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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Nellie Campobello, una niña en la revolución mexicana

Leí a Nellie Campobello (1900-1986) en mi primer año de universidad en Berkeley y no supe más de ella. Quedaron los otros autores de ese curso sobre la revolución mexicana y sus consecuencias -Juan Rulfo y compañía--, pero ella, más allá de algún trabajo académico, fue prácticamente olvidada. Hace un par de semanas saqué de la biblioteca Cartucho, el libro que había leído de ella, y me sorprendí: la fuerza de esa prosa se mantenía intacta, al igual que sus imágenes elocuentes.  

Si la literatura es, entre otras cosas, encontrarle una perspectiva nueva a una historia conocida, estos relatos de la revolución mexicana son por demás originales. En  Cartucho, un libro de corte autobiográfico, Campobello adopta la mirada de una niña en las postrimerías de la revolución, y la niña nos hace ver una lucha que no está ni en Azuela ni en Martín Luis Guzmán ni en los otros grandes narradores de ese período. La narradora dibuja perfiles rápidos y precisos, como el de Elías Acosta, un soldado que regalaba balas a los niños y "se ponía a hacer blanco en los sombreros de los hombres que pasaban por la calle", y los de tantos muertos abandonados en las calles de Chihuahua, como Zequiel y su hermano: "tenían los ojos abiertos, muy azules, empañados, como si hubieran llorado. No les pude preguntar nada, les conté los balazos..." Muchos de esos relatos nacen de la madre de la niña, que admira a Pancho Villa y le transmite esa admiración; para la niña, Villa nació con la revolución, "antes nunca existió". Villa es el bandido que defiende a los pobres, un caudillo capaz de llorar después de un discurso sobre la dignidad de los campesinos; sus hombres, admirados por las "buenas e ingenuas" mujeres del Norte, son "los centauros de la sierra de Chihuahua" (la edición original, de 1931, es mucho más "villista" que la definitiva, de 1940; críticos como Jorge Aguilar Mora señalan que esa defensa a ultranza de Villa fue la que complicó la entrada de Cartucho al canon).

La Obra reunida de Nellie Campobello, publicada por el Fondo de Cultura Económica (2008), incluye sus dos libros más importantes, Cartucho y Las manos de mamá.  

    

(El País, 4 de mayo 2013)


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10 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Scott Fitzgerald: de la promesa al desencanto

En el obituario de F. Scott Fitzgerald (1896-1940) publicado por el New York Times se puede leer que "la promesa de su brillante carrera jamás se cumplió". Pocas frases más equivocadas que ésta: Fitzgerald se convirtió en un clásico en vida con la publicación de El gran Gatsby (1925) y nunca perdió su relevancia; es cierto que los excesos que llegaron con el éxito repentino, el alcoholismo, los problemas de salud y una tempestuosa relación de pareja con Zelda hicieron que, muy pronto, en sus últimos años, Fitzgerald fuera visto como un escritor que había desperdiciado su talento. Digamos que él también se veía así, pero eso no quita nada del hecho de que con su obra temprana había cumplido con creces. Lo irónico de todo esto, sin embargo, es que buena parte de esa obra es una lúcida reflexión sobre el fracaso, sobre la corrupción de los ideales. Esta reflexión aparece incluso en los mejores momentos, cuando el joven Fitzgerald estaba en la cumbre: como si hubiera algo en el fracaso que lo sedujera. 

Fitzgerald es el cronista fundamental de la década del veinte en los Estados Unidos, cuando el fin de la primera guerra mundial produjo un boom económico y cierta liberación de los códigos morales de conducta. La "década del jazz" es la de "una generación de mujeres que se veían dramáticamente como flappers, una generación que corrompió a sus mayores y eventualmente se excedió menos por una falta de moral que por una de gusto", escribió Fitzgerald en El crack-up; pero este autor también sabía, porque lo había vivido en carne propia, que el dinero fácil y el triunfo inmediato ablandaban al más duro (en 1919, Fitzgerald ganó 800 dólares con la escritura y cobró 30 dólares por cuento; un año después, su ganancia era de 18000 dólares anuales y sus cuentos valían 1000).

