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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Banksy por dentro y por fuera

Hace unas semanas, de visita en Nueva York, me quedé en el hotel Carlton Arms. Este hotel, que alguna vez fue el favorito de los travestis que trabajaban en el vecindario, se ha ido convirtiendo en un museo de arte urbano: todos los pasillos y habitaciones están pintados por grafiteros célebres como Banksy, BilliKid y CERN. No tuve la suerte de que me tocara la habitación pintada por Banksy, pero sí pude apreciar de cerca el corredor en el que el artista de Bristol había desplegado toda su creatividad. Me deslumbraron unos personajes que parecían sacados de un dibujo animado psicodélico: cowboys con lenguas largas, mujeres verdes con tres senos, reyes prisioneros y buitres de cuellos retorcidos.    

Mi curiosidad por el Carlton Arms había sido despertada por Exit Through the Giftshop, el "documental" de Banksy que acababa de ver en la cinemateca de Cornell. Quería saber más del "street art" (Liliana, mi pareja, había visto dos veces el documental y fue la primera en derrumbar mi escepticismo). Me conmovió la historia de Thierry Ghetta, el francés que, fascinado con el arte urbano, se pone a documentarlo todo a través de su cámara filmadora. Gracias a su primo, el grafitero Space Invader, Ghetta conoce a Banksy, quien le sugiere que él mismo se convierta en artista. En el documental, asistimos a esa transformación: el ingenuo Ghetta termina de gran "street artist", elogiado por los poderosos de la crítica y de Hollywood.

Aunque Banksy defiende en las entrevistas la autenticidad del documental, está claro que Exit Through the Giftshop es un "mock-umental". Banksy nos cuenta por un lado la historia del arte urbano y por otro comenta con acidez acerca de la forma arbitraria en que los popes de la crítica dictaminan qué es arte y qué no. Nos reímos de Ghetta, pero es una risa incómoda: Banksy, aquí, está confesando que el artista callejero es también parte del mercado, del sistema que él mismo critica. Banksy ha dicho en una entrevista que "el street-art no es como otros movimientos artísticos, no recibe subvenciones ni está patrocinado por los ricos. Por eso sería una vergüenza que acabara como cualquier otro arte: atrapado en las vitrinas de un museo o en las paredes de las casas de los que nunca tendrán problemas de dinero". Sin embargo, eso es lo que está ocurriendo y lo que también sugiere el "documental".

Banksy es el grafitero politizado que ha intervenido en Disneylandia y Gaza y Cisjordania, pero no hay que idealizarlo: él es también un hombre muy rico gracias a los coleccionistas de sus obras. Algunos se escandalizaron ante su reciente "intervención" de un programa tan venerable como Los Simpsons, pero que este programa se haya mantenido relevante gracias a su crítica burlona y despiadada del sistema no significa que esté fuera de éste (precisamente de eso trata la intervención de Banksy). Bansky trabaja después de Duchamp y Warhol y en el fondo sabe que cualquier tipo de movimiento subversivo artístico será cooptado por el mercado. El desafío consiste en mantener la legitimidad para criticar el sistema al mismo tiempo que se acepta que no hay nada fuera del sistema.      
      
(Revista Qué Pasa, 19 de noviembre 2010)

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19 de noviembre de 2010
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La utopía arcaica del Tea Party

Una mañana lluviosa hace casi dos años, pocos días después de la toma de posesión de Obama, vi en una esquina de Ithaca a un grupo desangelado de individuos enarbolando pancartas que acusaban al presidente de "socialista" y le reclamaban que hubiera rescatado a los grandes bancos de Wall Street de la debacle. No le di importancia. Sólo en Estados Unidos, pensé, se podía tildar de socialista a quien con sus medidas había logrado salvar los pilares fundamentales del capitalismo.
   
