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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Whitechapel

Conocí a Pablo García Piñar hace algunos años, cuando comenzó su doctorado en Cornell. Le interesaba el siglo de oro, pero al final se decantó por la literatura colonial. Tomó una clase conmigo, vimos juntos algunos partidos de la Champions. Lo había visto ejercer de D.J. en un bar de Ithaca (The Chanticleer), y en un par de charlas me llamó la atención su conocimiento del pop y el rock contemporáneos. Un día, muy tímidamente, me regaló un CD de un grupo llamado Whitechapel. Le pregunté de dónde eran. Me dijo que el grupo lo formaban un amigo (Javier Cantudo) y él; Javier estaba a cargo de las guitarras y la batería, Pablo cantaba. Lo escuché y me impresionó su profunda melancolía; también, todo hay que decirlo, que este duo andaluz se hubiera decidido a cantar en inglés.

Esta semana salió en España Experimental Deaths, el segundo CD de Whitechapel. El sonido del grupo ha madurado mucho y ha logrado consolidar sus diversas influencias (de Alex Chilton y Elliot Smith a la escena indie de hoy). Algunas de sus canciones -"North State New York Girls", "The Void"-- son tan melódicas y pegajosas que podrían ser un éxito en la radio; otras --"The Master Plan"-- están para ser escuchadas en una tarde lluviosa. No sólo la música es poderosa; las letras de las canciones crean una atmósfera emocional marcada por la ternura, el desengaño y la pérdida. Experimental Deaths es un gran disco, y Whitechapel una notable paradoja: un grupo que ha enriquecido el pop español aunque cante en inglés.    
    
 

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17 de septiembre de 2010
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El dominio adolescente

Hace algunas semanas me topé en una librería Borders con toda una sección dedicada a una novela llamada Mockingjay. Había posters, llaveros y demás parafernalia. Jamás había oído hablar de la autora del libro, Suzanne Collins. Me puse a investigar y descubrí que la novela era la conclusión de una trilogía comenzada un par de años atrás con The Hunger Games; que los primeros dos libros de la serie habían vendido dos millones y medio de ejemplares; que inicialmente estaba destinada al público adolescente y por eso no la conocía, pero que, como ocurre regularmente desde la explosión del fenómeno Harry Potter, ahora estaba a punto de invadir el mundo adulto. La industria editorial aborrece el vacío, y ya tenía el reemplazo perfecto para los vampiros de Stephenie Mayer.

En mis épocas de colegio, como muestra de madurez, a los catorce años los chicos serios leíamos completas las novelas que nuestros profesores nos daban en versión juvenil a los once y doce (Don Quijote en 150 páginas, Moby Dick en 200 de letra muy grande y con dibujitos). Ahora ocurre al revés: es la cultura adolescente la que empuja, y sus gustos y preferencias musicales, cinematográficas y literarias nos dominan. Hay varios factores detrás de esto: por un lado, la fuerza del público adolescente a la hora de comprar entradas para ver una película más de una vez, hacerse con todos los libros de una saga o llenar su habitación con los productos relacionados con el tema de moda; por otro, la creciente infantilización (¿o juvenilización?) de la cultura popular. Supongo que esto ha sido así desde los años cincuenta, sobre todo en la música y el cine, y que ahora lo nuevo es que también ha aparecido en la literatura.  

The Hunger Games es una novela distópica que, pese a sus elementos futuristas, se lee como un relato clásico de aventuras. De hecho, lo más interesante de la trilogía de Collins es la forma en que mezcla el futuro con el pasado. Katniss Everdeen vive en uno de los doce distritos de la nación de Panem, que, como castigo a una sublevación pasada, deben enviar cada año a la capital un tributo en la forma de una pareja de adolescentes (entre los 12 y los 18 años); los adolescentes luchan entre ellos hasta que sólo quede uno vivo. La lucha es televisada a toda la nación y seguida con avidez: el distrito ganador recibirá como premio raciones extra de comida y bienes de todo tipo. El paisaje post-apocalíptico es de una novela de ciencia ficción, pero la lucha entre los adolescentes está más cercana al mundo primitivo: flechas y dardos, ataques de avispas asesinas, peleas a puño limpio.

La novela hunde sus raíces en los mitos clásicos: Katniss es una versión contemporánea de Teseo, que, enviado por Atenas como tributo a la poderosa Creta, debe ir a luchar por su vida en un laberinto en el que lo espera el Minotauro. El toque contemporáneo es que el enfrentamiento de Katniss contra otros adolescentes es parte de un espectáculo televisivo: como si lo que ocurriera en una novela como El señor de las moscas estuviera siendo transmitido en vivo y se hubiera transformado en una versión radical de Survivor.
 
