrido de la forma en que Munro las narra. Todo fluye a la perfección, un hecho sucede al otro de la manera más natural e irrefutable del mundo. Si los críticos dicen de ella que es “nuestra Chejov”, no sólo se debe a que se enfoca en la vida anodina de pueblos y ciudades alejados de las grandes capitales —y muestra que, gracias a la densa vida interior de sus personajes, esa vida no es nada anodina--, sino a su maestría en el arte del cuento moderno. Los suyos son cuentos perfectamente cerrados a pesar de que muchas veces tengan un final abierto.

Pienso en todo esto al leer el nuevo libro de cuentos de Alice Munro, Too Much Happiness. La prosa es excelsa, llena de detalles capaces de evocar emociones sutiles y matizar atmósferas con delicadeza, pero ¿se crea de nuevo esa sensación de inevitabilidad? En la mayoría de los casos, esta vez no. Igual, hay relatos magistrales, como "Fiction”, sobre la forma compleja en que los escritores utilizan la realidad para construir sus ficciones, con guiños irónicos a la condición de Munro como escritora sólo de cuentos: “How Are We to Live es una colección de cuentos, no una novela. Eso decepciona, disminuye la autoridad del libro, hace que el autor parezca alguien que se está colgando apenas de las puertas de la Literatura y no instalado adentro y ya a salvo”.  

En “Dimensions”, un hombre mata a sus hijos y termina en la cárcel, condenando también a su esposa a vivir con el peso de esas muertes; en “Free Radicals”, otro hombre mata a sus padres y a su hermana, entra a una casa a robarse el auto y perdona a la mujer con la que se topa ahí adentro (poco después, el hombre muere en un torpe acto de Deus ex machina; ese acto, por ejemplo, era perfectamente evitable). Es como si la Munro hubiera decidido trasladar a su mundo de clase media las tramas del universo más proletario de Joyce Carol Oates. Pero en la Oates hay una fiebre gótica que no se encuentra en la digna Munro.

El tema de Munro en Too Much Happiness está explicitado en “Fiction”: la forma en que “la gran felicidad –temporal, precaria— de una persona pueda provenir de la gran infelicidad de otra persona”, con lo que la “contabilidad emocional del mundo” termina equilibrándose. Sí, estos cuentos repletos de personajes inestables aspiran desesperadamente al equilibrio y a veces lo consiguen. Munro sabe como pocos escritores que el mundo no se rige por la justicia cósmica; sin embargo, aquí se esfuerza por encontrar ese balance, y al hacerlo desbalancea el equilibrio interno de algunas de esas mágicas máquinas narrativas que son sus cuentos.

(La Tercera, 16 de diciembre 2009)



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16 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Coetzee, entre la realidad y la ficción

Hace algunos años, un profesor en Oklahoma me contó una anécdota de J. M. Coetzee. Un amigo de Coetzee, productor de televisión, viajaba a México para entrevistar a García Márquez. Coetzee admiraba a Gabo y quería conocerlo, de modo que viajó con el productor. Sin embargo, una vez que llegaron al lugar de la entrevista, Coetzee, que ya era un escritor famoso, le pidió anonimato al productor. Así que saludó a Gabo, buscó una silla y se fue a una esquina de la sala y presenció la entrevista como si fuera un técnico más del equipo. Cuando todo terminó, Coetzee fue el primero en marcharse. Gabo no pudo resistir la curiosidad de preguntar quién diablos era ese ser tan extraño. "Coetzee, el escritor", dijo el productor. Y García Márquez dijo que se lo debía haber dicho antes: admiraba a Coetzee, le hubiera encantado conocerlo.  

Quizás la historia no sea cierta, pero es verosímil: va perfectamente de acuerdo con la leyenda de Coetzee como un hombre lacónico, solitario, humilde, un asceta alejado de la feria de vanidades de la vida literaria. Summertime, su nueva novela, no sólo se encarga de ratificar esa imagen, sino que va aun más allá. Por supuesto, toda esta construcción es un elegante juego de espejos: la novela toma la forma de una serie de entrevistas hechas por un biógrafo de Coetzee a gente que lo conoció a mediados de los setenta, años cruciales en la carrera literaria de este escritor (ya muerto, según la novela). Lo que emerge, entonces, es una suerte de autobiografía. El hecho de que nos preguntemos si la vida del Coetzee personaje es similar o diferente a la del Coetzee real muestra cuán persuasiva es la compleja estrategia narrativa de esta novela. Summertime es metaliteratura de las buenas, en las antípodas de los juegos simplones entre autor y personaje que aparecen en las últimas novelas de Paul Auster.