Estaba equivocado. Ese grupo de gente que protestaba en la calle no pararía de crecer. En febrero del 2009, en el canal CNBC, el especialista en negocios Rick Santelli le daría al naciente movimiento un nombre asociado a un linaje de prestigio: el Tea Party. En la historia de los Estados Unidos, la chispa que desencadenó la revolución independentista fue el intento de Inglaterra de ponerle un impuesto al té que importaba la colonia; como respuesta a lo que se consideraba un atropello, en 1773 un grupo de colonos se acercó a la bahía de Boston y sacó las bolsas de té que se encontraban en tres barcos y las tiró al mar. Con los años, ese incidente vino a ser conocido como el Boston Tea Party.

En la política de los Estados Unidos no hay movimiento populista que no intente asociarse de un modo u otro al Boston Tea Party. Lo que impresiona es que este nuevo Tea Party haya logrado consolidarse tan poco después del triunfo de Obama en las elecciones. Algunos críticos leen en las protestas pancartas que dicen Osama Obama o Barack Hussein Hitler, regresa a Kenia, y piensan que esto no es más que una reacción racista al primer presidente negro de los Estados Unidos. En parte es verdad: este movimiento está conformado en su mayoría por blancos y conservadores; 30% de los miembros del Tea Party creen que Obama no ha nacido en los Estados Unidos y por lo tanto su presidencia es ilegítima.

Sin embargo, como dice la periodista Kate Zernike en Boiling Mad: Inside Tea Party America, en este movimiento hay algo más fuerte que el rechazo visceral a Obama: se trata de un "sentimiento antigobierno, tan viejo como la misma nación". Buena parte de los "tea partiers" tienen una ideología libertaria, asociada en los Estados Unidos a la oposición a la intrusión del gobierno federal en la vida privada de los ciudadanos. Los libertarios, por ejemplo, han soñado desde siempre con abolir el pago de impuestos federales (el de los estados es otra cosa; los libertarios no son anarquistas). Para ellos, la reforma de la salud emprendida por Obama terminó por confirmar todas sus sospechas: lo que se agita en Washington es el fantasma del comunismo.

Según Zernike, lo que une a conservadores y libertarios bajo el paraguas del Tea Party es la necesidad de enfrentarse a este creciente intervencionismo gubernamental con una "estricta" interpretación de la Constitución. El "originalismo" es una utopía arcaica: el miedo y la furia desatados por la recesión y por las soluciones de Obama para salir de la crisis tienen su refugio en un pasado ilusorio, en la falacia de intentar meterse en la cabeza de los Padres de la Patria y ser fieles a lo que ellos pensaban. Es decir, si la Constitución no dice nada acerca de que el gobierno federal debe intervenir en el mercado para salvar a los bancos, entonces el gobierno federal no debe hacer nada (según esta lectura, Roosevelt se equivocó con el New Deal, Johnson con los derechos civiles de los negros, y, ya que estamos, Kennedy también al decir que el espacio sería la "próxima frontera": la Constitución no dice nada de mandar gente a la luna).

El fundamentalismo histórico del Tea Party es, en palabras de la historiadora Jill Lepore, "nostalgia por un tiempo imaginado" --por un Estados Unidos más homogéneo, más blanco, menos multicultural--, y "consuelo contra un futuro incierto". Se rechaza el país que existe, se añora el país que nunca hubo. La utopía puede ser arcaica, pero los deseos son intensos. 

(La Tercera, 9 de noviembre 2010)

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9 de noviembre de 2010
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Versiones de Mark Zuckerberg

Mark Zuckerberg es un ícono. A los veintiséis años, el fundador de Facebook ha sido seleccionado por Vanity Fair como el hombre más influyente de la era de la información, "nuestro nuevo César". No sólo eso: también hay una gran película sobre él, La red social, que ni siquiera se molesta en cambiarle el nombre. Irónicamente, pese a todos sus esfuerzos por mantener su privacidad, este ex-alumno de Harvard no ha podido controlar su "perfil". La versión de Zuckerberg que aparece en la película de David Fincher y Aaron Sorkin será la más conocida por el gran público.
 