Hemingway se burlaba de la fascinación de Fitzgerald por los ricos, más allá de que esa fascinación tuviera una enseñanza amarga: casi todos, en el fondo, querían vivir como ellos, sin darse cuenta que eso significaba hipotecar promesas de juventud y dar paso al cinismo. Fitzgerald disfrutaba de la frivolidad del mundo que narraba, pero ese disfrute no le impedía ver que había un precio a pagar. "Para muchos revelarse es desdeñable", decía Fitzgerald, "a menos que esa revelación termine con un noble agradecimiento a los dioses por tener un Espíritu Inconquistable". En su obra, el espíritu es fácilmente conquistable, se deja vencer por las tentaciones del dinero, el amor, el frágil prestigio. Tanto en El gran Gatsby como en sus cuentos y crónicas, el lirismo de la prosa se conjuga con una mirada desencantada: el romanticismo y la promesa de la juventud han pasado rápido, y cuando se levanta la bruma queda la quieta desesperación -a veces no tan quieta-- de lidiar con los restos del autoengaño.

En Cartas a mi hija (Alpha Decay, 20130, Fitzgerald se mostraba como un padre cariñoso pero también duro, insistente en su credo puritano: "En la vida, sólo creo en las recompensas por la virtud y en los castigos por no cumplir con tus obligaciones, que sin duda se pagan caros"; "no te preocupes por el fracaso a menos que sea por tu culpa". En los últimos años de su vida Fitzgerald desaprovechó sus talentos, pero, a la vez, esa "virtud" lo llevó a escribir páginas memorables y a imaginar personajes como Jay Gatsby, que no pasan de moda porque sus lecciones siempre sirven: para entender los excesos de la era del internet y el pasado fin de siglo, estaba la parábola del millonario de West Egg, y hoy, para alumbrarnos un poco en estos tiempos de resaca de la crisis, está nuevamente la obra de Fitzgerald, que sabía intuitivamente que pocas fiestas acaban bien. "Mi pasada felicidad, o talento para el autoengaño o lo que a ustedes se les ocurra, fue una excepción", escribió en El crack-up; "no fue lo natural sino lo antinatural, tan antinatural como el Boom; y mi experiencia reciente tiene un paralelo como la ola de desesperanza que recorrió la nación cuando terminó el Boom". Han vuelto los tiempos normales, aquellos en los que no reina la felicidad, y con ellos ha vuelto con fuerza, pese a que nunca se fue, F. Scott Fitzgerald.    

 

(La Tercera, 4 de mayo 2013)

 

 

 



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4 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: John Dickson Carr, en el cuarto cerrado

La historia de la novela policial dice que antes de que llegaran los norteamericanos con sus novelas noir de detectives corruptos y violencia en las calles, estaba el modelo inglés, en el que la sangre era escasa y el crimen resuelto como si se tratara de un problema intelectual. Hay que matizar: John Dickson Carr y Ellery Queen -el seudónimo de dos primos-, autores claves del modelo inglés, eran también norteamericanos.

Carr, nacido en Pennsylvania en 1906, fue uno de los que más que más hizo por convertir al asesinato en un juego de salón. Su especialidad era el "cuarto cerrado", el crimen cometido de tal manera que no parece haber forma racional de explicar cómo ocurrió. ¿Por dónde ingresó o escapó el asesino si todas las puertas están cerradas con llave por dentro? Al crear el misterio policial, Edgar Allan Poe también creó el crimen del cuarto cerrado, pero fue Carr quién perfeccionó este estilo y lo llevó a su más barroca conclusión. Carr era un gran creador de atmósferas sobrenaturales -había aprendido de Chesterton--, pero su debilidad y perdición era la explicación razonada (así se arruinó más de una muy buena novela). A veces la resolución era ingeniosa: si sólo había huellas en la nieve de pisadas que se dirigían a la casa donde se había cometido el asesinato, ¿cómo pudo salir el asesino de la casa? Fácil: caminando al revés sobre sus propias huellas (en El resplandor, Danny confunde a su padre de la misma manera para escapar de él en el laberinto). Otras veces, esas salidas no resistían un buen análisis, y podían involucrar a cosas tan extravagantes como autómatas (The Crooked Hinge) o flechas lanzadas a través de ventanas que estaban ahí sin que nadie se hubiera dado cuenta de su presencia (The Judas Window).

