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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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La prudencia posmoderna de la crítica

Las críticas adversas que en su día recibieron las obras literarias hoy consagradas, ¿de qué nos van a servir? A veces para recordar lo que ciertos libros ponen en evidencia. Que el gusto estético de cada época hace incomprensible lo que tiempo después resulta admirable.

Una nueva lectura de aquellas piezas nos ayuda a entender cómo mutan con el paso del tiempo nuestras preferencias. Lo que fue rechazado, regresa envuelto en un aura de buena reputación. Lo que fue ilegible, revela lo que no supimos ver. Es un escarmiento el que ha educado nuestra moderna precaución.

Las severas críticas lanzadas entonces contra estas ateridas obras maestras fueron juicios sin apelación. Hoy nos sorprende que sus autores no fueran más cautos. Que no sospecharan la envergadura del error. ¿A qué viene tanto atrevimiento? ¿Acaso eran entonces los críticos más osados? ¿No dudaban a la hora de desdeñar los buenos oficios del autor?

Imputamos a la crítica contemporánea un exceso de amistad con los autores que reseña, una promiscua familiaridad con sus editores o una complacencia perezosa con la corriente comercial que inunda las librerías. Pero quizá los críticos sean el inevitable fruto de la posmodernidad que tantas veces ha meditado su propia historia. Quizá los críticos hayan aprendido a relativizar su propia mirada, sus modelos de referencia, sus gustos personales. Quizá teman el juicio de la posteridad. Pasar a la historia como aquél que no supo ver la verdad que tenía en las manos. Quién sabe.



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24 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Preferiría no saberlo

¿A qué hora debe morir un hombre? Por grande que sea la curiosidad que nos lleva a hurgar en el destino, la mayoría de nosotros preferiría no saberlo. Felizmente consolados por esta santa ignorancia, que tanto nos ofende, vivimos como si tal cosa o nos comportamos como si esto fuera a durar siempre.

Pero hay hombres para los que la muerte no es una contrariedad que valga la pena tener en cuenta. Aunque supieran cuándo y cómo, dónde y a qué hora, su estilo confundiría a la mortalidad que acecha a la vuelta de la esquina y su desbordada vitalidad seguiría siendo muy temeraria.

Yo no podía imaginar a Carlos Fuentes sentado como un viejito en su mecedora y muchas veces me pregunté si algún día, cortésmente, dejaría pasar de largo la ocasión de hacer lo que no había hecho o decir lo que no había dicho todavía. Durante su larga y prolífica existencia Carlos ha sido un personaje infatigable al que la más breve de las pausas le resultaba insoportable. Por descorazonador que sea decirle adiós a un amigo por última vez, lo cierto es que uno debe agradecer a ese opaco e impredecible destino que Carlos se haya ido de repente, sin desfallecer, y en pleno uso de sus facultades físicas, sus dominios intelectuales y con la inolvidable complicidad de su humor.

Por más que fueran pasando los años, Carlos Fuentes conservaba erguido su porte, viva su descomunal memoria, lúcido su pensamiento, elocuente su verbo e inaplazable su cita diaria con la escritura. Sin dejar de ocuparse en su gran novela, la que empezó a publicar en la década de los cincuenta, Carlos Fuentes dictaba lecciones, escribía artículos, pronunciaba conferencias, acudía a foros y congresos y no dejaba de polemizar con el rumbo torcido de la Humanidad.

Todavía es pronto para calibrar el vacío que dejará su ausencia, pero ya se adivina la soledad en la que ha dejado a algunas de las ilustres tribunas iberoamericanas. Carlos Fuentes ha sido un intelectual de acción del siglo XX, dotado con un raro don de gentes, una habilidad insólita para cultivar centenares de conversaciones simultáneas, una exquisita destreza diplomática y un savoir faire que le hacía destacar en cualquiera de los juegos mundanos de nuestro tiempo. Su rotundo discurso político conciliaba la gran tradición cultural europea con el arte de afrontar dilemas sociales y no dejaba de alentar a los líderes gubernamentales que se deslizan hacia la abrumada impotencia contemporánea.

