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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En las montañas de la locura

El narrador de Todos los perros son azules (Sexto Piso, 2013), del brasileño Rodrigo de Souza Leão, sabe que tiene un problema mental y que por eso está recluido en un psiquiátrico. A ratos explica que la culpa de su locura la tiene un grillo que se tragó diez años atrás. Otras veces, que todo se debe a un chip que le han implantado en su cabeza, y otras, a que en un ataque de furia destrozó todas las cosas de vidrio de la casa de su madre. En la tradición literaria de los locos lúcidos, el narrador dice algunas verdades ("Detesto el espejo. El espejo sólo sirve para mostrar cómo empeoramos con el tiempo. La primera cosa que rompí fue el espejo"), mezcladas con señales inequívocas de su trastorno ("Lo rompí porque estoy hecho de trozos de vidrio y cuando los trozos de vidrio me invitan, desordeno todo").

No es fácil representar la locura, dar cuenta de ese estado alterado de manera verosímil. Muchos escritores lo intentan y pocos salen bien librados de ese desafío (el mejor escritor contemporáneo de la locura es el húngaro László Krasznahorkai: de una manera u otra todos sus personajes están poseídos por una locura trascendente y nos hacen entender que el mundo, bien mirado, es la obra de un Dios psicótico). De Souza Leão suena convicente, sugieren algunos críticos, porque estaba loco y conocía la locura de cerca; nacido en 1968, padecía de esquizofrenia y falleció en un psiquiátrico en el 2008; su novela es, digamos, autobiográfica.

Pero ese no es un argumento; un loco no tiene por qué escribir una excelente novela sobre un loco. Bastaría grabar el discurso de un loco para hacernos ver cómo eso puede terminar en un texto impenetrable, que necesita de sus interpretadores para ser "entendido" por el lector. Un muy buen ejemplo de esto: El Padre Mío, de Diamela Eltit, la grabación que la escritora hace del habla de un esquizofrénico, y cuyo hermetismo, rotura de sentido y alucinada asociación de ideas termina siendo interpretada por la misma Eltit en el prólogo al libro como el testimonio alegórico del Chile roto por la dictadura. El Padre Mío es un gran texto a pesar del prólogo: es un correctivo a la transparencia del discurso testimonial, que busca una fácil empatía entre los lectores y los seres marginales (los pobres, los locos). 

Puede que la locura sea insondable, pero, aun así, su representación literaria necesita tener algunas conexiones con la realidad, armar al menos un esbozo de sentido, por más que éste se refiera a la falta de sentido de la vida. Todos los perros son azules funciona porque está cómodamente instalada en una tradición importante de la literatura moderna desde Rimbaud, pasando por Vallejo y Beckett, que da cuenta, a través de su mismo discurso quebrado, de incansables y rítmicas asociaciones de ideas que obedecen a su propia y secreta lógica, de la "temporada en el infierno" que es la vida. El psiquiátrico en el que vive el narrador puede entenderse como una metáfora del mundo: "La primera libertad es salir del cubículo. La segunda libertad es andar por el manicomio. Libertad, sólo fuera del manicomio. Pero la libertad de verdad no existe. Estoy siempre chocando con alguien para ser libre. Si hubiera libertad, el mundo sería una locura con todo el mundo".

El narrador de Todos los perros son azules inyecta buenas dosis de inteligibilidad dentro de su desvarío psicótico. Habla todo el tiempo con Rimbaud y Baudelaire -los santones de este delirio--, aunque sabe muy bien que no están presentes junto a él: "es tan triste tener como amigos a dos alucinaciones". Esa capacidad para darse cuenta de algunos elementos de su locura y no perder jamás el sentido del humor ("¡Quiero ser promovido a alucinación de alguien, por favor!"), no es freno suficiente para su desvarío, que lo lleva a crear un lenguaje universal, el Todog, para que todos los seres del universo puedan comunicarse ("Sí, yo estoy en todo. Anhamambé arlicouse proto bumba Todog"). Rodrigo de Souza Leão estaba loco. A pesar de eso, en esta magnífica novela ha logrado una representación de lo locura que suena muy verosímil.  

 

(La Tercera, 27 de julio 2013)



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27 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Diez años sin el detective salvaje

Dicen que la traducción al inglés de Nocturno de Chile -el debut de Roberto Bolaño en el mundo literario anglosajón- pasó prácticamente desapercibida el año de su publicación (2003): vendió menos de mil ejemplares en Inglaterra. Tres años después, Bolaño fue publicado en los Estados Unidos, y antes del fin de la década todo había cambiado: el New York Times eligió primero a Los detectives salvajes (2007) y después (2008) a 2666 como libros del año, con elogios desmedidos del establishment cultural norteamericano. Bolaño creció con tanta rapidez que ya nadie recuerda que hubo un momento en que los editores dudaban de si valía la pena traducirlo. Hoy, a diez años de su muerte, está en todas partes: el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona ha inaugurado la exposición del Archivo Bolaño, y hay congresos dedicados a explorar su obra en Santiago, Warwick y muchos otros lugares.

