Vicente Molina Foix
1. Javier Gutiérrez
Uno de los aciertos del estupendo film de Alberto Rodríguez es el reparto de sus dos protagonistas, y la Academia, en un acto justo, lo ha reconocido nominando a los dos en la misma categoría. Esa justicia preliminar, sin embargo, no pudo ser, el día del juicio, salomónica, pues al impedir las bases del premio el exaequo ni Javier Gutiérrez ni Raúl Arévalo pudieron partir en dos la cabeza del ‘goya’ que obtuvo el primero, operación que por lo demás habría requerido un instrumental pesado seguramente no disponible en la gala. Ambos lo merecían (sin olvidarse, por cierto, de Luis Bermejo, extraordinario en su papel de padre de una de las chicas mágicas de Carlos Vermut), pero volvamos al arranque. Gutiérrez interpreta en ‘La isla mínima’ a Juan, y Arévalo a Pedro, los detectives de la sección de homicidios enviados en 1980 desde Madrid a un pueblo de las riberas del Guadalquivir para investigar la desaparición de unas muchachas. Los policías forman una pareja no muy bien avenida ni en la investigación ni en los momentos de ocio, y desde que los actores aparecen, el público -el que haya seguido con asiduidad sus brillantes carreras- espera de ellos esa complejidad inquietante y un punto histriónica, en el buen sentido del adjetivo, que marca su ‘persona’ dramática. En el caso de Gutiérrez, al menos para mí, más en sus memorables actuaciones teatrales, en comedia y tragedia, con la compañía Animalario de la que forma parte: ‘La boda de Alejandro y Ana’, ‘Hamelin’, ‘¡Ay, Carmela!’. En el de Arévalo, por citar asimismo tres ejemplos, el breve pero destacadísimo papel que me lo dio a conocer en ‘AzulOscuroCasi Negro’, el del joven cura timorato y neurótico de ‘Los girasoles ciegos’, y el del Caballero d´Eon, el célebre espía travestido, y quizá transexual, en una larga escena de irresistible comicidad del ‘Beaumarchais’ de Sacha Guitry montado a fines del 2010 por Flotats.
Pero Alberto Rodríguez nos propone con ellos un espejismo, uno de los que abundan en ‘La isla mínima’, desde el comienzo, con las hermosas imágenes cenitales de la marisma que podrían ser naturalistas o creadas en un laboratorio digital. Ese espejismo o trampantojo que enriquece la trama criminal se basa en que de los dos policías uno esconde un pasado sombrío, una mancha, y como los dos actores son consumados estilistas de la turbiedad, nunca sabemos del todo, a medida que la historia progresa, quién lleva la razón, ni quién la culpa en las sospechas y las deducciones.
Gutiérrez, con su bigote de época más recortado que el de Arévalo, de espesor casi mexicano, es el depositario de la memoria histórica que late en este ‘thriller’. Su físico habitual de hombre ni alto ni bajo, ni feo ni guapo, ni del todo dulce ni del todo acerbo, contrasta con el de Arévalo, pero ese contraste no se corresponde manidamente con la materia del argumento y con el desenlace, un final que no contaremos aquí desde luego, y en el que el cruce del bien y el mal se da en su dudosa o incierta dimensión.
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2. Karra Elejalde
Karra es Koldo en ‘Ocho apellidos vascos’, y da gusto, naturalmente, oírle las palabras en euskera que dice y la acentuación vasca de su castellano. Es lingüísticamente lo más genuino del film, pues Clara Lago nació en Torrelodones, Dani Rovira en Málaga, y no es lo mismo el habla malagueña que la sevillana; los dos jóvenes actores cumplen, sin embargo, en su opuesta vocalidad geográfica.
Karra Elejalde fue en sus comienzos un vasco sintomático. Película que allí se hiciera lo tenía a él en papeles cortos o largos, y la lista de sus primeros años en el cine, tras curtirse en la cantera del teatro independiente, es impresionante; Elejalde hizo actuaciones de gran fuerza, esa fuerza ruda y compasiva tan suya, en los primeros títulos de Juanma Bajo Ulloa, ‘Alas de mariposa’ y ‘La madre muerta’, esta última en mi opinión una de las obras maestras de nuestra cinematografía, volviendo a ser llamado por el director para un papel distinto, muy señalado, en la gamberrada de alta gama que fue ‘Airbag’. Y otra asociación artística de calidad remarcable, la que tuvo con Julio Medem en la gran trilogía telúrica, ‘Vacas’, ‘La ardilla roja’ y ‘Tierra’, un cine que no se parecía a ningún otro en aquellos años finales del siglo pasado. El actor vitoriano también estuvo a las órdenes de Imanol Uribe (‘Días contados’) y de Alex de la Iglesia (‘Acción mutante’), cerrando esa década prodigiosa con uno de sus personajes más originales, el del no-inventado Padre Laburu, jesuita, científico y cineasta, en ‘Visionarios’, una de las mejores películas de Gutiérrez Aragón.
En el nuevo siglo, Karra Elejalde se ha ramificado. Tras haber escrito y codirigido con Fernando Guillén Cuervo ‘Año Mariano’ (ninguna relación con Rajoy), insistió en la escritura y dirección de su propio cine con ‘Torapia’, que no he visto. Su maduración como actor ha sido, en todo caso, extraordinaria, y fue ya premiada en 2010 por la Academia, que le reconoció la creatividad de un personaje dúplice, el del actor alcohólico que saca fuerzas de su deterioro para interpretar grandiosamente a Cristóbal Colón en la infravalorada ‘También la lluvia’ de Iciar Bollaín. Pero hay otra injusticia reciente (2012) en su carrera, que tiene que ver con el vapuleo crítico y el tratamiento sospechosamente negativo, casi clandestino, que se le dio a ‘Invasor’ de Daniel Calparsoro, apasionante y valiente película de acción política basada en una novela de Fernando Marías que cuenta sin tapujos el caso real, no aclarado aún, al menos moralmente, de los abusos y homicidios cometidos por unos militares españoles en la guerra de Irak. En ‘Invasor’, que no tiene nada que envidiarle en empaque y audacia a los films bélicos norteamericanos más recientes, Elejalde alcanzaba momentos de sublime viscosidad interpretando al alto cargo del ministerio del Interior que trata de comprar el silencio sobre lo ocurrido. Muy distinto, ya se ve, a la graciosa bonhomía del Koldo de Emilio Martínez Lázaro. Los actores todo-terreno nunca tropiezan en la misma piedra.