Carlos ha sido un hombre de buena voluntad pero sobre todo ha sido un hombre de voluntad, de genio y fortaleza. Querer es poder -pensaba- y nada celebró con más alegría que el azar de encontrarse con hombres imbuidos por la misma certeza. Los temerosos le inspiraban una agria prevención, pues sin duda el miedo, en la vida y en la vida literaria, preludia decepcionantes traiciones. No obstante, nada le impedía actuar con una generosidad espléndida y ofrecer su ayuda a todo cuanto joven escritor se cruzara en su camino. Si reconocía la verdadera condición literaria no dudaba en brindarles su amistad y todos los editores que hemos tratado con él sabemos lo que eso significa: un elogio sin tacañería. Debe recordarse que esta singular cualidad de Carlos no fue el fruto de su posición como autor maduro y reconocido. Lo testimonia José Donoso cuando cuenta como un joven Carlos Fuentes gestionó la publicación de su obra en Estados Unidos.

Como protagonista de la insurgencia estética que supuso el boom narrativo latinoamericano, Carlos Fuentes fue también un agitador, un activísimo enlace entre España y América, un promotor de encuentros y debates que generaban conocimiento y desencadenaban las poderosas influencias que tan fértiles han resultado en las más recientes generaciones literarias. También en este territorio de invención y de imaginación se notará la ausencia del más optimista de los escritores.

Estos méritos pueden parecer rasgos de un inventario biográfico, pero sólo adquieren su sentido en una personalidad consagrada a la amistad. Si algo veneraba Carlos, además de a la periodista Silvia Lemus, su esposa y compañera, es la complicidad de la inteligencia y la fraternidad de los cómplices. El rescate de una obra literaria perdida, sacar a un escritor de la cárcel o postularlo para un merecido premio, es algo que vale la pena sólo cuando la confabulación es una noble alianza. Téngase en cuenta que esto sucedía en un hombre sobrio, pulcro, que no se consentía el más mínimo sentimentalismo.

El más reciente empeño que compartimos con Carlos fue rescatar de las cenizas del pasado al legendario Premio Formentor. Nos costó algunos años de apacibles conversaciones, pero lo que Carlos no supo hasta el último momento es que, a sus espaldas, el empresario Simón Pedro Barceló, la familia Buadas y yo lo preparamos todo para que fuera precisamente Carlos Fuentes el primer galardonado por un premio consagrado a la literatura, a la ensoñación que inspiran las grandes obras literarias.



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21 de mayo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un arte que agoniza

Anatomía de la influencia es un tratado sobre los autores eminentes que pueblan el olimpo de la literatura occidental. Aunque en esta ocasión Harold Bloom es elegíaco y celebra sus 80 años con un testamento: "Ya no lucharé contra los Resentidos. Nos uniremos todos en nuestro polvo común".

Bloom reitera en esta larga meditación su teoría sobre la ansiedad que corroe a los grandes escritores, nos contagia el fervor religioso por la lectura, nos introduce en la sutileza de su discurso hermético y nos remite al origen de su veneración: al inolvidable asombro que producen las grandes obras cuando se leen por primera vez.

Lo excepcionalmente notorio en Bloom es la persuasión de su estilo y cómo elude el tedioso razonamiento académico. Pero no es fácil seguirle: su celebración de la literatura exige una solvente familiaridad con los libros supremos y saberlos de memoria tras una lectura tan extensa como profunda.

La ansiedad y la influencia son el secreto de la imaginación literaria y sin esta energía el escritor deambulará sin nada que hacer. Bloom es un déspota muy ilustrado y sus razones se sancionan a sí mismas como profecías. Traza el mapa de los senderos que unen a cada escritor eminente con todos los demás y menciona la influencia que algunos han llegado a tener sobre sus antepasados. Una conjetura que perturba la buena fe de sus lectores. 

Bloom es elocuente, reiterativo, insistente, pues considera que nada ha sido cabalmente entendido. Las obras maestras, advierte, están por encima de nuestra comprensión. Salvo que nos propongamos leerlas una y otra vez durante toda la vida.

El viejo crítico Bloom dedica un último desdén a los resentidos -los melifluos, torturados y hostiles resentidos- y con alegría adolescente vivifica el entusiasmo de la primera lectura. Bloom expande este espíritu insolente, lo incrementa, lo santifica.

Los grandes escritores han sido conmovidos por una envidia sagrada, dice, pero nadie escoge al maestro de su veneración. Cada autor eminente ha sido elegido por su precursor literario. O aceptamos esta violenta premisa o la rechazamos. No es objeto de discusión. La influencia produce ansiedad y ésta obliga a evocar, imitar, saquear y suplantar al autor predilecto. Pero sin la complicidad del antepasado ilustre, la obra literaria sólo será un simulacro.