Sorkin, uno de los más respetados guionistas en Hollywood gracias a su trabajo en El ala oeste, ha dicho que su fidelidad era a la historia, no a la verdad. Se nota: la película se basa tanto en la vida de Zuckerberg como en algunos estereotipos culturales de larga persistencia. El principal estereotipo es el del nerd/hacker. Para los medios, todos aquellos que trabajan obsesivamente con computadoras son gente de escasa habilidad social, solitarios, incapaces de una sonrisa y algo marginales al sistema. Algunos críticos incluso han sugerido que sólo alguien incapaz de relaciones normales con otras personas podía crear una red virtual de amistades. Sorkin -y de paso Fincher- entienden a Zuckerberg como la versión exitosa del chico retraído al que las mujeres rechazan; alguien que ha hecho todo con tal de conseguir chicas y ser aceptado por los grupos más elitistas de Harvard. Es un marginal de temperamento, pero lo que quiere es ser aceptado. No rechaza el sistema; se cree superior a él y piensa que puede mejorarlo.

Hay partes de otro estereotipo que funcionan para entender a Zuckerberg en La red social: las del genio incomprendido, el visionario dispuesto a sacrificar todo con tal de perseguir su obsesión. El programador de computadoras es el nuevo héroe de nuestro tiempo, narcisista y arrogante y algo asceta (ajeno a las tentaciones del alcohol y las drogas). Zuckerberg representa las máximas aspiraciones del capitalismo: su individualismo salvaje lo lleva a sacrificar a sus amigos cuando se oponen a su ambición sin límites. Es un triunfador que además tiene un proyecto ideológico -un mundo más abierto- que conecta perfectamente con el zeitgeist.

Para tener un retrato más complejo y contradictorio de Zuckerberg, uno debe asomarse a The Facebook Effect, de David Kirkpatrick, y a "The Face of Facebook", un perfil de Zuckerberg publicado por José Antonio Vargas en The New Yorker (20 de septiembre, 2010). El libro de Kirkpatrick es una suerte de "versión oficial" de los hechos, pero aun así, al compararlo y contrastarlo con el artículo de Vargas y con la película, ayuda a rellenar ciertos huecos. El principal es que Zuckerberg puede ser un nerd y un geek --sabe cuatro idiomas, entre ellos griego y latín, y es considerado un "genio de la programación" desde la adolescencia--, alguien "intensamente introvertido", pero no es un inadaptado. Tanto Kirkpatrick como Vargas insisten en que Zuckerberg es simpático en persona, y con suficiente talento y carisma como para manejar una empresa de mil quinientos empleados. Se lleva muy bien con su familia (una de sus hermanas trabaja para él). Tampoco ha tenido problemas para conseguir amigos o parejas. Es un inveterado bromista.  

El Zuckerberg de Sorkin es una gran creación, pero quizás sea hora de crear nuevos estereotipos. ¿Qué tal, para comenzar, un nerd con amigos, un geek exitoso con las mujeres, un solitario capaz de relacionarse con la gente, un tímido que de pronto se desmarca con una broma? ¿Qué tal, para comenzar, alguien como el verdadero Mark Zuckerberg?

(La Tercera, 26 de octubre 2010)

                                 

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26 de octubre de 2010
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Las dos ciudades (un cuento de Las máscaras de la nada)

La editorial Nuevo Milenio (Bolivia) reeditó hace poco mi primer libro de cuentos, Las máscaras de la nada, para celebrar los veinte años de su primera edición, allá por 1990. Aquí va un texto de ese libro de cuentos breves al que le tengo un cariño especial.
 
Debido a la negativa de los cochabambinos a usar su ciudad como set de filmación por espacio de once meses, los productores de la miniserie "Pueblo chico, caldera del diablo" decidieron no escatimar recursos en construir una réplica de Cochabamba, del mismo tamaño que la original. Después de dos años de trabajos ininterrumpidos, la réplica fue concluida con una exactitud que desafiaba a cualquier observador imparcial a discernir cuál de las dos ciudades era en realidad la original. En la nueva ciudad no faltaba nada de la esencia de la ciudad fundada en 1574: caótico urbanismo, deprimente mal gusto, calles de pavimento destrozado, suciedad, pobreza.
 