La construcción del mito ha sido tan feroz a lo largo de estos años que ha terminado por saturar a muchos: después de tanto culto hay autores de las nuevas generaciones que pregonan la necesidad de buscar influencias tutelares en otras partes, y han aparecido los críticos -sobre todo fuera del mundo cultural hispanoamericano- que se han preguntado si era necesaria la publicación de obras póstumas menores (en The New Republic, Sam Carter ha escrito que esas obras hacen que su legado se resienta y su reputación disminuya). Aun así, son más quienes lo defienden ciegamente y consideran intocable cada uno de sus párrafos y su actitud ante la vida: no faltan los adolescentes que han llegado a la literatura a partir de la visión romántica de Bolaño, y pululan los que, sin tener la obra (ni el humor ácido) del chileno, usan sus declaraciones como máquinas textuales de guerra y se la pasan disparando a sus contemporáneos.  

Resulta irónico que alguien tan conflictuado en su relación con el mercado se haya convertido en parte clave de aquello que detestaba. Bolaño hubiera sido el primero en indisponerse ante el culto a la personalidad desarrollado en torno a él. La mitificación es buena para la plaza pública pero no contribuye a mantener una obra vigente. Hay que ver cómo llevar las formas narrativas, el lenguaje y la temática de Bolaño a otros espacios, propiciar lecturas capaces de disentir sin por ello dejar de reconocer los grandes logros de un escritor necesario. Más que seguidores incondicionales o detractores absolutos, lo que se necesita son escritores, críticos y lectores capaces de enfrentarse a la obra de Bolaño con el mismo rigor que él exhibía en sus lecturas.   

El efecto Bolaño ha producido curiosidad en otros continentes por ver qué hay después de él en la literatura latinoamericana. Pero no nos engañemos: el verdadero beneficiario de ese efecto es el mismo Bolaño. A la manera de lo que ocurrió un par de décadas atrás con García Márquez y el realismo mágico, sobre todo de cara a otras lenguas, hay un proceso reduccionista que termina por hacer que la literatura latinoamericana sea hoy (casi) sólo Bolaño. Podemos quejarnos, pero es lo que hay. De modo que, hasta que pase ese proceso, celebremos que el autor chileno sea tan central y aprovechemos para leerlo con un poco más de distancia crítica.  

 

(La Tercera, 9 de marzo 2013)

 



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19 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuestras ficciones fundamentales

En los años noventa, uno de los libros de lectura obligatoria para los estudiantes de un doctorado de literatura latinoamericana en los Estados Unidos era Foundational Fictions, de Doris Sommer. En ese libro, la catedrática de Harvard proponía que ciertas novelas del siglo XIX narraban alegóricamente ciertos pactos entre clases y grupos étnicos que se proponían como modelos hegemónicos de configuración nacional. Cecilia Valdés y María eran más que novelas; eran ficciones fundadoras de una nación. Sommer no mencionaba a Bolivia, pero era claro que ese lugar lo ocupaba Juan de la Rosa.

Algunos académicos se abocaron a buscar novelas fundacionales de cada país latinoamericano para confirmar las tesis de Sommer. Con el tiempo, sin embargo, no faltaron las críticas a ese modelo de lectura. El crítico peruano Gustavo Faverón fue uno de los más lúcidos en su ataque a la lectura alegórica y en su propuesta de que todas las novelas, incluso la bienquerida María, eran un abánico de contradicciones que, más que proponer, deconstruían cualquier posibilidad de una lectura nacional. Faverón también criticaba la importancia que Sommer le asignaba al género novelístico en la construcción de la narrativa nacional; Sommer no daba ejemplos del Perú porque el centro del canon decimonónico del Perú eran las Tradiciones de Ricardo Palma, narraciones fragmentarias que no constituían una novela.

Recordé todo esto al ver a fines del 2011 la lista de "Quince novelas fundamentales" de Bolivia elaborada por un grupo de especialistas bajo el patrocinio del ministerio de Culturas. Pensando sólo en el género novelístico, era una lista sensata, que no se preocupaba tanto de la idea de una construcción nacional como de la de una propuesta narrativa trascendente. Pese a todo el debate que hubo sobre la incorrección política de Raza de bronce, la novela de Alcides Arguedas seguía entre las "fundamentales" porque, simplemente, nuestra narrativa ha producido pocas obras de ese nivel (no descarto que en los próximos años haya renovados esfuerzos por sacarla del canon). Dentro de esa sensatez se colaban algunos misterios: ¿cuántos habían leído de verdad a Arturo Borda? La última edición de El loco es de hace cuarenta años, así que imaginé a los especialistas revisando bibliotecas con afán, trasnochándose para terminar de leer sus 900 páginas antes de la votación.