Leer The Hunger Games me hizo recuerdo a esas versiones infantiles de Don Quijote y Moby Dick. El lenguaje es simple, no hay una sola frase de la novela que no haga avanzar la trama; el suspense está bien dosificado, y la literatura es entendida aquí como el relato adictivo de una aventura intensa (Moby Dick es también una novela de aventuras; con los años, sin embargo, descubrimos que la versión infantil ha eliminado de la novela cosas muy complejas sin las cuales la literatura se empobrece: las descripciones interminables de la ballena, la forma en que ésta se convierte en un símbolo del infinito). Los adolescentes han encontrado en la trilogía de Collins una gran metáfora de su mundo despiadado y violento. Los adultos pueden prepararse: al paso que van las cosas, el mundo adolescente será cada vez más el nuestro. 

La Tercera, 13 de septiembre 2010

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14 de septiembre de 2010
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Los Kennedy, de un extremo a otro

A estas alturas se ha escrito tanto sobre los Kennedy que ya no es fácil distinguir entre realidad y ficción, y tampoco parece importar. El mito de la primera familia de un país sin realeza, la leyenda de una Camelot trágica, funcionan al calor de una industria cultural incesante. Se acumulan los libros de historia y las novelas, las miniseries y las películas, las memorias y los panfletos. No hay testimonio que no haya sido escuchado, punto de vista que no haya sido utilizado, con el resultado paradójico de que se sabe tanto que no se sabe nada. Así, los Kennedy se esconden a la vista de todo el mundo.
   
De esta ingente producción hay dos publicaciones nuevas en español: Los Kennedy. Mi familia (Martínez Roca), las memorias del senador Ted Kennedy, fallecido hace poco más de un año; y Un adúltero americano (Anagrama), biografía novelada de John Kennedy, del escritor inglés Jed Mercurio. Al leerlos uno tras otro, impresiona el contraste extremo: desde la idealización de Camelot por parte de un miembro central de la corte, hasta su desmitificación concienzuda en una novela. Es cierto que no es justo comparar un libro de memorias, que debe estar ceñido lo más honestamente posible a los recuerdos de un individuo, con una obra de ficción, a la que se le permite tomar libertades con la verdad; igual, sorprende que casi no haya punto en que Kennedy y Mercurio estén de acuerdo.
   
Las memorias de Ted Kennedy repasan los momentos estelares de un hombre muy talentoso y carismático que fue el hermano de dos hombres aun más talentosos y carismáticos. La vida de Kennedy está marcada por el triunfo y el asesinato de JFK y Bobby. En este libro, los Kennedy sufren y se quiebran, pero jamás se dejan vencer por la adversidad. La prosa es vívida, llena de detalles: Kennedy ha tenido la ayuda de Ron Powers, ganador de un Pulitzer y autor de una magnífica biografía de Mark Twain. Al final, lo que queda de Los Kennedy no es el espíritu indómito de la familia (eso ya se sabía), sino los hechos mínimos, aquellos que le confieren autenticidad al libro. En uno de sus viajes al medioeste americano como parte de la campaña presidencial de su hermano, Ted debe montar un caballo bravísimo para lograr que algunos delegados apoyen a John. Después del asesinato de sus hermanos, Ted no puede oír en la calle el ruido del escape de un coche sin que se le cruce por la cabeza, instintivamente, el deseo de tirarse al piso. En una larga reunión en el Senado con el presidente Clinton, el senador Kennedy está más pendiente de llegar a tiempo a la ópera, donde lo espera su esposa, que de las opiniones de sus colegas sobre si se debe aceptar a los gays en el ejército. Sobre el accidente de Chappaquiddick en 1969, en el que perdió la vida Mary Jo Kopechne, no hay nada nuevo: Ted vuelve a afirmar que no había ninguna relación sentimental con la fallecida, y a aceptar su egoísmo al no denunciar de inmediato lo sucedido a la policía -lo hizo al día siguiente-- por miedo a que el hecho salpicara a su familia ya golpeada por la tragedia, y, por supuesto, afectara su viabilidad como político heredero de una gran dinastia.
   
Cuando Ted recuerda a JFK, el retrato que emerge es de un hombre idealista, sacrificado, siempre con una sonrisa en los labios o una frase ingeniosa o divertida. Quizás por eso llega a chocar tanto Un adúltero americano, la novela de Mercurio. Es verdad que el narrador presenta al Presidente como un buen padre y un hombre de gran convicción en sus ideas; de hecho, las escenas que más conmueven son aquellas en que está feliz con sus hijos John Jr. y Caroline, o sacudido por la muerte de su tercer hijo, Patrick, dos días después de nacido. Pero lo que prima en la novela es que las energías del Presidente están dedicadas a conquistar a toda mujer guapa que pase por su lado: mientras su mujer está distraída observando objetos de antigüedades para decorar la Casa Blanca, "nuestro hombre" planea cómo deshacerse de su "veneno" con las secretarias, las mujeres de otros políticos en los estados que visita, las prostitutas y, por supuesto, Marilyn Monroe, el premio mayor. La novela sugiere incluso que las "acumulaciones tóxicas" afectan al estado emocional del Presidente, por lo que es hasta saludable liberarlas.

