Pero a las cuatro horas de habitación, ya nos hemos curado de tonterías. Porque para los acompañantes más incómodo que el olor es la silla, y con suerte el sillón, donde tendremos que pasar la noche. Lo que no es para tanto porque si llegamos a coger el sueño, con el cuello torcido y los pies hinchados, será como viajar en turista. En cualquier caso, el sueño no será muy largo porque las enfermeras con sus continuas entradas y salidas nos recuerdan que esto no es un hotel. Sin embargo, no nos prohíben estar aquí mortificándonos, lo que en el fondo sería un alivio porque nos descargarían de la responsabilidad de tener que estar aquí todo el tiempo, descansaríamos más y podríamos hacer frente a la situación en mejores condiciones.
Es curioso porque la habitación, sobre todo si es de la Seguridad Social (lo digo porque es compartida), acaba abduciéndonos. Llegamos a conocer la vida del de la cama de al lado con pelos y señales, a sentirnos sus cómplices, a llamar al timbre si se le agota el suero. Llegamos a conocer a su marido o mujer, a sus hijos o padres y a saber quién se preocupa más por el enfermo, y cuando le trasladan o le dan el alta, casi le echamos de menos. Al fin y al cabo, una habitación de hospital es parecida a una novela o una película: el protagonista está en la cama y el resto de los personajes de su historia van y vienen formando un cuadro borroso de su vida hasta para él mismo. A veces incluso se convierte en el camarote de los hermanos Marx y tiene que llegar un sanitario a poner orden.