Summertime tiene obvias relaciones con Infancia y Juventud, los dos relatos autobiográficos de Coetzee. Aquí, Coetzee rememora e inventa el período de la publicación de Dusklands, su primera novela. La Sud África que aparece en estas páginas es la del "fin de juego" del apartheid. En ese país deambula un Coetzee fantasmal, incapaz de dejar una impresión duradera en los otros: "Para mí, francamente, él no era nadie. No era un hombre de sustancia. Quizás podía escribir bien, quizás tenía cierto talento para la escritura, no lo sé... Sé qué se ganó una gran reputación después, pero, ¿era de verdad un gran escritor? Tener talento para la escritura no es suficiente para ser un gran escritor. Para ello tienes que ser también un gran hombre. Y él no lo era. Él era pequeño, un hombre pequeño y sin importancia".

Las palabras son de Adriana, una de las entrevistadas, condensan brutalmente lo que de una manera u otra dicen los otros de Coetzee; como un santo secular que encuentra placer en la humillación, el escritor flagela constantemente a una versión de sí mismo. En la novela, lo único que le interesa a Coetzee es la escritura: sus libros son, serán "un intento de inmortalidad". El dilema ético de Summertime es, entonces, el abismo moral que separa a la vida del arte. Ya hemos visto este debate repetidas veces--¿podemos disfrutar las novelas del fascista Celine?--, pero Coetzee lo lleva a un plano radical: visto bajo un poderoso microscopio, ningún artista está a la altura de su obra.

Coetzee ha encontrado formas de no hundirse en la irrelevancia que ataca a los escritores apenas ganan el premio Nobel. Summertime no es Esperando a los bárbaros ni Vida y época de Michael K., pero tampoco desentona en una obra que se erige, a pesar de lo que diga el propio Coetzee, como una de las más ambiciosas de nuestro tiempo.

(La Tercera, 1 de diciembre 2009)



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3 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Últimos atardeceres

Debería poder contar en esta reseña lo que sentí al leer El fondo del cielo, la nueva novela de Rodrigo Fresán. Debería poder decir, por ejemplo, que la primera parte me pareció tan misteriosa como perfecta, y que quedé enganchado con la trama compleja que se iba desplegando; que la segunda parte no la entendí en la primera lectura; y que la tercera, en que las preguntas que se hacía la novela encontraban respuesta pero el misterio permanecía, la leí entre la fascinación y las dudas. Cuando terminé la novela, sentí que algo me faltaba, y no sabía si la culpa era de Fresán o mía o de ambos. Pensé entonces que quizás Fresán la había editado mucho, que a su estilo le convenían las grandes distancias -digamos, las digresiones alucinadas de Mantra--. Pero luego, muchas horas después, me ocurrió el Incidente: ese momento en que todo se armó en mi cabeza, y comprendí. Recordé que había tenido experiencias similares con Pedro Páramo y Respiración artificial, novelas que persisten en mí mucho tiempo después de haberlas leído, y sentí, ahora sí, que El fondo del cielo había llegado para quedarse. Un Fresán que escribe corto es tan o más bueno que uno que escribe largo.   

En el making off de la novela, Rodrigo Fresán escribe que el germen consistía en una frase que él había anotado en una libreta: "mujer arrasa como un tsunami a tres hombres/ love story/ TRISTEZA!!!". Impacta ver cómo, muchos años después, el producto final mantiene una fidelidad absoluta a esa frase. El fondo del cielo es una historia de amor poco o nada convencional -con atisbos más místicos que eróticos, como lo ha visto bien Javier Calvo--, que remite a una desolada soledad cósmica. Fresán también menciona que El fondo del cielo no es una novela de sino con ciencia-ficción. Sí y no. Es de y con. Después de todo, uno de los narradores más interesantes de esta novela es un extraterrestre (eso es ciencia ficción). La soledad cósmica tiene que ver la quieta desesperación de ese extraterrestre.

