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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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Conversaciones en Formentor

Aquí estamos, en Formentor, con Jorge Edwards, Fernando Aramburu, Ricardo Menéndez Salmón, Jorge Volpi, Aurelio Major, Mathias Enard, Kenizé Mourad, Vicente Valero, Jordi Gracia, entre tantos otros; y con las editoras Valeria Ciompi, Pilar Álvarez, Elena Ramírez, Valerie Miles...

Hablando del futuro de la novela y de la polémica viva todavía en los suplementos literarios, en los artículos de opinión, en las tertulias. La discusión sobre lo que puede haber de crónica periodística en la ficción novelesca o lo que habrá de imaginación literaria en la memoria histórica.

Para algunos de los que participan en la disputa nacional, digo yo en la inauguración de esta cuarta edición de las Conversaciones literarias de Formentor, la tensión entre crónica y ficción es un falso dilema. El escritor, dicen, es dueño de sus atributos y puede novelar lo que le venga en gana. Nada le perturba. Todo le sirve. Puede inventar sucesos históricos nunca acaecidos, poner nombres reales a personajes imaginarios, dar la voz a los mudos y hacer callar a los deslenguados, desvirtuar lo que dijeron los vivos o atribuir a los muertos lo que nunca llevaron a cabo, puede conmovernos con una historia ficticia y o hacernos desconfiar de un relato real.

El novelista puede hacer
lo que le plazca y puede hacerlo a su antojo, porque su privilegio es la
impunidad.

La novela ha sido un género mestizo, nacido de la fusión de todos los géneros literarios precedentes, y nada debe interponerse en su voracidad.

Ni la moral ni la política deben estorbar. Los que tienen vocación de
legisladores deben sacar sus sucias manos de la novela y dejarla a los únicos
que tienen derecho sobre ella: sus autores.

Otros, consideran rigurosamente respetable el debate sobre los límites que la imaginación debe imponerse a sí misma y el rigor con que la memoria debe hacerse valer. También conceden  al novelista el derecho de hacer lo que quiera, hacer sublime la imagen de una belleza imposible, elevar a la más sagrada condición a un pordiosero, exterminar la bondad de la superficie
de la tierra, o contar el mundo sin importarle cómo es en realidad.

Lo único que no puede
hacer el novelista, dicen éstos, es engañar al lector. Que bastante sufre el
pobre.

El novelista puede seducirnos
y alterar la imagen que nos hacemos de la realidad y por ello no podemos dejarle
ensuciar el mundo real. Sólo faltaría, que añadan más caos a este mundo
caótico.

Conscientes del poder de
la palabra, y de la credulidad de una Humanidad confiada, prefieren evitar la duda
del que se pregunta, después de leer una novela, ¿será verdad, será mentira?

En cualquier caso, no
hace falta decirlo, pero lo digo, en Formentor no nos hemos propuesto sacar
conclusiones. Tan sólo escuchar el curso de la conversación.

Pero la disputa sobre
crónica y ficción, como decía, saca a flote asuntos que trascienden el capricho
del novelista.

Si ahora tuviera que elegir
una buena pieza de crítica literaria, citaría el estudio que Mario Vargas Llosa
dedicó a Cien años de soledad.

En este conocido alarde
de penetración podemos ver muy bien manejadas las herramientas de un género que
quiere ser insobornable y despiadado. Información, ecuanimidad, conocimiento y
perspicacia sustentan un juicio que a veces parece seductor y otras, simplemente,
infalible.

El libro de Mario Vargas
es un ejemplo de lo que debe ser la crítica literaria inteligente y elegante.
Entre otras cosas, porque sin este modo de leer, sin este esclarecimiento, la
lectura de la novela, es imposible. Y a la larga, esto es lo que hará imposible
la supervivencia de la misma novela.

La crítica literaria, contrariamente
a lo que suele creerse, no nos dice lo que debemos leer. Ni siquiera pretende
dictar un juicio sobre lo malo y lo bueno. La crítica nos enseña a leer; esto
es: nos hace descubrir lo que no supimos ver en las novelas que hemos leído.

La crítica literaria nos permite
entender nuestra tradición narrativa y cómo aborda los disturbios de la condición
humana, el misterio del conflicto en el que vivimos atrapados, la opacidad de
nuestros deseos, la indescifrable voluntad en los demás, y ese largo rosario de
enigmas que forman parte de la existencia.

Pero el texto de Mario
Vargas atribuye a la vigorosa estirpe de los grandes novelistas un empeño
sacrílego. El estudio de Vargas dedicado a Gabriel García Márquez, lo
recordarán ustedes, se titula Historia de
un deicidio,
y en el extenso y pormenorizado análisis de la obra maestra del
Gabo nos dice que el novelista quiere sustituir a Dios y convertirse él mismo
en un creador de mundos, en el taumaturgo de las historias y los personajes que
poblarán el imaginario humano con la misma fuerza que el llamado mundo real.