Más allá de la sensatez, había algo conservador en esta lista y tenía con ver con la crítica de Faverón a Sommer, con el hecho de que todavía se seguía colocando al género novelístico como responsable de decir algo trascendente sobre la nación. Es cierto que los especialistas se mostraron más flexibles de lo que en principio parece e incluyeron en la lista un texto que no es una novela: las Crónicas de Arzáns. Pero no es menos cierto que ese texto aparecía como una excepción a la regla y que, si se había sido flexible con Arzáns, los encargados del proyecto debían haber desterrado de una buena vez la idea de privilegiar un género y haber hecho una lista de, simplemente, "libros fundamentales". Así, por ejemplo, se podría haber incorporado -o al menos debatido la posibilidad de hacerlo- títulos como Creación de la pedagogía nacional, Pirotecnia y Sangre de mestizos, y se podía haber discutido si Cerco de penumbras no era más central que Aluvión de fuego.  

La colección de "Novelas fundamentales" ya está circulando. Hay que leerlas, discutirlas y proponer revisiones, porque un canon siempre está en movimiento, construyéndose y desconstruyéndose a la vez. Mi propuesta para el futuro es la de descartar la idea de "novelas fundamentales" para reemplazarla por la de "ficciones fundamentales". Quién sabe, quizás así también podríamos incluir en esta lista privilegiada a libros de poesía como Castalia bárbara o La noche. ¿No que nuestra poesía es mejor que nuestra narrativa? 

 

(semanario El Desacuerdo, número 1, junio 2013)

 

 

 



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8 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Horacio Castellanos Moya y el imposible retorno

Hace algunos años el novelista salvadoreño Horacio Castellanos Moya dijo que la ficción centroamericana no había producido grandes libros sobre las guerras civiles que asolaron la región en décadas pasadas: "No tenemos un gran novelista de la guerra, a lo Tolstoi, ni un gran cuentista, a lo Babel". El lector de Castellanos Moya sabrá que, a cambio de esa ausencia, en América Central hay grandes narradores de la post-guerra, entre ellos el mismo autor salvadoreño. Su decima novela, El sueño del retorno (Tusquets), quizás una de sus mejores, insiste en contar ese período -digamos, de principios de los noventa en adelante--, profundizándolo para llegar a conclusiones inquietantes: en estas sociedades la post-guerra ha sido otra manera de vivir la guerra; el individuo que sueñe con su "reinserción" a una sociedad más amable, deberá lidiar con las heridas todavía abiertas de la guerra, con el continuado retorno de aquello que alguna vez se reprimió. No sólo eso: el individuo también descubrirá que esa guerra en realidad existía desde mucho antes, que su historia personal desde el nacimiento está marcada por el trauma de la violencia.

Erasmo Aragón, el protagonista de El sueño del retorno, es un periodista que vive en un México alborotado, lleno de informantes y ex-guerrilleros, y que, a principios de los noventa, planea el regreso a El Salvador, alentado por las negociaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla. Antes de partir, un dolor de hígado lo lleva donde el doctor Chente, un médico versado en curas alternativas que lo somete a sesiones de hipnosis para aliviarlo. A partir de ese momento, ciertos hechos amenazantes que ocurren en torno a Erasmo lo llevan a pensar que su vida está en peligro, pues puede haber revelado, bajo hipnosis, algún detalle de su participación en la guerra civil capaz de comprometerlo. Erasmo siente que es culpable de algo que anida en su pasado -"la sensación de haber matado a alguien pero carecer de memoria de ello"--, aunque no sabe bien qué es (lo descubrirá a lo largo del relato)

Como en sus mejores novelas -Insensatez, La sirvienta y el luchador--, el Castellanos Moya de El sueño del retorno es un maestro para crear tensión desde el primer párrafo. Sus frases largas, de claúsulas subordinadas una tras otra, podrían desacelerar el ritmo, pero más bien contribuyen a crear una atmósfera en la que nada es lo que parece: sin descanso, el narrador va incorporando a su red todo lo que está a su alrededor, y su escepticismo o inocencia iniciales dan paso a una paranoia que quizás sea infundada al principio pero al final no lo es tanto. Castellanos Moya es nuestro gran narrador de lo siniestro, del trauma latente que espera, agazapado, su momento para cobrarse una nueva víctima. De una forma u otra, todos sus personajes sufren de trastornos por estrés postraumático.  