En manos de Mercurio, el Presidente es un sujeto poco complejo, marcado como está por su libido insaciable y sus múltiples dolencias: llega a ser cómica la repetitiva y redundante letanía de enfermedades: gastritis, sinusitis, asma, osteoartritis, rinitis, deficiencia tiroídea, mal de Addison, colapso vertebral lumbar... La prosa adquiere un tono clínico al describir estos problemas (en el original en inglés esto se exacerba pues el narrador llama al Presidente "subject", que es traducido al español de manera más afectiva, como "nuestro hombre", en vez del más preciso "sujeto"). Las dolencias y el sexo llegan a tener algo de culpa de su muerte en Dallas: si el Presidente no se puede agachar para escapar al segundo y fatal balazo, eso se debe a la faja terapeútica que llevaba por los problemas en la espalda y que lo mantenía erguido (problemas que provenían de su heroíco intento por salvar a un compañero herido durante la segunda guerra mundial, pero agravados por una aventura sexual en un hotel en El Paso).
   
En algo coinciden Ted Kennedy y Mercurio: ambos recuerdan una frase de George Bernard Shaw, que puede parafrasearse así: "algunos ven lo que existe y se preguntan por qué; otros sueñan lo que no existe y se preguntan, ¿por qué no?" ¿La diferencia? En sus memorias, el senador señala que esa frase la usaba su hermano Bobby en campaña, y se emociona recordando su idealismo; en la novela de Mercurio, el Presidente la usa para seducir a una asistente de prensa.   

(Babelia, El País, 11 de septiembre, 2010)
    
 
 

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13 de septiembre de 2010
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El fin de la disonancia

Kike Mujica, director de la revista Qué Pasa, me pidió un texto sobre Chile y los chilenos con motivo de su bicentenario. Esto es lo que escribí. 

En mi relación con Chile y los chilenos hubo una disonancia cognitiva durante mi infancia y adolescencia en Bolivia. Estaba lo que me decían de ellos en el colegio y en el barrio: que eran invasores, gente en la que no se podía confiar, materialistas y despiadados (basta ver el lema de su escudo, afirmaba un amigo); el día del Mar era en cierta forma el día del Enemigo: se nos arengaba para estar listos y recuperar algún día lo que había sido nuestro, pero también se nos enseñaba a odiar a nuestros vecinos. Todo lo hacía más fácil la abstracción: ni mis amigos ni yo conocíamos a un chileno en persona.
 
Por otro lado, estaba lo que aprendía en clases de literatura en ese mismo colegio. Yo fui uno de esos que a los quince años usó Veinte poemas de amor para conquistar a una chica. Además, en el Wilsterman (equipo de fútbol de mi ciudad natal) habían jugado dos chilenos a principios de los setenta (Abel Gangas y Víctor Hugo Bravo), y luego Víctor Eduardo Villalón, el único chileno que llegaría a nacionalizarse y vestir la casaca boliviana (para las eliminatorias del mundial del 78). Eran de los más sacrificados y no paraban de correr. Por último, a fines de mi infancia me acompañaba Condorito todas las semanas. Me divertía tanto que no me molestaba que estereotipara a los bolivianos a través de Titicaco (después de todo, yo también estereotipaba a los chilenos).

Continué con esa vida doble y contradictoria hasta que me fui de Bolivia. El siguiente chileno que conocí fue en Buenos Aires a mediados de los ochenta. Se llamaba José Donoso y había venido a la feria del libro. Le pedí una entrevista para un periódico boliviano y, cuando accedió, fui corriendo a buscar sus novelas. Descubrí que su esposa era boliviana y me emocioné. Impulsado por su generosidad, durante varios días seguidos me acerqué al stand de Seix Barral en la feria para sentarme a su lado mientras él firmaba ejemplares y saludaba a los escritores argentinos que venían a rendirle pleitesía. Me recomendó lecturas y dio consejos para que apostara de una vez por todas por la escritura. Le dejé un manuscrito de cuentos y un mes después recibí una breve carta de Santiago en la que decía que le había parecido flojo pero que continuara escribiendo. Ese pequeño gesto fue enorme para mí: afirmó mi vocación.