Todo comienza con dos primos judíos, Isaac Goldman y Ezra Leventhal, que viven en Nueva York y, como tantos otros adolescentes, son abducidos por la ciencia ficción, género que en ese entonces vivía su esplendor (no se mencionan épocas, pero no cuesta nada pensar que se trata de la década del cincuenta). Isaac y Ezra se desentienden de lo que se llevaba en esos años ("la ciencia ficción se había convertido en una combinación de pronóstico meteorológico con página de horóscopos con carrera de cien metros llanos. Lo importante no era escribir bien sino llegar mas rápido y antes que los demás. La imaginación no debía ser reflexiva sino desaforada"), y crean un grupo de dos, Los Lejanos. Y los lejanos conocen al siniestro Jefferson Washington Darlingskill, y los tres conocen a Ella y se enamoran.

Ella, una chica de su edad, es descrita con connotaciones místicas: "su rostro (...) es el resplandor que todo lo ilumina y lo arrasa". La novela es la historia del bing bang y lo que ocurre después de que los Lejanos y Darlingskill se enamoran de la "chica rara". Porque, claro, la amistad no puede sobrevivir a "la súbita irrupción del amor en el hospital de la juventud", ni a otras cosas que mejor no contar. Ezra se va y apuesta por la ciencia; Isaac se queda y continúa con la ficción. Y ella se convierte para ellos en el monolito sagrado de 2001: Odisea en el espacio. A estas alturas, Fresán ya ha hecho múltiples guiños referenciales y se ha apropiado no sólo de Kubrick sino de Oesterheld (la nieve de El Eternauta), Philip Dick y el Loriga de Tokio ya no nos quiere. Por supuesto, falta más, mucho más: en la máquina mezcladoran entran Vonnegut, Cheever, Rothko, Bradbury, Bolaño, Bioy Casares, Borges...   

Fresán utiliza estrategias narrativas de la ciencia ficción, pero no está, como suele estarlo el género, interesado en el futuro, sino en el pasado. De hecho, toda la novela se narra como si el futuro ya hubiera ocurrido. En la segunda parte esto se hace más claro. Y aquí aparece otra historia de amor: la del extraterreste que habita en Urkh 24 (un planeta que ya había aparecido en otras ficciones de Fresán, y que es otra versión de Canciones Tristes, su ciudad inventada) por la especie humana. Lo que esta voz narrativa tan extraña como poderosa relata es "la historia de uno de los fracasos más triunfales... que jamás ha tenido lugar en esta galaxia o en cualquier otra". Los extraterrestres podían haber invadido la tierra con naves "grandes y ominosas y elegantes", pero no lo hacen porque se quedan deslumbrados contemplando las idas y venidas de los seres humanos -"nos gustaba tanto observarlos"--. Y al final, en la contemplación, se van enfermando y muriendo, hasta que solo queda uno, el narrador, nostálgico, observando los últimos atardeceres sobre su planeta.

La última parte está narrada por la "chica rara". Y ahí nos enteramos que ella sirve como un puente entre el extraterrestre y la tierra, ha sido elegida "para traer visiones de un mundo a otro". En esta sección, el diálogo es con un cuadro de Mark Rothko, Yellow and Blue (Yellow, Blue on Orange), que para la "chica rara" es una postal con los colores de los cielos de Urkh 24. Si en la segunda parte la soledad cósmica invadía la novela, en la tercera "el último y final fin del mundo" --los fines del mundo son muchos en El fondo del cielo--, encuentra un único y suficiente contrapeso en el amor de los Lejanos por ella y de ella por los Lejanos, los tres congelados en una imagen, ellos mirándola, "en aquella noche clara, en la nieve, en otro planeta, en nuestro planeta, en un planeta que será nada más que el nuestro". Hay muchos apocalipsis, pero el que de veras importa quiere soñarse con un final feliz.  

Pocas cosas más sorprendentes que descubrir que el irónico y lúdico y posmo Fresán ha escrito una de las mejores novelas de amor de la literatura contemporánea.
 