Al presentarnos al
escritor como un deicida, como un celoso competidor de Dios, como un envidioso
imitador del Creador, Vargas da a nuestra tradición narrativa un lugar central
en la cultura y nos advierte de que tras las grandes novelas del siglo está el
genio disidente, arrogante, destemplado y terriblemente inteligente que ha
querido torcer la Historia del Mundo.

Esto es lo que decía
Vargas en 1971.

Más de treinta años
después, el mismo autor reunió sus críticas literarias más destacadas y las
agrupó bajo este rótulo: La verdad de las
mentiras
. En este nuevo y espléndido ejercicio de sagacidad y comprensión,
Vargas nos dice, sin embargo, que un novelista elabora mentiras, convincentes,
atractivas, entretenidas, pero mentiras al fin y al cabo.

Vargas,
inexplicablemente, da por cancelada la terrible ambición de los escritores y
reduce su titánica revuelta prometeica a un simple ejercicio de imaginación
literaria. Olvida el combate trágico de la revuelta que glosó en su libro y nos
consuela con ese ingenioso  y esmerado
oficio que hace las delicias de los  lectores.

¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le
ha ocurrido a nuestra generación, durante el último tercio del siglo XX, para
que la soberbia epopeya de los escritores haya quedado reducida a un artificio
de cuentistas? ¿Cómo hemos podido perder en el curso de este súbito viaje la
más excelsa de nuestras conquistas culturales?

¿Cómo se convirtió el deicida en un mentiroso?

Quizá podamos encontrar
en esta mutación la causa de lo que tanto lamentamos. Me refiero a la confusión,
la confusión que nuestra cultura de la notoriedad difunde cada vez con mayor insensatez:
la confusión entre la novela literaria y la novela de kiosko, entre la
inteligencia y la locuacidad, entre el genio y el ingenio, entre el logro del
estilo y el pensamiento y la redacción de historias entretenidas, entre el
hallazgo y la ocurrencia, la fama y el prestigio, la palabra y la
charlatanería.

Podría decirse de otro
modo. Podríamos decir que una educación deficiente ha deteriorado la capacidad
cognitiva de una población incapaz de seguir el hilo narrativo de un discurso
complejo. Que los medios audiovisuales han infantilizado al adulto hasta
convertirlo en alguien resueltamente incapaz de comprender las estrategias
literarias. Que la lógica del aburrimiento ha sobornado a las mejores cabezas
haciéndolas cómplices de la industria del entretenimiento. Que la obsesión por
la audiencia masiva ha destruido la interlocución cultural. Que la crítica
literaria contribuye con su falsa ecuanimidad a mezclar y confundir las obras
de arte con los productos industriales.

Ya veremos en qué acaba
todo esto. Por el momento, en Formentor, ya seamos deicidas o mentirosos, lo
cierto es que todos somos amantes de la literatura y eso es lo que nos permite,
una vez más, charlar y compartir nuestras ideas, hallazgos, criterios, juicios
y opiniones. Incluso, a veces, con buen humor.

Gracias a todos y
bienvenidos a Formentor.

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16 de septiembre de 2011
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Una profecía del siglo XXI

Aunque la verdad novelesca no sea entre nosotros un objeto de culto, y la añoranza de su prestigio sólo merezca comentarios escépticos, vamos a tener al fin la ocasión de celebrar la novela profética que el nuevo siglo estaba esperando.

Es probable que a los lectores, siempre tan impacientes, les resulte desconcertante la arrogancia de un relato que a primera vista parece un hermético ejercicio de complejidad narrativa. Pero una vez dominado el hábito caprichoso de nuestra indolencia, esa pereza que tantos escritores se han propuesto halagar, podremos atisbar el sentido disimulado en la ficción de una obra reveladora.

Thomas Pynchon desafía en la mejor de sus novelas -Against the Day, Contraluz, Tusquets 2010- los límites de lo que puede ser contado. Es exhaustivo en su ambición naturalista y deslumbrante en la soberbia con que golpea todo lo que nombra. La bella elocuencia de sus figuras narrativas sostiene sin desmayo una intrigante visión de la Historia y su intensidad dramática mantiene la encarnadura de unos personajes obligados a vivir la ineludible disyuntiva de redención o perdición. Anarquistas justicieros, espías emboscados, matemáticos iluminados, potentados insaciables, pistoleros de moral cortesana, espiritistas, vagabundos y exploradores de una fantasmagórica geografía protagonizan una trama argumental en la que nadie sabe quién es. Todos se sienten, sin embargo, profundamente conmovidos, en la tupida existencia de esta fábula mistérica, por la inminencia de un colapso apocalíptico.