Carr, que también escribía bajo el seudónimo de Carter Dickson, falleció en 1977 dejando más de setenta novelas. Está prácticamente olvidado en español; sólo queda un par de títulos, de los cuales el más recomendable es Los crímenes de la viuda roja (Punto de lectura). Sus mejores novelas son The Hollow Man, Hag's Nook and The Black Spectacles.

 

(El País, 27 de abril 2013)


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2 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Rafael Chaparro, en las nubes

Rafael Chaparro tenía 31 años cuando murió de lupus en 1995. Había publicado una novela, Opio en las nubes, ganadora del Premio Nacional de Literatura 1992 en Colombia. Su muerte temprana lo convirtió en un escritor de culto. Hoy hay un pequeño revival en torno a su obra, gracias sobre todo al trabajo de la editorial española Tropo, que en los últimos tres años ha publicado Opio en las nubes, la novela El pájaro Speed y su banda de corazones maleantes, y Un poco triste pero más feliz que los demás (2013), una selección de textos que mezclan libremente el trabajo periodístico, la crónica personal y la ficción narrativa.

En Un poco triste -un libro con magníficas ilustraciones de Tobías--, Chaparro se muestra como un ser hipersensible al que le duele el mundo; sus íconos son los de un adolescente desencontrado con su entorno (Jim Morrison, Kurt Cobain, Jimi Hendrix) y su bandera de rebeldía la música rock y la vida de la noche "demente", en la que "las luces de la ciudad son pequeños ojos rotos, locos, alucinados que nos vigilan". Es un chico de la cultura urbana que se emociona con el triunfo de la revolución sandinista y que mira con escepticismo el realismo mágico de García Márquez. En Opio en las nubes, Sus personajes marginales deambulan por la noche perseguidos por el sonido del "trip trip trip", una onomatopeya que también es resumen de su obra: una viaje inquieto en el que las drogas son a la vez puertas a la abyección y caminos a la maravilla. En "Santa Carroña de Bogotá", una crónica alucinada y alucinante -lo mejor de Un poco triste--, Chaparro proyecta una Bogotá futurista en la que se celebra el día de la "virgen radiactiva", la gente camina con máscaras, hay televisores por todas partes y los niños toman "ácido sunshine en forma de pescaditos, de avioncitos, de carritos... Apenas los comen los dientes de los niños se tornan luminosos y sus palabras suenan con eco, de sus orejas salen leves flores metálicas que pueden causar tormento".

La prosa hiperkinética de Chaparro trata de capturar el universo contradictorio de alguien poseído por el espíritu más demoniaco de los Rolling Stones ("Señor Mick Jagger... gracias a usted supe que de algún modo estamos en la misma nube de opio") pero a quien en el fondo su corazón le pide los Beatles (el día de la muerte de Lennon, las canciones del cuarteto de Liverpool le suenan "como un tren triste en una tormenta de nieve"). Ese cortocircuito es el que produce las mejores páginas de este escritor.

 

(El País, 13 de abril 2013)

 

 

 

 

 



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24 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Siete recomendaciones para el Día del Libro

Con la abrumadora cantidad de libros que se publican, cada vez es más fácil que un buen título se pierda, un notable autor sea olvidado, la obra "menor" de un grande no sea tomada en cuenta. Van estas sugerencias con motivo del Día del Libro:

 

Vladimir Nabokov, Pnin (Anagrama). Una de las mejores contribuciones al subgénero de la "novela de campus", aunque, como se trata de Nabokov, esta claro que trasciende cualquier intento de clasificación. Una novela melancólica de ribetes cómicos, sobre las desventuras del profesor Timofey Pnin en Weindell College. Pnin, profesor de ruso que no sabe hablar inglés muy bien, quisiera encontrar la clave secreta de la armonía detrás del caos de la realidad, acaso porque lo marca la pérdida: de la Rusia que dejó atrás, del primer amor, de la esposa que lo abandona.