(Letras Libres-España, diciembre 2009)
 



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1 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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América Latina: De inmigrantes a emigrantes

A casi "doscientos años del arranque de las independencias", Babelia, el suplemento cultural de El País, está dedicado esta semana a "mostrar la realidad" de América Latina y ayudar a "pensarl[a] de nuevo". El artículo central es de Soledad Gallego-Díaz. Más de quince escritores reflexionan sobre diversos temas. Aquí va el mío, "De inmigrantes a emigrantes":

Carlos Fuentes dijo alguna vez que los argentinos descendían de los barcos. Se refería a cómo la inmigración de fines del XIX y principios del XX transformó por completo al país austral. Argentina fue un extremo, pero en los otros países latinoamericanos la inmigración también fue fundamental. Hay comunidades italianas en Venezuela, croatas en Bolivia, japonesas en el Perú. El aporte de los inmigrantes puede encontrarse tanto en el sector político como en el empresarial, artístico, deportivo o gastronómico.

Algo cambió en las últimas décadas. Latinoamérica dejó de ser un importante centro de atracción de inmigrantes y se convirtió, más bien, en una región de gente muy dispuesta a emigrar a otras latitudes. Las razones son estructurales y tienen que ver, sobre todo, con las dificultades de muchos países del continente para crear fuentes de trabajo capaces de brindar oportunidades de desarrollo y crecimiento. En esto han fracasado en general tanto los proyectos políticos neoliberales como los de la izquierda. En algunos casos ha habido notables mejorías, pero estas son más las excepciones que la regla.
El latinoamericano de las últimas décadas ya nace con una vocación emigrante. Está la emigración al interior de una nación, que ha producido países centralistas, con capitales acromegálicas que devoran fácilmente al resto (Santiago, en Chile; Buenos Aires, en Argentina; el Distrito Federal, en México). Está la de un país a otro del continente: los centroamericanos que se trasladan a México; los peruanos que buscan mejores horizontes en Chile; los bolivianos que se instalan en la Argentina. Y está, por supuesto, la emigración a España y a los Estados Unidos.

Durante mucho tiempo los analistas vieron esta emigración como algo negativo para el continente. Se habló de la "fuga de cerebros": ingenieros, intelectuales, académicos. Pero también emigra la mano de obra calificada (plomeros, albañiles, electricistas) y gente sin trabajo dispuesta, simplemente, a buscarse la vida en otra parte. En los últimos años, los políticos y economistas comenzaron a encontrarle algo positivo a esta emigración: las remesas enviadas de España y los Estados Unidos al continente son la principal fuente de divisas en algunos países, sostienen economías familiares y apoyan la estabilidad macroeconómica.

Lo positivo va más allá de la cuestión económica. Hay que entender a los latinoamericanos de hoy como seres que han hecho de la incertidumbre ante el mañana una parte esencial de su ser. Los que se han ido nunca se han ido del todo: a través de las remesas, de la forma en que han logrado que su cultura eche raíces en territorios extraños, de un aporte artístico, intelectual y científico que no cesa, han seguido construyendo la grandeza del continente. Que el lenguaje español haya logrado establecerse en el gran imperio de los Estados Unidos debe verse como un triunfo. Que haya grandes deportistas, escritores y científicos viviendo fuera del continente contribuye a la autoimagen de una América Latina acostumbrada a frustraciones y derrotismos.

Muchos latinoamericanos que viven lejos se han establecido en otros países y defienden otras banderas; otros continúan con un pie en su nuevo país y otro en el que dejaron, incapaces de afincarse definitivamente o de regresar de una vez por todas al lugar que añoran. Lo suyo es una utopía: vivir dos vidas a la vez, estar allá y aquí al mismo tiempo. Esa inestabilidad quizás no sea buena para el día a día, pero lo es para la creatividad: se necesita rapidez mental e imaginación para sobrevivir los desafíos de la distancia sin abandonar los sueños del regreso. Algunos logran separar lo que hacen en compartimientos estancos: el nuevo país es el lugar donde se trabaja, el de origen es el territorio de los afectos. Otros encuentran la argamasa mágica que les permite conciliar esas varias vidas.