Poco después un amigo me hizo notar una obviedad: le había hecho una entrevista muy larga a un escritor chileno y no le había preguntado una sola vez sobre el mar. Error de aprendiz de periodista, respondí. Error de boliviano, dijo. Es que, ¿no podía hablar con un chileno sin tocar ese tema? Reconocía que lo había olvidado por completo. Pero luego dejé la culpa de lado y pensé que otra cosa era la importante para mí: esa vez en Buenos Aires, Chile dejó de ser una abstracción y adquirió una voz, unos gestos. Descubrí que había prioridades y que no me dejaría ganar por el peso de la historia. La disonancia desapareció: a partir de ese momento podía, simplemente, admirar y querer a mis vecinos.     

(Qué Pasa, 11 de septiembre 2010)

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11 de septiembre de 2010
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Contra el cambio climático

El nuevo libro de Martín Caparrós, Contra el cambio: un hiperviaje al apocalipsis climático (Anagrama), es un intento de inyectar algo de lucidez y sentido común al tema del cambio climático. La idea de hacer algo o no en relación a la amenaza climática tiene bandos muy fácilmente reconocibles: los que están a favor de actuar son los ecólogos, las oenegés, la izquierda progre y Al Gore; los que no, los conservadores antediluvianos y los que desconfían de la ciencia (en Estados Unidos, la mayoría del partido Republicano). Por supuesto, hay matices, pero se pierden en una discusión tan exasperada como ésta.

Caparrós desarrolla un género híbrido, a medio camino entre la tradicional crónica de investigación periodística y el ensayo convencional. El resultado es un libro atípico, que confirma al escritor argentino como la punta de lanza del gran momento que vive la no ficción en español. Escrito con una prosa elegante y juguetona, destilando humor e ironía en cada párrafo, capaz de moverse con soltura del microespacio al gran panorama, Contra el cambio convence tanto como seduce.

El proyecto de Caparrós consiste en viajar a diez lugares amenazados por el cambio climático (desde el Amazonas, donde arranca el libro, hasta la Nueva Orleans post-Katrina, pasando por, entre otros lugares, Rabat, Majuro y la Isla Zaragoza), hablar con la gente y ver cómo les afecta ese trastorno; Caparrós le agrega un tono reflexivo al viaje, y muestra que los "ecololós" (terminó burlón para designar a los ecologistas), los dirigentes y empresarios de los países más industrializados están equivocados y que, en el fondo, lo que se teme de veras es el cambio: en una batalla como ésta, la "mayor ganancia es ideológica: convencernos de que lo mejor es lo que ya tenemos, lo que estamos siempre a punto de perder si no lo conservamos". Aunque ambos están juntos desde el principio, el ensayo gana muy rápidamente su partida (los enemigos dejan flancos abiertos por todas partes) y cada capítulo puede leerse como la modulación sutil de una respuesta enfática; la crónica del viaje, sin embargo, no deja de sorprendernos hasta el final.

Para los que todavía creen que el calentamiento global es culpable de los grandes desastres de los últimos años (tsunamis, huracanes y demás), Caparrós esgrime muchos datos contundentes: por ejemplo, según la Oficina Meteorológica de Gran Bretaña, en la década que va del 1998 al 2008 la temperatura media del planeta sólo ha subido 0,07 grados centígrados. La conclusión es que el cambio climático puede ser un problema, no una catástrofe, y que son otros los verdaderos problemas de este "mundo tibio" (sobre todo, el hambre, la miseria).

Caparrós presenta perfiles entrañables de las personas con las que se topa en sus viajes y que ayudan a dar carne a su argumento: Messias, un joven amazónico obsesionado con la permacultura ("observar la naturaleza para aprender de ella cómo producir alimentos sin destruirla"); Fatima, una joven en Jos (Nigeria) que ha encontrado su "lugar en el mundo" gracias a su "militancia" en una oenegé; Mariama, una mujer de Dalweye (Níger) que trabaja en un banco cerealero. Caparrós reconoce que todas esas iniciativas son bienintencionadas pero insuficientes: "no pretenden cambiar el mundo... les interesa que sea un poco mejor, un poco más vivible, un poco menos injusto, sustentable". El desastre de una sociedad no se debe a un hecho (el cambio climático, digamos) sino a la "construcción que la[] sustenta". Así, según Caparrós, el único cambio posible es uno en grande, con voluntad política, de las estructuras fundamentales de la sociedad. Mientras no exista eso, seguiremos a merced de los profetas del apocalipsis, cualquiera que éste sea.

(La Tercera, 31 de agosto 2010)

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6 de septiembre de 2010
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En el territorio frágil de la intimidad

La semana pasada me enteré, gracias al infatigable Washington Cucurto, que su editorial cartonera había publicado en Argentina Borracho estaba pero me acuerdo, las memorias de Víctor Hugo Viscarra (el "Bukowski boliviano", para la gente a la que le gusta este tipo de comparaciones). Recordé que en la década del noventa quise hacer mi tesis doctoral sobre literatura boliviana y tuve que escoger la obra de Alcides Arguedas porque era el único escritor de mi país cuyo nombre podía ser conocido afuera.  