"¿De dónde me había salido ese entusiasmo, ingenuo y hasta suicida, que me hizo abrigar el sueño del retorno no sólo como una aventura estimulante sino como un paso que me permitiría cambiar de vida?" Hay que leer a Castellanos Moya por todo lo que nos dice sobre nuestro imposible deseo de volver al momento antes del trauma. También hay que leerlo por su capacidad para crear personajes secundarios memorables (aquí, don Chente y míster Rábit, el impasible amigo de Erasmo; los personajes principales son más grises e incluso pueden ser intercambiables) y por su humor negro y corrosivo (las páginas dedicadas a la "ejecución" de un amante de la esposa de Erasmo por parte de mister Rábit están entre las mejores). En fin, hay que leerlo porque hace todo lo que se necesita para que, una vez terminada la novela, pensemos inmediatamente en volver a su mundo afiebrado e imprescindible.   

 

(La Tercera, 30 de junio 2013)



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1 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Se compra un niño futbolista

A los siete años un amigo del barrio me preguntó qué quería ser cuando fuera grande, y yo le respondí que futbolista, sin saber que mis sueños eran convencionales, que prácticamente 9 de cada 10 niños latinoamericanos desea lo mismo. A los once años, sin embargo, los sueños continuaban, y con un compañero de colegio nos empeñamos en hacer todo lo necesario para "llegar". Nos inscribimos en las divisiones inferiores de un equipo importante de Cochabamba y comenzamos a ir a los entrenamientos al mediodía. No duré mucho: a esa hora, después de clases, ya estaba cansado y sólo quería volver a casa. Entrenar no era muy divertido: a veces ni siquiera jugábamos. Pronto mis sueños se fueron apagando y dejé de ir.  

Juan Pablo Meneses tiene la culpa de que estos recuerdos se hayan disparado. Su nuevo libro, Niños futbolistas (Blackie Books), es una fascinante exploración del mundo entre esperanzador y sórdido del niño futbolista latinoamericano, quien, acuciado por sus propias ilusiones y las de sus padres, quiere salir de la pobreza y llegar a la cumbre del fútbol profesional (Barcelona, Real Madrid o cualquier otro equipo europeo). La estrategia de Meneses para internarse en ese territorio es parecida a la de uno de sus anteriores libros (La vida de una vaca, 2008), aunque ahora suena más controversial: quiere comprarse un niño futbolista, para poder luego venderlo a un club europeo. Se trata de un "experimento narrativo" que Meneses llama "periodismo cash": el periodista se involucra con dinero en efectivo para poder entender la industria y el negocio del fútbol desde adentro. Algunos objetarán esta práctica, pues, al ofrecer dinero al abuelo pobre de un niño chileno de once años, ¿no se convierte el periodista en alguien cuya observación afecta aquello mismo que se observa? Meneses juega en el límite ético del periodismo de investigación, pero sale airoso porque pone las cartas sobre la mesa desde el principio, anunciando a todos que una de sus intenciones centrales es la de escribir un libro sobre lo que está haciendo. Sorprende que aun así estén todos dispuestos a participar.    

Niños futbolistas es un libro lleno de vitalidad y anécdotas tan conmovedoras como divertidas. El periodista recorre los campos de fútbol del Callao, de Rosario, de Santiago, y habla con representantes (Guillermo Coppola, en un notable cameo), cazatalentos, entrenadores, agentes, padres y niños. Con la legitimidad que le da el hecho de ser parte del negocio, escucha historias de padres que no les hablan a sus hijos durante una semana porque han fallado un penal, de jóvenes que ganan un "reality show" para probarse en el Real Madrid, con tan mala fortuna que en el primer remate de la prueba sienten un tirón en la ingle (ese joven, Aimar Centeno, juega hoy en un equipo de su pueblo, Origone de Agustín Roca). Queda claro que comprar un niño futbolista puede ser un gran negocio (un buen jugador de doce años no cuesta más de 200 dólares) y también una lotería: por un Messi hay cientos, miles de Aimar Centenos o Leandros Depetris (un chico argentino fichado por el Milan en 1999, a sus once años, que hoy juega en Independiente de Sunchales, un club amateur cerca de su pueblo natal).