 

Francisco Tario, La noche (Atalanta). Pocos han escrito en español tan buenos relatos fantásticos como este autor mexicano. Se especializó en cuentos de fantasmas, pero en ese pequeño espacio logró complejas variaciones. "La noche de Margaret Rose" es un favorito de García Márquez, pero hay muchos más, entre ellos "Un huerto frente al mar", "La noche del féretro" y "La noche de los cincuenta libros". Esta antología reune cuentos de dos libros: La noche (1943) y Una violeta de más (1968).

 

Anna Starobinets, Una edad difícil (Nevsky Prospects). Se ha dicho de ella que es la Stephen King rusa, pero eso no da cuenta cabal de la escritura de Starobinets, que se mueve con naturalidad entre el horror, el género fantástico e incluso la ciencia ficción. "La familia" es un cuento que puede calificarse como "fantasía intelectual", mientras que "Una edad difícil" es puro terror inquietante.

 

Heinrich von Kleist, Relatos completos (Acantilado). Este escritor alemán está lejos de ser olvidado, pero es conocido sobre todo como dramaturgo y cuando se habla de los grandes narradores europeos del siglo XIX su nombre no es de los primeros que se menciona. Es hora de remediarlo: "Michael Koolhaas" y "La marquesa de O." muestran su frenético estilo de frase larga, de claúsulas subordinadas, con una tensión que comienza en la primera línea y no decae hasta el final, y preocupaciones temáticas que anticipan líneas centrales de la literatura del siglo XX; no por nada a Kafka le gustaba leerlo en voz alta a sus amigos, y una vez incluso hizo una lectura pública de "Michael Koolhaas" en Praga.

 

Flannery O'Connor, Novelas (Debolsillo). De esta escritora del Sur profundo de los Estados Unidos se leen hoy, y con razón, sus cuentos excepcionales, pero las novelas son también buenas puertas de entrada a su mundo de predicadores arrebatados y de búsqueda de la gracia en lugares inesperados. Puede que Sangre sabia no sea redonda, pero la historia de Hazel Motes es más memorable que la que cuentan muchas novelas "perfectas".  

 

Richard Flanagan, El libro de los peces de William Gould (Mondadori). Un libro hermoso dentro de un libro, que narra la historia del falsificador William Gould, su paso por la cárcel en la isla de Sarah (Tasmania), allá por el siglo XIX, y su obsesión por pintar peces que le hacen entender de qué va la condición humana.

 

Lina Meruane, Fruta podrida (Fondo de Cultura Económica). Lina Meruane ganó el último premio Sor Juana con Sangre en el ojo; la novela anterior, Fruta podrida, es igual de buena. Con guiños al José Donoso de El lugar sin límites, esta historia de dos hermanas muestra la preocupación de la escritora chilena por el cuerpo enfermo en la sociedad contemporánea; su escritura se inscribe en un código realista con múltiples connotaciones simbólicas, aunque la historia avanza de manera natural hacia un territorio alejado del realismo.    

 

(El País, 20 de abril 2013)



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23 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El resplandor de Kubrick

           El Volkswagen escarabajo con el que Jack Torrance (Jack Nicholson) se dirige junto a su familia al hotel Overlook, en la primera escena de El resplandor, difiere en algo con respecto al de la novela de Stephen King: es amarillo (el de la novela es rojo). Es un detalle aparentemente trivial, hasta que, en la recta final de la película, cuando Dick Halloran se dirige al hotel Overlook siguiendo el "resplandor" del hijo de Jack, vemos un accidente en la carretera: un camión ha aplastado un escarabajo rojo. La imagen del Volkswagen bajo las ruedas del camión dura segundos, los suficientes para que alguno sospeche que esa escena era la forma poco elegante con la que Kubrick le decía a King que había destrozado su novela y que su película era superior.