La miniserie fue filmada en cuatro meses y el escenario fue abandonado: todo hacía preverle un destino de pueblo fantasma. Sin embargo, su cercanía de Cochabamba (veinte minutos) comenzó a proveerle de visitantes los fines de semana. No se sabe cuando se instalaron en él los primeros habitantes, lo cierto es que apenas iniciado, el flujo no se detuvo: a fines de 1988, Cochabamba se había convertido en una ciudad fantasma. Todos sus habitantes vivían ahora en la ciudad réplica.
 
¿Por qué los cochabambinos han cambiado su ciudad por una copia exacta, no por algo mejor o peor? Se han arriesgado un sinfín de explicaciones en busca de la comprensión de dicho fenómeno; una de ellas, acaso la más lógica, conjetura que es muy posible que ellos, con su traslado, hayan logrado la de otro modo imposible reconciliación de dos deseos en perpetuo conflicto en cada ser humano: el deseo de emigrar, de cambiar de rumbo, de buscar nuevos horizontes para sus vidas, y el deseo de quedarse en el lugar donde sus sueños vieron la vida por vez primera, de permanecer hasta el fin en el territorio del principio.
 
Es muy posible. Pero ésa es una explicación más, no la explicación. Nadie sabe la explicación, nadie la sabrá.
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22 de octubre de 2010
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El huracán Katrina desde una canoa

Más que un escritor, Dave Eggers es una industria cultural. Aparte de ser editor de McSweeney's, una de las editoriales independientes más respetadas y creativas de los Estados Unidos, está a cargo de 826 Valencia, un centro de escritura para jóvenes en San Francisco. También ha organizado Voices of Witness, una colección de libros de historia oral con el tema de los derechos humanos en el mundo. En cuanto a textos, sólo el año pasado Eggers ha estado a cargo de dos guiones cinematográficos (El mejor lugar del mundo y Donde viven los monstruos), una novela (Los monstruos) y un libro de no ficción (Zeitoun).

Zeitoun redime a Eggers de un guión tan pretencioso e indulgente como el de El mejor lugar del mundo; es su mejor libro desde el sublime Una historia conmovedora, asombrosa y genial. Hay libros que cuentan de manera más detallada lo que significó el huracán Katrina; ninguno ha logrado el registro íntimo y confesional de Zeitoun. Eggers se centra en la historia de Abdulrahman Zeitoun, un inmigrante sirio, y su esposa Kathy. Cuando está a punto de llegar el huracán, Kathy decide evacuar Nueva Orleans con sus cuatro hijos; Zeitoun, terco como siempre, decide quedarse.

Eggers se mueve con soltura del mundo doméstico y ansioso de Kathy, al enfrentamiento épico de Zeitoun con Katrina. Cuando pasa el huracán, Zeitoun, que se ha guarecido en el segundo piso de su casa inundada, recuerda que tiene una canoa en el garaje, y sale en ella a recorrer el "nuevo mundo". Gracias a la canoa, Zeitoun, un musulmán muy religioso que siempre se ha sentido destinado para grandes cosas, podrá ayudar a sus vecinos. Hay momentos de gran poesía: cuando la canoa de Zeitoun golpea las antenas de los coches sumergidos en el barrio, o cuando se encuentra en un parque con tres caballos salidos de quién sabe dónde. También están los aullidos incesantes de los perros dejados atrás por sus dueños. Esos aullidos condensan el impacto emocional del huracán.

La última parte del libro es kafkiana: Zeitoun, confundido con un ladrón, es arrestado por la policía. En una ciudad con un sistema administrativo deshecho, Zeitoun pasará un mes en una cárcel improvisada en la estación de buses. Los soldados creen que pertenece a Al-Qaeda, y él comienza a asustarse: después del 11 de septiembre, esas cosas también pasan en los Estados Unidos. Zeitoun, humillado, se vuelve más humilde, pero eso no le impide perder su optimismo: es un buen hijo de su patria adoptiva.

Son muchos los méritos de Eggers en Zeitoun: haber logrado unir los dos grandes traumas norteamericanos de la década pasada (el 11 de septiembre y Katrina); contar una historia de gran alcance social sin perder de vista la microhistoria del individuo. Balzac decía que la novela es la vida privada de las naciones; Eggers demuestra que la no ficción a veces puede contar esa vida privada mejor que las novelas.
     