 Niños futbolistas tiene suspense: ¿podrá Meneses comprarse un niño futbolista? Que disfrutemos de ese suspense significa que Meneses ha logrado demostrar con creces "lo grotesco del mundo del fútbol, del negocio y las contrataciones; el modo en que se ha desvirtuado el deporte... No hay que ser especialmente moralista para sorprendernos ante lo permisivo que es el mercado en estos tiempos de capitalismo financiero". Todos participamos de esa doble moral que nos hace escandalizarnos al leer que un niño chileno de nueve años quiere ser fichado por un club español de primera, y alegrarnos si uno de esos fichajes es para nuestro equipo. Dice Meneses que su idea no era demonizar el negocio "ni desmontar una mafia", sino hacernos conscientes de esa trastienda sucia que se esconde detrás de cada partido que disfrutamos. Sí, somos conscientes, sobre todo si Neymar marca un golazo: ¿será que el Barça recupera su inversión?

 

(La Tercera, 16 de junio 2013)

 



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17 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Deseo de ser punk

El primer disco punk que tuve entre mis manos fue uno de Generation X, la banda de Billy Idol. Era de vinilo y lo compré con mis ahorros; había visto a los amigos de mi hermana mayor bailar ese tipo de música en una fiesta y quería saber de qué iba la cosa. Todo era estridencia, grito, saltar y empujarse. Si eso era bailar, yo, que nunca supe llevar el ritmo, también podía hacerlo. Así que me puse a escuchar Generation X una y otra vez, y a saltar frente al espejo. Una de las magias del punk: ya sabía bailar.

•••

A fines de los setenta, en Bolivia, el punk era sobre todo un estilo de música. Llegaba descontextualizado, sin los rumores de una rebeldía juvenil ante las fallas del sistema (una idea fuera de lugar, diría el crítico brasileño Roberto Schwarz). Una protesta que hacía del defecto una virtud y enarbolaba para la batalla el grito nihilista de NO FUTURE. El estilo de ropa también era el emblema de una situación: los jeans rasgados, las poleras cortadas, el sujetarse los pantalones con ganchillos, hablaban de la precariedad de una clase social; los chicos de la clase media cochabambina le cortaban las mangas a las poleras para mostrarse al día y convertían el gesto de protesta en un símbolo vacío, apenas una forma de vestir. 

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Como todos los movimientos artísticos opuestos a la cultura dominante, el punk fue absorbido y cooptado por el sistema casi desde sus mismos inicios. Pienso en estas cosas al ver la exposición organizada por el Metropolitan Museum de Nueva York en torno al punk ("Del caos a la alta cultura"). La exposición puede comenzar en el caos de una réplica del baño del CBCG -el epicentro de la escena punk en New York--, pero muy rápidamente se mueve a lo que en verdad les interesa a los curadores de esta exposición: la forma en que la alta cultura se apropió muy rápidamente del estilo punk. Probablemente Johnny Rotten y Sid Vicious jamás se imaginaran que algún día habría vestidos punk de Burberry que costarían mil dólares.

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La forma en que una revolución triunfa es cuando ésta se vuelve invisible. Cuando todos los adolescentes del mundo se ponen a usar jeans rasgados sin saber qué implicaba el gesto original, la protesta anárquica ante la autoridad. Pero tampoco sirve de mucho tener demasiado éxito. El estilo punk fue demasiado exitoso para su propio bien. Allá por los noventa en Berkeley, tenía un amigo que les gritaba a todos los que hacían algo diferente, desde pintarse el pelo de verde hasta mascar chicle con la boca abierta: you're a punk! ¡Eres un punk! Le escuchaba esa frase al menos tres veces al día. Todos, de una forma u otra, eran punk, lo cual significaba que nadie era punk.

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Hace poco, en Barcelona, fui a ver a Titus Andronicus, una banda norteamericana que hace lo que un amigo describió como "punk épico". Fui porque me sedujo el concepto; quería ver de qué iba al punk hoy. La banda sonaba bien -era una afinada, intensa estridencia- y el cantante, Patrick Stickles, cada tanto decía "soy un perdedor", aunque también decía, en su chapurreado español, "ser un perdedor es muy bueno". En su disco más importante, "The Monitor", Stickles grita "el enemigo está en todas partes", y eso es cierto: para estos chicos apocalípticos de New Jersey, el mal puede hundirse en el pasado,  en la guerra civil, o referirse al presente, a la desastrosa economía de su estado. El grito de protesta de Titus Andronicus puede ser trascendente o también frívolo ("Daniel Johnston ha dejado de ser un ícono porque se ha vendido al sistema"; "los reseñistas de la revista Pitchfork no nos entienden"); lo importante es la furiosa protesta, dirigida a todas partes y a ninguna. Eso, al final, es lo que queda del punk.