Bloom, que se considera un laico de inclinaciones gnósticas, un esteta literario que idolatra a Shakespeare, un hereje judío, un lector esotérico, un crítico longiano que celebra lo sublime como la suprema virtud estética, afirma que la gran literatura existe y que es posible apreciar "el brío de una energía sobrenatural en su vigor lingüístico". Bloom ha resultado ser un arconte de esa Religión Americana cuyo único dogma es la Seguridad en Uno Mismo. Una especie de entereza o unión de cada hombre con el sí mismo desconocido.

Si alguno necesitara abreviar los libros de Bloom en un único párrafo, quizá podría conformarse con lo siguiente: "Shakespeare, que no profesa ninguna creencia y que es sabio sin énfasis ni agresividad, posee su propio método de conocimiento y es el precursor de todo el mundo: Walt Whitman, James Joyce, Herman Melville, William Blake, Emily Dickinson, Sigmund Freud, Marcel Proust, Samuel Becket, Franz Kafka, Pessoa, Borges...".

¿Por quién se siente elegido Bloom? A ratos por Ralph Waldo Emerson y en otras ocasiones por Samuel Johnson. Aunque esto debería decirlo él, y no yo. Cuando Bloom recuerda al que ha sido considerado el primer filósofo americano da la sensación de estar hablando de sí mismo: "Leer a Emerson resulta a veces desconcertante, en parte porque es un aforista que piensa en frases aisladas. Sus párrafos resultan a menudo espasmódicos, y su mente incansable está siempre en alguna encrucijada".

Bloom es una figura señera de nuestro tiempo que acude en socorro del lector agobiado por la trivialidad contemporánea y le anima a frecuentar sin complejos los grandes monumentos literarios. Bloom afirma que leer, releer, evaluar y apreciar es el verdadero arte de la crítica literaria en un mundo en el que los libros malos desplazan a los buenos y leer es un arte que agoniza.

¿Cuál es la influencia de Bloom en España? Anagrama, Taurus, Páginas de Espuma y otros editores lo mantienen en sus catálogos pues ha conseguido una considerable atención entre los lectores que aceptan su gran epigrama: sólo por las grandes obras literarias llegaremos a saber quién somos -y la sentencia inversa sigue siendo cierta.

¿Cómo modifica Bloom la conciencia que la literatura tiene de sí misma? Su credo irónico, y ciertamente melancólico, consagra la rivalidad entre los dos grandes impacientes de nuestro tiempo: el escritor que quiere ser el Yo de sus lectores y el autor que quiere ser el Yo de sí mismo. No sólo dos modos de entender la literatura sino dos maneras de estar en el mundo, dos estilos de vida. El escritor que se ha propuesto contar historias sale al encuentro de los hombres; el autor que las concibe, los espera con recelo. Mientras aquél escribe para un público vehemente; éste lo hace para una mentalidad. Mientras uno intuye con habilidad el gusto de la multitud; el otro cultiva lo que no ha sido degustado. Uno celebra la fama; el otro sólo teme al destino. El escritor se deleita con su éxito; el autor se pondera con perplejidad. Uno es narcisista; el otro, solipsista. Uno es el fruto de la admiración popular; el otro lamenta la suerte de no serlo.

Dos estirpes, podría decirse, condenadas a una perpetua porfía, forjan cada una a su manera, con destreza narrativa y ensimismamiento sapiencial, el arte de la ficción que hoy nos entretiene o nos desvela.



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16 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Mesías vive (y padece) en el Bronx

A los escasos lectores españoles familiarizados con las páginas de la Biblia no les escandalizará el atrevimiento de James Frey ni lo considerarán una blasfemia pues en "El último testamento" verán aletear el mismo espíritu que inspiró a los primeros evangelistas.

La salvedad más reseñable en este episodio del Mesías finalmente aparecido es la ausencia de esperanza. Como si el escriba no quisiera dar a los hombres la oportunidad de esconderse en un nuevo engaño sagrado ni animarles a encontrar consuelo en otro refugio imaginario.

El judío de estirpe davídica nace con los signos de la gran premonición, procura llevar una vida modesta, amable y pacífica en el Bronx de Nueva York, inspira ternura a los que se topan con él, pero la violencia que el mundo descarga sobre su frágil figura de hombre paciente y bondadoso, siembra las páginas de "El último testamento" de una amarga  desolación.