(Babelia, El País, 16 de octubre 2010)  

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16 de octubre de 2010
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Después de Vargas Llosa

Si tuviera que mencionar los libros que me empujaron a ser escritor, diría que fueron tres: Ficciones, La metamorfosis y La ciudad y los perros. Tenía catorce años, estaba en primero medio del colegio Don Bosco de Cochabamba y tuve la suerte de que mi profesor de literatura, Néstor Ávila, nos hiciera leer libros clásicos de verdad y no los resúmenes que circulaban en la mayoría de los colegios.
    
Vargas Llosa fue la narración de un mundo social que se parecía mucho al mío, con adolescentes similares a los que conocía en mi colegio y en el barrio de la Recoleta -siempre había un Jaguar y un Esclavo y un Poeta en todos los grupos--, y con un lenguaje que sonaba como el que yo hablaba todos los días: en sus páginas, la chompa era chompa y no suéter o jersey. En el programa de don Néstor también estaban los cuentos de Los jefes. "Desafío" y "Día domingo", con sus rituales de aprendizaje a una masculinidad muy limitada -con una visión de la mujer como un trofeo por el que los jóvenes deben pelearse--, no han envejecido bien, pero a principios de los ochenta, para un chiquillo de catorce, sonaban como la verdad.  

Poco después, fuera de programa, don Néstor me prestó La casa verde. Para el cumpleaños de mi padre, le compré La guerra del fin del mundo, que acababa de salir, porque yo también quería leerla. Había resuelto leer todo Vargas Llosa porque era el escritor que sentía más cercano de todos los que admiraba. Por eso no fue difícil que su espíritu rondara a la hora de asumir mi vocación. Una de mis novelas, Río Fugitivo, asume esa influencia explícitamente; a la hora de contar una historia de adolescentes rebeldes en un colegio católico de Cochabamba, era obvio que el modelo debía ser La ciudad y los perros.

Son muchos los vargasllosianos de mi generación. El peruano Jorge Benavides es el que más lejos ha llevado la exploración temática y formal de la obra de su compatriota. Benavides tiene novelas excelentes como Los años inútiles y Un millón de soles, en cuya estructura narrativa se percibe la influencia de Conversación en la Catedral. El crítico Robert Ruz ha estudiado las técnicas vargasllosianas que aparecen en la obra de Benavides; las más significativas son el diálogo "telescópico" y el "montaje del tiempo, de los hechos y el diálogo (creando a menudo la ilusión de simultaneidad)".

Otros escritores y críticos que han seguido sendas abiertas por Vargas Llosa son Alberto Fuguet, que ha escrito Tinta roja también bajo el influjo de Conversación en la Catedral (Zavalita, el periodista joven con una relación conflictiva con su padre, el de la pregunta acerca de cuándo se jodió el Perú, es el personaje de Vargas Llosa del que más se han apropiado otros escritores); Iván Thays y Gustavo Faverón, que han reconocido sus deudas y su admiración más de una vez. En la siguiente generación son menos, pero también existen. Uno de los más apasionados defensores de su obra es el boliviano Wilmer Urrelo, que ha dicho, rememorando los días de su adolescencia protodelincuencial hasta el descubrimiento de La ciudad y los perros: "Vargas Llosa me salvó la vida". La obra Fantasmas asesinos, ganadora del premio Nacional de Novela 2006, tiene deudas asumidas con La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral y Pantaleón y las visitadoras.

De una manera u otra, todos los lectores y escritores de las nuevas generaciones tenemos una deuda con Vargas Llosa. Todos recordamos ese momento epifánico en que lo leímos por primera vez. Por eso, porque gracias a él no volvimos a ser los mismos, celebramos su triunfo como el nuestro.  