La narrativa boliviana está atravesando un muy buen momento. No se trata sólo de que algunos autores del siglo pasado están comenzando a circular, sino de que su nueva generación, aquella conformada por escritores nacidos en las décadas del setenta y del ochenta, ha irrumpido en el escenario con una fuerza sorprendente. Para que los autores de un país latinoamericano sean leídos por sus vecinos, el largo viaje pasa en general por España: Giovanna Rivero (1972), Maximiliano Barrientos (1979) y Rodrigo Hasbún (1981) ya han publicado o están a punto de publicar en reconocidas editoriales independientes (Bartleby, Periférica y Duomo, respectivamente).

Curiosamente, en un momento en el que Bolivia atraviesa una revolución político-social bajo el gobierno de Evo, la mayoría de estos escritores ha escogido darle la espalda a la tradición de la novela política, del gran fresco social. Sus textos suelen ser intimistas, y trabajan en detalle la subjetividad de sus personajes. Esto ha provocado que algunos críticos apurados los llamen narcisistas, o, en el caso de Rivero, se asombren ante la exploración sin vueltas del deseo femenino. A mí se me ocurre, sin embargo, que el gesto aparentemente apolítico de estos escritores es profundamente político: en un momento de profundas transformaciones históricas en las que prima la experiencia colectiva, estos escritores se han puesto a indagar en el territorio frágil del yo. En un país pudoroso, en el que la gente es poco dada a hablar de sí misma y cuesta dar validez a la aventura personal, narrar los pequeños temblores de la intimidad puede ser más riesgoso que escribir una novela sobre el triunfo de los movimientos sociales.  

En el fondo, como dice el escritor chileno Álvaro Bisama, estos escritores escriben contra todo: "contra Bolivia pero también contra McOndo y contra el Boom". Se trata de una narrativa sobre "la crisis de los lugares comunes de la narrativa en español más actual". Bisama destaca algunos libros, entre ellos Los daños, de Barrientos y El lugar del cuerpo, de Hasbún ("Me siento cada vez más cercano a esos paisajes miniaturizados, a esas calles vacías"). La escritora Andrea Jeftanovic, por su parte, da otro par de títulos: Sangre dulce, de Rivero, y Vacaciones permanentes, de Liliana Colanzi (1981), y acota: "los textos de Rivero tienen un interesante manejo de lo erótico y una exploración de la adolescencia como espacio de crisis con mezclas a veces de gore o género negro. Vacaciones permanentes tiene una solvencia para indagar también la adolescencia y la juventud con esa desolación y descubrimiento de una adultez que se llena de grietas antes de llegar". Diego Zúñiga, autor de Camanchaca y crítico de Rolling Stone (Chile), menciona Cinco, de Hasbún, y dice, tajante: "me cuesta pensar en otro autor latinoamericano de su edad que escriba cuentos con tanta fuerza como él". Hay varios autores que todavía no son muy conocidos fuera de Bolivia, entre ellos Wilmer Urrelo (1975), Juan Pablo Piñeiro (1979) y Sebastián Antezana (1982).

Los bolivianos hemos estado tan obsesionados con nuestro enclaustramiento territorial que éste se ha convertido en un aislamiento emocional. La infraestructura, precaria, no ha ayudado: a nuestras mejores creaciones artísticas les ha costado salir, hacerse conocidas, influir en otras culturas. Algo está cambiando con la nueva narrativa boliviana: por lo pronto, no sólo está en sintonía con lo que ocurre en otras partes (búsquedas "fragmentarias, íntimas, contenidas", como dice Zúñiga), sino que incluso está ofreciendo libros mucho más interesantes que los de otras literaturas supuestamente mayores. 

(La Tercera, 17 de agosto 2010)

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5 de septiembre de 2010
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Una visita a Polvos azules

Cuando comenté a mis amigos en Bolivia que iba a estar en Lima por la feria del libro, hubo algunos que me recomendaron lo típico -restaurantes, librerías, museos--, y otros que fuera a Polvos azules. Sabían que me gustaba buscar películas raras y me dijeron que todo estaba allí. Intrigado, decidí hacerles caso.