En Against the Day, relato que transcurre entre la Exposición Universal de Chicago de 1893 y los días previos al estallido de la Primera Guerra Mundial (una época elegida por el autor como réplica de la nuestra), confluyen los recursos literarios de todos los géneros. En sus páginas reverbera la indignada esperanza que John Steinbeck glosó en Las uvas de la ira y la cínica cautela de Dashiell Hammett en Cosecha roja, la violenta épica del western (se ve que el mito de la guerra contra los indios encubrió el tiroteo, igualmente fundacional, entre los sindicalistas y los detectives de la agencia Pinkerton), las licencias juveniles de la novela de aventuras (como si Harry Potter pudiera pasearse por Yoknapatawpha), las intuiciones de la ciencia ficción, una libérrima trama de enigma y misterio y la potestad histriónica de un autor que siempre sabe adónde va.

Pynchon recuerda a Walt Whitman cuando enumera lo que presiente, a William Blake cuando nos enseña los secretos de este mundo, a Julio Verne cuando nos instruye con artefactos visionarios. Aunando la energía narrativa de sus antepasados Pynchon nos cuenta la desordenada furia de una época que mientras ve desmoronarse su jactancia se revuelve contra sí misma en un desesperado intento por negar la fuerza con que ha tenido lugar una nueva vuelta de tuerca. ¿No será este también el signo de nuestro tiempo?

Nos hemos acostumbrado a tratar con respeto y displicencia a los científicos que no entendemos. Como oráculos de un conocimiento inaccesible o como artífices de un saber que solo a ellos concierne. Pero en Against the Day el matemático trabaja para potencias interesadas en algo más que el negocio tecnológico. Tesla (el Prometeo de la electricidad despedazado por Edison, Marconi y Westinghouse), Hamilton, con sus cuaterniones, Maxwell, con su teoría electromagnética, Poincaré con su conjetura o Riemann con su hipótesis, aparecen en la novela como los brujos de un poder muy alejado del optimismo racionalista de la Ilustración. Las contribuciones de su inteligencia, extasiada ante las inesperadas dimensiones de lo Real, no han alterado nuestra comprensión básica del Universo (aún preferimos conversar con Euclides y Newton) y lo cierto es que para sus descubrimientos no tenemos todavía el adecuado arsenal de ideas. Si el mundo que hemos conquistado y dominado resulta imprevisible, arisco y hostil ¿qué haremos cuando comprendamos de verdad las abismales revelaciones de la Ciencia? ¿Seremos capaces de integrarlas en un nuevo sentido común? ¿Sabremos escribir un nuevo relato sobre el origen del mundo, la naturaleza del alma o el destino del hombre? Against the Day es el más ambicioso logro realizado hasta la fecha para novelar lo que ocurre en esta chirriante bisagra de la Historia.

La imaginación pynchonesca es la de un ironista trágico cuya sabiduría se enmascara tras la parodia de nuestra ansiedad. Against the Day es el fruto de una confabulación alentada por poderosas premoniciones y la epopeya profética que desvelará el sentido del expectante siglo XXI. Al final de este gran relato novelesco prevalece la emoción con que cada personaje se ha visto enfrentado al crucial dilema de su tortuoso camino: o la violencia (en cualquiera de los sofisticados grados a los que nos tiene acostumbrados la civilización) o el casi inenarrable misterio de un espíritu que, efectivamente, siempre sopla donde quiere.

De la sinfonía simbólica orquestada por Pynchon ante la mirada perpleja de sus lectores hay que citar como colofón el antiguo sello del gobierno tibetano que a título de autoridad reproduce el autor en las guardas de su impetuosa novela: un león blanco junto a las encrespadas cumbres del Himalaya.

Publicado en El País, 17 de diciembre 2010

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18 de diciembre de 2010
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Así no hay quién pueda

 

El oficio del crítico literario exige estar bien informado, elegir lo prometedor y razonar la jerarquía que imponen sus valores. Una presunción imprescindible, además del buen criterio que se le supone, es su olfato para descubrir el talento, la creatividad, el estilo y las ideas ocultas en la gran literatura.

Recuerdo esto a cuento de la decepción de Santos Sanz Villanueva ante los ejercicios literarios colgados en la Red. Su artículo, publicado en el número 273 de Cuadernos Hispanoamericanos, no deja lugar a dudas: "los efectos renovadores que la Red prometía son más virtuales que el propio soporte". Sanz estudia la obra de cuatro autores hechos a sí mismos en la Red y después de dedicarles algún benevolente juicio -"un dietario de trivialidades", "un cuaderno de apuntes"...- se pregunta en que acabará la promesa de los nuevos lenguajes narrativos.