Ben Sion Avrohom es el nuevo Mesías pero se limita a repetir lo que del primero no se quiso entender. Que todo se reduce a amar a tu enemigo y a poner la otra mejilla cuando la tome contigo. Las consecuencias, obviamente para nosotros, son desastrosas. La mansedumbre excita el insaciable sadismo del mundo y Ben Sion acepta soportar su martirio ante los ojos atónitos del lector.

El Mesías regresa sin proclamas, ángeles ni trompetas, aparece en unos repugnantes barrios, violentos y miserables, y son otra vez los desahuciados, los desgraciados, los apestados, los primeros en comprender el extraño poder de su mirada y la incondicional absolución de su sonrisa.

Los condenados, los delincuentes, yonquis, prostitutas, los que habitan las alcantarillas de la ciudad, son los primeros en reconocerlo. Efectivamente, una sola palabra suya basta para sanarlos. Se liberan del dolor de ser y después de atisbar en sus ojos la inconcebible plenitud de no se sabe qué fuerza, se liberan de lo más importante: de sí mismos.

El libro de Frey ofenderá a los integristas -tanto como lo hizo el texto original a los antiguos devotos- pero el autor confiesa que sólo busca respuesta a una pregunta: ¿qué ocurriría si regresara?

Frey considera que los descubrimientos de la ciencia nos han situado en el último horizonte del conocimiento, al borde mismo de un desvelamiento formidable pero en verdad muy distinto al caudal de ilusiones que hemos incubado durante milenios. No hay nadie a quién rezar, dice Ben Sion, ni cielo ni infierno. Tan sólo hay la vida efímera de unos hombres cuya única redención será amarse mientras estén vivos en esta insólita pausa que hay entre dos eternidades vacías.

Ben Sion regresa para decir esto y quizá por ello es condenado de nuevo al sacrificio. Es el Maestro de Justicia de los esenios, el Nazareno de los cristianos, el Siervo Sufriente de Isaías, el chivo expiatorio de la tragedia humana. Y nos redime aceptando un destino espantoso. No porque sea la víctima de un padre brutal, de un hermano vengativo, de la indigencia, de un accidente, de un cirujano desalmado... Lo que nos parece inconcebible, nuevamente, es que teniendo el poder de librarse de todos los males, acepta cargarlos en su espalda, sufrirlos en un incomprensible gesto de mansa aceptación. El espectáculo de violencia e impotencia en la narración de Frey es conmovedor y difícilmente soportable.



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3 de marzo de 2012
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Tàpies un instante después de morir

 

El hombre se hace a sí mismo a pesar de los demás. Se recrea o disuelve en la mirada avariciosa y temible que tanto miedo nos da. El otro es un déspota como lo soy ahora con Antoni Tápies. Qué me importa lo que quiso ser; tan sólo aprovecho lo que me conviene. Saqueo su texto y prescindo de lo que no me gusta. Rehago sus pensamientos a mi imagen y semejanza. El gran genio a mis órdenes. Después de frotar la lámpara.

"Una vez saturado el gusto de una época por un estilo determinado; una vez gastados los mecanismos para emocionar; una vez descubierta su trampa, se le hace imprescindible al artista hallar otras fórmulas que hagan eficaz su obra". (1955)

"Yo os invito a pensar". (1967)

"Un día traté de llegar directamente al silencio con más resignación, rindiéndome a la fatalidad que gobierna la lucha profunda. Los millones de furiosos zarpazos se convirtieron en millones de granos de polvo..."  (1969)

"A menudo nos hacen aquéllas fatídicas preguntas: ¿qué representa esto? ¿Qué ha querido decir con estas manchas? ¿Cree que con estas rayas la gente comprende sus ideas? (1970)

¿Qué es lo que pasa, pues? ¿Es que los antiguos favorecidos por las musas no pintan ya cosas celestiales? Ellos que siempre habían tratado las grandes solemnidades, ¿no glorifican ya a sus señores, a los dioses, ni a nadie que crea estar en su gracia? Resulta que no. Los artistas, que se consideran los seres más refinados, los más sensibles, hace ya años que no creen en todo esto. Ni dioses ni amos. Nadie es bastante importante para ellos y quisieran que la sociedad creyera lo mismo. En cambio se enamoran de la paja. (1970)

"Entiendo por vulgar el seguimiento de estilos, costumbres tradicionales o creencias célebres...  La vulgaridad, según los antiguos confucianos, debe considerarse una tara moral e intelectual equivalente a la falta de honestidad." (1984)