Es larga la lista de los que han nacido en América Latina y han triunfado en otra parte: Alma Guillermoprieto, Alejandro Amenábar, Diego Maradona, Junot Díaz, Salma Hayek, Daniel Barenboim... A los que se les mete el gusano de la culpa por haber partido, hay que decirles que al hacerlo han ayudado a reinventar al continente; han enseñado que la adscripción geográfica es sólo una manera de ser latinoamericano. La emigración es dolor, soledad, nostalgia y mucho trabajo; también es júbilo, reinvención, deseo de futuro y flexibilidad. Así llegamos a los doscientos años: añorando nuestra tierra pero sin dejar de celebrarla en cada gesto.

Babelia, El País, 28 de noviembre 2009



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28 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Seth y el comic como una de las bellas artes

Hace un par de semanas, en la feria del libro de Vancouver, tuve la oportunidad de asistir a una "conversación" entre Douglas Coupland y Seth. Había leído poco de Coupland, pero la pasión que le tenían algunos escritores de mi generación me llamó a la curiosidad. Una vez que se inició el diálogo, sin embargo, fui descubriendo que en realidad se trataba de una entrevista de Coupland a Seth. Una pareja a mi lado se sentía engañada; no hubiera asistido si los organizadores llamaban a las cosas por su nombre, querían escuchar a Coupland, no a Seth. ¿Quién diablos era  ese canadiense excéntrico, vestido como si hubiera salido de una película de Chaplin?

A mí Seth me cautivó desde que hizo su aparición en el escenario. A medida que pasaban los minutos, me fui enterando de que estaba ante un grande del comic contemporáneo: sus dibujos habían sido portada del New Yorker, sus relatos gráficos serializados en el New York Times. Pertenecía, junto a Chester Brown y Joe Matt, a una triada de canadienses asociados a la editorial Drawn & Quarterly, que revolucionó el comic alternativo en la década del noventa, con historias algo autobiográficas y autoreferenciales. Además, había ganado el prestigioso premio Eisner el 2005.

Lo que me llamó la atención de Seth fue su clara convicción de que los comics pertenecen a la cultura alta. No hay en él la idea de que los comics son arte pop, materiales "bajos" que, en un gesto posmo, pueden tener el mismo nivel que los de la cultura "alta". De hecho, Seth desdeña el arte pop (con algunas excepciones de la primera mitad del siglo XX). Tampoco hay en él esa idea de que, gracias a la animación en el cine y a la cada vez mayor importancia de la cultura visual, los dibujantes de comics tienen el futuro asegurado. Para él, la animación es lo opuesto a los comics: los comics son un arte que debe producir movimiento a través de cuadros estáticos, y ocupan un lugar diferente, minoritario. Un tipo de comics, el de los superhéroes de Marvel y compañía, no le interesa mucho: "Las películas idiotas de Hollywood se deben al encuentro de los guiones de superhéroes con los efectos especiales". En su postura radical, no dijo qué opinaba de grandes de la animación contemporánea como Miyazaki.

El mundo de Seth está marcado por la nostalgia. Seth suele narrar un momento que evoca otro que ya se ha ido; hay un sentido de la historia que trata en vano de sostenerse ante el avance incontenible del tiempo. Clyde Fans es la historia de los hermanos Matchcard; uno de ellos, Abe, es dueño de una compañía de ventiladores y el otro, Simon, un viajante de comercio fracasado. Los avances tecnológicos han tornado obsoleta a la companía, y Abe se lamenta ante las oportunidades perdidas. Su monólogo muestra su quieto desasosiego, la sensación de que "algo del sabor de otros tiempos y otra gente... se ha perdido". Simon, mientras tanto, intenta vender ventiladores. Su poético y alienado deambular por la ciudad recuerda ciertas páginas del Auster de La ciudad de cristal.