Polvos azules es un centro comercial, pero no uno cualquiera. Aquí casi todo lo que se encuentra es pirateado. Deambulé por galerías de ropa de marca -Lacoste, Hugo Boss--, me sorprendí por la calidad de los productos -hay piratas y piratas--, por lo barato de todo. Busqué una funda para iPod, y me dejé abrumar por los puestos de artefactos electrónicos, en los que jóvenes de manos hábiles desbloqueaban celulares a la vista de los clientes. Abundaban los errores y la creatividad: vi, entre otras cosas, zapatillas deportivas Pmua (¿Puma?) y energizantes Duff (la cerveza de Los Simpson).

Me llamó la atención que hubiera librecambistas ataviados con una camisa fosforescente que indicaba que compraban dólares y euros. Los encargados de Polvos azules saben que este centro comercial se ha convertido en un destino turístico y están dispuestos a hacer todo para que los turistas no tengan contratiempos. El comercio pirata ha sido institucionalizado (algo que, en mayor o menor medida, ocurre en todos los países latinoamericanos).
   
Pasé la mayor parte del tiempo en las galerías 17 y 18, dedicadas a películas. Había puestos específicos para los estrenos comerciales, una sección que ofrecía hentai (porno animé, entre las que destacaban las parodias de Naruto), y una dedicada al cine clásico e independiente. Los puestos tenían catálogos que hojeé exhaustivamente, impresionado por lo completos que eran: en uno de ellos, dedicado al cine latinoamericano, encontré incluso películas bolivianas inhallables en mi país. El vendedor atendía a cinco clientes a la vez, sabía todo de cine independiente, y no dejaba de ofrecer su tarjeta al final de la compra, pidiéndonos que volviéramos pronto.
   
Durante muchos años los mercaderes de Polvos azules debieron luchar contra el deseo de la alcaldía de combatir el comercio ilegal. Alguna vez sus puestos se hallaban cerca del palacio presidencial de Lima, pero cuando la UNESCO declaró  al centro histórico patrimonio de la humanidad, Polvos azules debió buscarse otro espacio. Así llegaron al lugar donde se encuentran ahora, por el paseo de la República, primero como mercado callejero, luego como centro comercial. Al no poder vencerlos, la alcaldía ha decidido unirse a ellos, o por lo menos dejarlos en paz.
   
El día que estuve en Polvos azules, sentí que me picaban los ojos y me raspaba la garganta. Un vendedor me explicó que eso se debía al gas lacrimógeno que la policía había tirado la noche anterior. Pregunté si los policías hacían batidas para confiscar productos. Me dijeron que sí, pero no a pedido de la alcaldía ni de los comerciantes legales, sino por cuenta propia, cuando necesitaban algo de dinero. De hecho, en general los policías trataban de resguardar el orden en Polvos azules.

Me fui a casa con treinta películas en una bolsa negra y lágrimas en los ojos.

(revista Qué Pasa, 13 de agosto 2010)

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13 de agosto de 2010
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Al lado del cementerio

Hace un mes me mudé a una casa al lado de un cementerio. Al principio, cuando fuimos a ver la casa y la agente inmobiliaria nos conducía por los dormitorios, había visto por la ventana un triángulo verde que creía un parque, e imaginé a mi hijo menor jugando al frisbee conmigo. Luego la agente nos informó que el parque era un cementerio, y las piedras rectangulares que había visto diseminadas dejaron de ser adornos y se convirtieron en lápidas. Creía entender por qué la casa no había podido venderse en más de un año. Me acerqué a la ventana de la cocina, desde donde se veía mejor el cementerio, y quise ver, no sé por qué, los nombres de los seres a los que esas lápidas pertenecían. No pude distinguir nada. Saqué una foto, tratando de decidir si me gustaba la casa. Ella ya lo sabía: amor a primera vista, dijo, fascinada con la idea de vivir en una de las pocas casas en forma de cubo de Ithaca (la casa había pertenecido a una pareja sin hijos; la mujer era arquitecta, discípula de Frank Lloyd Wright). Yo estuve de acuerdo, convencido de que el cementerio sería una inspiración para la escritura.

Me mudaba después de haber vivido nueve años en la primera casa que tuve en Ithaca. Allí habían transcurrido los primeros años de mi hijo mayor: no pusimos una mesa en el living para que hubiera campo para sus juguetes. En las paredes había cuadros de pintores bolivianos contemporáneos, un plano antiguo de Cuzco, marcos y espejos con motivos andinos. Los cuadros me gustaban, pero reconozco que en general mi actitud era dejar hacer. Me preocupaban otras cosas y no entendía cuán importante era tener un lugar limpio y bien iluminado para vivir. A veces salía al jardín a patear la pelota con mi hijo mayor, tratando de que se interesara por el fútbol. De lo más orgulloso que estaba era de mis libros.