Además de las insuficiencias señaladas por Santos Sanz, me apresuro a subrayar la insalvable distancia que separa a la cultura del Libro de la cultura de la Red. Aunque el mito literario nos haya invitado a tratar al autor como al animal sagrado de un panteón divino, lo cierto es que la literatura es un conglomerado de acontecimientos sin el cual su poder se extinguiría. La literatura es el autor, por supuesto, pero al mismo tiempo es el editor, el libro, el librero, el periódico, el profesor, el crítico y el lector. Es ésta comunidad la que hace viable la percepción cognitiva de lo literario.

La literatura es además un incesante ejercicio de comparación. Todo en la literatura sucede en relación a otra cosa: cada relato pertenece a un corpus de narraciones cuya escritura se remonta al comienzo de la tradición en la que se inserta.  Nuestra percepción de lo literario -ya sea el conocimiento que imparte o el goce estético que procura- depende de los agentes culturales implicados en el imaginario histórico y sin su comprometida participación el edificio de nuestra literatura se desplomará.

No es extraño que ante "los varios millones de blogs en todas las lenguas" el crítico literario padezca un irritado enojo. No sólo no tiene modo de seguir razonablemente el desarrollo de sus creaciones, no sólo carece de las referencias necesarias a la erudición comparativa, sino que, además, se encuentra solo ante el descomunal reclamo de los autores virtuales. Han aparecido por su cuenta en la Red, sin el filtro con que los editores y el resto de la comunidad literaria contribuye a clasificar la obra de los nuevos valores.

 

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6 de noviembre de 2010
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Memorias de Barcelona

 

Los seis personajes elegidos por Josep María Castellet para restaurar la memoria del tiempo desaparecido -como comprobará el lector de Seductores, ilustrados y visionarios- protagonizan un período de la historia de España sometido a una torturada revisión sentimental por parte de una generación a la que cabe considerar víctima de un desafortunado azar. Al fin y al cabo los que crecieron en aquella posguerra mendicante (pues no sólo pan pide el hombre) bien podrían haber nacido en el París de la Belle Époque o en cualquiera de las metrópolis cuyo esplendor intelectual tanto anhelaron durante su duro, solitario y fructífero período de auto aprendizaje.

El nuevo ejercicio autobiográfico de Castellet (después de Escenarios de la memoria, 1988) nos permite familiarizarnos de nuevo con su entorno y entrometernos en la amistad del autor con unos hombres de letras que fueron decisivos en la historia cultural de una disidencia forjada en los límites de lo vitalmente soportable.

Pues los seis elegidos por Castellet (Manuel Sacristán, Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Joan Fuster, Alfonso Carlos Comín y Terenci Moix, una generación bisagra entre aquello y esto), comparten en diferentes grados de intensidad y pasión el síndrome que los identifica: la oculta, inquieta y a veces espeluznante pulsión autocrítica que conmovió sus mejores años de juventud y creación, la insatisfacción mordaz que agitó su talento, su espléndida y luminosa vocación de ser.

La crónica del momento que germina en la ciudad de Barcelona, en la culta, elegante y sofisticada ciudad de los modos florentinos, habitada por tantos personajes imprescindibles, revela en este recomendable relato memorialístico la singular y quizá irrepetible oportunidad que tuvo entonces nuestro país por rescatarse a sí mismo de las dolidas penumbras del pasado.

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4 de noviembre de 2010
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La vida y el sueño

 

Estoy leyendo el ensayo que Jacobo Siruela dedica a la historia de los sueños. Una historia que, como bien advierte el autor, nunca antes había sido escrita. "El mundo bajo los párpados" será por ello una referencia ineludible entre los que quieran asomarse al resbaladizo e imprevisible universo onírico del hombre.

Su elocuente inventario de los testimonios escritos durante siglos nos permite hacernos una idea cabal del territorio que sin cesar se insinúa bajo la conciencia y de cuán extraña ha sido su influencia en la historia de la cultura. Los más remotos relatos atestiguan estupefacción, miedo, superstición, pero también, entre los más sagaces, una inteligencia dispuesta a penetrar lo que a veces nos parece un conglomerado de imágenes caóticas.

Cada época y cada región cultural ha elaborado sus patrones hermenéuticos y no siempre se ha eludido el resignado tópico del misterio impuesto por nuestras limitaciones cognitivas. Siruela cita a Jung para dibujar el asunto del que estamos hablando: "Un sueño es como un teatro en el que el soñante es escenario, actor, apuntador, director de escena, autor, público y crítico". Podríamos añadir: soñante es también el que lo olvida todo al despertar. La amnesia matutina puede ser un castigo del que no todos consiguen librarse. Y convendría propiciar en las escuelas, a esa edad en la que no todo está perdido, un ejercicio de memoria activa. Retener los sueños mediante el deliberado esfuerzo de relatar y consignar lo que ha sido vivido. El matiz es importante: los sueños no se ven, se viven. La experiencia onírica, a pesar de nuestras prevenciones o descuidos, constituye a la personalidad tanto como la actividad de la vigilia.

