Víctor Gómez Pin
Reflexionaba hace unas semanas sobre la sombra que cae sobre una persona que deja de sentirse llamada por esa singularísima disposición del alma a la que apunta la palabra filosofía. Lo que de alguna manera estaba sugiriendo es que las disciplinas científicas, literarias o artísticas sólo representan cabalmente la riqueza del espíritu en la medida en la que fermenta tras ellas la exigencia radical de lucidez. Sólo entonces cabe practicarlas esperando de ellas que sirvan de peldaño para la única "cita capital con uno mismo" que todo ser humano tiene contraída con anterioridad a la de la muerte. Cita que el sistema social que reduce a indigencia la cotidianeidad de nuestras vidas nos mueva a diferir una y otra vez. Ello cuando no nos conduce al supremo nihilismo de pensar que la vida del espíritu es cosa de finos, y que carece de base la afirmación aristotélica de que es intrínseca a la naturaleza humana la exigencia de saber, o sea, que efectivamente la filosofía a todos concierne.
No estoy en absoluto indicando que la literatura o la ciencia han de presentar una suerte de fachada filosófica, o algún tipo de ingrediente conceptual explícito para responder con veracidad a su función. Por el contrario: precisamente porque subyace tras ellos la exigencia radical que denomino filosofía, el arte y la ciencia valen por sí mismos, y juegan plenamente su papel dignificador y hasta moralizador de nuestras vidas.
Pero en ocasiones una tarea como la de la escritura apunta simplemente a paliar el vacío al que se hallan abocadas las vidas carentes de filosofía. Mas que acto de fertilidad creativo, tal ejercicio es entonces más bien un síndrome: síndrome de la ausencia de fuerzas, síndrome de que el alma, aun resistiéndose a abismarse en la renuncia, sólo encuentra un sustitutivo de vida espiritual. Hay todavía un temblor frágil, pero nada realmente conmueve, "…como una tierra ya estéril para la viña sirve aun para el cultivo de la remolacha".