Mi escritorio en el segundo piso era muy frío y sólo lo visitaba para imprimir cuentos y formularios. De hecho, toda la casa, construida más de cien años atrás, era fría: el viento se colaba por las rendijas de las ventanas. No ayudaban los largos inviernos, que duraban la mitad del año. Escribía en la cocina, el lugar más cálido. En esa cocina ocurrió la primera batalla. Hubo otras, que fueron haciendo que desapareciera el poco cariño que le tenía a la casa. Sucedían cosas entre sus habitantes, se desplazaban los sentimientos, y la casa se resentía. Una vez se coló un murciélago a las tres de la mañana y yo tuve que perseguirlo con un bate. Es un mal presagio, me dije, aunque sabía que nuestros problemas no tenían nada que ver con el murciélago.

Cuando me quedé solo, me encontré con las paredes vacías, con huecos en lugares donde antes había habido muebles, con polvo por todas partes. Pero no era sólo la casa la que había decaído; era todo el barrio. En realidad el barrio siempre había sido así, pero yo no lo había visto. Era hora de buscar abrigo en otro lugar.

(versión original publicada en Etiqueta Negra, agosto 2010)

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5 de agosto de 2010
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Del inglés al globish

Hace un par de semanas descubrí en una licorería de Santa Cruz la Coca Colla, el refresco aprobado por Evo Morales para combatir a la Coca Cola en Bolivia. El energizante era más dulzón que el Red Bull y tenía el sabor indiscutible de la hoja de coca. Aparte de la fuerza simbólica del gesto antiimperialista, hubo algo que me llamó la atención: debajo del nombre del refresco, un subtítulo decía: Bol Energy. ¿En vez del inglés, no hubiera sido más consistente escribir esto en quechua o aymara? Luego pensé que, incluso para los que luchan contra Estados Unidos, el inglés había sido despojado de su carga ideológica de avanzada del imperio --"Siempre la lengua fue compañera del imperio", escribió el gramático Antonio de Nebrija en 1492--, y era tan aceptado como los jeans y las hamburguesas.

Para entender lo que ocurre con el inglés resulta útil leer Globish: How the English Language Became the World's Language (Norton, 2010), de Robert McCrum. El argumento de McCrum es que el inglés ha adquirido una dinámica "supranacional" que lo aparta cada vez más de sus raíces inglesas y estadounidenses; es una "lingua franca emergente", "un fenómeno global" con fuerza multinacional. Nosotros conocemos el Spanglish (esa mezcla controversial pero imparable de inglés y español en los Estados Unidos), pero también existen el Englasian (vocabulario inglés con sintaxis china e hindú), el Konglish (inglés en Corea del Sur), Manglish (inglés con malayo), el Singlish (inglés de Singapur) y el Chinglish (inglés de China). Los hombres de negocios en Asia no hablan inglés; hablan Englasian.

Se calcula que dos mil millones de personas en el mundo (un tercio de los habitantes del planeta) hablan algo de inglés en alguna de sus formas. Sólo el chino es hablado por más gente, pero las dificultades de este idioma para ser aprendido incluso por los chinos y adaptarse a otras culturas hacen que el inglés no tenga competencia como lengua global. El francés Jean-Paul Nerrière, un lingüista amateur, fue el primero en sugerir que esa lengua global debía llamarse "globish": una suerte de inglés "descafeinado", "sin gramática o estructura" y con un vocabulario "utilitario" de alrededor de mil quinientas palabras.

McCrum nos muestra a las masas de trabajadores chinos que, en un esfuerzo por conseguir mejores trabajos, aprenden "Crazy English" con obsesiva dedicación; a los jóvenes hindúes en Bangalore, tomando cursos en inglés para conseguir un puesto en un "call center" y formar parte de la economía global. McCrum no es ingenuo, y sabe que Nebrija está en lo cierto. De hecho, para él, el triunfo del inglés en la cultura contemporánea es la prueba clara de que estaban equivocados quienes pensaban que, con el ascenso reciente de China, India y Rusia se acababa el mundo unipolar dominado por los Estados Unidos en los años después de la guerra fría. El globish señala más bien que la cultura angloamericana es parte fundamental de la "conciencia global". La lengua es un virus invisible, un instrumento de poder a través del cual se disemina una forma de ver el mundo, una ideología, los valores de la cultura angloamericana.

McCrum es un anglófilo acabado. Sus ataques constantes a la cultura francesa, su incapacidad para tomar en cuenta el avance del español, hacen que este libro de apariencia polifónica termine siendo un monólogo. Después de todo, si es cierto lo que sugiere McCrum de que el inglés se ha vuelto una lingua franca gracias a su capacidad de adaptación, entonces, por dar un ejemplo, el Chinglish no llevaría dentro de sí sólo la ideología de la cultura angloamericana, sino también de la cultura china, que se apropió del inglés y lo adaptó a sus propios usos. Es decir, se trataría de un triunfo parcial de la cultura angloamericana. Igual, su libro es necesario para entender fenómenos contemporáneos como el hecho de que una bebida antiimperialista use el inglés para publicitarse.