La fenomenología de los sueños que emprende Siruela, con reveladoras noticias sobre personajes históricos, permite alumbrar zonas del ser que de otro permanecerían sepultadas. ¿Por qué somos como somos? ¿Qué aspecto del yo permanece latente y siempre a punto de brotar? ¿Qué cosa es la Naturaleza humana?

El mundo bajo los párpados, publicado por Atalanta, es una contribución excelente a ese proceso de conocimiento (que también es de reconocimiento) al que está irremediablemente abocada la conciencia. Ya saben, esa vieja cita cada día más urgente y decisiva.

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3 de noviembre de 2010
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Los malos tiempos

 

Los indicadores y las estadísticas que tímidamente reflejan los indicios de una anhelada recuperación económica producen en el ánimo de los contribuyentes una tímida euforia. Los más afectados por la epidemia del paro no tienen motivos para celebrar una posibilidad tan remota pero los que están al borde del colapso se sienten inclinados a creer que quizá puedan salvarse de lo peor.

Las informaciones contradictorias que reproduce la prensa (repuntes de la Bolsa, grandes beneficios a final del ejercicio de algunas empresas, colas de trabajadores en paro...) dejan en evidencia lo frágiles que somos y cuánto se agradece en estas circunstancias la más leve de las esperanzas.

En cualquier caso, la incertidumbre y el lúgubre anuncio de los malos tiempos rescatan reflexiones que hace una década eran imposibles: ¿en verdad queremos vivir peligrosamente? ¿Nos complace tanto el riesgo de enriquecernos junto al acantilado de la ruina? ¿No sería mejor conformarse con una vida modesta, sin sobresaltos?

Sin embargo, la simple mención de los horizontes "sostenibles" ha llegado a ser un anatema inadmisible entre los agentes sociales: el "crecimiento cero" es sinónimo de catástrofe. Para el sistema que hemos construido no hay alternativa a un trágico dilema: o se crece devorando recursos energéticos o nos hundimos en una crisis de secuelas indeseables: paro, déficit, quiebra del Estado del Bienestar...

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2 de noviembre de 2010
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Viaje al centro de sí mismo

Cuando se hayan desvanecido los restos de nuestra egolatría nacional, ese amasijo de presunciones tan arrogantes como amargas, se comprenderá mejor la excepcionalidad de un libro que ha sido escrito lejos del influjo de la España saturnal. Distanciado por carácter de las furiosas polémicas mediáticas, exento del tributo intelectual ofrecido a los clanes dominantes, libre de la pasión fratricida que tanto consuelo procura a combatientes y tertulianos, el escritor y filósofo Rafael Argullol ha elaborado una majestuosa evocación literaria con el único yo digno de tal nombre.

Argullol ha elaborado una majestuosa evocación literaria con el único yo digno de tal nombre

Es probable que las 1.200 páginas de Visión desde el fondo del mar sean leídas como la recapitulación autobiográfica de un autor especialmente dotado para recordar los momentos más significativos de su intensa y prolífica existencia. Pero en lugar de apuntalar la estampa social del ego imaginario -como intenta siempre ese memorialismo hecho de embarazosas omisiones- el libro de Argullol relata con gran riqueza de detalle un viaje emprendido hacia el más revelador centro de sí mismo.

En esta pródiga memoria, los lugares visitados, los hombres conocidos, las imágenes atisbadas, los pensamientos concebidos, las palabras en algún momento pronunciadas y los sueños recordados emergen con fuerza inusitada. Pero la mirada que los rescata del pasado no solo es uno de los ejercicios de introspección más lúcidos a los que tendremos acceso. El testimonio del cosmopolita ilustrado se transforma a lo largo y ancho del libro, mientras recorre desiertos, selvas, ciudades y algún que otro infierno, en una conmovedora lección existencial.

Al lector le resultará extraña la sensación de familiaridad que muy pronto le inspiran los afectos del autor y se preguntará cómo podría admirar el subyugante relato de su intimidad sin confundirla con la suya propia. La narrativa de Argullol lo consigue con una maestría tan apacible como el tono elegido para implicarnos en su descarnado ejercicio de interrogación. Pues en vez de abandonarse a la desesperada indulgencia del género biográfico, al enmascarado elogio del sí mismo que rige muchos de estos ejercicios, el autor rescata los recuerdos de una existencia fascinada desde la primera infancia con los displicentes enigmas del ser.

La atención prestada al más sutil de los rumores ocultos en el olvido, la minuciosa observación de los rostros desdibujados en una fotografía, el retorno inesperado de una frase dicha en una remota velada familiar o constatar de repente la influencia que una inocente lectura juvenil tuvo en el rumbo posterior de su vida, le permite tratar a los sueños, a las visiones y a las imágenes fugaces, con el mismo respeto que dedicamos a las grandes gestas históricas.

