
Félix de Azúa
Algunos seguidores de este blog habrán recordado de inmediato el poema de T.S. Eliot que canta la muerte de Flebas el fenicio y cómo le posee el olvido de las gaviotas chillonas, del undoso mar, de las pérdidas y las ganancias.
Phlebas the Phoenician, a fortnigth dead
Forgot the cry of gulls, and the deep sea swell
And the profit and loss.
Pertenece a uno de los más bellos poemas del siglo XX, The Waste Land, y de los más oscuros. Superior, a mi modo de ver, al tan celebrado Four Quartets. Ciertamente la muerte por agua es distinta de toda otra muerte.
Richard Henry Dana, de la quinta de Charlotte Brontë, se hizo a la mar en 1834. Marinero del Pilgrim cuando apenas salía de la adolescencia, no regresó al puerto de Boston hasta 1836. Su diario, anotado con las fatigas, gozos, angustias, sacrificios, esplendores y desdichas de un marinero raso, se publicó en España con el título "Dos años al pie del mástil" en traducción de Rivas Cherif. Ha habido luego otras versiones, pero yo le tengo apego a la antigua, escrita en un español sabroso y algo arcaico. Por ejemplo, el nombre del autor viene como Ricardo Enrique (R.E.) Dana, lo que despista porque en las ediciones inglesas aparece, claro está, como R.H.
Entre otras muchas páginas que ilustran sobre el mundo antiguo de los grandes veleros que doblaban por el Cabo de Hornos para negociar en una California aún española, Dana, que había cursado estudios en Cambridge y cuyo enrolamiento obedecía a razones éticas y psicológicas, nos comunica su descubrimiento de la muerte por agua. En una desdichada maniobra, uno de sus compañeros, criatura de veinte años que trataba de ajustar una gaza en la cofa del palo mayor, cae al agua y se ahoga. Escribe Dana:
"Siempre es solemne la muerte, pero nunca tanto como en el mar. Muere un hombre en tierra y su cuerpo queda entre los amigos; pero si se cae por la borda al mar, hay tanta precipitación en el suceso y tal dificultad para encontrarlo que el misterio se apodera de todo."
Conciso y elegante: el misterio se apodera de todo. El cuerpo ha sido engullido por la nada y a nosotros no nos queda el consuelo de ver el despojo de quien fuera alguien cercano y amado. Las fauces misteriosas de la aniquilación se han tragado al amigo. Entonces nos imaginamos en igual situación: nadie cerrará nuestros ojos. Sentimos la augusta soledad del vacío eterno. Es un clásico: nacemos solos y morimos solos, pero más solos aún si no hay compañía para el cuerpo perdido. Por eso es de una crueldad inhumana, patológica, la tortura de los desaparecidos, como en Chile y Argentina, o la más cercana, cutre, miserable, de esos rufianes que tras violar y asesinar a una niña entregaron su cuerpo a la nada para que el mar la devorara.