
Víctor Gómez Pin
He evocado alguna vez en estas páginas La Terra trema, conmovedora historia filmada hace 60 años por Luchino Visconti en paisajes naturales y con protagonistas directos en los pescadores del pueblo meridional de Acci Treza. Vi por vez primera esta película en mis años de estudiante en París, en la cinemateca de la Rue d’ Ulm, a la que se accedía entonces prácticamente de manera gratuita (un franco y un céntimo de franco). También en la rue d’Ulm tuve la ocasión de ver un bellísimo documental de Robert Flaherty sobre unos hombres que, en la isla de Arán, arrancaban a un terreno pedregoso y a un mar feroz los elementos básicos para la subsistencia: algas marinas y carne de tiburón primordialmente.
Sabía que Flaherty había hecho un filme militante bajo el título Guernica, pero ignoraba entonces que, con anterioridad a ambos, había realizado en los paisajes más extremados de Canadá lo que algunos consideran como el primer documental de la historia, que lleva el título de Nanook el esquimal y que por azar he tenido recientemente ocasión de ver.
Si Visconti ponía el énfasis en los aspectos sociales que enturbian la relación intrínsecamente conflictiva y hasta trágica con la naturaleza, Flaherty se detiene en este último aspecto. Con gran sobriedad pero infinita precisión, Flaherty convierte la cámara en un ser vivo, que comparte la vida de los protagonistas y su permanente confrontación a lo inmediato: una naturaleza opaca en sí misma, pero terrible a los ojos del hombre, que extrae el alimento a veces literalmente a dentelladas, y que precisamente por desafiarla la ama y la arranca a su opacidad.
Pues, lejos de esa "ternura por las cosas", tan común como abstracta, que quisiera una armonía sin tensión, las imágenes de Robert Flaherty nos golpean con esa verdad, tan sospechada como reprimida, de que sólo lo que supone un reto es susceptible de ser realmente amado. El lector que haya visto el documental evocará al respecto la expresión de serena afirmación, casi de felicidad, en el rostro de Nannock cuando, tras cumplir triunfalmente con su deber de cazador y ofrecer a los suyos un banquete, construye una cabaña de hielo, un "iglú", a la que dota de una ventana transparente por la que se entrevé el rostro coqueto de la madre de sus hijos.