
Víctor Gómez Pin
Decía que el dinero es el verdadero gran protagonista de esta historia tan británica y que tanto conmovía a los soldados evocados en The Janeites, relato de Rudyard Kipling, personaje como se sabe nostálgico de las grandezas imperiales y desde luego algo más que un pelín fascistoide. Y, sin embargo, ¡qué admirable escritor!, ¡qué admirable moralista incluso!, en esa exhortación a asumir la propia vida con dignidad, sentimiento de fraternidad y valentía ante la inevitable confrontación con la naturaleza que es Capitanes intrépidos. No es esta una paradoja menor en algunos de los grandes de la literatura. Pienso en el Celine del Voyage au bout de la nuit, los Drieux de la Rochelle y Robert Brassillac de El fuego fatuo y Comme le temps passe; pienso, en fin en el Ernst Jünger de Los acantilados de mármol, que marcó a fuego la vida de mi llorado amigo Ferrán Lobo.
No podemos extrañarnos de la ceguera (cuando no del resentimiento, de la cobardía y hasta voluptuosa complicidad con la ignominia) en los grandes, puesto que de lo contrario habríamos de extrañarnos también de la aplastante mediocridad del resultado cuando excelentes personas se acercan (con honrada dedicación consciente y hasta espíritu de sacrificio) a la creación.
Siempre se ha sabido que los buenos sentimientos son en general inoperantes desde el punto de vista de la efectiva lucha contra el mal (ya he evocado aquí mismo al respecto la convicción de Marx de que el "reaccionario" Balzac, al describir con implacabilidad y sin juicios de valor los lazos sociales objetivos, hace experimentar lo insoportable de estos, mientras que al leer al "progresista" Zola toda nuestra capacidad crítica muta en lacrimógena voluptuosidad). ¿Cómo extrañarse pues de que la más depurada exigencia de confrontación, la sobria disposición de espíritu que exige la obra de arte, sea perfectamente compatible con la mezquindad y hasta con la ruindad en el registro de la moral y de la política?