(La Tercera, 19 de julio 2010)

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19 de julio de 2010
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Martín Kohan y las tretas del débil

La prosa del escritor argentino Martín Kohan, sobre todo en los últimos libros, transmite precisión clínica, fría distancia. De una a otra novela, sin embargo, los efectos son diferentes. Si, por ejemplo, en Ciencias Morales (Anagrama, 2007) esa escritura servía para trabajar la rigidez amoral de la dictadura y sus formas represivas, y la manera panóptica en que esa rigidez se inmiscuía en la conciencia, en el imaginario de la clase media (en este caso, en el personaje de la preceptora), en Cuentas pendientes (Anagrama, 2010) sirve para construir de manera tan minuciosa como desapasionada a Giménez, el personaje aparentemente central de la narración. Ese estilo, ya lo veremos, es engañoso: le permite a Kohan construir el secreto, la vuelta de tuerca sobre la cual descansa la novela.

El narrador presenta a Giménez en el primer párrafo: "arrastra los pies" al caminar, está cansado y tiene las piernas "acechadas por calambres, quebradizas". Poco después el lector se entera de que vive solo en un departamento muy pequeño y que está a punto de llegar a los ochenta. Su mundo es mezquino, está hecho de gestos miserables: los planes para no pagar el alquiler del departamento, la relación con la ex (que vive en el mismo edificio y lo atormenta), su comercio sexual con putas viejas y sus sueños de acostarse con putas más jóvenes. Sus ideas están llenas de lugares comunes: ¿es verdad que murieron tantos judíos en la guerra, o es una propaganda sionista? "Mañana será otro día", piensa Giménez antes de dormirse, pero en verdad el otro día parece ser el mismo. Kohan ha creado un personaje notable, redondo en su fidelidad a una "vida oscura y triste".

En el imaginario de Kohan aparecen siempre los años de la violencia, de la dictadura, de la guerra sucia. El título parece remitir a las "cuentas pendientes" de la sociedad argentina con su pasado. Giménez tiene una relación servil con Vilanova, un militar que, décadas atrás, les dio a Giménez y su esposa un bebé para que lo adoptaran. Kohan no necesita insistir en este tema porque resulta fácil llenar los espacios en blanco, asumir que los padres del bebé fueron víctimas "desaparecidas" de la dictadura. Estamos en el presente, pero el pasado no termina de convertirse en pasado. A estas alturas, este tema se ha convertido en un lugar común de la ficción argentina, y hace bien Kohan en no insistir. Igual, no es esto lo mejor de la novela. De hecho, quizás Cuentas pendientes no necesitaba de este subtexto para funcionar.

Lo que sí funciona de maravilla es la vuelta de tuerca que se inicia en el capítulo XIV, 15. Ahí, Giménez se encuentra con el Dueño del departamento, y se entabla un diálogo que le permite a Giménez un despliegue de estrategias para evitar una vez más pagar los cuatro meses de alquiler que adeuda. Cuentas pendientes, que hasta el momento había sido narrada en un estilo indirecto libre y se focalizaba en Giménez, de pronto gira a la primera persona, para descubrir que el narrador "impersonal" no lo es tanto. El Dueño (de la novela), el narrador, es un escritor, obvia parodia del mismo Kohan: acaba de publicar una novela cuya trama es la de Segundos afuera (una de las novelas más importantes en la obra de Kohan). Y el Dueño lee su propia novela y la describe como un "diálogo de sordos" entre la cultura alta y la cultura popular. De igual manera, el Dueño de Cuentas pendientes es un letrado incapaz de entender las "tretas del débil" de Giménez.  

En ese cambio de perspectiva, Cuentas pendientes, que podía leerse como un estudio notable de un personaje, o como un relato sobre la violencia histórica y su rastro de sangre en el presente, se abre a otra lectura en clave metaliteraria: aquella que reinscribe en la literatura el conflicto entre civilización y barbarie, obsesivo paradigma de la cultura argentina. Este paradigma, que comienza con Echeverría ("El matadero" es un texto fundacional para Kohan), se consolida con Sarmiento y se reconfigura a lo largo del siglo XX, en la obra de Borges, Cortázar y Piglia -por citar sólo algunos--, no termina de agotarse. Martín Kohan le ha dado nueva vida para el siglo XXI. Las "cuentas pendientes" adquieren una resonancia mayor: no sólo tienen que ver con el pasado más reciente sino que echan sus raíces en el "diálogo de sordos" con el que se origina la nación argentina.

(Letras Libres, julio 2010)

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15 de julio de 2010
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