Las reflexiones y relatos del libro han sido urdidos por una voz literaria inconfundible y retratan fielmente la determinación de un autor dispuesto a descifrar las marcas que el paso del tiempo ha dejado en su piel. La conversación accidental con un desconocido, la aparición de seres convertidos por azar en el oráculo de una poderosa premonición, la compañía de una entrañable hermandad de sombras (el Pordiosero, el Caminante, el Benevolente, el Recordador, el Gran Negador...), el paisaje iluminado por el destello de un pensamiento repentino, las mujeres reconocidas como la encarnación de una perecedera y eterna vestal, la amistad revisitada como el más noble de los deberes sagrados, esbozan la personalidad de un hombre absorbido por las dimensiones menos tangibles pero más evidentes de la realidad.

A menudo, mientras prolonga sus imprescindibles meditaciones sobre la anomalía cósmica del nacer, Argullol se pregunta qué debe hacer con un libro cuya agotadora tarea amenaza con dejarlo exhausto en medio de su ensoñación. Reiteradamente concluye que la escritura será el pasaje clarividente de su espíritu y que gracias a su intransigente urgencia podrá aprender algo de lo que significa mirar el mundo.

Es a esta renovadora mirada sobre la condición humana a la que debemos prestar atención si queremos captar en toda su amplitud el significado que una memoria detallista ha encontrado en el fondo de sí misma: los secretos vínculos de una identidad que trasciende los límites del cuerpo, el diálogo entablado con los mil nombres de la muerte, el impenetrable origen del dolor, pero también la amable deuda contraída con los padres, los hermanos y amigos encontrados en el largo tránsito de una vida vivida sin temor a las consecuencias de vivir.

El lector cabal de las Visiones se sentirá interpelado a emprender el mismo camino de indagación, a guardarse de la trinidad maligna que atenaza al corazón del hombre -Codicia, Hechizo y Sumisión-, y no serán pocas las ocasiones en que lamente con el autor las imposturas que el libro deja al descubierto. Pero sobre todo le conmoverá ver dibujada la trayectoria vital de un hombre con tan elegante expresión de fuerza, inteligencia y ternura.

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14 de septiembre de 2010
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Formentor. Opertura

 

Además de contar historias, a los escritores se les ocurre a veces hablar de sí mismos. Las memorias, la autobiografía, los diarios llamados personales, y algún otro recurso narrativo se ponen al servicio de un nuevo personaje que resulta ser el mismo autor. El género memorialístico permite dar rienda suelta a lo que uno no ha podido o no ha querido decir en sus novelas. Hay muchas teorías al respecto. A veces se supone que el autor es un ser invisible y otras que no hace más que estar ahí en medio de la trama haciendo siempre de las suyas. Sea lo que sea, el caso es que a veces al autor no le basta ser el padre de sus criaturas y quiere contar las cosas que recuerda haber vivido. En pocas palabras, quiere ser él mismo una criatura literaria. El motivo por el cual un escritor se siente obligado a contar cómo le han ido las cosas en la vida es a veces un enigma. Llega un momento en que su vida es tan interesante como sus propias novelas y cuando se sienta a recordar le parece que todo va encajando de un modo en que parece inevitable preguntarse quién puede haber organizado todo eso que tan bien suena cuando se pone por escrito. La vida, ya se sabe, es un motivo de asombro. Pero la vida que uno ha vivido, si se piensa bien, es un prodigio a condición de que uno tenga memoria suficiente para registrar los detalles que la hacen asombrosa. Este asombro es uno de los motivos que descubrimos en el origen de la pulsión biográfica. Si uno recuerda con todo lujo de detalles cómo le han ido sucediendo las cosas que ha vivido no será extraño sentirse obligado a contar lo que sabe sobre sí mismo. Esto no quiere decir que el autor de las memorias se crea obligado a contarlo todo sobre sí mismo. De hecho uno de los privilegios del género es poner al libre albedrío del autor la potestad de contar lo que quiera. A diferencia de la autobiografía, sometida a una especie de rigor histórico -fechas, hechos y pruebas- la memoria es un ejercicio que discurre a merced del escritor. Como no promete contarlo todo nadie puede echarle en cara los olvidos que vaya teniendo. De hecho, el género memorialístico se parece más a la recreación de una vida que a la crónica de una vida. Aunque hayan ocurrido muchas cosas, y no todas le dejen en buen lugar, el autor elige las que más le importan y deja las demás en la intimidad o las deja caer en el olvido. El autor se considera autorizado a hacer con su memoria lo que le plazca. Por algo es suya. Puede recordar y olvidar, contar o callar, omitir o evocar a medias. También puede corregir el orden en el que sucedieron las cosas o acomodar el sentido de las cosas que dijo. También puede mentir descaradamente. Nadie lo prohíbe. Lo único que esperamos del autor es que la narración de su vida sea interesante. Ya vendrán más tarde los moralistas a desmentirle o los historiadores a enmendarle. O su desbocado ego a traicionarle. A nosotros nos parece muy bien que el autor nos entretenga contándonos historias de las que nada habríamos sabido si no tuviera la deferencia de contarlas. Damos por descontado que la realidad necesita artistas que mejoren el aspecto de los acontecimientos y vayan dando forma narrativa a las cosas que pasan. A veces porque pasan demasiado rápido y es necesario demorarse en su descripción para comprender su sentido. A veces porque suceden con una lentitud exasperante. Sin la decisión del autor no habría manera de entender nada. El conjunto del tiempo pasado parecería una maraña indescifrable de gestos, idas y venidas. Por esto decimos que no esperamos encontrar en las memorias un testimonio fiel, exacto e irrefutable de lo que el autor asegura haber vivido. No esperamos que en el prólogo haya un juramento solemne y que el autor prometa cortarse las venas si es cogido en falta. La verdad no es una preocupación muy frecuente en estos ejercicios de memoria. Lo único que importa es la veracidad con que uno lo cuenta, la sensación de realidad que transmite y las emociones que se liberan ante el lector.