"A veces son artistas que incluso parecen revestidos de una suerte de espíritu medio iniciático medio profético, a los que tampoco falta el sentido de la ironía y del humor" (1989)

(Citas extraídas de la antología de textos publicada por Galaxia Gutenberg en 2008: En blanco y negro)

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9 de febrero de 2012
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Cosas de nosotros mismos que habíamos olvidado

 

Es el más europeo de los escritores norteamericanos. No en balde fue traductor de poesía francesa. Paul Auster, que vive en el acogedor barrio de Brooklyn, posee una extravagante imaginación literaria. Es el creador de un mundo narrativo en el que quieren vivir sus numerosos lectores. Esto no es algo que pueda decirse de cualquiera.

Sus obras son elogiadas por una tribu cada vez más adicta. En España se le celebra y festeja. Tiene algo de ídolo y sus lectores se comportan como idólatras. Se le quiere más que en Estados Unidos. Pero Auster es un escritor prisionero. Sus seguidores tan sólo esperan leer una nueva versión de su anterior novela. Son insaciables.

Su editorial española, Anagrama, publica ahora el primer esbozo de su autobiografía. Por lo visto Auster tiene miedo de hacerse viejo ("Has entrado en el invierno de tu vida") y se ha propuesto recordar algunas cosas. Su Diario de invierno es un autorretrato. Mal acogido por los críticos -y no lo entiendo. Al fin y al cabo ¿para qué escribe un hombre su autobiografía? Para comprenderse mejor y para darse a conocer. Una especie de inventario: ¿realmente existo tal y como me parece? Decídmelo, por favor. El ejercicio es una pausa en la fábrica narrativa. Es una confesión. Hay que hacer caso a los escritores que tienen necesidad de verse en el espejo del recuerdo. ¿No hay aquí algo de ternura, de compasión? Compartirla no puede ser tan malo. Aunque a veces los pensamientos carezcan de grandeza y se limiten a reproducir lo que de otra manera no podría decirse. Si amas a tu mujer y te gusta abrazar a tus hijos y has vencido cualquier pulsión equívoca al respecto, ¿qué otra cosa puedes decir? Salvo el temor a la muerte y a la pérdida de los tuyos, claro.

Auster relata historias de sí mismo, imágenes sueltas en las que se ve haciendo y diciendo cosas que había olvidado. ¿Subsiste este hombre en mí mismo? No importa que me sienta orgulloso o avergonzado de él. ¿Qué puede quedar de él? Auster nos cuenta algún hallazgo imprescindible, quizá tardío: "ignorar lo que dice la gente es beneficioso para la salud mental de un escritor". No hay elipsis ni estrategia: son hechos. Exentos, espero, de imaginación artística. No hay ficción en el hombre que se retrata sin engaño. Podrá haber mala memoria y a veces, algo de pudor. Pero el resto debe ser cierto. Eso espero al menos.

Auster hurga en su memoria para saber algo más de sí mismo y para darse a conocer. ¿Qué puede sacar de todo esto? ¿Qué le impele a ponerse en cuestión de este modo?

"Cuando trabajabas como miembro de la tripulación del buque Esso Florence, amenazaste con golpear e incluso matar a uno de tus camaradas de a bordo por acosarte con insultos antisemitas. Lo agarraste de la camisa, lo incrustaste en la pared y le pusiste el puño en la cara, diciéndole que dejara de insultarte o se atuviera a las consecuencias. Martínez se retractó inmediatamente, pidió disculpas, y no tardasteis mucho en haceros buenos amigos".

Recuerda las sucesivas penurias de su prolongada juventud:

"Aun cuando os advirtió que la casa no estaba en condiciones primorosas, ninguno de los dos imaginó que os esperaba una chabola en ruinas".

Se sorprende al descubrir episodios de una ingenuidad que probablemente todavía se estén incubando en la misma cáscara:

"Entonces fue cuando hiciste la pregunta, pronunciando las desatinadas palabras que demostraban tu absoluta necedad y el hecho de que seguías sin entender nada del pequeño mundo en que por casualidad estabas viviendo. "¿Habéis llamado a la policía?" John sonrió. "Por supuesto que no", contestó. "Los chicos lo han molido a palos, le han roto las piernas con bates de beisbol y lo han metido en un taxi. Jamás se le ocurrirá volver al barrio; si es que quiere seguir respirando". Así fueron tus primeros tiempos en Brookyn."