(La Tercera, 11 de octubre 2010)

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11 de octubre de 2010
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Vargas Llosa total

Hace algunos años se hizo una encuesta para elegir la mejor novela peruana del siglo XX. Cuando leí la noticia, me sorprendió descubrir que no había ganado Mario Vargas Llosa. Luego entendí la razón: seis de sus novelas estaban entre las diez finalistas. El jurado había dividido sus votos. La obra de este escritor es tan vasta, tan ambiciosa, tan diversa, que es imposible quedarse con un solo libro. Están, entre otros, La ciudad y los perros, con sus adolescentes intensos y el microcosmos asfixiante de un colegio militar que sirve para dar cuenta de las estructuras opresivas de toda una sociedad; La casa verde, que se atreve, exuberante, a soñar la novela total, a urdir un mundo y una geografía complejos en los que entran monjas y aventureros; Conversación en la Catedral, con su monumental estructura narrativa, una radiografía completa de cómo el poder es capaz de corromper todos los sectores de una sociedad; la apocalíptica La guerra del fin del mundo, que demuestra que, a veces, los sueños de la razón de Estado y los del fanatismo religioso pueden terminar mordiéndose la cola; La entrañable La tía Julia y el escribidor, que recupera al melodrama para la gran literatura; La fiesta del Chivo, un thriller político y también una de las mejores "novelas del dictador" que se han escrito. Están los ensayos, las novelas cortas, el teatro, los cuentos, sus memorias...

En los años noventa, los escritores que nos iniciábamos en América Latina encontramos un modelo en la literatura de Vargas Llosa. De todos los escritores del Boom, nos parecía que era el más completo y que su influencia podía disimularse mejor que la de García Márquez. Su realismo bebía de las fuentes decimonónicas (Flaubert, Victor Hugo) pero se abría a las grandes innovaciones formales del siglo XX (Joyce, Faulkner) y permitía escribir novelas de corte social sin que uno se sintiera obsoleto o panfletario. Al mismo tiempo, en esa década, la gran mayoría rechazó una faceta vargasllosiana, la del intelectual público que interviene constantemente en los grandes debates de su tiempo; atraía más el estilo del escritor norteamericano, que se dedicaba en privado a su obra y casi no intervenía en la esfera pública. También hubo un distanciamiento con respecto a sus posturas cada vez más liberales.

La década pasada le perteneció al huracán Bolaño. Apareció una nueva generación latinoamericana que rechaza la idea de la "novela total" y defiende, por un lado, estéticas minimalistas, y por otro está embarcada en proyectos menos deudores del tronco principal del realismo. Así, daba la impresión de que Vargas Llosa comenzaba a correr la misma suerte que García Márquez hace quince años: la de un escritor muy leído y admirado, pero que ya había dejado de hacer escuela. Sin embargo, mi intuición es que los fervorosos bolañianos de hoy son también, aunque a veces no lo sepan, vargasllosianos (2666 cumple todos los requisitos novelescos del escritor hispano-peruano). Y que la influencia también existe cuando uno es un antimodelo: así como García Márquez mostraba estar muy presente cada vez que un escritor joven atacaba todo lo que significaba Macondo, hoy Vargas Llosa está muy presente en cada escritor joven que rechaza la idea de la "novela total". Con el premio Nobel que se le acaba de conceder, estará aun más presente.

(Letras Libres, 7 de octubre 2010)

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7 de octubre de 2010
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Rodrigo Hasbún

Conozco a Rodrigo Hasbún desde hace más de diez años. Quería ser escritor. Era reservado, yo me enteraba de lo que pensaba y sentía sobre todo a través de los autores que admiraba (Coetzee, Piglia y Onetti, pienso en este momento). Leí un manuscrito de cuentos breves que me encantó pero que él sintió que no estaba listo para ser publicado y hasta ahora guarda con celo. Los escritores solían ser sus personajes principales, la vocación literaria y sus desafíos el gran tema.   

Cinco años atrás, coincidimos en España: Rodrigo en Barcelona, yo en Sevilla. Me contó que estaba totalmente dedicado a la escritura y me envió algunos cuentos. Hubo dos -uno de ellos, "Carretera"-- en los que sentí que Rodrigo había encontrado su estilo: ecos de otros autores, una intensidad sólo suya.

