Vicente Molina Foix
No soy amigo de las ‘denominaciones de origen’ en el campo de las artes, y aun así nunca he podido sustraerme a la impresión de la profunda valencianidad del cine de Luis García Berlanga, que en alguna ocasión asocié a una cierta escatología huertana difícil de superar en nosotros, los valencianos, por mucho que se viaje y se pulimente uno. Escondido tras su eterno aire de despiste y manera un tanto trompicada de hablar, Berlanga era, me atrevo a decir, el cineasta español más culto que ha existido y tal vez exista jamás. Tenía una gran memoria fílmica, sabía mucho de arte contemporáneo, y lo había leído prácticamente todo, fuera y dentro de la literatura erótica, en la que sus saberes impresionaban: estaba al tanto de cualquier novela dieciochesca de libertinos capciosos y a la vez era un lector constante del erotismo teórico, con un entendimiento muy sagaz de la obra de Georges Bataille.
Ahora que estamos de duelo recuerdo la que para mí (pero no para muchos admiradores suyos) es su última obra maestra cinematográfica, el cortometraje ‘El sueño de la maestra’, quinto episodio onírico del guión de ‘¡Bienvenido, Mr. Marshall!’ que la censura prohibió y no fue por tanto rodado en 1952. Filmada cincuenta años después en un estudio de Madrid, esta breve película es radicalmente valenciana desde sus títulos de crédito, que dicen, sin más, "una falla de Luis G. Berlanga", añadiendo en el siguiente rótulo, para mayor broma: "’Plantá’ en la Plaza del Caudillo en 1952, y ‘cremá’ en 2002". Por cierto que el primer ‘ninot’ que se ve en ‘El sueño de la maestra’ es el auténtico General Franco hablando a las masas desde un balcón, aunque con voz falsa (en la brillante imitación de la vocecilla meliflua de Franco que hizo el humorista Luis Figuerola-Ferretti). El Caudillo del noticiero se dirige a su pueblo: "¡Españoles! Como caudillo vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación os la voy a pagar", y el discurso continúa como un disco rayado que emite frases reiteradas y bobaliconas, remedo de la muy similar arenga del alcalde de Villar del Río en ‘¡Bienvenido, Mr. Marshall!’, hasta llegar a la parte final: "Y es que una vez que nos hemos librado del yugo del imperio austro-húngaro, los americanos han venido y se han quedado", introduciendo el texto que Berlanga reescribió en 2002 unos sobreentendidos sexuales característicos de su "falla cinematográfica" : "Los Estados Unidos son un gran pueblo, una gran potencia, con un enorme poder de penetración. ¡Arriba los americanos!". Después viene el exaltado sueño erótico y el orgasmo múltiple de la señorita Eloísa, la maestra interpretada por Luisa Martín.
La filmografía de Berlanga se cerró con esta punzante y astracanada lectura del tema ‘bataillano’ de la experiencia límite en relación con el paralelo emocional de la santidad extrema y el erotismo trasgresor. Estigmatizada como Teresa de Jesús y embelesada por una botella de coca-cola, la señorita Eloísa dice haber concebido a través del flujo de esa bebida refrescante, lo que, lógicamente, le produce una conciencia de pecado de la que sólo "una ejecución purificadora" en la hoguera podrá redimirla. Sus propios alumnos la encienden en el aula, y entre llamas falsas y resplandores de teatro la señorita Eloísa se consume o hace que se consume al grito de "¡Gracias, Dios mío, thank you, Eisenhower, Franco, Franco!". Nuevas imágenes de archivo muestran entonces un hongo nuclear y a la antigua maestra de 1952 (la actriz Elvira Quintillá) en su cama, arrebolada, terminándose así el cortometraje.
La hoguera como paradigma del sacrificio carnal de tantas mártires cristianas, la transverberación de Santa Teresa como "violento orgasmo venéreo" según lo insinúa Bataille en el capítulo sobre ‘Mística y sensualidad’ de su obra ‘El erotismo’; Berlanga, con su limitación de tiempo (se trata de un film de menos de diez minutos) y carácter (insolentemente festivo-fallero), presenta en ‘El sueño de la maestra’ uno de esos "estados teopáticos" descritos por Bataille, en los que la intensidad de la crisis mística está apoyada por el proceso delirante de auto-excitación sexual. El goce erótico de la muerte violenta y la crueldad ‘ejemplar’ de los castigos corporales aparecen así como los temas subyacentes de una película que -según confesó en su día el propio director, pienso que socarronamente- pretende de hecho exponer la injusta brutalidad de la pena de muerte.