            Me enteré de todo esto viendo Room 237, un magnífico documental de Rodney Ascher dedicado al recuento de las múltiples y delirantes interpretaciones a que ha dado lugar la película de Kubrick. Para sus fanáticos más obsesivos -cineastas independientes, solemnes profesores de historia--, Kubrick es como Borges o Pynchon para otros: alguien que supuestamente no ha dejado ningún detalle al azar y cuya obra está poblada de símbolos que permiten lecturas infinitas. Vi la película dos veces y en ambas me pareció una sofisticada versión de la novela, la historia de un descenso a la locura, aunque con un cambio fundamental: Kubrick estaba más interesado en el horror psicológico que en el elemento sobrenatural de la novela.

Ahora que he visto Room 237, entiendo que me quedé corto y que en realidad la película es, básicamente, sobre todo lo que a uno se le puede ocurrir. Uno de los fanáticos dice que Kubrick es como "un megacerebro para el planeta" y que el director inglés "estaba pensando en las implicaciones de todo lo que existe". Por ejemplo, El resplandor puede verse como un comentario sobre el genocidio de los indios norteamericanos: el hotel fue construido sobre un cementerio indio, hay retratos de jefes indígenas en las paredes, en un par de escenas aparece una lata de soda caústica Calumet con la cara de un indígena. El resplandor es también sobre el holocausto nazi: la máquina de escribir de Jack es alemana, marca Adler -águila, símbolo nazi-, y sugiere el peso de lo burocrático, de lo industrial, de lo mecanizado en la ideología nazi; Danny, el hijo de Jack, lleva una polera con el número 42, año en que se inicia la "solución final" nazi. Aun mejor: El resplandor es la confesión pública de Kubrick de que ayudó a la conspiración del alunizaje del Apolo 11; no hubo tal y todo fue una filmación del cineasta norteamericano: se puede ver a Danny con una chompa del Apolo 11, y 237, el número de la habitación embrujada, representa las 237.000 millas de distancia entre la tierra y la luna (si uno multiplica 2 por 3 por 7, obtiene... 42).  

En Contra la interpretación, Susan Sontag sugería que a veces un personaje era sólo un personaje y no tenía porqué representar, por decir algo, a los Estados Unidos o los ideales perdidos de una generación. Estamos muy lejos de Sontag. Room 237 es una película sobre las delicias y los peligros de la sobreinterpretación. Armado de un poderoso equipo de DVD, el fanático puede ver la película en cámara lenta o al revés -como efectivamente hace uno de ellos, superponiéndola sobre la proyección normal-- y ponerse a buscar símbolos y conectar las intrincadas líneas del laberinto. No es diferente a los exégetas que dedican su vida a rastrear los múltiples significados de "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius" o La subasta del lote 49. No todos los autores sirven para eso; algunos se agotan rápidamente. A casi quince años de su muerte, Kubrick sigue emitiendo un resplandor que atrapa. Sobrevivirá no solo a la indiferencia de quienes lo vieron como un director frío, demasiado cerebral; también la atención de sus seguidores más entregados, los que no pueden ver El resplandor sin apretar el botón de pausa para ponerse a contar los autos estacionados frente al hotel Overlook (¡42!) o fijarse qué película están viendo Danny y su madre en la televisión: por supuesto, se trata de Verano del 42.           

 

(La Tercera, 20 de abril 2013) 

 



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22 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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The Orphan Master's Son, premio Pulitzer 2013

Después del escándalo provocado por la no concesión del Pulitzer de Ficción el año pasado -pese a que había candidatos como David Foster Wallace y Denis Johnson--, que derivó en un falso debate acerca del nivel de la narrativa norteamericana contemporánea, había mucha expectativa en torno al premio de este año. Las noticias son positivas: Adam Johnson ha ganado con The Orphan Master's Son, una novela ambiciosa que quizás no era la favorita pero que deja satisfechos a todos.

