Félix de Azúa
En Ginebra empezó a nevar no bien pusimos los pies en la estación de Cornavin. Luego siguió nevando y nevando con esa suavidad que suele calificarse de "femenina" quizás porque recordamos cómo nuestras madres peinaban a las hermanas pequeñas. Según pude oír por la calle, no nevaba de ese modo desde hacía veinte años. Tiempo justo para cenar una tontería y arrebujarse bajo diez mantas. A la media hora las tiras por la borda y te quitas el pijama porque los hoteles suizos no apagan la calefacción durante la noche.
Al día siguiente la ciudad entera había desaparecido. Cuando el ojo se habituaba a distinguir entre el gris plomo del cielo, el gris rata de los muros y el gris bufanda de las calles, entonces se dibujaban lentamente algunos perfiles y ciertas sombras se hacían visibles como los monstruos transparentes que caídos de otro planeta asesinan sin ser vistos en la jungla de Indochina.
La gran plaza de Plainpalais, que viene a ser como tres veces la de Colón, era una inmensa sábana sucia. El mercado de los sábados, sin embargo, tenía una cierta vida, pero sólo habían acudido los más pobres, aquellos que no pueden prescindir ese día de una venta ni que sea mínima para resistir el resto de la semana. Bajo los sombrajos se vendían panes artesanos de precioso color carne, calabazas monumentales, nabos bruñidos como marfil, perritos calientes que olían a comino, gorros de lana a la usanza peruana o sea con trenzas, en fin, lo impagable, pero con la cruel y sin embargo bellísima estampa de todos los vendedores dando saltos para calentar los pies. Desde lejos eran como una máquina de coser de múltiples agujas.
Los buhoneros más pobres, los rumanos, se amontonaban para calentarse a la manera de las ovejas y se podían seguir las conversaciones por el vapor del aliento que brotaba de uno y luego de otro a modo de efímero manantial nuboso. Allí apelotonados sin embargo, todos sonreían. Los hombres, al cabo de un rato, tomaron sus instrumentos como los soldados empuñan sus armas y se dispusieron a subir a los tranvías para dar la serenata a los viajeros. No pudo ser. En cuanto se disponían a ello, la voz del conductor sonaba por el interfono, al tiempo que el tranvía frenaba en seco. "Pas de musique dans le tram", decía seco, perentorio y en tono menor el empleado. Los rumanos bajaban cabizbajos de la máquina y la armaban en las paradas, convertidas durante un rato en una película ex yugoslava. Al día siguiente se votaba la ley de expulsión de inmigrantes delictivos.
El congreso tuvo momentos inolvidables con Jenaro Talens, Santos Zunzunegui, Juan Gutiérrez, Carlos Alvar y Nicanor Velez, como figuras de cartel, todos tan desesperados con el futuro de la Universidad como incapaces de rendir las armas. En los departamentos de humanidades brilla una atmósfera irredentista similar a la de los ejércitos de la Confederación. Al salir de las aulas el mundo mostraba su verdadero rostro, el que se nos viene encima: la bruma gris, el frío que muerde los huesos, la nieve que ya se deshacía en charcos mugrientos. La gran plaza de Plainpalais y sus buhoneros me situaron por un momento en Tirana.
Aquella noche, sin embargo, la Orquesta Sinfónica de Ucrania daba un concierto tout Tchaikovsky en el Victoria Hall. No hay nada tan cercano a la nieve vieja, a las plazas congeladas y sin perfiles, a las figuras borrosas que aparecen fugazmente entre la bruma, que Tchaikovsky. Es el músico idóneo para las "Noches blancas" de Dostoievsky, el relato más desolador que se ha escrito jamás sobre el amor y la compasión. Allí nos fuimos.
Dado que Tchaikovsky es un músico tan popular como las fiestas mayores, las paellas aldeanas o los coros folklóricos, su tristeza, inmensa, arrasadora, siempre pone de buen humor. Para que suceda algo tan agradable, sin embargo, es necesario que a Tchaikovsky lo interpreten músicos rusos y del modo más populachero posible, como en la época de Svetlanov que tenía un bombo por cerebro. No hay mejor Tchaikovsky que el más gritón, plañidero, quejica, berreante, aplastado, moribundo, en fin, el típico borracho empapado de vodka que acaba la noche en el puente del Neva dudando si se tira o no. Uno ha de buscar un director que termine el concierto con la cara bañada de lágrimas y mocos. Así fue. Mykola Diadiura consiguió poner en pie a un teatro entero dispuesto a tocar la balalaika en cuanto llegara a casa, lo cual, si se produce entre calvinistas, es de un mérito considerable. Fuimos muy felices.
De regreso a España, sin embargo, nos esperaba nuestra particular borrasca hibernal, nuestra grisura, nuestra nieve sucia, nuestros grupos de hombres y mujeres apelotonados para darse calor. Habían cerrado los colegios electorales y comenzaba el recuento. No hacía frío, pero era lo mismo.