Paul Auster habla con su difunto padre en sueños:

"Lleva ya muchos años visitándote en una habitación a oscuras al otro lado de la conciencia, sentándose para mantener largas conversaciones contigo, sin prisas, tranquilo y circunspecto, tratándote siempre con amabilidad y buena voluntad, siempre escuchando con atención lo que tienes que decirle, pero en cuanto se acaba el sueño y te despiertas, no recuerdas una sola palabra de lo que cada uno de vosotros ha dicho".

Y así subsiste la vida de un hombre en su memoria.

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2 de febrero de 2012
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La profecía de Alexis de Tocqueville

Ahora que la izquierda ha sido desalojada del poder central, autonómico y municipal por una sociedad inquieta, deprimida y asustada, quizá sea el momento de llevar su batacazo electoral más allá de las retóricas lamentaciones. Si la debacle le anima a emprender la enérgica crítica de sus hábitos, la izquierda podrá descubrir la causa de su fracaso y quizá enmendar el rumbo de su errática deriva. Pero como es probable que no tenga la costumbre de ponerse en cuestión y carezca de valor para sacudirse a sí misma, le resultará muy útil leer el libro del lingüista italiano Raffaele Simone.

Se titula El Monstruo amable: Perché l'Occidente non va a sinistra y es la más despiadada reflexión que puede hacer un intelectual de izquierdas en contra de sus compañeros de partido, movimiento o corriente de opinión.

Sostiene Simone que la izquierda europea lleva tres décadas sin comprender los cambios que han alterado la faz del mundo y que esta ignorancia está en el origen de su terco fracaso. Una grave carencia intelectual y una empecinada miopía política ha lesionado gravemente su influencia y desprestigiado la autoridad de su proyecto histórico.

Las causas de este extravío son innumerables y las cita Simone con destemplado fastidio: la izquierda no se ha querido purgar moralmente por su complicidad con los regímenes mediocres, criminales y despóticos de los "Países del Este", ha fomentado indolentemente la perversión burocrática de sus partidos y sindicatos, se ha despellejado a sí misma en feroces rivalidades sectarias, se ha puesto en evidencia con la extravagante ambición de sus líderes, se ha enredado en las luchas intestinas de las camarillas nepotistas, los grupúsculos de poder y las repugnantes nomenclaturas, ha distorsionado con su demagogia oportunista el lenguaje corriente que le servía para comunicarse con la sociedad, la insuperable cortedad intelectual de sus grupos dirigentes ha impedido formular ideas coherentes sobre los terribles cambios que se avecinaban y que finalmente han tenido lugar, se ha conformado administrando tejemanejes, nombramientos, poltronas y licitaciones...

En suma, se ha negado a sí misma y ha consentido que sus ambiciones históricas fueran desmanteladas, arrinconadas o edulcoradas. Mientras tanto, un poderoso movimiento cultural y económico, ubicuo, amigable, inaprensible, moderno y afable, al que Simone llama la Neoderecha, ha impuesto al mundo los valores que hechizan, seducen y conquistan el corazón de una multitud disgregada, excitada y egoísta. Es la Neoderecha del Archicapitalismo la que ha transformado a la sociedad en una masa de público y clientes exentos de vergüenza y compasión y dispuestos a consumir, desear, endeudarse, divertirse y entusiasmarse en un mercado concebido para satisfacer el más mínimo de sus impulsos.

Con impecable argumentación y ritmo trepidante, el breve ensayo de Simone deja estupefacto al lector y mientras ridiculiza la arrogancia de una izquierda ajena a la envergadura de su catástrofe, dibuja el más desolador panorama que podemos imaginar para el inminente futuro de nuestro mundo.

Cita a Ortega, Passolini, Guy Debord, Hanna Arendt y Spinoza y descubre en el deslumbrante informe publicado en 1840 por Alexis de Tocqueville (La democracia en América) unos reveladores y preocupantes fragmentos proféticos.

Tocqueville "traza hasta el detalle los rasgos de un despotismo del futuro", vislumbra una figura dotada de un poder que nunca se había visto en siglos pasados, un poder capaz de "descender al lado de cada individuo para dirigirlo y guiarlo", un despotismo benigno que "degradará a los hombres sin atormentarlos", un tipo de opresión que no se asemejará a nada de lo que la ha precedido en el mundo.

