Víctor Gómez Pin
La exigencia de respeto a lo que de radicalmente singular, de auténticamente digno y valioso, se da en el ser humano es el motor de todas las reivindicaciones de la muerte digna. Lo que se pide es simplemente que en nuestras sociedades se restaure una suerte de código moral, casi un código de honor, en el que prime la asunción lúcida de la finitud y se denoste el que las huellas del tiempo en los cuerpos, sean perturbadas y hasta corrompidas por las huellas que en esos mismos cuerpos deja el rechazo fóbico de lo inevitable.
Se trata, una vez más, de una cuestión de afirmación o de nihilismo. Amar la vida humana es una permanente apuesta por que se restaure ese momento de estupor y felicidad en el que nuestra condición meramente natural quedo relativizada: relativizada en esa escisión matriz, en esa Krísis (término griego para designar nuestra emergencia como seres de juicio) por la cual los seres animados o inanimados del entorno, hasta entonces meros individuos, meros focos para nuestra capacidad de afección sensible, adquieren forma, vienen a ser representantes de una clase o idea, configuran el mundo de un ser de razón.
Amar la vida humana es una permanente apuesta por una reminiscencia de lo que significó ese momento prístino. En tal mundo emergente no había aun Dios, ni esperanza de escapar a lo humano, pero sí había conmoción y luz, pues ya todo estaba empapado de palabra. Palabra de inmediato interrogante, ávida de saber analítico, clasificatorio y comparativo; palabra atravesada por el estupor ante la presencia misma del ser y de las formas.
Hay quizás seres afortunados en quienes aquel estupor, aquel sí a la naturaleza, marcado por el deseo de conocerla y reducirla, no fue nunca sustituido por la afectación del saber, ni por la asunción de respuestas edulcorantes a los misterios de la vida; seres afortunados en cuyas vidas nunca fue neutralizado aquello que realmente interpela; seres, en suma que han permanecido en lo verídico.
Para todos los demás queda al menos apuntar a que tal veracidad se restaure. Apuntar a que se restaure la atmósfera prístina, la atmósfera del nacimiento o alborozo (la lengua vasca conserva aun esta doble significación en la raíz de la palabra jaio). Atmósfera en la que los sonidos y los ritmos sólo emergen en un fondo sobre el que la voz, la carne hecha verbo, legisla, de tal manera que todo mensaje es verídico y toda entonación justa. Atmósfera en la que la presencia animal acentúa aun el sentimiento del abismo que escinde a los meros animales, llamados como las cosas a plegarse a la objetiva topología del tiempo físico, del raro animal confundido con un tiempo sin realidad física: ese tiempo que (al igual que el espacio euclidiano y el lenguaje) es exclusivamente humano.
Mil veces he trascrito las siguientes líneas de Marcel Proust:
"Afortunados aquellos para quienes, por cercanas que se hallen la una de la otra, la hora de la verdad sonó antes que la hora de la muerte."