Félix de Azúa
Lo vemos a veces en reportajes televisivos con vocación geográfica: hay lugares en el planeta tan pobres, miserables y raquíticos que los nativos rascan la tierra, escupen sobre ella y clavan un grano de cereal robado. Luego, esperan. Al cabo de cierto tiempo nace una espiguilla escuálida de la que vivirá una familia entera durante semanas.
Nosotros somos más civilizados y nos habita un alma santa y trascendental. También nuestra tierra es un secarral, está cubierta por pedrizas cortantes, la habitan víboras y hormigas rufas, pero aún contiene algún cadáver de hace setenta años al que se le pueden sacar unos duros sin mucho trabajo.
Hombres de galana presencia buscan esos cuerpos momificados dando un jornal a quienes cavan con ahínco en periódicos e informativos audiovisuales, para venderlos luego en el zoco, si alguno encuentran, secos como pieles de lagarto y adornados con banderolas. No hay mucha demanda, pero siempre anima la feria un conjuntillo con vocalista en idioma vernáculo.
Si salgo de paseo, oigo todos los días a escritores y periodistas vocear por las esquinas la venta de momias a bajo precio mientras observan de reojo al rufián que desde la esquina panóptica controla el tráfico de los muertos por la Idea. A veces una familia se acerca, foto en mano, a constatar si el muerto es uno que ellos conocieron hace muchos, muchísimos años. Casi nunca coinciden. Los escurridos esqueletos se parecen tanto entre sí que las familias dudan. Quisieran creer, pero no es fácil traicionar al corazón. A veces se quedan con unos huesos por no perder el día y llevarse algo. Los feriantes cuentan los billetes dándole saliva al pulgar.
Si la duda es resistente y ven que se les escapa una venta, tratan de convencer a la familia para que se quede con un muerto que algún parecido tiene y también merece una familia que lo lleve consigo para enterrarlo en sagrado. Pero si, decepcionados y molestos, arrancándose a la obstinación de los esbirros, los familiares se alejan del mercado de los muertos, aquellos les gritan palabrotas, les acusan de infamia y de no amar a sus padres. Toman nota de sus nombres y algunos funcionarios de baja estatura apuntan los números de las matrículas en los aparcamientos cubiertos de polvo.