 •••

¿NO FUTURE? El punk ha tenido muchísimo futuro, sólo que en vez de evolucionar lo que ha hecho es expandirse hasta hacerse inofensivo. Su trayectoria es un resumen del destino de los movimientos artísticos que cuestionan al sistema capitalista. Lo que fuera un grito de rebeldía es hoy una marca registrada.

 

(La Tercera, 2 de junio 2013)

 

 

 

 

 

 



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3 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Francisco Tario, fantasma

Durante mucho tiempo el nombre del mexicano Francisco Tario (1911-1977) circuló en el boca a boca y en alguna que otra antología despistada que no sabía de la conspiración para convertir a este escritor en un fantasma (acaso un homenaje a sus obsesiones). Sólo en los últimos años ha habido un esfuerzo editorial para que sus textos circulen como se merecen. El Fondo de Cultura Económica publicó el 2011 Aquí abajo (1943), su única novela, y el año pasado Atalanta armó La noche, que incluye el libro original del mismo título y siete relatos de Una violeta de más (1968). Tario escribió libros extraños, algunos de corte realista como Aquí abajo, pero su importancia se debe a La noche y Una violeta de más. Fogwill decía que pocos escritores se podían preciar de tener siete cuentos de antología; a juzgar por este libro, Tario es uno de ellos: "La noche de Margaret Rose", "El mico", "Un huerto frente al mar", "El balcón", "La banca vacía", "Entre tus dedos helados", "La noche del féretro". Tario ha escrito algunos de los mejores cuentos de fantasmas en cualquier idioma.

En el mundo de Tario ser fantasma significa sobre todo cambiar de perspectiva. Los vivos y los muertos conviven, aunque con frecuencia los muertos no saben que están muertos y los vivos, bueno, tampoco saben que están muertos; el juego es más complejo de lo que parece, porque puede ser, por ejemplo, que el relato sea narrado por un hombre que aparentemente está vivo y cuenta su encuentro con un fantasma, para que luego, en la frase final, descubramos que el narrador también está muerto. En ese cambio de perspectiva, lo que se desprende de la vida de los fantasmas es una soledad infinita, que a ratos recuerda la tradición narrativa de "último hombre en la tierra": "Se habían quedado solos en el mundo y eso les hacía sentirse inmensamente felices", escribe el narrador de "El balcón" acerca de una madre y su hijo que pasan los días en el balcón de su casa solitaria. Paradójicamente, los fantasmas solitarios de Tario dependen de la memoria de los demás para "existir"; la verdadera muerte ocurre con el olvido.

 Puede ser que Tario no haya tenido múltiples registros, pero, dentro de las coordenadas en las que se movió, hizo mucho por ampliar una tradición, dotarla de atmósferas inquietantes y de un pathos conmovedor. Los cuentos de Tario no impactan  por el uso de la parafernalia clásica del subgénero -caserones góticos, ruidos extraños, mujeres lánguidas y pálidas como cadáveres- sino por la maestría con que trabajó estos elementos para hablar sobre el "bienestar tembloroso" y la "infinita desdicha" que significa vivir (y morir).

 

(La Tercera, 18 de mayo 2013)   

 

 



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28 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Culpa "made in Bangladesh"

Pasé un par de horas en el centro comercial de Ithaca buscando un par de camisas. En Target la ropa que se vendía había sido hecha en Indonesia, Nicaragua, China y Malasia. En American Eagle la ropa era de Vietnam y Guatemala. En Aeropostale o Gap aparecía Perú como uno de los proveedores. Era tan natural como hipócrita que en ninguna tienda se ofreciera ropa hecha en Bangladesh, el segundo proveedor mundial después de China. Natural, porque después del colapso del edificio en Daca hace un par de semanas, que produjo la muerte de más de mil trabajadores de la industria textil, las grandes compañías querían protegerse del desastre en sus relaciones públicas que significaba tener lazos con las fábricas del Rana Plaza (Children's Place y Benetton negaron en principio que su ropa se hiciera allá, pero entre los escombros del edificio aparecieron pruebas irrefutables de que mentían); hipócrita, porque estas compañías que se beneficiaban del bajo costo de la mano de obra en Bangladesh (el sueldo es de 37 dólares mensuales) y de las pobres condiciones laborales -entre ellas la prohibición de que existieran sindicatos para defender al trabajador--, querían ahora aparentar que Bangladesh no existía.

Es normal que estas compañías se preocupen de su imagen, aunque el camino no está claro; Walt Disney, por ejemplo, prefiere evitarse de problemas y ha anunciado que no tendrá más lazos con Bangladesh, mientras que PVH (Tommy Hilfiger y Calvin Klein) ha decidido que es mejor quedarse y apostar por mejoras en la industria, con todos los riesgos que ello implica. Los norteamericanos progresistas evitan comprar ropa hecha en Bangladesh al menos por estos días, y hacen campañas para boicotear a empresas que, por ahorrar costos, no han hecho nada por cambiar los laxos estándares de seguridad de sus fábricas proveedoras en Asia y América Latina; han habido manifestaciones en tiendas Gap en San Francisco y New York.

