Félix de Azúa
No demos demasiada importancia a los codazos entre políticos sobre fraudes académicos, son zancadillas de gente sin mérito. ¡Como si hubiera un solo palmo en este país libre de enchufes, favores, sobornos o momios! En Alemania bastó la sospecha de una falsedad académica para que dimitiera su ministro de Defensa. Hay que tomarse en serio algunas cosas si no quiere uno morir idiota, pero estos no conceden el menor valor a los estudios que exigen talento y trabajo. Dicho en plata, la Universidad española, excepto algunas Facultades técnicas, no está para investigar, aprender, descubrir o ayudar a la población, sino para ir tirando.
Sin embargo, hay algo temible en el último circo de los empujones entre miembros de la así llamada "clase dirigente": su desprecio hacia una institución que, de haberla respetado con una mínima vergüenza, se habrían ahorrado el bochorno. Porque lo peor de esa institución no es el profesorado, aunque los hay modo majareta, como los jefes de Podemos, ni el alumnado, aunque sea famoso por sus botellones; lo peor son los responsables de defender, financiar y mejorar la Universidad. Las instituciones culturales, para nuestros dirigentes, son un capricho ornamental y solo sirven para ponerse extensiones. El actual presidente quiso asentar como ministro de Cultura a un locutor de la tele. Jorge Semprún se removió en su tumba al constatar cuánto ha mejorado el modelo intelectual socialista. Y el ex presidente Rajoy es un tipo que nunca ha leído nada que no sea prensa deportiva ayudado por un entrenador para frases difíciles. Todo esto es chocarrero, pero pone de manifiesto que sigue viva la herencia de Fernando VII, el que cerró las universidades y abrió las escuelas de tauromaquia. Aunque hoy, ni eso.