Otra cosa es lo que uno espera encontrar en los diarios llamados personales.

Si algo deberíamos encontrar sin sombra de duda en los diarios personales es franqueza. Esa expresión certera que permite creer que el autor ha dicho lo que piensa. Se supone que en el diario se consignan las cosas que pasan y las cosas que le pasan por la cabeza. Un diario censurado por la corrección pierde parte de su interés. En la soledad del escritorio un escritor debería levantar acta de la más perturbadora de sus ocurrencias y de poco nos sirve su diario si al publicarlo las suprime. Nos consta lo difícil que resulta decir la verdad de lo que uno piensa. De hecho es algo que hacemos cada día y a veces nos agota. Hay que decir sin embargo que es muy gratificante gobernar la tentación de decir la verdad. De hecho la vida sería insoportable si todo el mundo andara por ahí confesando lo que piensa. Pero si algo esperamos de los escritores y de la literatura es que nos enseñe lo que puede llegar a pasar si decimos la verdad.

No es fácil decir la verdad de lo que uno piensa. Sobre todo si afecta a los colegas. Y no crean que los muertos están indefensos. La fama y la gloria ejercen de vigilantes y hay que sortearlos si queremos decir lo que pensamos de ellos. Pero por complicado que sea divulgar opiniones inconvenientes, la literatura a fin de cuentas necesita criterio, rigor, juicio y valor. No es posible dejar pasar de largo un libro sin pronunciarse. Y un escritor que se precia de ser eso que se llama un punto de referencia, un maitre a penser, una autoridad influyente, está obligado a jugársela más de lo que le gustaría. Los mejores lo hacen pero con gran incomodidad.

Lo contrario de la verdad, lo que se opone enérgicamente a ella, no siempre es la mentira. Muchas veces omitimos la verdad de lo que pensamos porque queremos comportarnos con educación. Las reglas de urbanidad han legislado durante mucho tiempo este delicado asunto. Un hombre honrado puede ser cortés sin pasar por ello como un vulgar embustero. En el mundo literario, sin embargo, la cosa se complica. Se supone que todo lo que leemos está sujeto a juicio y que la esencia del gran juego cultural es la sagacidad crítica que permite nombrar y sentenciar con desparpajo. Hay aquí una gran dificultad. El juicio de los hombres de letras no está exento de pasiones y no está claro que este disturbio emocional quede en suspenso cuando van a calificar lo que han leído. A menudo las pasiones se enredan con el discernimiento intelectual y cualquier apacible hombre de letras puede ponerse a gritar como un oso hambriento atado a una estaca. Los excesos son muy groseros e impertinentes pero más allá de las trifulcas que hemos visto en la república de las letras, lo que se espera es conocer las opiniones de los escritores sobre sus colegas. Muchas veces esperamos en balde. La impostura, que tanto se parece a la caballerosidad, resulta ser lo más frecuente. No sabría decir qué es peor. Si andar a guantazos todo el día o esbozar sonrisas temblorosas cuando se da una felicitación. No sé. Fijaos en el fragmento que he sacado del cuaderno de notas de Chejov. Dice: NN se las da de poeta y perora todo el día a favor y en contra de éste o de aquél. Sin embargo, apunta Chejov, ignora por completo que le asiste una absoluta falta de talento. Y luego añade, entre paréntesis: (no lo he leído).