No pasan muchas cosas en Clyde Fans, lo cual es raro para los que estamos acostumbrados a relacionar a los comics con la acción continua. La historia es un ejemplo perfecto de lo que entiende Seth como lo esencial para un dibujante de comics: el lograr que un personaje, a través de las diferentes viñetas, se mueva de un lugar a otro. Un arte estático produce movimiento, pero el de Seth es, sobre todo, el de la desolada intimidad de sus personajes. Hay pocos colores y pocos gestos, pero no importa: el efecto acumulativo de la historia es similar al de una novela. La práctica demuestra lo que sugiere la teoría de Seth: en sus manos, y en las de otros como Chris Ware y Allison Bechdel, el comic ha alcanzado su madurez artística.

La Tercera, 16 de noviembre 2009



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16 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La voz de Lorrie Moore

Frase tras frase, Lorrie Moore se ha consolidado como la mejor escritora norteamericana de su generación. Al pie de la escalera, su nuevo libro (Seix Barral), confirma su admirable talento para la prosa. La novela es el relato de las tribulaciones de Tassie Keltjin, una estudiante universitaria en los días posteriores al 11 de septiembre: su trabajo como canguro de una pareja progresista bien intencionada, su vida familiar disfuncional, sus relaciones con un brasilero que quizás sea árabe. No hay frase mala en la novela, aunque quizás la voz de Moore sea demasiado poderosa y termine abrumando a la misma Tassie.

¿Y cuál es la voz de Lorrie Moore? Una voz irónica pero no por ello distante. Con una capacidad descriptiva poco común. Ingeniosa, pero que no suele usar el ingenio como un fin en sí mismo sino como un medio para un fin. Muy atenta al sonido y a la forma de las palabras: pocas como ella en la literatura comtemporánea en inglés, una escritora capaz de jugar con el lenguaje, de perderse encontrando palabras poco usadas o sacándole brillo a frases convertidas en lugares comunes. La Moore emblemática puede encontrarse en "People Like That Are The Only People Here: Canonical Babbling in Peed Onk" (1998). En ese cuento, una pareja descubre que su bebé tiene cáncer. La mujer es escritora, y el marido le dice que escriba algo al respecto porque "necesitamos el dinero". El material nos mete de lleno en el territorio del melodrama, y podría haberse convertido fácilmente en algo truculento y sentimentaloide; Moore, en cambio, escribe un cuento que conmueve de veras, sin perder en ningún momento su sentido del humor y su afición por las palabras: en pleno momento de crisis, la escritora se pregunta si fainthearted es una palabra o dos (luego de decidir que es una, dice que Faint Hearted podría ser el nombre de una drag queen).

El cuento es el género más apropiado para el estilo de Moore. Autoayuda (1985) y Pájaros de América (1998) son libros perfectos que, a decir de Rick Moody, cualquier otro escritor norteamericano hubiera querido escribir. En Al pie de la escalera hay por todas partes frases para subrayar, pero la tensión del conjunto se resiente. Lo que en el cuento funciona, la novela no termina de tolerar. La leemos porque está ahí la voz de Moore, pero extrañamos a la cuentista.

Babelia, El País, 7 de noviembre 2009



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7 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Roth también puede equivocarse

Philip Roth ha venido publicando en el último lustro novelas breves relacionadas con la mortalidad: Elegía (2006), Sale el espectro (2007), Indignación (2008), y The Humbling (2009). Hace poco, anunció que ya ha terminado una nueva novela, Némesis, que será publicada el 2010. Las razones de este ímpetu narrativo parecen ser evidentes: es como si el escritor, después de cumplir setenta años, se hubiera dado cuenta que le quedaba poco tiempo para escribir la enorme cantidad de historias todavía dándole vueltas, y habría decidido apurarse. La retórica se ha reducido al mínimo, y las grandes novelas de la última época (El teatro de Sabbath, Pastoral Americana, La mancha humana), han dado paso a textos intensos pero menores. No está mal: un Roth menor es todavía un gran Roth.

