Javier Rioyo
Conozco a Arturo Pérez Reverte hace décadas. No ha cambiado en lo fundamental. Es más rico, más famoso, más universal, más escritor pero sigue teniendo un mecanismo defensivo con una cierta chulería. Y le gusta desnudar las palabras. No usarla para el encubrimiento sino para quitar la capa de las cobardías, de los tapados, de las tapadas de nuestra historia. Sabe contar historias. Algunas de nuestra propia historia, de ese país de todos los demonios que llamamos España. Otras historias de otros mundos, otros hábitos. Una vez más, ahora en estos encuentros de Santillana, demuestra ser un escritor que no se arrepiente de ser "leal mercenario" de sí mismo. Eso es lo que debe hacer un novelista, saber contarnos sus sueños, sus aficiones, sus fobias, sus amores y hacerlo de la manera más eficaz, más verdadera.
Una aventura literaria, la "arturiana", en la que siguen vivos Alicia, Colmes, Ulises, Bradomín, el capitán Garfio, Sancho y el Quijote, Sam Spade, Ana Ozores, Jim Hawkins, Achab y también, como no, Rogelio Ackroyd. Se puede tener éxito, se puede ser popular, se puede vender y ser un excelente escritor.
El otro día, en mi barrio, un tipo bastante colgado, uno de esos que puede vivir durmiendo algunas noches en compañía de sus perros, de su tetrabrick de vino peleón y de otras maneras de evasión, se paraba cada poco en la acera. Pensé que llevaba su habitual colocón. No lo noté, pero sí pude ver que se paraba porque estaba leyendo un muy usado libro de las aventuras del capitán Alatriste. Se me olvidó contárselo a Arturo Pérez Reverte, ese chulo, ese peleón, ese escritor, tan cercano. Tan necesario.