
Víctor Gómez Pin
Un niño escucha las primeras palabras de un relato ("era un hombre que regresaba a casa tras el trabajo en los campos…") y de inmediato instala su entero ser en la circunstancia. No se trata de que no distinga la realidad empírica de la realidad narrada, se trata de que la segunda adquiere la fuerza de la primera, se trata de que la vida narrada es algo que el niño siente como lo propio de su lazo con la vida en general, y que la propia presencia de las cosas es indisociable de un relato global en el que el niño se inserta. El estupor de los niños ante lo que puebla su entorno, estupor que tanto llama la atención a los que definitivamente han perdido la capacidad de asombro, genera una doble disposición:
Por un lado da lugar a una curiosidad analítica, un ansia escudriñadora, doblada de una tendencia clasificatoria, que se multiplica exponencialmente cuando el lenguaje (hasta entonces meramente potencial o incipiente) permite relacionarse no ya con la cosa viva "Chiqui" y la cosa viva "Tom", sino con Chiqui que es un perro y Tom que es un gato.
Por otro lado, el descubrimiento de que las cosas alcanzan un nuevo aspecto cuando se vinculan entre sí a través de la palabra, mueve al niño a multiplicar tales vínculos, a veces haciendo ya abstracción de la diferencia entre cosas presentes y cosas representadas, y en una tercera etapa a liberar ya a la palabra de dependencia alguna de las cosas mismas. Inversión que supone una transformación profunda de la sintaxis y la estructura misma del decir.