Luego leí el manuscrito de su primera y única novela, El lugar del cuerpo. El libro fue publicado el año pasado y volví a leerlo hace una semana. Esta novela corta es un despiadado análisis de un personaje, Elena, una mujer dañada desde los siete u ocho años, y que no encuentra consuelo a ese daño. Un texto lacerante, que sugiere, a contrapelo de muchas teorías psicoanalíticas y manuales de autoayuda en boga, que a veces no hay forma de superar los traumas de la infancia, y que hace pensar que vivir es más bien sobrevivir: "Era necesario que los que eran como ella estuvieran solos. Ellos, monstruos o dioses, debían romperse a solas. Nosotros, escribió en su diario, monstruos o dioses, debemos rompernos a solas, llorar sólo cuando no hay nadie más. Sobre todo después de la infancia. Ahí es bueno que haya gente aún". Pocas veces la literatura boliviana ha indagado tanto, y tan sin miedo, en la intimidad, en el dolor, en lo más profundo del ser.    

El pasado viernes Rodrigo fue seleccionado por la revista Granta entre los mejores escritores jóvenes en lengua española. Me alegré mucho por él y también supe que la lista pasaría pero quedaría El lugar del cuerpo, quedarían "Carretera" y otros cuentos magníficos de Rodrigo.  

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5 de octubre de 2010
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¿Quién mató al videoclub?

Hace algunos meses se cerró el último videoclub de Ithaca, la ciudad universitaria en que vivo. Me sorprendió que nadie lamentara su desaparición; es cierto que la biblioteca de Cornell y la municipal tienen buenas colecciones de clásicos, que en la puerta de Wal-Mart están las opciones más comerciales de Redbox y que en Best Buy se pueden conseguir novedades más alternativas, pero eso, pensé, no era suficiente para reemplazar a un buen videoclub. Me dije, melodramático como Carlos Argentino Daneri, que el incesante y vasto universo se seguía apartando de mí y que ese cambio era uno más de una serie infinita.

Luego reflexioné que hacía rato que no iba al videoclub, como seguramente le ocurrirá a muchos. Utilizamos otras formas de conseguir películas y series de televisión. No había nada que lamentar, porque el cambio había ocurrido mucho antes de que se cerrara el último videoclub (una novela como Por favor, rebobinar, de Alberto Fuguet, con su celebración de ese espacio, es hoy una pequeña cápsula de tiempo). Para el que tenga paciencia para descargar películas o series enteras, casi todo está en pirata. Está Hulu, están iTunes y Netflix. Netflix es eficiente; sólo tarda un día en que las películas pedidas lleguen a casa. Ahora, buena parte de su enorme librería está en streaming, con lo que los más impacientes ya no tienen que esperar nada.

Hubo un tiempo en que los puristas elevaron el grito al cielo: era una blasfemia ver una película en VHS o Betamax. Nada se comparaba al espectáculo de la pantalla grande; ir al cine y entrar en comunión con un grupo de desconocidos era todo un acontecimiento, y por ello no era difícil concluir, como hicieron muchos, que en la oscuridad de la platea se practicaba la verdadera religión del siglo XX. Como parte del ritual, los cines de la la primera mitad del siglo XX eran pequeños palacios desde el punto de vista arquitectónico (en Boquitas pintadas, Manuel Puig le saca partido a este tema).

Pero el tiempo, que todo lo puede, hizo lo suyo y llegó un momento en que pocas cosas se comparaban al espectáculo de ver un buen DVD en un televisor; ir al videoclub era todo un acontecimiento, implicaba pasarse horas emocionadas buscando una película para llevársela a casa a verla en comunión con la pareja o los amigos (aunque sonara el teléfono). Y luego la gente se cansó del videoclub, o, mejor, comenzó a ser entrenada por la computadora y se dio cuenta de que ahí, al alcance de la mano, había un vasto arsenal de películas, y que, para colmo, muchas de ellas eran gratis. La pantalla volvía a achicarse, algunos puristas (siempre quedan) volvieron a elevar el grito al cielo. ¿Qué dirían ellos de mis hijos, que ahora ven películas en el iPhone?