The Orphan Master's Son es la historia de Jun Do, desde su infancia en un orfanato en Corea del Norte hasta su paso por el ejército -enviado en misiones de alto riesgo a secuestrar a ciudadanos japoneses en la zona desmilitarizada--, su ascenso social y su confrontación con el Estado totalitario de King Jong Il. La crítica ha destacado la capacidad de Johnson para narrar una deslumbrante historia de intriga y romance con un trasfondo histórico y político; no sabemos mucho de la verdadera Corea del Norte, pero la que construye Johnson, llena de prohibiciones absurdas -no se puede mirar a las estrellas-, obsesionada con lo que ocurre más allá de sus fronteras e incapaz de proveer una vida digna a sus ciudadanos, es totalmente verosímil. Para Michiko Kakutani, crítica estrella del New York Times, este universo remite a Orwell, pero hay un espectro aun más presente en las páginas de la novela, y es el de Kafka.

Johnson muestra su versatilidad en las diversas voces narrativas utilizadas en esta novela. Está el registro satírico, que parecería el más obvio para contar las cosas que ocurren en un país en el que el Querido Líder "guía" a los ingenieros a cargo de ensanchar el canal del río Taedon, y por la radio se escuchan historias inventadas de norteamericanos que huyen de su país para refugiarse en Corea del Norte, "un paraíso para los trabajadores en el que los ciudadanos no necesitan nada". Pero Corea del Norte es un blanco demasiado fácil para la sátira, por lo que Johnson no abusa de ese registro y prefiere privilegiar un realismo más descarnado, a través del cual se dibuja un incesante y desolador retrato de un mundo en el que el individuo poco puede hacer ante el Estado. De vez en cuando hay excepciones: en medio de las muertes por las hambrunas y la vida en los campos de concentración para los "disidentes" al régimen, está Jun Do. Para saber lo que le ocurre, hay que leer esta arriesgada novela.     

(El País, 17 de abril 2013)



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18 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Alice Sheldon/James Tiptree Jr., entre la ciencia ficción y el feminismo

El 19 de mayo de 1987 Alice Sheldon mató a su marido y luego se suicidó. Se los encontró en una cama, con una nota escrita muchos años antes en las que se mencionaba un pacto suicida. A pesar de que Sheldon sufría de depresión clínica y su esposo estaba muy enfermo y casi ciego, nadie habría pronosticado ese final; Sheldon había comenzado a publicar cuentos de ciencia ficción en 1967 bajo el seudónimo de James Tiptree Jr. y en poco tiempo era uno de los nombres de la gloriosa new wave de los sesenta.

El seudónimo de esta escritora nacida en Chicago en 1915 era necesario a fines de los sesenta para que una mujer pudiera ingresar en el exclusivo mundo masculino de la ciencia ficción. Algunos de sus cuentos son obviamente feministas -"Las mujeres que los hombres no ven", por ejemplo--, pero aun así no hubo muchas sospechas acerca de su verdadera identidad sexual. Sólo un hombre, decían, podía escribir cuentos tan empapados de ciencia dura como "La solución para las moscas", con un pesimismo cósmico marcado por la fuerza determinista de la biología. Además, ¿acaso un hombre no podía defender la causa de las mujeres?

Paradójicamente, los cuentos feministas no han envejecido tan bien como los otros. "El último vuelo del doctor Ain" es un tour de force que anticipa nuestras obsesiones contemporáneas con virus letales, y "Amor es el plan, el plan es la muerte" puede darse el lujo de ser uno de los pocos cuentos narrados por un extraterrestre y sin seres humanos como personajes. Estos dos cuentos muestran las virtudes estilísticas de Tiptree: experimentaba con el punto de vista (se animaba a meterse en la cabeza de criaturas muy extrañas) y jugaba con la estructura temporal.

En español hay poco de Tiptree Jr.: la antología A diez mil años luz (Ajec, 2009), y con suerte, en una librería de viejo, Mundos cálidos y otros (Edhasa, 1985). También se puede encontrar Alice B. Sheldon (Circe, 2007), la biografía que Julie Phillips escribió de esta complejísima escritora.