Lo que no es normal, y lamentablemente se revela así tan sólo después de una tragedia, es que ni los gobiernos ni las empresas internacionales hayan intentado subsanar las precarias condiciones de las fábricas de textiles en Bangladesh -edificios a los que se les añaden pisos ilegalmente y que no cuentan con una estructura adecuada en caso de incendios-; esa precariedad produjo en los últimos años un promedio de 200 muertes anuales por accidentes de trabajo, y afecta también a la famosa imagen por la que estas empresas son capaces de todo. Tan sólo en noviembre un incendio mató a más de 100 personas. Gracias a bajos sueldos y escasa inversión de seguridad en las fabricas, la ropa es barata en los Estados Unidos y Bangladesh tiene una industria que mueve 18 billones de dólares anuales y que domina el 80% de sus exportaciones. Analistas neoliberales como Matt Yglesias dicen sin ruborizarse que la mejor solución es el status quo: si Bangladesh cambiara las reglas de juego y encareciera los costos de producción, perdería su ventaja competitiva sobre otros países y sería pronto reemplazado por otro país; además, la subida de precios afectaría la economía de consumo en los Estados Unidos. 

Pero el colapso del Rana Plaza ha sido tan desgarrador que al final tanto el gobierno de Bangladesh como las compañías internacionales se han visto obligadas a actuar. Por lo pronto, el gobierno ha autorizado a que los trabajadores puedan agruparse en sindicatos y en un par de meses una comisión recomendará un nuevo sueldo mínimo; las compañías más importantes -exceptuando algunas norteamericanas e inglesas como Gap y Arcadia (Topshop)- han firmado un acuerdo comprometiéndose a invertir en las fábricas para que cumplan con los códigos de seguridad vigentes en los países industrializados, y a indemnizar a las familias de los trabajadores muertos en accidentes laborales; Walmart dice que tomará medidas por cuenta propia, aunque, al no firmar el acuerdo, no hay forma de presionar legalmente al gigante del comercio norteamericano si es que vuelve a ocurrir un desastre.

¿Volverán los pantalones y camisas hechos en Bangladesh a los centros comerciales norteamericanos? No por un tiempo. Pero el consumidor es olvidadizo, y la gran mayoría no suele fijarse en el lugar de donde procede su ropa, mucho menos si la oferta es de dos blusas por diez dólares. De modo que habrá que buscar formas de mantener la presión. Si las empresas internacionales cambian de actitud no será porque de pronto les ha dado pena la situación del trabajador sino porque al fin se han dado cuenta de que estas tragedias afectan a su imagen.

 

(revista Qué Pasa, 17 de mayo 2013)

 

 

 

 



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18 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La guerra limpia

El coronel James Ketchum, psiquiatra en el ejército norteamericano durante los años cincuenta, quería ayudar a que su país ganara la guerra fría. Su utopía empecinada era la de triunfar con la menor cantidad posible de muertes. No sólo quería proteger a los suyos sino también a los enemigos. Una guerra, digamos, "limpia". Con tal motivo, se alistó en un proyecto secreto del ejército (Proyecto 112), que consistía en el desarrollo de armas lisérgicas de combate. Durante los años sesenta, mientras la juventud norteamericana experimentaba con diversas sustancias psicotrópicas, el ejército hacía lo mismo en el arsenal Edgewood en la bahía de Chesapeake. Como dice Raffi Khatchadourian, el equipo de Ketchum pensaba que las "sustancias químicas eran instrumentos más humanos de guerra que las balas y la esquirla de las granadas" (New Yorker, 17 de diciembre 2012). No se trataba del malhadado gas mostaza, ni siquiera del "agente naranja"; estos químicos producían alucinaciones y debían ser empleados para que la mente de los enemigos no funcionara por un tiempo, el suficiente para ganar un combate.  

Las intenciones de Ketchum no eran ajenas a las de un sector influyente del ejército. Después de todo, ¿quién no quiere ganar una guerra sin disparar muchas balas? Fue el mismo presidente Eisenhower quien, cansado de las "miserias del combate frontal" -las palabras son de Steve Coll (New Yorker, 6 de mayo 2013)--, autorizó a la CIA a emprender asesinatos de líderes enemigos. Así cayeron muchos líderes en las siguientes décadas, entre ellos Jacobo Arbenz y Salvador Allende. Así la CIA, a principios de los sesenta, encontró la forma de deshacerse de Patrice Lumumba, presidente del Congo. Matar a Lumumba podía ser visto como un gesto capaz de salvar vidas; para el gobierno norteamericano, Lumumba no había sido capaz de enfrentarse con fuerza al comunismo, de modo que su asesinato podría evitar muchas otras muertes de gente inocente ante el avance comunista.

