
Víctor Gómez Pin
En cualquier caso, donde no hay espacio para la obra de arte y agotada incluso la función de la distancia irónica, sí hay marco para el erudito, para aquel que (en su deambular por museos, salas de exposición, bibliotecas o lugares emblemáticos de la ciudad) es ducho en el complejo nudo relacional que aquí o allí se muestra. El erudito es análogo al sujeto- computadora del filósofo americano John Searle, que responde cabalmente a un sofisticado programa de vinculación de rasgos formales sin necesidad alguna de tener idea de la cosa misma en juego. La idea está ausente de las vinculaciones del erudito, al menos si por idea se entiende aquello en que para los humanos, y sólo para los humanos, cristaliza el lazo entre espíritu y naturaleza.
Si ante la creación artística contemporánea los ciudadanos del común tenemos el penoso sentimiento de carecer de criterio, es fundamentalmente porque el criterio ha dejado de ser propiamente artístico: el criterio ha dejado de ser el que se de o no comunión en el sentimiento de lo sublime o de lo repulsivo, para ser meramente técnico (descripción de elementos causales o estructurales) o clasificatorio (vinculación a precedentes, por ejemplo). En términos kantianos cabría decir que el criterio en materia de obra de arte se ha desplazado de su espacio propio en la Crítica de la Facultad de Juzgar al espacio cognoscitivo de la Crítica de la Razón Pura.
Pero, referencias filosóficas aparte, muchos son los autores (esplendidos eruditos ellos mismos por otra parte) que han puesto de relieve el papel esterilizador de la erudición, no ya desde el momento en que se erige en exclusiva referencia, sino cuando se procede a una inversión de jerarquía entre la misma y lo esencial del trabajo del arte. Así en la Recherche proustiana la erudición anatematizada explícitamente como fuga cobarde ante nuestra propia vida ("cette fuite loin de notre progre vie que nous n’avons pas le courage de regarder, et qui s’appelle l’erudition").