(El País, 5 de abril 2013) 

  

 



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12 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El shock del presente

Hubo una época en que leía muchísima literatura clásica. Estudiaba en Buenos Aires y quería ser escritor; en mis tiempos libres me dedicaba a leer a Faulkner, a Stendhal, a Dostoyevski. Esas lecturas tenían que ver sobre todo con una idea tradicional de la formación del escritor. Sin embargo, sospecho que había algo más: no vivía tan esclavizado al presente. Leía a algunos de los autores de moda -Eco, Kundera-, pero mis ritmos de lectura no estaban tan en sincronía con los del mundillo editorial, con la tiranía de las novedades.

Ahora se apilan los libros en mi mesa de noche, algunos comprados y otros enviados por amigos y editoriales; casi todos son libros contemporáneos de ficción narrativa. Lo más antiguo que he leído este año son los cuentos del galés Arthur Machen, escritos a fines del siglo XIX y principios del XX. De pronto descubro que he dejado atrás los clásicos y me he reducido a leer lo que se publica estos días, que, por ser mucho, da la impresión de una enorme variedad.

Soy uno más de esos seres enfermos de lo que él crítico Douglas Rushkoff llama "presentismo" en su libro El shock del presente. Según Rushkoff, "nuestra sociedad se ha reorientado al presente. Todo se muestra en vivo, en tiempo real, y está siempre conectado. No se trata sólo de un aceleramiento de las cosas, por más que nuestro estilo de vida y tecnologías hayan acelerado al ritmo al cual tratamos de hacer las cosas. Es más una disminución de todo lo que no está ocurriendo ahora -y la embestida furiosa de todo lo que supuestamente está ocurriendo".

En mi caso los libros son un síntoma, pero es suficiente ver ciertas prácticas cotidianas para entender que son pocos quienes se salvan del "presentismo": no podemos estar una hora sin revisar el correo electrónico, nos preocupamos a la noche si alguien no nos ha contestado un e-mail enviado durante el día, y desarrollamos el "síndrome de vibración fantasma" que nos hace revisar el celular cada rato a pesar de que éste no ha sonado; enganchados a las redes sociales, estamos pendientes de lo que hacen nuestros amigos y conocidos a través de sus actualizaciones en Facebook y Twitter; siempre hay un mensaje de texto o un Whatsapp que leer, una foto en Instagram para admirar o criticar, un artículo periodístico para leer en la red, un posteo en un blog que necesita ser comentado.

La escritora Joyce Carol Oates dice que "el más profundo cambio de la ‘conciencia' hoy es la necesidad compulsiva de estar tan interesado en las más cambiantes nociones y prejuicios de los otros". ¿Nos ayuda en algo esa adictiva curiosidad? Seguro que sí, pero hay que pensar también en lo que se pierde. No soy de los apocalípticos que piensan que las nuevas tecnologías destruirán de golpe todo lo conseguido previamente a lo largo de siglos; eso sí, creo que debemos analizar el impacto de estas nuevas tecnologías --ver cómo nos están cambiando como individuos y como sociedad--, para usarlas con cierta perspectiva crítica. En mi caso, sé que soy capaz de proyectos de largo aliento sin un resultado concreto a la vista, pero, aun así, sufro de "presentismo" mucho más que antes. De modo que apenas termine de escribir este artículo iré a la biblioteca a buscar libros de poetas italianos del siglo XIV (eso, por supuesto, si en mi celular no aparece un pedido urgente para reseñar la nueva novela de Coetzee).

