Víctor Gómez Pin
De hecho, casi todos los discursos relativos a la igualdad de hombre y mujer y a la equiparación de status en relación a la sexualidad, se basan en esta imagen de simetría y complementación que ayer evocaba y a la cual nada responde en la complejísima aspiración que vincula ambas emociones sexuales, aspiración que en modo alguno apunta a articular las partes (reducidas a dos) de un elemental puzzle.
Compartir la sexualidad es algo decididamente más complejo que poner juntas dos partes, y desde luego tolera (cuando no exige) modalidades de relación que nada tienen que ver con el modelo (tan bienpensante como edulcorado y tramposo) que el pensamiento políticamente correcto en materia sexual nos propone.
Pues cuando la sexualidad del hombre se despierta realmente, cuando su erección tiene esa nota de sacralizada festiva que reflejan los iconos griegos, cuando el cuerpo de la mujer es reconocido como la razón o causa de tal explosión… entonces muy probablemente la sexualidad está siendo ya compartida.
De ahí que suenen tan insoportablemente los edificantes sermones (arcaicos o contemporáneos, reaccionarios o progresistas) homologando la carencia sexual del hombre y de la mujer. Discursos susceptibles de generar en el hombre una suerte de exigencia moral literalmente mutiladora: la de subordinar su deseo a la aparición en su partenaire de una manifestación de deseo cualitativamente equivalente. Discursos que suenan tan insoportablemente más aun por lo que tienen de ceguera que por lo que tienen de hipocresía.