Pero entonces, ¿qué hacemos con The Humbling, la novela que Roth acaba de publicar? Aceptar que el novelista de Newark también se equivoca, y que esta obra no es menor ni residual, sino, simplemente, mala. Comienza con una gran idea: Simon Axler, un actor teatral de renombre, ha perdido de la noche a la mañana su talento para la actuación (la analogía con el Roth de esta novela puede ser fácil). Aunque no se exploran las razones de esta pérdida, aquí hay suficiente material para iniciar una reflexión narrativa sobre la creatividad y sus misterios. Sin embargo, lo que hace Roth es, literalmente, retirar de escena a Axler, hacer que se vaya a vivir al campo, y que se reencuentre con Pegeen, una ex-amiga lesbiana. De pronto, estamos en típico territorio de Roth: Axler conquista a Pegeen, se exploran los impulsos oscuros de la sexualidad, y la fantasía erótica se convierte en aliciente para que el hombre pueda reconectarse consigo mismo y recuperar su talento.

El problema es que la forma en que todo está narrado no tiene suficiente carne para ir más allá del sueño mojado de un hombre mayor, con vibradores, látigos y encuentros entre tres en la cama: "It was as if she were wearing a mask on her genitals, a weird totem mask, that made her into what she was not and was not supposed to be. She would as well have been a crow or a coyote, while simultaneously Pegeen Mike". Hay pocas cosas más cómicas que una escena de sexo mal narrada. Ni siquiera provoca mucho la provocación de Roth -una lesbiana puede volver a interesarse en el sexo opuesto si encuentra a un hombre con la potencia adecuada.

Roth siempre confió en la fuerza de su historia. En The Humbling parecen haberle entrado dudas, y por ello necesita reforzar ciertas frases con signos de admiración, como para hacerle ver al lector que lo que está narrando es importante: "Everything he wanted, she was preventing him from having!" "No, he would not be defeated by these two mediocrities. He would not be a boy overcome by her parents!" No hay muchas sorpresas en el desenlace, y queda la insinuación de que los grandes nunca están vencidos del todo. De modo que esperemos Némesis.

La Tercera, 2 de noviembre 2009



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Carver no era carveriano

Después de una larga batalla, se ha publicado por fin Beginners (Principiantes), el manuscrito original que Raymond Carver entregó a su editor Gordon Lish y que fuera la base para su celebrado libro de cuentos, De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981). En Inglaterra, Beginners puede conseguirse en una edición en tapa dura, mientras que en los Estados Unidos el libro es parte de Carver: Collected Stories, el volumen que acaba de publicar The Library of America.

El libro publicado en 1981 sirvió para consolidar la reputación de Carver como el cuentista más importante de su generación. Sin embargo, la polémica lo acompañó desde el principio: Carver se quejó de la "amputación" a la que fueron sometidos los 17 cuentos que componían el libro, se distanció de Lish e inició un proceso de restauración de algunas de las versiones originales; llegó a publicar cinco hasta su muerte en 1988. Tess Gallagher, su viuda, continuó la batalla con la editorial Knopf, dueña de los derechos de De qué hablamos. Con los años, salió a la luz la angustiada carta de Carver a Lish, fechada el 8 de julio de 1980, en la que le pedía que hiciera "lo necesario para detener la producción del libro... Estoy confundido, cansado, paranoico, y sí, con miedo a las consecuencias si el libro es publicado tal como está ahora". Lish no le hizo caso, y Carver terminó cediendo al ímpetu y convicción de su editor.

Se sabía entonces que Lish tuvo una participación activa en los cuentos; lo que no se sabía era cuán radicales eran los cambios propuestos por Lish. Comenzando por la cantidad: Carver entregó un manuscrito de más de 200 páginas, pero, después de dos rondas de trabajo de edición línea tras línea, Lish lo redujo a apenas 100 páginas. Ejemplos: "Where is Everyone?" tenía quince páginas, pero en la versión de Lish tiene sólo cinco; las 37 páginas de "A Small, Good Thing" se redujeron a 12. Otros cambios tienen que ver con los títulos: Lish mantuvo sólo 7 de los 17 títulos (el cuento "De qué hablamos cuando hablamos de amor" se llama originalmente "Principiantes"). Lish incluso cambió, de manera caprichosa, los nombres de los personajes: Herb se convirtió en Mel, Cynthia en Myrna, Bea en Rae...