En "Video Killed The Radio Star", The Buggles cantan: "Video killed the radio star/ In my mind and in my car/ we've gone too far"). Esa canción tan pegajosa que en mi adolescencia temprana yo entendí como celebratoria de los nuevos tiempos era en realidad un lamento por un tiempo que se iba ("I ahora entiendo los problems que tú puedes ver"). ¿Quién mató al videoclub? Lo matamos entre todos. ¿Hemos ido muy lejos? Por supuesto que no. Habrá más pantallas, cada vez más diminutas. El tiempo hará que sigamos perdiendo cosas en el camino; las nuevas tecnologías, incansables, nos seguirán entrenando a aceptarlas, a verlas como imprescidibles, de manera tal que no tengamos mucho tiempo para la nostalgia, para darnos cuenta de todo aquello que se perdió. 

(La Tercera, 27 de septiembre 2010)

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27 de septiembre de 2010
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Boardwalk Empire: El origen del mito

El pasado domingo se estrenó Boardwalk Empire, la serie con la que HBO intenta recuperar un lugar prominente en el competitivo espacio de la televisión de calidad. Hubo un tiempo en que, con series como Los Soprano, The Wire y Six Feet Under, HBO estableció su predominio. Luego, apareció AMC con Mad Men y Breaking Bad, y de pronto todo cambió. No será fácil que HBO vuelva a su posición de privilegio. Pero eso no quiere decir que no lo intentará.

Boardwalk Empire no esconde su deseo de ser la nueva Los Soprano. Su productor es Terence Winter, que escribía guiones para Tony Soprano y su familia; el papel principal de "Nucky" Thompson, tesorero de Atlantic City, está en manos de Steve Buscemi, que tenía un gran rol como primo de Tony Soprano. Aunque el primer episodio de Boardwalk Empire es brillante, gracias a la dirección de Martin Scorsese, sería injusto compararla con una obra ya formada como Los Soprano. Además, los objetivos son diferentes. Los creadores de Los Soprano se acercaron al gran mito americano del gangster, lo encontraron lleno de lugares comunes y estereotipos, y decidieron reinventarlo; los de Boardwalk Empire han preferido, más bien, ir en busca del origen del mito.

Ese origen está en 1920, año en que comienza en Estados Unidos el período de la Prohibición. En la primera escena, "Nucky" y otros políticos de Atlantic City celebran la llegada de la "ley seca"; como dice "Nucky", los que tienen en sus manos un producto que todo el mundo quiere (el alcohol) podrán venderlo ahora a un precio veinte veces más alto que el original. Así, en el primer episodio aparecen mezclados, a la manera de Doctorow en novelas como Ragtime y Billy Bathgate, personajes ficcionales con otros históricos; estremece ver a dos jovencitos ambiciosos que no tardarán en llegar a ser grandes: Lucky Luciano y Al Capone.

Scorsese dirige este episodio con su acostumbrada energía y su visión operática de la vida. Se mueve con soltura de "Nucky", un hombre corrupto con un lado sentimental que le hace ponerse del lado de los inmigrantes, las mujeres, los negros y los bebés, a las historias de Jimmy (el protegido de "Nucky") y Margaret (una inmigrante embarazada con un marido alcohólico). Si hay una parte confusa, ésta tiene que ver con la enorme cantidad de mafiosos que aparecen en Atlantic City en busca de un pedazo del negocio del contrabando de alcohol; no está claro quiénes son aliados y quiénes enemigos y quiénes enemigos que aparentan ser aliados. Es el precio a pagar cuando se presentan múltiples subtramas en apenas setenta y cinco minutos.

Terence Winter ha dicho que el "Nucky" ideal hubiera sido James Gandolfini. Pero Gandolfini es Tony Soprano, de modo que hubo que pensar en otras opciones. Buscemi es un actor con mucho carácter, más acostumbrado a roles secundarios. Su "Nucky" no se adueña de la serie desde el principio. Winter pide paciencia. A juzgar por el primer episodio, Boardwalk Empire se la ha ganado.  

 (Qué Pasa, 24 de septiembre 2010) 
 

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24 de septiembre de 2010
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