Ketchum experimentó con soldados del ejército norteamericano, obligados por las circunstancias a servir de "conejillos de indias". A ellos se les administró, entre otras cosas, LSD, gas lacrimógeno y el agente letal VX. La gran mayoría terminó sufriendo problemas cognitivos serios, pesadillas, ansiedad y depresión. Hoy el ejército se enfrenta a un juicio por parte de los sobrevivientes, y Ketchum, a los 81 años, se sentará en el banquillo de los acusados. Ni siquiera las pruebas contundentes del sufrimiento de los soldados ha hecho cambiar de opinión a este anciano locuaz; salvar vidas justificaba todo, dice.

Al final, después de más de una década de experimentos, el ejército decidió que las armas químicas eran impredecibles y canceló el Proyecto 112. Sin embargo, todavía queda en el gobierno el deseo de ganar una guerra sin exponer a sus soldados. Después del ataque a las torres gemelas, Bush autorizó a que la CIA se encargara del "asesinato selectivo" de terroristas de Al Qaeda en Irak y Afganistán; años después, esa orden la expandió Obama a Pakistán. Gracias a los drones, esos eficientes aviones militares no tripulados, se calcula que alrededor de 5000 supuestos terroristas han sido eliminados. Esos hombres estaban en una fiesta o en un bazar cuando les llegó la muerte desde el cielo; nunca vieron a su enemigo, no hubo juicio que dictaminara su culpa o inocencia, ni su gobierno hizo nada por defenderlos.

Al coronel Ketchum le llegará la hora de enfrentarse a un tribunal; Eisenhower, Bush, Obama y tantos otros presidentes norteamericanos, empeñados en minimizar las heridas que provoca un combate, han sido muy efectivos a la hora de hipotecar la moral del imperio. No hay guerra limpia posible, ni siquiera la teledirigida o la de los laboratorios.

 

 (El Deber, 11 de mayo 2013)

 

 



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15 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: La fantasía científica de Eduardo L. Holmberg

Eduardo Ladislao Holmberg (1852-1937) pertenecía a la minoría ilustrada, liberal y progresista, que se arrogó la tarea de modernizar las estructuras de la nación argentina en las últimas décadas del siglo XIX. Como buen miembro de la llamada generación del 80, era positivista. Influido por Darwin, como naturalista hizo cosas importantes como explorar todos los paisajes bioclimáticos de los que constaba la Argentina; esa vocación científica no lo llevó a oponerse al arte, pues entre sus múltiples intereses se encontraba la escritura. Olvidado durante mucho tiempo, hace unos treinta años comenzó su rescate. Hoy es cada vez más mencionado, aunque sólo sea para reconocer su trabajo como precursor de la literatura de género -la fantástica, la detectivesca- en un momento en que en el continente no se había tomado conciencia de estos géneros. Pero Holmberg es más que eso.

Holmberg escribió una de las primeras novelas policiales en español (La bolsa de huesos, 1896) y una de las primeras de ciencia ficción (Viaje maravilloso del señor Nic-Nac, 1875). Las dos novelas se caracterizan más por sus buenas intenciones que por ser libros redondos merecedores del elogio; el texto por el que Holmberg verdaderamente quedará es "Horacio Kalibang o los autómatas" (1879), un cuento de "fantasía científica" sobre el autómata, esa figura mecánica que se anticipó al robot y que fascinaba por su parecido con el ser humano. Es el viejo tópico literario del doble, actualizado para una época dominada por la tecnología. Holmberg encuentra inquietante el parecido, pues el simulacro puede falsificar al hombre y reemplazarlo ("si son ellos los autómatas o si lo somos nosotros, no lo sé"). De hecho, eso es lo que ocurre en el cuento, lo cual provoca una reconceptualización ontológica de lo que se entiende por el hombre: "¿Qué es el cerebro, sino una máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma sino el conjunto de esas funciones mecánicas?" (Bioy Casares hará preguntas similares en La invención de Morel)

     La editorial Simurg ha publicado de Holmberg Figuras de cera y otros textos (2000) y El tipo más original y otras páginas (2001). "Horacio Kalibang" se puede encontrar en la red (http://axxon.com.ar/rev/162/c-162cuento14.htm).

 

(El País, 11 de mayo 2013)

 



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13 de mayo de 2013
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