La cosa es nueva, dice Tocqueville, y por tanto es necesario hacer un esfuerzo para definirla, dado que no consigo denominarla: "veo una multitud innumerable de hombres similares e iguales que dan vuelta sin tregua sobre sí mismos para procurarse pequeños placeres vulgares con los que dan satisfacción a su alma"; sobre ellos "se eleva un poder inmenso y tutelar, absoluto, minucioso, regular, previsor y amable que busca fijar a los hombres en la infancia; que quiere que los ciudadanos lo pasen bien, siempre y cuando no piensen en otra cosa que pasarlo bien.

Este poder no quiebra sus voluntades, las ablanda..."

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26 de enero de 2012
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La endiablada complejidad del pensamiento

Si al viajero le ha complacido alguna vez recorrer los lugares de su predilección con un ejemplar manoseado de la guía baedeker bajo el brazo, vislumbrando con su mirada asombrada la ciudad que creía conocer, viendo por primera vez en la ornamentada fachada la sombra del genio que por allí habitó, o la marca de un encuentro providencial en la encrucijada de unos callejones, y así hasta sentirse abrumado por un mundo que había perdido de vista. Del mismo modo, el lector de Radicales libres se complacerá discurriendo lo que los hombres han pensado y escrito durante su infatigable peregrinación.

El que se haya acostumbrado a leer a José María Ridao en las páginas de El País entenderá por qué el escritor se desprende momentáneamente de un periodismo que a la postre sólo sabe hablar de sí mismo. Pues ya no son las noticias con que este género sostiene la ilusión de la novedad (a menudo trufada de una insoportable trivialidad), sino unas reveladoras noticias perdidas las que concitan su implacable ejercicio de sagacidad.

Como un viajero alentado por la certeza de estar descubriendo una geografía falsificada hasta entonces por la indolencia, el lector de Radicales libres discurre el significado de unas obras que sin esta nueva mirada se habrían extraviado. El inquisitivo retorno a Flaubert, Lampedusa, Strindberg, Swift, Starobinski, Ibsen, San Agustín, Freud, Todorov, Antelme, Ignatief, Gide, Gunter Grass, Imre Kertész, junto a centenares de nombres y a las innumerables cuestiones que la lectura inteligente de sus obras suscita, anécdotas que alumbran las reflexiones que hoy nos conciernen, momentos históricos decisivos que necesitan ser recordados, o acontecimientos cuyo significado debe ser rescatado, en una sucesión de fragmentos que el autor hilvana con espíritu enciclopédico y con una prosa tan elocuente como elegante.

Al lector de Ridao le complacerá comprobar que entre tanto simulacro posmoderno lo radical es el punto de vista de la insatisfacción intelectual, el argumento de una razón dispuesta a desmontar el artefacto de la realidad y a pensarlo todo nítidamente otra vez.

Es probable que los Radicales libres provoquen algún desconcierto en esta sociedad adocenada por el confort que prestan las ideas no pensadas. Esa poderosa tiranía de lo políticamente incuestionable, que se consagra dogmáticamente como irrefutable, ya se sabe, aborrece con mal disimulado enojo la arborescente complejidad del pensamiento libre.

Pero las alusiones con que Ridao habla de vez en cuando de sí mismo nos recuerdan que los episodios de Radicales libres pertenecen  al largo itinerario de su aventura intelectual. Ya sea la contemplación de una pintura de Camille Pisarro en Londres, la llegada como joven diplomático a Luanda o el encuentro con cualquiera de las obras maestras que desbroza con tanto respeto como agudeza, son la autobiografía intelectual del autor: en ella se desvela el hercúleo (o jacobita)  combate entablado desde el principio contra la complacencia de una cultura empeñada en propiciar su propia decadencia.

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3 de enero de 2012
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La Folie Baudelaire

El crítico literario que fue indulgente y escrupuloso con tantos mediocres, pero nervioso y huidizo cuando sospechaba alguna excelencia entre sus contemporáneos; el que fue maestro en la reticencia y muy diestro en el arte de masacrar elogiando, no podrá librarse de su maléfica inteligencia y aunque desee permanecer a resguardo en su reposo eterno, se verá perseguido por una posteridad irritada e implacable.

La Folie Baudelaire es un homenaje al estremecido genio, decadente, moderno, morboso y retorcido del gran poeta francés y al mismo tiempo la venganza que Roberto Calasso ejecuta con galante parsimonia contra Sainte Beuve.