En cuanto al estilo, lo "carveriano" es en buena medida una creación de Lish. Carver no era un minimalista; sus personajes no eran lacónicos, y sus silencios no lo eran tanto; había desolación, pero también una mirada sentimental que Lish eliminó sin compasión. Lo que en Carver es explícito se convierte implícito en la versión de Lish: en "I Could See the Smallest Things", Nancy escucha un ruido y trata de despertar a Cliff, su esposo; fracasa en el intento y sale a la calle y se encuentra con el vecino; después de una conversación con él, vuelve a la cama, y la ansiedad ahora se ha dirigido a su matrimonio, aunque eso no está dicho sino apenas sugerido. En la versión original de Carver, titulada "Want to See Something?", Nancy vuelve a la cama y se dirige a su esposo dormido: "Comencé todo lo que quería decirle diciéndole que lo amaba. Le dije que siempre lo había amado y siempre lo amaría. Esas eran las cosas que necesitaban decirse antes que otras cosas... Continué diciéndole, sin rencor ni pasión de ningún tipo, todo lo que estaba en mi mente. Terminé diciéndole lo peor y lo último que quería decirle, que sentía que no íbamos a ninguna parte y que era hora de admitirlo, a pesar de que probablemente no había forma de solucionarlo".

La publicación de Beginners no va a alterar el prestigio de Carver; está claro que Carver era un gran escritor, pero también que Gordon Lish lo convirtió en uno aun mejor. ¿Con cuál de los Carver nos quedamos? Yo, con el de Lish. Sin él, Carver no hubiera sido tan influyente en el desarrollo de la cuentística de los últimos veinte años. Hay cosas que no necesitan decirse, aunque la ironía de leer a este Carver desde esa perspectiva es que la hemos aprendido leyendo al otro Carver.

(La Tercera, 19 de octubre 2009)

P.D. Hace más de un año, el New Yorker publicó la versión original del cuento "Beginners", comparada con la editada por Lish. El documento se encuentra aquí

 



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19 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Nobel: legitimidad en crisis

Hubo un tiempo en que el premio Nobel de Literatura tenía una vocación decididamente universal. Pero en los últimos quince años los miembros de la academia sueca han decidido convertirlo en una suerte de premio para escritores europeos. Es cierto que en esos años lo ganaron Coetzee, Naipaul, Cao Xingjian y Pamuk (Turquía es una nación euroasiática), pero los otros once han sido europeos. De esos, algunos han sido nombres acertados, como Szymborska, Grass o Heaney; otros, sin embargo, son escritores de rango más limitado, como Le Clézio o Fo. Europa ha dado origen a muchas de las mejores páginas de la literatura universal, y hoy varios de sus escritores mantienen el listón muy alto; eso, sin embargo, eso no debería hacer pensar a los que otorgan el Nobel que en los otros continentes ocurre poco o nada.

En sus mejores momentos, el Nobel nos descubre a un escritor minoritario, incluso a una literatura de la que no sabíamos mucho. Pero, cuando uno ve sus últimas tendencias, parecería que, más allá del talento individual de sus escritores, con el Nobel de literatura Europa se premia a Europa. Esto quizás debería no sorprendernos; si el Nobel lo diera la academia de la lengua de Corea del Sur, sería muy probable que abundaran los asiáticos entre sus ganadores. Pero igual sorprende, lo cual muestra que el Nobel, pese a sus equívocos y omisiones a lo largo del siglo veinte, se había forjado una legitimidad universalista que está comenzando a resquebrajarse.

Está bien que un premio pequeño aspire a convertirse en referente; más raro es lo del Nobel: un gran premio que decide empequeñecerse por cuenta propia. Puestos a hablar de europeos, la literatura universal no pasa hoy por Kertész o Jelinek, escritores que le hablan a una parroquia limitada, sino por, entre otros, Marías y Kadaré y Lobo Antunes, cuyas propuestas estéticas son renovadoras y abren puertas para la literatura de este siglo.

De lo que se trata es de abrir el mapa, de ampliar la mirada. No es necesario premiar a escritores muy conocidos como Murakami, Roth o Vargas Llosa. Si le dieran el premio a Adonis o Assia Djebar, también estaríamos felices. Nos haría sentir que el Nobel puede acertar en grande, y no sólo mirándose a su propio ombligo.

(La Tercera, 9 de octubre 2009)



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9 de octubre de 2009
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