Ahí tenemos un buen ejemplo del riesgo que uno asume cuando está a solas con su diario personal: anotar lo que no diría en público. Uno puede ser déspota, caprichoso, arbitrario y malévolo. Pero la divulgación del juicio es otra cosa: las más estrictas reglas de sanidad moral recomiendan ni pensarlo, las de urbanidad aconsejan no escribirlo, y las reglas de supervivencia, no editarlo.

Esperamos de un autor de memorias que haya vivido una vida interesante pero siempre tendremos en cuenta la agotadora tensión que sufre mientras elabora lo que debería callar y lo que se obliga a contar. De ahí procede el enorme atractivo que hace de las memorias, autobiografías y diarios personales uno de los géneros literarios que mejor revelan la personalidad del autor cuyas novelas tanto nos gustan.

 

Formentor, 10 septiembre 2010.

 

 

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11 de septiembre de 2010
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Formentor o el arte de conversar

 

El arte de conversar que se ha practicado en Formentor a lo largo de éstas últimas décadas podrá considerarse la más etérea de las herencias que hemos recibido en propiedad, pero una mirada reflexiva debería permitirnos apreciar en la levedad de las palabras dichas la influencia que nos ha hecho ser como somos.

Por lánguida que en algunos momentos haya sido la memoria de los hablantes convocados en Formentor (y casi hace un siglo que dieron comienzo estos esparcidos y desordenados capítulos de inteligencia, atrevimiento  y sagacidad), lo que entonces fue apaciblemente conversado, a veces tímidamente susurrado y otras impacientemente proclamado, se recuerda sin titubear como el legado de una singular ordenanza literaria.

Cierto espíritu nómada, cuyo origen encontraremos en las remotas disputas de la Magna Grecia, en dónde a un hombre se le respetaba por lo que sabía expresar con claridad y elocuencia, alienta los encuentros de Formentor y protege ese clima de libertad, agudeza, curiosidad y ecuanimidad que tan raras veces encontramos en otros lugares. Ciertamente, cuando lo consiente la voluntad, es fácil dejarse mecer por una conversación que discurrirá sin más propósito que prolongar esa tradición de conocimiento hecha de palabras y buenas maneras.

A los polígrafos, escritores, poetas, ensayistas, profesores, novelistas, pensadores, polemistas, locutores, periodistas, escribientes, ágrafos, divulgadores, oradores, libelistas y predicadores que han dejado sonar sus voces en Formentor les complacerá saber que la SER emitirá de nuevo a unos habladores tan diestros en el ilustrado arte de conversar.

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2 de septiembre de 2010
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La Sábana Santa de Turín

 

No soy inmune a la atracción del enigma. Mi inclinación escéptica y mi curiosidad científica me han hecho precavido pero no indiferente al juego de los misterios. El Arca de Noé, la pirámide de Keops, el Arca de la Alianza, el Santo Grial, el tesoro cátaro, la venganza de los Templarios o el reino del Preste Juan, entre tantos otros, son parte de un género literario tejido con caprichosas fantasías, ecos de confusas ensoñaciones y retazos de un relato cuyo origen se remonta al momento en que el hombre aprendió a hablar. Aprecio en estas piezas maestras de la imaginación el poder de invención que nos ha intrigado durante milenios.

La Sábana Santa de Turín sigue la estela de los misterios alentados como sucedáneo popular de la emoción religiosa. Para conmoverse con la figura de Jesús de Nazaret basta leer los Evangelios, pero a la población analfabeta se le daban reliquias que compensaran la palabrería de los predicadores. La desconfianza tradicional, tan tercamente unida a la credulidad, agradecía el fascinante testimonio de lo que tanto costaba creer a pies juntillas.

A la Sábana Santa, proverbial objeto de culto, peregrinación y veneración, se le han practicado análisis de todo tipo y las últimas pruebas de Carbono 14 confirman que el paño debe datarse entre 1260 y 1390. Algunos investigadores se preguntan quién pudo reproducir con realismo biológico la huella en negativo de un cadáver y concluyen que sólo Leonardo da Vinci disponía por entonces de conocimiento y destreza suficiente para resolver el encargo sobre viejos tejidos.

La investigación pertenece al ámbito del misterio y por ello no deja nunca de encontrar nuevas pistas. Sin embargo, para devolver la Sábana a la factoría de reliquias religiosas basta fijarse en la posición de las manos y preguntarse por qué el fallecido las apoya pudorosamente en sus partes pudendas. ¿Acaso temían los familiares de Jesús que este se avergonzara de su desnudez en la sepultura? Lo usual ha sido cruzar las manos del muerto en su plexo solar. Obviamente, la púdica posición que vemos retratada en la Sábana era imprescindible si se quería exponer ante los fieles tan valiosa reliquia.

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25 de julio de 2010
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El Boomeran(g)
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