No es necesario que el desagravio se extienda a lo largo de las cuatrocientas páginas de su tratado pues basta rescatar en su colofón la remota y olvidada nota secreta que Sainte Beuve dirigió a Napoleón III advirtiéndole del modo en que muchas obras literarias "contribuyen a la disolución de los poderes públicos" y proponiéndole subvencionar "la dirección moral para las obras del ingenio". Como si ya insatisfecho en la tribuna que ocupaba con displicencia, quisiera hacerse acompañar por la milicia y la alta magistratura.

Aun así, la refutación póstuma del gran comisario de las letras francesas la perfecciona Calasso al comparar las avariciosas omisiones de Sainte Beuve con el "descubrimiento" de Laforgue: "Baudelaire fue el primero en contarse a sí mismo sin adoptar un aire inspirado, el primero que no es triunfal sino que se acusa, que muestra sus llagas, su pereza, su inutilidad aburrida en el corazón de este siglo trabajoso y servil, el primero en decirse: la poesía será cosa de iniciados, el primero en hacer comparaciones extraordinarias..."

Baudelaire, el más arcaico de los modernos, el  verbo más poderoso que haya resonado en labios humanos (Proust), la prosa cargada de fluidos eléctricos (Renard), el solitario, impávido defensor del derecho a contradecirse y del derecho a irse, el que admiraba a Chateaubriand por ser el gran aristócrata de la decadencia, el que entró en la zona más oscura y peligrosa de aquello que se puede pensar, se despidió dictando un breve testamento:

"Toda la chusma moderna me horroriza. La virtud, horror. El vicio, horror. El estilo fluido, horror..."

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30 de diciembre de 2011
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Tres filósofos judíos

 

El hombre que piensa y vive como un filósofo, libre de culpa, irreprochable y amante de la sabiduría, percibe en este mundo irresuelto una presencia y es esta fuerza, con mil nombres y ninguno verdadero, la que mientras hace más difícil su existencia, la va cargando de sentido. Un sentido revelado y oculto que nos interpela, requiere, exige, instiga y concita. Pero que no espera ser explicado. Pues tan sólo desea, ciertamente con impaciencia, ser actualizado.

El conocido e influyente filósofo naturalista Hilary Putnam ha escrito esta guía para ayudar al lector a bregar con la obra de tres filósofos judíos y con brevedad espiga lo que le parece más atractivo de Franz Rosenzweig (1886-1929), Martin Buber (1878-1965) y Emmanuel Levinas (1906-1995).

Los tres filósofos judíos hilvanaron en el convulso siglo XX un nuevo pensamiento cuya radical interrogación acerca de la condición humana ha resultado ser una corrosiva impugnación de las cansinas omisiones de nuestra cultura.

La singularidad humana, lo que hace excepcional al hombre, y lo único que a fin de cuentas se espera que comprenda en la encrucijada cósmica que habita, es su disposición a comportarse como un hombre disponible. Una determinación cuya confianza debe ser absoluta pues nada enturbia al hombre que sabe decir "aquí estoy".

Todo hombre siente la obligación (y la ansiedad) de estar abierto a la necesidad, al sufrimiento y a la vulnerabilidad del otro. Y si en algún momento se pregunta ¿por qué debería yo ponerme a su disposición?, delata la carencia vital que le impide consumarse como ser humano.

Este otro es una fisura, un rostro o una huella: sólo puede intuirse, presentirse. Y tan sólo su efímero y huidizo aspecto, mientras uno se dispone a sustituirlo allí en dónde esté sufriendo, permite atisbar la plenitud del sentido.

Un fragmento de Levinas citado por Putnam nos ayuda a comprender la dialéctica de este nuevo pensamiento hablado, que según los autores, sólo cuando salga de las páginas de los libros, será una forma de vida, una experiencia:

"Lo numínico o lo sagrado envuelve y transporta al hombre más allá de sus poderes y de sus voluntades. Pero estos excesos resultan ofensivos para una verdadera libertad... Esta potencia sacramental de lo divino es para el judaísmo una ofensa a la libertad humana y contraria a la educación del hombre. No porque la libertad sea una finalidad en sí misma sino porque sigue siendo la condición de todo valor que el hombre puede alcanzar. Lo sagrado que me envuelve y me transporta es violencia".

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20 de diciembre de 2011
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El Boomeran(g)
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