 

(El Deber, 7 de abril 2013)



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11 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Coetzee y el aura

Hace casi diez años visité una universidad del medio oeste norteamericano y descubrí lo que era en verdad el aura de un escritor. J. M. Coetzee había estado en esa universidad impartiendo un seminario, y la gente que conocí no paraba de hablar de él, aunque más no fuera para decir que lo habían visto haciendo cola en la cafetería o que les contestó el saludo con un leve movimiento de cabeza. Podía ser el "efecto Nobel" -acababa de ganarlo--, pero había algo más, pensé: Coetzee había logrado librarse de la sobreexposición actual del escritor, era una figura incandescente que rara vez aparecía en público, y cuando lo hacía era generalmente para decir algo lúcido. Sus libros cortos eran todos pura sustancia. El aura era guardarse, no exponerse, y no decir ni escribir una frase innecesaria. En sus manos, ser escritor se convertía en una cosa trascendente, casi como ser un santo secular.

Fue el aura de Coetzee la que me hizo asumir que Paul Auster le había pedido que conversaran a través de cartas para armar el libro Aquí y ahora: Cartas, 2008-2011 (Mondadori 2012). Tenía que ser Auster, porque él era quien saldría más beneficiado de esa conversación; no estaban en el mismo nivel, y que Coetzee aceptara dialogar le daba a Auster un estatuto de escritor importante que había perdido en sus últimos libros. Sin embargo, estaba equivocado: había sido sugerencia de Coetzee.

En las cartas (anacrónicas, enviadas por fax) Coetzee se muestra modesto -"no tengo mucha fe en que lo mío quedará"-, reticente (Auster le envía su última novela, que el escritor sudafricano lee de un par de sentadas sin comentarle si le gustó o no) y lleno de ideas, ya sea acerca del lugar del deporte en la sociedad contemporánea, el triste destino de Palestina o el "estilo tardío" del escritor; Auster no desentona en el intercambio de ideas, aunque se muestra más mundano y autoreferrencial, sugiriéndole viejos artículos que ha escrito sobre Kafka, enviándole un documental en el que aparece (Man on Wire), contándole que está dolido por una reseña asesina de James Wood o fascinado redescubriendo a Kleist.  

En una de sus cartas, Coetzee cuenta que un libro de Philip Roth (Sale el espectro) no lo ha impresionado porque a estas alturas no le interesan las novelas que no intentan hacer algo nuevo con la forma. Las novelas más recientes de Coetzee no se encuentran entre sus grandes obras pero al menos han explorado cosas nuevas con la estructura; la última, The Childhood of Jesus (Harvill Seeker, 2013), retorna a la fábula alegórica que produjo textos memorables como La vida y tiempos de Michael K. y Esperando a los bárbaros; hay algo nuevo en ese retorno, por más que no sea del todo convincente.

Simón y un niño, David, llegan como inmigrantes a Novilla, una ciudad en la que se habla español. Simón se ha impuesto como misión encontrar a la madre del niño; mientras tanto, consigue un trabajo en el puerto, donde tiene discusiones filosóficas con sus compañeros. En Novilla la gente parece vivir una vida feliz -ascética, vegetariana--, en la que es suficiente cruzar la frontera para comenzar como un hombre nuevo, por más que eso no convenza a Simón: puede renunciar a las memorias, pero no a la "sensación de residencia en un cuerpo con un pasado, un cuerpo bañado en el pasado".    

The Childhood of Jesus está escrita en el "estilo tardío" de Coetzee, una prosa tan austera como discursiva. Suceden cosas extrañas en cada página y se amontonan las preguntas, sin que el relato permita articular respuestas capaces de darle sentido. ¿Cuál es el mecanismo que permite que la memoria se borre? Simón, ¿cómo es que adivina quién es la madre de David en Novilla? David, si hemos de prestar atención al título, ¿debe leerse como una versión moderna de Jesuscristo? Coetzee nunca fue un escritor fácil, pero en esta novela esa dificultad se transforma en hermetismo.

Habrá fanáticos que perderán el sueño tratando de entender las claves diseminadas a lo largo de The Childhood of Jesus. Yo, por mi parte, todavía atrapado por el aura de Coetzee, seré cauteloso y diré, como suelo hacerlo cuando leo la obra de un escritor que admiro que no me convence, que la culpa es mía, sólo mía.

 

(La Tercera, 7 de abril 2013)



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8 de abril de 2013
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El Boomeran(g)
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